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CAPÍTULO 2
ОглавлениеRodrigo llegó a las siete de la mañana a la oficina. Agradeció el silencio que reinaba en el departamento de la UDEV, que en breve se tornaría en un ambiente ensordecedor por el ir y venir de agentes que, disciplinados, empezarían a trabajar, dándole vida a la planta. El simple hecho de pensar en ello le acrecentó el dolor de cabeza, que no había desaparecido desde que se acostó bien entrada la madrugada. Se dejó caer en la curtida butaca de cuero y cerró los ojos, alimentándose de ese silencio que tan bien le hacía. Interrumpiéndose, unos instantes después, por un golpeteo de nudillos en el tablero metálico de la puerta de su despacho que le hizo dar la primera orden del día.
—Pase.
—Buenos días, inspector. ¿Puedo entrar? —preguntó la agente Tamayo.
—Sí, claro, Arantxa. ¿Qué me traes?
—Inspector, acaban de enviarme desde la Interpool los antecedentes penales de los sospechosos. Todos empezaron en la misma banda en Rusia —resumió—. Los informes muestran que, a medida que pasaban los años, los delitos iban en aumento. En un principio, se encargaban de tráfico de drogas a pequeña escala, robos de vehículos o hurtos sin violencia, pero, por lo que he podido leer —continuó hablando mientras tomaba asiento frente al inspector—, con los años iban escalando puestos dentro de la banda y se les asignaban tareas de mayor índole, tras lo cual, los delitos pasaron a ser considerablemente graves: homicidio, explotación sexual, tráfico de drogas, y así una larga lista. Como puedes ver, las entradas y salidas de prisión son constantes, aunque los tres han cumplido con la justicia en Rusia —dijo tendiéndole el informe y señalando la parte donde figuraba.
Durante unos minutos, el inspector ojeó el dosier.
—Quiero que Sierra y tú vayáis al hospital donde trabaja la señorita Irina Petrov y le preguntéis por el furgón que alquiló. Además, debéis mostrarle una fotografía de Konstantin Sokolov, a ver si nos cuenta de qué lo conoce o si, por el contrario, nos miente.
—De acuerdo, inspector. ¿Alguna cosa más? —preguntó la agente Tamayo.
—Sí, quiero que hagas un perfil psicológico de Konstantin Sokolov, tu perspectiva puede sernos de gran ayuda. También ponte en contacto con la policía científica para ver si tienen el informe de las muestras del furgón. Con suerte, habrán encontrado restos de ADN o de tejido de la desaparecida.
—Está bien, jefe.
Arantxa Tamayo era una mujer meticulosa y especializada en realizar perfiles criminales. En numerosas ocasiones, había acertado de pleno, pudiéndose adelantar al criminal. Además de inteligente, era una mujer explosiva. Cabello moreno, ojos azules, rostro fino y aniñado que desentonaba con los voluminosos pechos y curvas de infarto que tantas veces había degustado Rodrigo.
Las relaciones sexuales que mantenían eran asombrosas y adictivas. Era una amante magnífica, cuya nula existencia de límites y vergüenza en la cama hacían que los juegos amatorios que compartían quedaran muy por encima de lo que cualquier mente perversa pudiera imaginarse.
Llevaban saciándose sexualmente durante años. Los dos sabían las condiciones de ese acuerdo y cuáles serían las líneas que no tendrían que rebasar para que no se diera por concluido. Nada de enamorarse y, mucho menos, extrapolar su relación al trabajo, términos principales que ambos debían cumplir. Arantxa aceptó las condiciones y con un simple wasap, donde se especificaba hora y lugar, el alivio estaba asegurado.
Rememoró ese último encuentro y el palpitar de su miembro hizo que se endureciera. Ese maldito corsé negro que se le resistió en su momento, pero que tanto lo había excitado, le volvió a la mente, teniendo que levantarse para que cesara la presión en su entrepierna.
La primera parte de la mañana pasó en un abrir y cerrar de ojos. Rodrigo estaba tan absorto leyendo informes, firmando documentos e intentando aclarar cuestiones que, al interrumpirlo una llamada interna informándole de que una mujer lo buscaba, se dio cuenta de que en un par de horas tendría que pensar en ir a comer.
Un gesto de disgusto se dibujó en su rostro cuando vio asomar la cabeza de su hermana Lucía por una pequeña rendija que quedaba entre la persiana metálica de la ventana de cristal y el marco de aluminio. Ella hizo una mueca divertida tras el cristal y, a continuación, abrió la puerta de su despacho como si estuviera en su casa. No se molestó en llamar.
—¡Rooodriii! —gritó alegremente, atravesando la mesa y tirándose sobre su hermano.
—Yo también me alegro de verte, hermanita —ironizó—. ¿Qué haces aquí? Sabes que no me gusta que vengáis a visitarme al trabajo.
—Venga, no seas rancio e invítame a desayunar. —Le golpeó el hombro para que suavizara ese gesto huraño.
—Está bien… Vamos. Pero la próxima vez llámame antes. Sabes que no me gustan las sorpresas.
El camino a la cafetería fue toda una tortura. Lucía, con su peculiar y desbordante alegría, relataba cómo había podido escabullirse del trabajo sin siquiera pararse a respirar. «Pero ¿qué toma esta niña por la mañana?», pensó exhausto de tan inagotable verborrea. Además, no le quedó otra que aguantar la reprimenda de su hermana pequeña que, como si fuera la mayor de los tres, no se amilanaba a la hora de echarle en cara su habitual y descarado gesto de fastidio cuando no podía controlar el mundo. Así lo definía por querer tener todo bajo control.
—¿Y no se extrañará tu jefe de que tardes tanto en recoger las entrevistas? —preguntó Rodrigo con la intención de que dejara de martillearle con lo mismo de siempre.
—Sí, sí, cambia de tema, hermanito, pero no me cansaré de decirte que no puedes controlar el mundo ni proteger a todos los que habitamos en él.
Ahí estaba la frasecita.
—Lucía, ¡eres más pesada que los zapatos de Frankenstein!
—¡Y tú más seco que una empanada de polvos de talco! —replicó veloz con gesto guasón.
Rodrigo miró a su hermana, sorprendido, y los dos explotaron en una unísona carcajada. Ese juego absurdo que inventaron en su infancia todavía conseguía divertirlos.
