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DAVID PEACE REDUX

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El compromiso de David Peace (Osset, West Yorkshire, 1967) con la verdad construida a base de mentiras excede el marco del óleo en el que nos la pinta, novela a novela. Brochazos y estocadas, disparos y oraciones en el óleo y por toda la pared. Como la vida —confusa e inevitable— uno no ha de querer entenderlo todo pero sí sentirlo. Es el suyo un compromiso con lo narrado, con los hechos reales en los que se suele basar y apuntalar sus obsesiones y paisajes, sus personajes y momentos históricos, pero también está el compromiso de que los arquetipos no acaben siendo clichés ni restos del mobiliario. Las víctimas siguen siendo víctimas después de ser escritas por Peace. Y el dolor y el desamparo, y el pathos, que nos parece caprichoso solo porque desconocemos los mecanismos del poder y del momento para entender su inevitabilidad. Y con sus protagonistas, tipos en medio de un mundo —el interior y el exterior— que se les desmorona. Ellos están al límite de su resistencia física, mental y emocional y, alrededor, todo viniéndose abajo en escenarios siempre derrotados, ciudades o comunidades. Y, por supuesto, también el compromiso con lo literario desde el momento en que el cómo, la música, la arquitectura, la atmósfera está al servicio de hacer de la lectura una experiencia que incluya entretenerte e incomodarte, exigirte y recompensarte. David Peace no es un jugador fácil porque hay algo sagrado en cómo plantea su escritura. No es necesidad de trascendencia sino de respeto. Por los seres humanos que dieron pie a los personajes, por el pasado incrustado en el presente, por los vivos y los muertos, por el escritor, por todos los escritores, por el libro como instrumento de saqueo y reposo emocional, y, sí, también, por nosotros, sus lectores.

Su mundo es personal, obsesivo, cinematográfico, radical muchas de las veces. Sabes qué te quiere decir aunque no entiendas lo que te dice. Lo sientes, lo presientes, lo supones y lo evocas. Es poético en el sentido de aproximativo, de levantar el velo, ver la verdad y era sencilla, pero cuando cae otra vez el velo eres incapaz de explicar en qué consistía esa verdad. Es pictórico, una paleta de colores, los contornos difusos de Bacon, la sensación de la elección cromática del artista. Es musical. David Peace, los buenos momentos de David Peace son como cuando escuchas una canción y no conoces el lenguaje en el que quien te canta te escupe o susurra el tema. No sabes qué te dice pero sí que para el cantante es importante cantarla y que le prestes atención. La intención, la necesidad. No hay función de piloto automático. Hay indolencia a veces en sus páginas —como la vida cotidiana— imperfectas, llenas de cosas, desordenadas, sin sentido, reiterativas como el propio no género que es la novela. Es inmenso su mundo novelesco. No podemos entender el universo del mismo modo que no podemos entender todos los mundos que se esconden en una buena novela. Y más música en David Peace. Ritmos, secuencias, estribillos, patina el autor sus cuchillas sobre un pentagrama que escucha en su cabeza, que hace que retumbe en la nuestra y nuestro pecho. Debe ser así. T. S. Eliot decía que a medida que la poesía se aleja de la música se está alejando de la poesía. Los trozos novelescos menos logrados en la escritura o en nuestra lectura de la obra literaria son aquellos en los que se pierde el compás.

David Peace lo sabe.

Tokio Redux

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