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CAPÍTULO 3

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—Inspector, tiene una llamada del comisario Morales.

—Pásemela a la oficina, agente García —pidió Rodrigo mientras estudiaba el dosier que le había entregado la agente Tamayo—. Buenos días, comisario Morales. Usted dirá.

—Rodrigo, me ha llamado la secretaria del juez Alcázar, quiere que en una hora nos presentemos en su despacho.

—¿Qué es lo que quiere? ¿Le ha dicho algo? Es muy raro que tenga tanta prisa en hablar con nosotros, ¿no le parece?

—Solo me ha dicho que no estaba autorizada a dar esa información, así que te espero en la puerta de los juzgados.

—Está bien, jefe, voy para allá —se despidió Rodrigo.

Rodrigo se quedó pensativo unos minutos. «¿Qué querrá el magistrado?». Debía ser importante, porque cuando ellos querían reunirse con algún juez, casi había que pedir audiencia.

Cerró el dosier, olvidando por dónde se había quedado, descolgó el teléfono de su despacho y marcó el número interno que comunicaba directamente con la mesa del agente Sierra.

—Sierra, cuando puedas, ven a mi despacho, por favor.

A Rodrigo no le dio tiempo a colgar el auricular en la base del teléfono cuando su amigo llamó a la puerta y, sin esperar respuesta, entró.

—Usted dirá, jefe —saludó llevándose la palma de la mano a la frente y clavando el talón al suelo.

Rodrigo no recordaba cuándo fue la última vez que vio a su amigo entrar en su despacho sin hacer la estupidez esa del saludo militar.

—Anda, payasito, descansa —le pidió Rodrigo sin poder reprimir una media sonrisa. «Este amigo mío cumplirá con su palabra, aunque le corten los brazos», pensó divertido.

David sonrió socarrón, elevando una de sus rubias cejas un par de centímetros de su lugar de origen.

—Te prometí hace dos años que si el puesto de inspector era tuyo, me verías todos los días saludarte así. Es lo que tienen las apuestas entre borrachos. —Hizo un sonido hueco con su lengua—. Así el próximo día dudas menos de tus aptitudes, camarada. —Tomó asiento.

—Ahora mismo me estoy arrepintiendo de haberme emborrachado a tu lado y de haber largado más de la cuenta —bromeó Rodrigo.

David levantó los hombros y puso un gesto que sin duda decía: «¡Ah! ¡Se siente!».

—Y bien, ¿qué necesita mi queridísimo jefe?

Rodrigo negó con un movimiento de cabeza fingiendo una resignación que no sentía.

—¿Sabemos algo de los sospechosos? ¿Ha habido algún cambio?

—Por el momento, todo sigue igual. Tamayo y yo estábamos a punto de hacerle una visita a Irina Petrov. Según los compañeros, no sale del hospital. Parece que echa más horas que el rey.

El gesto en su superior le hizo saber que debía dejar las bromas de lado.

—Enseñadle una foto de Konstantin. —David asintió—. Me ha llamado el comisario. El juez Alcázar quiere que nos reunamos en su despacho en una hora, así que imagino que pasaré prácticamente toda la mañana fuera. Si ocurre algo relevante que no pueda esperar, me llamas.

—Por supuesto, jefe.

Rodrigo, junto al comisario Morales, escuchaba con atención el relato que el magistrado les estaba explicando sobre un caso que estaba juzgando y el cual se le estaba complicando porque uno de los acusados tenía información con la que poder negociar su condena. Básicamente, la trama estaba clara: políticos corruptos les adjudicaban edificios oficiales a importantes empresas promotoras para realizar grandes eventos en fechas señaladas, sin necesidad de pasar por un concurso público. Como era de esperar, esos políticos no lo hacían por amor al arte, sino por adquirir suculentas tajadas económicas que hinchaban sus cuentas bancarias. Aunque ahí no quedaba la cosa. Esos distinguidos empresarios, de manera encubierta, reaparecían en aquellas fiestas comercializando con cocaína. Otro gran negocio ilegítimo que les acarreaba más ganancias si cabía.