—Anda, ven aquí. —Le echó el brazo por el hombro y besó su coronilla—. Bueno, ¿y a tus jefes no les extrañará que tardes tanto?
—Pues si cree que tardo en recogerlas, que vaya él mismo. Estoy cansada de ser la estúpida becaria que hace todos los recados en ese maldito periódico. Estoy harta de que no me valoren como periodista —bufó—. Me tienen con un contrato de risa, con un sueldo de pena y con obligaciones de periodista —expresó indignada—, pero ¡¿sabes una cosa, Rodrigo?! Algún día tendré una gran exclusiva —vaticinó decidida—, y cuando se la venda a la competencia, me suplicarán —añadió con malicia, aunque el brillo de sus ojos no conseguiría intimidar ni a un muchacho de preescolar—. Intentarán comprarme con una subida de sueldo al nivel de las veteranas, pero yo me reiré en su cara y saldré con la exclusiva bajo el brazo.
Lucía había intentado persuadir a su hermano en varias ocasiones para que le contara de primera mano alguno de los casos mediáticos en los que estaba trabajando. Pero su respuesta era siempre la misma: «Sácate eso de la cabeza. No pondré en riesgo mi puesto por tus ambiciones».
—No empecemos con las indirectas de siempre, Lucía. Sabes que eso no ocurrirá.
—¡Ya estamos! Nunca digas de esa agua no beberé, que al final te ahogas —contestó divertida.
—Me aburres. —Soltó un largo suspiro de agotamiento. «Esta niña acaba con mi paciencia», pensó.
—Vale, vale… Dejemos la fiesta en paz, que he venido a desayunar con mi hermano el divertido, no el borde.
Rodrigo adoraba a su hermana pequeña, aunque, en ocasiones, la ahogaría como Homer Simpson a su hijo Bart en la serie de dibujos más popular en los últimos años. Su insistencia y perseverancia eran unas cualidades que él y su hermana habían heredado de su madre, aunque en Lucía contrastaba con una alegría y frescura envidiables que la hacían única y entrañable.
Él la sobreprotegía y lo sabía. En repetidas ocasiones, su hermana le había recriminado que él no era su padre y que no tenía derecho a agobiarla de esa manera, aunque Rodrigo la ignoraba y seguía controlándola.
Desde la muerte de su madre, y en el estado en que se encontraba su padre, se consideraba el cabeza de familia. Su hermano Alejandro estaba en tierras inglesas, y a Lucía, aunque cuidaba a su padre con auténtica devoción, no la consideraba lo suficientemente responsable para tirar de la casa, a pesar de que jamás le dio motivos para ello.
Sentados en los taburetes anclados al suelo que disponía la barra de la cafetería, Rodrigo pidió el desayuno que siempre tomaba su hermana y él se rindió al tercer café de la mañana.
—¿Vas a venir a cenar mañana a casa? —preguntó ella, acomodándose en el taburete.
—No sé si podré, Lucía, tengo mucho trabajo.
—¡Siempre la misma excusa! ¿No te sabes otra? Porque la verdad es que esta huele a rancio. —Rodrigo prefirió obviar el comentario y fingió no haber escuchado lo que la lengua viperina de su hermana había dicho. Si no, tendría que aguantar la cantinela de nuevo—. Últimamente, nos tienes abandonados. Papá todavía no se ha recuperado de la muerte de mamá, necesita sentirse rodeado de sus hijos —expresó molesta—. Alejandro está en Londres y no puedo arrastrarlo hasta aquí, pero tú estás en España, así que necesito tu ayuda para hacerle sentir que es importante para nosotros. Sabes que soy capaz de llevarte a rastras, ¿verdad? —preguntó tan seria que Rodrigo pensó que, realmente, sería capaz.
—Haré todo lo posible, aunque no te prometo nada.
Su madre había fallecido hacía un año. Un fulminante cáncer de colon que apareció de improvisto se llevó su vida en tres escasos meses sin darles tiempo a asimilar que no volverían a disfrutar de su amor y de su compañía.
María era el pilar de todos, la confidente de sus hijos y la vida de Ramón. Su padre se derrumbó con la muerte de su mujer de igual modo que se desplomaron las Torres Gemelas de Nueva York. Él intentaba aparentar que, poco a poco, iba asumiendo su pérdida con resignación, pero el brillo en su mirada y su estampa apocada de hombros caídos, que resaltaba su cheposa espalda, le hacían parecer un hombre mustio, carente de alma y espíritu. Si su madre lo viera en el estado en que se encontraba, volvería a morirse del disgusto.
—Lucía, tengo que volver a la oficina —dijo, dejando un billete de diez euros en la barra.
—Mañana te veo, Rodri, que no se te olvide —le recordó llevándose la taza a la boca y rematando el poco café que quedaba. Ni siquiera lo miró.
—Está bien, lianta. —La besó en la mejilla mientras los ojos de su hermana se achinaron felices al entrar en contacto con los de él.
Chandani acababa de recibir un ultimátum por parte de su jefe y estaba que echaba chispas. El muy idiota, el cual no sabía hacer la «o» con un canuto, le recriminaba las dos averías sin resolver que le traían de cabeza desde hacía días.
El problema tenía fácil solución, como le repitió en varias ocasiones. Con los medios que disponía desde el ordenador, le era imposible hacer la instalación correctamente. No había otra solución que enviar a un técnico a la vivienda para que verificara qué estaba ocurriendo en la PTR. Claro está, al orangután de su jefe no le parecía buena idea porque acarrearía gastos a la empresa y sus objetivos se verían diezmados ante sus superiores. Así que no le quedó otra que aguantar el rapapolvo con la cabeza en alto y soportar esa sonrisa mezquina y de víbora que evidenciaba el poder que tenía. Si se descontrolase y le gritara en la cara lo que pensaba de él, estaría de patitas en la calle en un abrir y cerrar de ojos y, otra cosa no, pero necesitaba ese trabajo, aunque cada día le gustara menos.
Un sabor a óxido le reveló que debía relajar la mandíbula y liberar su lengua. El monstruo aullaba, quería salir fuera como fuese.
Abandonó el edificio sin mirar atrás, dejándose llevar por un remolino de destrucción que la elevaba a un estado emocionalmente crítico. Estaba rabiosa, su semblante furibundo y sus pupilas dilatadas escondían una expresión de felino encrespado a punto de saltar sobre su presa. Cualquiera que la hubiese visto abandonar en ese estado la oficina se hubiera preguntado qué tan grave era lo que su jefe le había dicho. ¿Acaso no tiene todo solución menos la muerte? Cuando el enfado enturbiaba su cerebro, daban igual las críticas, la educación y el respeto. El estado en que quedara el mundo tras su paso se la traía al pairo.
Atravesó la amplia avenida como un torbellino que levanta la materia a su paso y sin mirar hacia ambos lados, pero el chirriar de unos frenos al accionarse la devolvió a la realidad ipso facto, extinguiendo la conversación interna que mantenía y activando el murmullo mundano de la ciudad. «Casi me atropellan», se dijo desorientada.
Chandani se disculpó por su torpeza con el hábil conductor, aunque no tuvo que parecerle suficiente porque el muy trastornado no dejaba de increparle, a pleno pulmón, que si estaba loca.
Dejó al cincuentón allí plantado y se montó en su coche un tanto azorada.
Con manos temblorosas, introdujo la llave en el contacto y se dio unos minutos para tranquilizarse. Apoyó la cabeza en la parte habilitada del asiento para aquel fin, cerró los ojos y dio dos fuertes inspiraciones para intentar controlar esos resquicios de amargura que aún recorrían su cuerpo.
Abrió los ojos despacio y el reflejo de su rostro en la luneta delantera le hizo saber que ya había amainado la tormenta de sentimientos destructivos, pero aún sentía esa brizna fría en el cuerpo. No obstante, se veía capaz de conducir sin que corrieran peligro el resto de transeúntes o ella misma. Pulsó el botón de la radio y dejó que la música la envolviera. Una vez se vio preparada, pisó el acelerador y se incorporó al tráfico.
Una fuerte colisión contra su coche la dejó aturdida. Se llevó las manos a la cara para comprobar que no sangraba después del golpazo que se había dado contra el volante y miró al frente para intentar comprender qué había sucedido. Una nube de humo blanco y espeso como el de un cigarro fue lo único que encontró. «Pero… ¿qué narices ha pasado?».
El nubarrón blanco comenzó a disiparse como si Vaiu —el dios hindú del viento— arrasara con él de un fuerte soplido. Ante ella, un hombre aporreando el volante con una violencia salvaje dejaba sacar toda su rabia, lo cual le hizo pensar que había sido ella la que había cometido alguna imprudencia. Miró a cada lado y se encontró con que estaba bien situada en su carril, y que ese hombre solo podía haber salido del aparcamiento que se encontraba a su derecha. Así que la que tendría que estar echando chispas era ella, no él.
La indignación comenzó a calentar su torrente sanguíneo al pensar que, después de pasarse cinco largos años pagando las letras de su querido Volkswagen Polo, era muy probable que se fuera a la chatarra. Vamos, que se había quedado sin coche casi seguro.
El Monstruo, agarrándose aquella frustrante posibilidad, salió de su cueva, al igual que Chandani se bajó enfurecida del coche y fue hacia ese hombre que no la amedrentaría por mucho que maltratara a ese aro de cuero.
—¡Joder…, joder…, joder! —repitió Rodrigo sacudiendo el volante para calmar su enfado. «Pero ¡en qué estabas pensando, gilipollas! ¡Parece mentira que te pasen a ti estas cosas!», se recriminó dejando de dar golpes.
Ya más calmado y pensando que el mal ya estaba hecho, intentó abrir la puerta del conductor para salir del coche, pero, tal y como estaba el guarnecido interior, pensó que sería misión imposible. Tendría que bajarse por la puerta del acompañante. Se recostó en el asiento para llegar al tirador y, al abrir la puerta, un punzante dolor de costillas lo dejó sin respiración. Se sujetó la zona magullada y, como buenamente pudo, salió del vehículo.
Antes de que pudiera cerrar la puerta, y mucho menos disculparse por no haber estado todo lo atento que se tiene que estar al volante, una muchacha con el ceño fruncido y ojos de Lucifer se abalanzó sobre él y comenzó a golpearlo como si fuera un saco de boxeo.
—¡Tranquila! Señorita… Tranquila… ¡No se ponga usted así! —postuló Rodrigo, intentando detener sus envites.
Esa muchacha estaba fuera de sí. La locura dominaba totalmente su sentido común. Era tal su estado que, si no hacía algo para detenerla, le sacaría los ojos al igual que los pájaros de la película de Alfred Hitchcock.
Ahí estaba el mal dándolo todo. Parecía bipolar, una enferma que ha dejado la medicación y no es capaz de mantener a raya a sus fantasmas. Ya no había vuelta atrás, ya nadie podría detenerla. El Monstruo era quien mandaba en ella, el que hablaba y dominaba sus actos.
Un fuerte bofetón hizo reaccionar a Rodrigo. Había aguantado estoicamente los puñetazos en el pecho, los empujones, los zarandeos e, incluso, su intención —que pudo evitar— de tirarle del pelo. Pero eso no, ese guantazo casi le afeita la mejilla. «Pero ¿qué se ha creído esta niñata? Uno tiene sus límites».
Totalmente consciente de lo que le podrían acarrear sus actos siendo policía, inmovilizó a la muchacha como si de un delincuente agresivo se tratase. Con maestría, bloqueó sus golpes y secuestró sus muñecas llevándoselas a la espalda. Si tiraba de sus brazos hacia arriba, la obligaría a flexionar las rodillas y clavarlas en el suelo.
—¡Tranquilícese, señorita! ¡Respire! —pidió Rodrigo. Sin embargo, parecía que sus palabras no le llegaban, ya que forcejeaba como si tuviera alguna posibilidad de soltarse. Pobre muchacha, qué errada estaba—. No se preocupe, señorita, yo me hago responsable de lo ocurrido… Ha sido culpa mía. Si se calma, la soltaré y podremos tramitar un parte amistoso de accidente.
—¿Que me calme? ¡Estás diciendo que me calme! —gritó Chandani sin quitar los ojos del suelo—. ¿Tú eres gilipollas o qué? ¡Me has destrozado el coche!
—Ha sido un accidente… No era mi intención que esto ocurriera…, se lo aseguro —titubeó Rodrigo.