Hasta ahí la cosa estaba clara, aunque Rodrigo y el comisario Morales no lograban hilar los casos que ellos estaban investigando con el que les hablaba el juez Alcázar con tanto ímpetu.

—Perdone, señor Alcázar —lo interrumpió el comisario—. Ese acusado al que se refiere, ¿qué tipo de información puede tener sobre el caso que lleva el inspector Torres? Con esto quiero decir que no encuentro ningún punto de unión entre un caso de tráfico de drogas con el de las desapariciones.

—Este hombre dice que tiene información de uno de los desaparecidos —concretó con amargo rictus.

Rodrigo tensó la mandíbula por la noticia, aunque esperó paciente a ver adónde llegaba la conversación que estaba manteniendo su superior.

—¡Eso es estupendo! —añadió el comisario demasiado entusiasta. Algo que molestó aún más al juez.

—No se haga ilusiones, comisario. Esto parece más una artimaña de un suspicaz abogado que quiere demorar el proceso y marcarse un par de puntos con su cliente a costa de mejorar su condena que una feliz realidad —auguró—. Pondría la mano en el fuego a que nos hace perder el tiempo. Estos abogaduchos se las saben todas.

—¿Cuándo será la reunión? —preguntó un inalterable Rodrigo.

—Será en dos días, aquí mismo, en mi despacho. Aunque tengo que decirles que no sé si aceptaremos ese acuerdo, señores. Este hombre está pidiendo demasiado y dudo de que la información que nos facilite tenga tanto valor como para que aceptemos sus exigencias. —El juez Alcázar puso una expresión tan recelosa que Rodrigo miró a su jefe pidiéndole permiso para que le dejara hablar, aunque el comisario lo censuró de manera sutil, abriendo los ojos deliberadamente sin que su señoría lo viera.

—¿Y si no es así y tiene pruebas? Entiendo sus dudas, magistrado, pero el caso Bóxer es un caso complicado. Con esto no quiero decir que sea más importante que el proceso que está usted juzgando —aclaró el comisario Morales—, pero esta organización tiene todo muy bien atado y el inspector Torres está intentando desmantelarla, sin embargo, tiene muy pocos hilos de donde tirar. Cada vez que encuentra una pista fiable y cree que el hilo esta tenso, se rompe y tiene que volver a buscar el ovillo —comparó con acierto.

La franqueza que usó el comisario obligó al juez Alcázar a levantarse de su butacón ergonómico y colocarse tras él a modo de barrera, claro gesto de no querer seguir hablando.

Rodrigo podría haber aprovechado el momento para argumentar lo que él mejor que nadie sabía del caso en cuestión, pero prefirió dejar que esos dos gallos de pelea se explayasen en discutir ciertos detalles importantes que, en realidad, ninguno de los dos conocía de primera mano. Solo él y sus agentes sabían cómo se movían aquellos desalmados.

—Señor Alcázar, tengo al fiscal del caso Panteón esperando fuera. Dice que es muy importante y que no se marchará hasta que no hable con usted —informó su secretaria.

Rodrigo ni siquiera la escuchó llamar a la puerta, estaba tan irascible que tuvo que levantarse de la silla para tomar distancia y darse unos minutos para pensar.

El pulcro y pálido color de las paredes confrontaba con los oscuros pensamientos que no dejaban de comprimir su cerebro. Necesitaba relajarse, estaba demasiado tenso y eso no era nada bueno. Debía empezar a hablar claro. Solo él sabía cómo iba el caso.

La tarima, en un tono nogal oscuro, crujió como si quisiera avisar a los allí presentes de que el dueño de ese despacho estaba a punto de explotar.

—¡No arriesgaré todos estos años de pistas recabadas para que ese hijo de puta quede libre al día siguiente! —gritó un enfurecido juez.