—¡Maldito cabrón! ¡Suéltame ahora mismo! —vociferó mientras braceaba para intentar liberarse.
Si le hubieran dicho, cuando se despertó por la mañana, que iba a sufrir un percance con el coche y que su cuerpo iba a servir para que una señorita se descargara de lo lindo, jamás se lo hubiese creído. No le gustaba tratar a nadie así e, incluso cuando era agente de calle, siempre intentaba que la persona a la que tenía que detener colaborase; no le gustaba que pensaran que abusaba de la placa, aunque esa muchacha no le estaba poniendo las cosas fáciles.
Los gritos e improperios que soltaba estaban provocando que los transeúntes se arremolinaran alrededor de ellos y que Rodrigo tuviera que aguantar miradas lacerantes cargadas de reproches por la evidente superioridad que había entre esa mujer y él.
—De acuerdo, ya estoy calmada. Por favor, suélteme —rogó ella, aunque no sonó muy convincente.
Rodrigo había escuchado en muchas ocasiones esas palabras en boca de delincuentes que intentaban engañarlo diciéndole que se comportarían, pero, cuando accedía y los soltaba, la situación se descontrolaba y empeoraba aún más si cabe.
No podía comparar a un delincuente con esa señorita, ya que la única arma que portaba encima eran sus propias manos, pero, tal y como las usaba, eran peligrosas. Un mal golpe en las costillas y vería las estrellas por el dolor. El impacto que se había llevado en el costado estaba empezando a enfriarse y no podía jugársela.
Chandani aguantó unos segundos quieta y en silencio, esperando que las palabras que había usado causaran el efecto esperado en ese señor. Sin embargo, lo único que sacó en claro fue que aquel hombre no se había creído ni una sola. Esa posición la estaba matando. Le dolían los brazos, la espalda y, sobre todo, el orgullo. Ella no era ninguna delincuente para que la tuviera retenida de aquella manera. Sí, reconocía que no había actuado de la mejor forma, que ese monstruo que la dominaba había vuelto a tomar el control sin que hubiese hecho nada para contenerlo, pero eso no quería decir que pudiera hacer lo que le diera en gana y tratarla de aquel modo. Además, ¿quién había destrozado su Polito?
Estaba furiosa, no sabía cómo convencerlo de que, aunque hubiera empezado con mal pie, ella era una mujer con la que se podía hablar, con la que podías mantener una conversación.
Volvió a revolverse contra esas esposas de carne y hueso consiguiendo que el tipo elevara sus brazos y ella tuviera que flexionarse aún más.
La impotencia y el dolor en el cuerpo estaban comenzando a calentar a ese personaje interno que no quería que la dominase de nuevo. Volvió a agitarse para intentar pillarlo desprevenido, pero solo consiguió que sus rodillas al final probaran el frío suelo. Ese fue el detonante que hizo que todo volviera a ponerse borroso.
Chandani comenzó a gritar desesperada. Los insultos que escupía por su boca eran tan despiadados y crueles que estaba consiguiendo que el público que los observaba cambiara de bando y se posicionara a favor de Rodrigo, el cual intentó mantener la calma, aunque le hubiese gustado levantarla y darle un par de guantazos para que se controlara. Lo único que podía hacer era llamar a su compañero Ramiro —policía nacional del distrito donde estaban— para que se encargara de esa situación que, muy a su pesar, se le había escapado de las manos.
Avistó una luz azul girando a toda velocidad que se dirigía hacia ellos al final de la calle y una sensación de alivio le hizo soltar un suspiro y enviar un pensamiento de agradecimiento a la persona que había llamado a las autoridades.
Como era de esperar, Ramiro se bajó del coche patrulla y se encaminó hacia ellos tan profesional y competente como siempre.
Disimulaba una sonrisa provocada por la sorpresa al ver al distinguido inspector en esa situación, aunque no añadió ningún comentario por prudencia. Rodrigo lo agradeció. No quería que las personas que allí se encontraban pudieran sacar conjeturas erróneas, ya que estaban deteniendo a esa mujer y la llevaban hacia el coche patrulla esposada.
Ya con la mujer controlada y con una sensación extraña en el cuerpo, Rodrigo se dirigió a su compañero para explicarle lo que había pasado.
—¿Y qué vais a hacer con ella? ¿La soltareis en unas horas? —preguntó Rodrigo sin quitarle ojo, pues lloraba desconsolada mientras se cubría el rostro con las manos.
—En casos como este, es conveniente que pase unas horas en el calabozo. Tendrá tiempo para pensar y relajarse —dijo el agente—. Pero no se preocupe, inspector, la encerraremos sola en una de las celdas para que no corra peligro. Mañana a primera hora la dejaremos irse.
—Está bien, Ramiro. Mañana a primera hora me paso a prestar declaración por comisaría e intentaré hablar con ella.
Impotente, y con un sabor amargo en la boca, vio partir el coche patrulla calle abajo y girar hacia la derecha en dirección a la comisaría. No se explicaba cómo, con los años de experiencia que disponía como agente de calle y tres como inspector jefe de la BCPD, no había sido capaz de controlar la situación.
Chandani no fue consciente de lo que había ocurrido hasta que se vio acurrucada en una esquina de la celda. Había dejado salir al Monstruo de nuevo. Le había dejado que rigiera su juicio, que mandara en ella. Se había atrevido a pegarle a un hombre sin pensar en las consecuencias. «Pero ¿qué clase de persona eres, Chandani? ¿Un animal?», se recriminó sin poder dejar de llorar.
Estaba tan avergonzada, tan decepcionada consigo misma que solo podía repetirse que tenía lo que se merecía volviendo a usar esa terapia autodestructiva como si de un mantra se tratara.
—¿Cómo he llegado a esto? —sollozó nuevamente desconsolada.
Cuando los hipitos y las lágrimas remitieron, decidió abordar el tema como una persona civilizada. Bastante la había liado como para seguir comportándose como una niñata estúpida y consentida.
Se secó el rostro con las manos y se obligó a respirar para serenarse. No sabía cuánto tiempo la tendrían allí encerrada o cuándo decidirían liberarla, si es que lo hacían, porque si los acontecimientos seguían su cauce natural, ese hombre la habría denunciado por agresión, algo que hubiera hecho ella si estuviera en su lugar.
Ponerse en lo peor solo consiguió que las lágrimas volvieran a agolparse en sus ojos y que su cuerpo se estremeciera por la vergüenza, aunque con pericia y, sobre todo, con determinación, consiguió mantenerlas al borde del precipicio.
Para empezar, debía disculparse con los agentes y, después, y lo más importante, disculparse con aquel hombre al que había golpeado cruelmente. Quizá, si veían que estaba arrepentida, la cosa se quedaba en una mala experiencia que olvidar y de la cual tendría mucho que aprender. Sí, eso haría, debía tratar el tema como la mujer adulta que era, aunque su comportamiento en un primer momento hubiera parecido el de una loca de psiquiátrico.
Ya más tranquila, aunque con los ánimos por el suelo, se levantó de ese rincón donde mantuvo su guerra interna y se dirigió hacia el incómodo banco que hacía las veces de cama.
Le dolía tanto la cabeza que parecía que un ogro estuviera aporreándola con un tronco. Le dolía todo el cuerpo por la tensión acumulada en sus músculos en forma de agujetas. Necesitaba dejar de pensar y de sentir, así que, recostándose e intentando dejar la mente en blanco, el sueño la venció.
Una sucesión de golpes huecos y rítmicos la despertaron de un sobresalto.
«¿Dónde estoy?», se preguntó creyendo que todo lo sucedido había sido parte de una de esas pesadillas que tan asiduamente sufría. «¡El accidente!». La dura realidad la golpeó de lleno en la cara como el airbag que explotó en el rostro de ese hombre al que agredió.
—Buenos días, señorita —la saludó un hombre que iba sin uniformar y el cual la miraba con gesto arduo e inflexible que denotaba los serios problemas en los que se había metido. Chandani frotó sus ojos para desperezarse y, antes de poder responder al saludo, el agente volvió a hablar—: Veo que ya está más tranquila, incluso, podría atreverme a decir que parece una mujer normal —ironizó.
Ella se retrajo avergonzada, ocultando su rostro tras esa cascada de cabello largo y negro que la caracterizaba, no obstante, se atrevió a saludar al agente.
—Buenos días —susurró.
Sentir el intenso escrutinio y esas frías palabras la intimidaron. Hacer lo correcto iba a costarle más de lo que en un primer momento imaginó.
La tensión entre ellos dos podía cortarse con cuchillo. Estaba juzgándola y ella no podía hacer otra cosa que entender la situación. Esa era la primera consecuencia. Tragó saliva para intentar controlarse, pero, de sus traidores ojos, comenzaron a brotar las lágrimas que demostraban su arrepentimiento. «A tomar por saco mi estrategia de mujer adulta», pensó resignada.
—¿Se da cuenta del problema en el que está metida, señorita Villamayor? Ayer agredió a un hombre.
Chandani sorbió por la nariz su pena y se tragó la vergüenza con amargura. Si quería que todo acabara lo más rápido posible, tenía que empezar a hablar.
Limpió sus mejillas con pulso tembloroso.
—Discúlpeme, agente. Sé que lleva razón, me he comportado como una salvaje —añadió, mirando las manos que golpearon sin tregua a aquel hombre y que, en ese momento, temblaban como las patitas de un perrillo asustadizo—. Me ha denunciado, ¿verdad? Afrontaré las consecuencias. Merezco todo lo que me ocurra, este comportamiento no tiene perdón.
Era la primera vez que Rodrigo podía contemplar cómo era esa muchacha porque, en la soledad de su casa, intentando rememorar lo ocurrido, no lograba ponerle cara. Solo consiguió recordar el perfil tan perfecto y proporcionado cuando la vio montada en el coche patrulla. El resto de las imágenes venían a él movidas y desfiguradas, como si hubieran sucedido subido en una montaña rusa.
El arrepentimiento marchitaba su hermoso rostro, pero, aun así, era preciosa. «¿Cómo una mujer con esa dulzura puede sacar la fiereza de un león?», se preguntó sin poder quitarle los ojos de encima. Era bonita la condenada.
Mujer de rasgos exóticos y de piel tostada. Con tupidas pestañas que resaltaban y embellecían sus ojos almendrados, de un color verde intenso que no era capaz de definir exactamente debido a las lágrimas. De nariz fina y ligeramente levantada, labios gruesos que enloquecerían a cualquier hombre y un cabello, tan negro, brillante y sedoso que parecía que estuviese seduciéndolo para que la tocase.
Un sollozo, que a Rodrigo le pareció proveniente de un ángel celestial, le hizo volver a esa celda de aislamiento donde Ramiro la encerró para que no estuviera en contacto con el resto de detenidos.
—Bueno…, bueno…, señorita, deje de llorar. Seguro que podemos hacer algo para que todo se quede en un malentendido.
Chandani asintió y volvió a ocultar su rostro bajo el pelo, cosa que a él le incomodó.
—Si se ve preparada, podemos subir a comisaría y arreglar esto, ¿le parece?
—Sí, agente. Necesito disculparme con sus compañeros y con ese hombre. ¿Usted podría ponerme en contacto con él? —preguntó nerviosa—. Estoy tan avergonzada por lo que hice…, necesito disculparme —insistió.
—Señorita Villamayor, ya lo está haciendo.
La sorpresa embelleció aún más los ojos de Chandani. Con vergüenza y pasmo, puso toda su atención en él por primera vez. Ese hombre de mirada comprensiva la observaba como si estuviera pasando un rato divertido a su costa.
—¡Fue a usted! —exclamó estupefacta—. ¡A usted fue al que golpeé! —reiteró.
A Rodrigo lo enterneció, arrancándole una sonrisa, ver el rostro enrojecido por la humillación de aquella muchacha.
—Y entiendo que es policía, ¿no es así?
El inspector asintió embelesado.
Peor suerte no podía correr, no solo le había pegado a una persona, sino que había golpeado a un policía. Ya nada ni nadie la salvaría.
—Perdóneme —rogó a su víctima—, me dejé llevar por la rabia… Perdóneme, por favor. —Un brillo, como el que desprende la luna sobre el océano, se reflejó en sus ojos entristecidos. Las lágrimas brotaron de sus párpados sin esfuerzo. Jamás se había sentido tan abochornada como en ese momento.
—Está bien, señorita. Aceptaré sus disculpas si deja de llorar de una vez.