Los sentidos de Rodrigo se activaron. Parecía que estuviese perdido en un limbo atemporal.

—No tenemos nada —susurró Rodrigo sin mirar a ninguno de esos dos hombres con los que compartía estancia. El silencio que se creó podría compararse con el de la antesala de la muerte.

—¿Cómo que no tienen nada, inspector? ¡Explíquese! —ordenó el juez.

—Cada una de las pistas que seguimos nos llevan a un callejón sin salida, magistrado. Ese ruso tiene mucho cuidado en no cometer errores. Solo han cometido uno y no es suficiente para detenerlo. Las pruebas serían desestimadas nada más presentarlas. Este caso necesita un empujón —concluyó Rodrigo, buscando con la mirada al juez Alcázar—, y ese hombre puede ser el encargado de darlo.

Ante las presiones de Rodrigo, el juez arrugó el gesto de tal modo que las gafas de montura al aire se le escurrieron de su minúscula nariz. Nervioso, se las recolocó al tomar asiento de nuevo. El comisario siguió a su ilustrísima señoría.

La tensión se podía equiparar a la de una torre de alto voltaje. Los tres habían acabado levantándose de sus asientos intentando defender sus argumentos.

—De acuerdo, inspector, veamos qué información nos facilita. Pero no se haga ilusiones, no puedo asegurarle que lleguemos a un acuerdo. Escucharemos las exigencias del abogado y la supuesta información que tiene sobre las desapariciones. Sin embargo, le repito que, si no justifica lo que nos dice, se encontrará de nuevo en un callejón sin salida. ¡¿Ha quedado claro?! —sentenció con sus palabras como si estuviera ante los tribunales. — Rodrigo y el comisario asintieron sin añadir nada. Bastante habían conseguido como para seguir jugando al gato y al ratón —. El viernes los quiero a los dos en mi despacho. —Con esas abruptas palabras, dieron por concluida la reunión.

Rodrigo y su jefe abandonaron el despacho del juez Alcázar sumidos en un mutismo absoluto. Parecía que ninguno de los dos tuviese fuerzas para comentar lo que ahí se había dicho. El comisario Morales no es que no hablara por miedo a que diera comienzo una discusión absurda entre ellos dos, sino porque no podía dejar de observar que su inspector jefe —ese hombre paciente, astuto y obstinado— estaba demasiado susceptible. No sabía cómo acabaría Rodrigo si el caso no avanzaba.

Se le notaba ausente, pensativo y tenso. Era como si su mente estuviera maquinando el nuevo paso a dar con la información que había recibido hacía unos minutos. Ese rostro ojeroso y de mirada perdida hablaba por sí solo y este decía que el caso se le estaba haciendo cuesta arriba.

—¿En qué piensas, Rodrigo? —preguntó Eduardo.

—Pienso en que necesitamos esa información. Es la única oportunidad que tenemos para agarrarlos por los huevos. —Ya has escuchado al juez Alcázar, no es seguro que lleguen a un acuerdo. Tenemos que estar preparados para lo peor.

—Esa opción no me vale, necesito esa información.

El comisario suspiró. No había nada peor que ver cómo uno de sus mejores hombres se involucraba demasiado. —Rodrigo, debes tener paciencia. Sé que antes o después los atraparás. Necesitas descansar para pensar con claridad. ¿Hace cuánto que no sales? —Rodrigo no contestó—. Me lo imaginaba… Evadiéndote, podrás ver las cosas desde otra perspectiva. No puede ser todo trabajo.

—¿No me has escuchado hace un momento? No avanzamos, Eduardo. Se me agotan las ideas. Cada día que pasa, rezo para que no nos llegue una nueva desaparición. —El tono de voz sonó tan desesperado que Eduardo se compadeció.

—No puedes dejar que los acontecimientos te superen. Es trabajo. Tú haces todo lo que puedes con los medios que dispones.