Chandani, con un tenaz regateo, burló el llanto ahogando el disgusto en lo más profundo de su estómago.
Ver esa carita tan hermosa que luchaba con todas sus fuerzas por dejar de llorar y complacerlo le pareció lo más enternecedor que había visto nunca.
—¡Hagamos una cosa! Vamos a empezar de nuevo, ¿le parece?
La joven se mordió el labio inferior, dubitativa, y controló el movimiento nervioso de sus manos, asintiendo con ojos agradecidos.
Rodrigo no pudo evitar que su mirada se dirigiese a esos labios carnosos que, como si fuesen un dulce irresistible, lo llamaban de una manera desconcertante.
«Necesitas inmediatamente una dosis de sexo, Rodrigo», se dijo, saliendo del embelesamiento al que esa mujer lo estaba sometiendo sin que moviera un dedo.
—Me llamo Rodrigo Torres y usted es…
Sin tiempo a terminar la frase, ella extendió el brazo y ambos dijeron al unísono: «Chandani Villamayor».
Los dos rieron relajados. Parecía que la tensión con la que se habían conocido por fin quedaba atrás.
Rodrigo pudo analizar ese rostro que, sin penurias, parecía el de una ninfa del paraíso capacitada para quitar el juicio de los hombres. Todo en ella era digno de alabar.
Receptivo, tragó saliva para que bajara el incómodo calentón que amenazaba con achicharrar su miembro, invitando a Chandani a que saliera de la fría y lúgubre celda, la cual, al subir al piso de arriba, se sintió como si pisara por primera vez la comisaría. No recordaba nada de la sala, ni siquiera ese amplio mostrador donde todo detenido tenía que depositar sus pertenencias, algo que, con toda seguridad, había tenido que hacer.
Mientras observaba aquella escena como si fuera la de una película policiaca, un policía demasiado joven, o eso le pareció a ella, le entregó su bolso y el teléfono móvil.
—Revise su bolso y compruebe que no le falta nada. Después, firme este documento donde confirma que ha recogido sus pertenencias y que está todo en orden.
Chandani, deseando salir de allí, revolvió el interior del bolso sin prestar mucha atención.
—Está todo. Gracias, agente. —Firmó el recibo de entrega.
—Tome, Chandani, este es el parte amistoso que rellené ayer tras el accidente aceptando mi culpabilidad. Preséntelo en su aseguradora para que le arreglen el coche. —Le entregó una hoja tamaño folio en color amarillo pastel y de un azul eléctrico en el dorso.
—Gracias de nuevo, Rodrigo, no merezco tanta comprensión por su parte. —La vergüenza volvió a percibirse en sus ojos, aunque, en ese instante, lo miraba sin ocultarlos.
—Ahí tiene mi número de teléfono. Si necesita cualquier cosa, no dude en llamarme —añadió él recolocándose el moño desordenado, que tan poco le gustaba a su padre que se hiciera pero que tan suyo era a su vez, para acallar a ese lascivo duendecillo que analizaba esa sugerencia tan amplia. «Sí…, sí…, para cualquier cosa. ¿Está ligando, inspector?». Rodrigo carraspeó.
—Gracias otra vez, agente. — Chandani le estrechó la mano dejando en ese saludo la nefasta experiencia de ser una delincuente.
Abandonó la comisaría abrumada. Después de lo ocurrido, por fin estando sola, ya podía dejar de fingir que aquello solo había sido un error más en su vida. No le quedaba otro remedio que asumir que necesitaba más ayuda de la que se imaginaba. Su madre llevaba razón, no estaba tan recuperada como ella se creía.
La realidad era que, para Chandani, todo aquello fue como permitir que la cicatriz de su corazón se viera amoratada al revivir los traumas de su infancia. Sacudió la cabeza dejando el victimismo a un lado, aunque lo apuntó en tareas pendientes que tratar con su terapeuta. En aquel momento, lo importante era encontrar un taxi que la llevara a tiempo al trabajo.
Sacó su teléfono móvil del bolso y la oscuridad en la pantalla le hizo recordar que la última vez que lo miró marcaba un treinta y cinco por ciento de batería. «Genial, no puedo llamar a un taxi», pensó.
—Las cosas siempre pueden ir a peor —dijo con sorna. Sin tiempo que perder, salió corriendo en dirección al trabajo con la esperanza de encontrar un taxi mientras se dirigía hacia allí.
—Chandani, ¿quiere que la lleve a su casa? —le preguntó ese hombre tan condescendiente al que había conocido y al que, de nuevo, parecía que los dioses ponían en su vida para enderezar su destino.
—No, gracias, bastante considerado ha sido conmigo para también hacerle perder el tiempo. Cogeré un taxi.
—¡Suba! —exigió Rodrigo.
—No… No…, se lo agradezco, pero tengo que ir al trabajo.
—Mejor aún, llegaremos antes —añadió el inspector, usando esas palabras mágicas que necesitaba escuchar la joven si no quería meterse de nuevo en un lío.
Sin pensar demasiado en lo caradura que era, aceptó.
—No sé cómo voy a pagarle el favor que me está haciendo, agente.
«Ya me encargaré yo de cobrarte», pensó el libertino duendecillo que convivía en el subconsciente del inspector.
—Por favor, llámeme Rodrigo. Dejé de ser agente hace unos años —declaró con naturalidad observando al conductor que los precedía.
—¡Disculpe! Pensé que trabajaba en la comisaría —se sorprendió.
—Hace unos años que no trabajo allí. Ahora soy inspector jefe de la Policía Judicial. ¿Y usted, dónde trabaja? —preguntó.
—Estoy trabajando en una empresa de comunicaciones justo al lado de donde tuvimos el accidente. Aunque solo es temporal, en realidad. Soy psicóloga.
—Interesante…
—¿Por qué es interesante? —preguntó extrañada.
—El trato que tengo con psicólogos y trabajadores sociales en el trabajo no es que sea muy habitual, pero siempre me han parecido personas tranquilas, con gran sentido de la empatía y mucha facilidad para escuchar. Muy diferente a como se comportó usted ayer. —Chandani se ruborizó al mencionar lo ocurrido—. ¡Perdone! No quería incomodarla. Quedamos en que todo estaba olvidado.
—No se disculpe, lleva razón, no fue el comportamiento más ejemplar. No tuve un buen día, de hecho…, ¡fue un día de mierda! —confesó.