—Ya lo sé, pero… ¿cómo lo hago? ¡Venga! Dime, ¿cuál es el truco? —preguntó con sorna.

Eduardo conocía a Rodrigo desde que, prácticamente, era un chiquillo. Tenía veinte años cuando aprobó las oposiciones para ser policía y fue en la primera comisaría que le asignaron donde lo conoció. Era un muchacho ávido por saber, por aprender y superarse en la vida, de esas personas que sabes que llegarán lejos porque les apasiona lo que hacen y disfrutan aprendiendo cosas nuevas cada día.

Él, que era uno de los inspectores jefe más valorados en la UDEV, parecía que había perdido esa chispa que años atrás era el motor en su carrera, y a Eduardo le dolía tener que ver a ese hombre tan ambicioso y perseverante dejándose arrastrar por un caso que, con el tiempo y como siempre ocurría, acabaría resolviéndose y quedando atrás como tantos otros. Aunque parecía que su amigo y subalterno lo había olvidado.

—Rodrigo, me obligas a hablarte como tu jefe —sostuvo impasible—. O te tomas este trabajo como lo que es o, si veo que tu integridad física o psicológica corre algún riesgo o incluso percibo que el caso puede salir perjudicado porque te pases de la raya, te retiro del mismo inmediatamente. ¿Me has entendido?

Rodrigo apoyó la frente en la fría madera que cubría el bastidor del ascensor y alzó a ambos lados sus manos. «Lo que me faltaba», pensó. Su jefe sería capaz de eso y mucho más.

Así que, con los ojos cerrados y ejerciendo una presión que le comprimió el rostro de impotencia, contestó:

—Entendido, jefe.

—Puedo parecer un cabrón, pero, si lo analizas, te darás cuenta de que lo hago por el bien de todos. Sobre todo, por ti. Solo hace falta mirarte para saber que el caso está empezando a hacer mella en tu salud.

—Descuida, que, de momento, la cabeza me rige —ironizó con desdén, separando la frente de la madera lacada y recolocándose el alborotado cabello tras las orejas.

—¿Te has mirado en el espejo, Rodrigo? Y no me digas que lo haces todos los días porque, si fuera así, no estaríamos manteniendo esta conversación —se adelantó Eduardo a decir, un tanto exaltado—. Sal este fin de semana, disfruta con tus amigos, deja de pensar en el maldito tema o tu obsesión tendrá graves consecuencias.

—Lo intentaré —fue lo único que consiguió decir.

Arantxa, sentada al volante del Citroën C4, sopesaba cómo abordar a la sospechosa con la única intención de ganarse su confianza y hacer que hablara de Konstantin Sokolov.

Su desarrollado instinto le decía que algo gordo se estaba cociendo y que aquella mujer podría ser la que contestase a esas preguntas que aún figuraban con un interrogante o, simplemente, ni siquiera se habían planteado.

Las fotografías que les tomaron cuando Sierra y ella se encargaban de la vigilancia encubierta de la señorita Irina evidenciaban que Konstantin y ella se conocían, aunque, para Arantxa, esa manera que tenía de mirarse y controlar sus impulsos le hacía suponer que entre ellos había más que una bonita amistad. Arantxa estaba segura de que esos dos compartían colchón, si no era algo más. Esperaba que no fuera amor lo que los uniera, porque si no, estarían jodidos. ¿Qué mujer enamorada traicionaría a su pareja y lo lanzaría a las garras de la justicia? Ahí estaba el problema, el muro firme y resistente que tendría que derruir si entre esos dos sujetos hubiera más que un simple aquí te pillo, aquí te mato.

—Ya estoy aquí, Tamayo. Arranca —avisó David montándose a su lado—. Te he traído un café con leche y con tres azucarillos, bien dulce, como a ti te gusta. —Le ofreció el vaso desechable tipo take away.

—Gracias, Sierra.

—Para ti, todo lo que necesites, preciosa. —Le regaló el guiño de uno de sus casi traslúcidos ojos, junto a una ladina sonrisa—. ¿Y a ti qué te pasa que estás tan seria?

—Pensaba en la rusa y en Konstantin Sokolov. Creo que no va a soltar prenda sobre los hermanos.

—Tú también crees que esos dos están liados, ¿verdad? —Arantxa asintió—. Este es el pan nuestro de cada día —parloteó resignado—. No nos anticipemos, a ver qué conseguimos de ella. —Volvió a asentir—. Pero bueno, cambiando a un tema más interesante, este sábado nos vamos de carnavales, ¿no?

—Sí, en eso quedamos.

—Y también quedamos en que iríamos disfrazados de pareja. —Sonrió, juguetón.

—¿Algún cambio de última hora, Sierra? —preguntó Arantxa, conociendo la respuesta de antemano—. Si quieres, puedo cederle el puesto a una de esas niñatas con las que te acuestas.

—¿Celosa, Tamayo? Ya sabes que tú eres mi preferida —apostilló David, sabiendo que los celos no eran algo muy común en su amiga.

Sabía que Arantxa no era de ese tipo de mujer. A su amiga le sobraba seguridad y confianza en sí misma. Era una mujer de armas tomar, de esas que a pocas cosas temía y que sabía todo lo que podía conseguir con ese cuerpo y esa carita bonita que Dios le había impuesto. Aun así, había uno al que no era capaz de embaucar con su belleza, y no era otro que a su amigo Rodrigo.

David sabía que llevaban demasiados años acostándose sin tener que rendirse cuentas y sin necesidad de mantener exclusividad. David respetaba a sus amigos, aunque no entendía el porqué de ese juego absurdo que podría llevarlos a confundir sentimientos. Algo que pensaba que le estaba sucediendo a su amiga Arantxa, aunque ese detalle ella no dejaría que lo viera.

David tenía claro que Arantxa, en ocasiones, lo utilizaba. Un abuso exquisito que lo llevaba derechito a los brazos de su amiga. Sí, ese jueguecito que mantenía con Rodrigo en ocasiones lo beneficiaba, y él no iba ser el tonto que le dijera que no quería disfrutar de aquellos apasionantes momentos porque, a su lado, todo era demasiado intenso.

Era cierto que esas aventuras le estaban causando más de un quebradero de cabeza porque, sin quererlo, se estaba volviendo un adicto a ella y él no era como Rodrigo, que podía nutrirse de sus atenciones cuando le viniera en gana. Para Arantxa, David era como el segundo plato en el que siempre quedan restos porque el primero sació tu buche, y cada día que pasaba lo llevaba peor porque, sin quererlo, estaba enamorándose de su amiga.

Para él, era frustrante no saber qué se cocía en esa cabecita que le volvía loco. Toda ella se estaba volviendo un arduo misterio que descifrar, ya que Arantxa era tan suya que no necesitaba hombro donde descargar los reveses que a todos nos da la vida. Conociéndola como la conocía, sabía que prefería ahogarse en su propio llanto a dejar que el mundo viera cómo lo hería el juego que mantenía con Rodrigo. Tanto autocontrol no podía ser bueno o, por lo menos, él no concebía una vida así.

David pensaba que ese era el contrapunto que los unía. Él era más impulsivo, más atrevido, más trasparente mostrándose al mundo; un temerario sin frenos que, en ocasiones, lo llevaba a salir escaldado. Aunque con Arantxa se reprimía, estaba usando un doble freno para que no se fuera todo al garete. No obstante, de vez en cuando, dejaba salir una de sus mordaces pullas que le hacían saber cuánto sentía por ella. ¿Por qué ocultarlo?

Aun así, David no le guardaba voto de castidad, era demasiado apasionado como para no disfrutar de la vida junto a esas mujeres que quisieran regalarle su tiempo. Era joven, soltero y lo suficientemente atractivo y divertido como para quedarse en casa lamentándose porque Arantxa no sintiera lo mismo por él. Mientras hubiera mujer en el mundo dispuesta a pasar un buen rato, ahí estaría él para acompañarla.