—¿Y qué le pasó? —preguntó Rodrigo con una sonrisa para cambiar de tema.
—El orangután de mi jefe…
—¿Su jefe es un orangután? —bromeó Rodrigo.
Ella, con gesto risueño, sonrió.
Rodrigo no era de esos hombres a los que con facilidad les salían solas las bromas, sin embargo, con ese banal chascarrillo, pudo escuchar el murmullo de su risa que, como si fuera la melodía de un instrumento ancestral, lo cautivó.
—Más bien, su comportamiento es el de un orangután —rectificó—. Llevo unos días teniendo problemas con unas averías y él no quiere mandar a un técnico para que las solucione. Ayer amenazó con despedirme —confesó.
—Entiendo. —Rodrigo no quería llegar a su destino. Deseaba seguir conociendo a esa muchacha, seguir conversando y saber de ella—. Ya estamos cerca —dijo para ocupar el silencio que se había instalado entre sus pensamientos y el habitáculo.
—¡Aquí, inspector! ¡Trabajo aquí! —agregó efusiva al ver a su amigo Toni buscándola entre sus compañeros.
Rodrigo detuvo el coche de inmediato, tal y como haría un taxista por exigencias de su cliente, y pulsó un botón, con el que se accionó el freno de mano.
—Muchas gracias otra vez, y disculpe por lo de ayer —añadió.
Se bajó del vehículo tras ella para acompañarla.
—Si tiene algún problema con la aseguradora, llámeme.
Ella asintió ligeramente y, en compensación a sus atenciones, le regaló de nuevo esa dulce sonrisa que Rodrigo se obligó a guardar en su retina. No quería despedirse de ella, pero tampoco tenía excusa para no hacerlo.
—¡Dani… Dani! —gritó su amigo Toni.
—¡Toni! ¿Qué haces aquí? ¿No se supone que entras en el turno de tarde? —preguntó Chandani.
—Amiga, esa no es la pregunta. ¿Dónde narices te has metido toda la noche? —exigió saber preocupado y con gesto molesto—. Me tenías acojonado. ¿Es que no puedes llamar o coger el teléfono? —la riñó. Aunque, al ver la presa que había cazado su amiga, empezó a comprender todo—. Ya entiendo —susurró cómplice—, solo hay que ver con quien vienes para entender lo que ha sucedido —añadió con picardía sin dejar de abrazarla. La petarda de su amiga se lo había hecho pasar fatal toda la noche.
Chandani se ruborizó ante las insinuaciones de su amigo.
—Anda, Toni, no digas tonterías. —Intentó quitarle importancia al comentario mordaz que su amigo acababa de hacer—. Mira, te presento al inspector Torres. Rodrigo, este es mi amigo y compañero de piso.
—Encantado.
Ambos extendieron sus manos para saludarse.
—Entonces, si no has pasado la noche con él, ¿se puede saber dónde te has metido? No he pegado ojo pensando que algo malo te había pasado.
Chandani puso los ojos en blanco y rogó para que la tierra la tragase. Pero ¿cómo se podía ser tan descarado? ¿Qué iba a pensar el inspector de ella si su amigo con tanta ligereza decía esas cosas?
—Luego te cuento. Es una larga historia —murmuró incómoda.
—Entonces, vamos a desayunar a la cafetería, que todavía te quedan diez minutos para entrar y me haces un resumen. ¿Le apetece acompañarnos, inspector?
—No, gracias, se me hace tarde.
—Muchas gracias de nuevo, Rodrigo —se despidió Chandani.
Sin más que hacer allí, se montó en su coche y se marchó.
Mientras bajaba por el aparcamiento del edificio de la Policía Judicial, el inspector Torres no dejó de pensar en esa mujer y en lo que su amigo había insinuado. Ya le hubiera gustado a él pasar la noche con tal preciosa muchacha. Ese tal Toni le caía bien. Le gustaba su forma de pensar.
«¿Volveré a verla?», se preguntó. Algo en él le decía que le gustaría volver a coincidir con ella. Le despertaba un sentimiento extraño al que no le sabía poner nombre. Sin embargo, su cuerpo parecía que sí tenía claro cómo identificar esa desazón que sentía. Protección y deseo.
Al final, iba a llevar razón su hermana Lucía en que quería controlar el mundo y proteger a todos.
El veneno de esa diosa lo hizo divagar en el recuerdo de ser fiel a una sola mujer, lo que se siente cuando se ama de verdad. «¿Cuántos años hacía de eso?». Había perdido la cuenta del tiempo que llevaba solo. Ya no recordaba cómo se detiene el mundo cuando esa compañera a la que adoras te acompaña cada día. Llevaba tanto tiempo centrado en su trabajo y desahogándose con Arantxa que había olvidado lo que se siente al amar a alguien.
Esa mujer le había gustado. No podía negar lo evidente porque, si no, estaría engañándose como un verraco y él no era de esos hombres que tienen ese tipo de hábitos, requisito que tuvo que aprender cuando decidió hacerse policía.
La verdad solo tiene un camino y ese camino a Rodrigo le hubiera gustado recorrerlo mientras la iba conociendo, por decirlo delicadamente, claro está. Porque lo cierto era que le hubiera encantado llevársela a la cama. Esa hermosa carita tendría que estar increíble con las mejillas encendidas por el éxtasis más sublime. Esa manera de morderse el labio… «Puf…», suspiró. Su miembro viril se activó con aquellos pensamientos y su «amiga», la que siempre estaba dispuesta, le hizo saber con una ligera molestia que si seguía creciendo de esa manera, sería mejor que la liberase del encierro de algodón y fibra. «Estás fatal, Rodrigo», se dijo recolocándose el paquete.
Sacó el teléfono móvil de la chaqueta de cuero y le escribió un wasap a Arantxa. Eso lo arreglaría él en un santiamén.
Sentados en la cafetería, Chandani le narraba a su amigo Toni todo lo que le había sucedido el día anterior. Como no era de extrañar, su amiga fue marchitándose como si fuese una flor de temporada con cada relato que le iba ilustrando.
A Toni no le asombraba nada de lo que pudiera contarle, ya que siempre le ocurrían los sucesos más inverosímiles posibles. Él sabía que mucha culpa la tenía ese carácter suyo, tan fuerte e impulsivo, que provocaba que se viera envuelta en aquellas tesituras. No obstante, tampoco podía decirle cómo veía las cosas, porque sería como tirarle un cubo de agua helada a la cara y no se lo merecía. Bastante tenía con sus fantasmas del pasado.
Era una pena que no pudiese hacer nada para ayudarla. Todo lo que le ocurría solo podía detenerlo ella misma. Necesitaba aprender a controlar su ira y no hacer montañas de arena donde solo había una pequeña duna. Toni pensaba que el destino no dejaría de regalarle esas desagradables situaciones hasta que no aprendiera de ellas. Para él, todo en la vida traía una enseñanza y, en el caso de su amiga, tenía que ser una muy grande.
Eso lo entristecía, porque sabía que era una mujer excepcional, con un alma pura, repleta de solidaridad por los demás y con un sentido de la lealtad subdesarrollado. Pocas serían las personas que tendrían la suerte de contar con una amiga como ella, aunque en alguna ocasión se hubiera visto obligado a lidiar con ese monstruo implacable que la transformaba en alguien muy diferente. Pero… ¿quién en su lugar no actuaría así con lo que le tocó vivir en su niñez? Muy mendruga tendría que ser la persona que no entendiese sus tormentos. Quitando esa tara, su amiga valía mucho.
—Sí…, sí… —afirmó con retintín—, me parece a mí que tú lo has hecho adrede —expresó con una sonrisa para animarla—. ¿No me digas que no te has fijado en lo buenorro que está ese hombre? Porque ya lo querría yo para mí.
—Toni, ¡déjate de tonterías! Lo que te estoy contando es muy serio —lo increpó molesta—, he insultado y pegado a un hombre. Si no llega a ser porque es policía y supo detenerme, podría haberle hecho daño o, peor aún, me podían haber dado la paliza del siglo. —Un gesto de preocupación trasformó su expresión—. Yo no sé qué me creo…
—¿Wonder Woman? —bromeó con la pregunta.
Chandani arrugó el ceño.
—Tengo que hablar con mi terapeuta. Esto no puede volver a ocurrir, me prometí que no volvería a caer tan bajo —concluyó angustiada.
—Exageras.
—Qué fácil ves tú las cosas. Cómo se nota que no has tenido que pasar la noche en el calabozo como un delincuente.
—¡Vamos a ver una cosa, bonita! —le dijo cansado de tanto afán por autodestruirse—. Como sigas con eso de que eres una mala pécora que no mereces ni el aire que respiras, solo vas a conseguir sentirte como una mierda.
—¿Y cómo te crees que me siento?
—Eso me queda claro —respondió poniendo los ojos en blanco. «Pero ¿cómo se puede ser tan cabezota?», se dijo—. La cuestión es sacar algo bueno de lo ocurrido, no seguir machacándote. Sé que has metido la pata, pero ya está… ¿Quién no la ha metido alguna vez? —preguntó a la nada. Aunque ella no pareció entenderlo.
—Parece que yo le estoy cogiendo el gusto a hacerlo —murmuró entristecida. Como siempre, su amigo tenía razón. Flagelándose, no conseguiría nada.
—¡Ya está! Deja las cosas como están. Ese hombre se ha portado como todo un caballero, ha sido comprensivo, te ha ayudado y no va a denunciarte —añadió mirándola muy serio—. Piensa que has tenido suerte.
Chandani agitó la taza de café que tenía entre las manos como si, con ese gesto, pudiese prever el futuro. Su amigo llevaba razón, no podía coger el camino fácil. Recriminándose sus errores, no conseguiría nada, solo sentirse peor consigo misma. Debía ser inteligente y analizar la situación con cautela.
—¿Tú también vas a regañarme? Mira que ya he tenido suficiente —gruñó molesta.
Ya era hora de que Chandani actuara. Parecía que había vuelto su amiga de siempre.
—Esa es mi chica…, carácter en estado puro. —Le guiñó un ojo. Sonriendo, la joven dejó que la silla cargara con el peso de su espalda—. Bueno, y ahora que hemos dejado atrás toda esa polémica de que he sido mala, pégame, dame fuerte —bromeó Toni agitando la mano al aire como quien azota una alfombra—, ¿qué pasa con ese hombretón? Porque espero que te hayas dado cuenta de cómo te miraba ese chicarrón del norte. Menudas miraditas te ha echado el inspector.
Chandani no pudo hacer otra cosa que soltar una escandalosa risotada. Su amigo no tenía remedio.
—¿Qué mirada ni qué ocho cuartos?
—¿Le has dado tu número? Mira que hombres como él son difíciles de encontrar —añadió con un ramalazo de esos que le gustaba interpretar cuando se juntaba con sus amigas «las locas de Chueca».
—Sí, claro. Le he dado el mío, el tuyo, el de mi madre y el de mi terapeuta, no vaya a ser que no me localice —dijo con sorna—. Pero ¿tú te crees que un hombre como él tiene tiempo de fijarse en una loca de psiquiátrico?
—Ay, amiga…, qué poco sabes de hombres —añadió en un suspiro—. Si fueras un callo malayo que tiene una verruga en la punta de la nariz y un ojo que vigila al otro, lo entendería, pero resulta que estás muy buena, mi niña. Ese detalle no se le ha podido escapar a este hombre. —Elevó una ceja al mismo tiempo que la comisura de su boca.
—Pero mira que te gusta el marujeo… Anda, dejemos el tema, que tengo que irme a trabajar.
—Se me olvidaba decirte que estás en casa con unas fiebres africanas.
—¿Qué?
Su amigo se había vuelto loco de remate.
—Sí, le he dicho al orangután que estabas en cama muy malita —dijo a la carrera quitándole importancia al asunto—. No te encontraba…, quiero decir, no sabía si iba a encontrarte, así que me tomé el atrevimiento de mentir al jefe. —Sonrió pícaro.
—Un día, me tienes que contar cómo lo haces.
—¿El qué?
—Ser tan perfecto —lo piropeó.
—Anda, zalamera, vete a casa y descansa. —Chandani asintió—. Y si no vas a llamar al inspector, pásame el número. Lo mismo le gustan las emociones fuertes.
—En eso, cojeas.
—Algún fallo debía tener —bromeó y le guiñó un ojo.