—Ya te gustaría a ti, campeón.

David comprimió los labios y cerró los ojos disfrutando de ese apelativo. Siempre lo usaba cuando se acostaban juntos.

—Cómo me conoces, preciosa. Solo tú sabes cómo provocarme.

Traspasaron una doble puerta eléctrica de cristal y se dirigieron al mostrador de información. Allí, un hombre de unos cincuenta y tantos años, con un cráneo tan despoblado que en pocos años parecería una bola de billar, los saludó con una efusiva sonrisa. Gesto que no hubiera sido tan expresivo si no fuera por la fémina que tenía ante él. Arantxa siempre causaba ese efecto en los hombres.

—¿En qué puedo ayudarlos?

Arantxa, con sus dotes de mujer fatal, centró la mirada en la tarjeta que, con un imperdible, colgaba de la bata blanca que llevaba puesta.

—Buenos días, don Joaquín. Nos gustaría hablar con la señorita Irina Petrov. ¿Podría decirnos en qué planta se encuentra?

—¿Y ustedes son…? —preguntó cordial.

David sacó la cartera de su bolsillo trasero del pantalón y, con un rápido movimiento, le enseñó la placa.

—Agente de la Policía Judicial Sierra, y ella es la agente Tamayo. ¿Podría decirle que tenemos que hablar con ella?

Arantxa levantó una de sus cejas y le sonrió como si fuera el tachán que suena tras una actuación del circo.

El señor Alonso, con gesto controvertido, comenzó a tener problemas con su locuacidad.

—Sí…, sí…, ahora la-la-la llamo —tartamudeó mientras todo su rostro adquiría una tonalidad púrpura y su frente comenzaba a transpirar.

Arantxa le guiñó un ojo y trazó una sonrisa traviesa en sus labios, algo que le puso aún más nervioso. Al coger el teléfono, se le escurrió de las manos como si fuera un pez recién pescado.

Azorado, y sin querer mirar a la mujer causante de tal ridículo, se dirigió a David:

—Ehhh… Pueden espe-rar en la sala de… espera —añadió mientras aguardaba a que contestasen la llamada.

—Tranquilo, Joaquín, que solo venimos para hablar con ella. Porque… usted no ha hecho nada malo, ¿verdad? —volvió a provocarlo.

Joaquín, esta vez, prefirió no añadir nada, solo negó con la cabeza y los colores en sus mejillas dijeron el resto.

David se compadeció de él. Esta amiga suya no tenía remedio, cómo le gustaba jugar.

—Está bien, esperaremos allí —confirmó Sierra.

La sala de espera era todavía más aburrida de lo que normalmente son esas estancias en los hospitales. Esta, en concreto, no disponía ni siquiera de máquinas expendedoras de alimentos ni bebidas, solo contaba con unas sillas unidas entre sí en un azul eléctrico a lo largo de todo el perímetro de la sala y, en las esquinas, unas pequeñas mesas repletas de revistas aguardaban a ser ojeadas para amenizar la espera.

—Cómo eres, Arantxa, has dejado al pobre hombre noqueado. Un día de estos, tenemos un disgusto —ironizó David.

Arantxa, simplemente, le guiñó un ojo y sonrió. Ese toque descarado en ella lo volvía loco.

Después de quince minutos de espera y con Arantxa a punto de perder la paciencia, apareció una mujer rubia con el pelo recogido en una coleta alta. Llevaba puesta una sonrisa forzada y un gesto tan ensayado que fue suficiente para que Tamayo y Sierra se mirasen.

—Hola, buenos días. Disculpen por la espera, pero no podía desatender a mis pacientes.

Su acento era claro, aunque un seseo al terminar cada frase denotaba que era extranjera, era complicado descifrar de qué parte del mundo procedía. Suerte que ellos sabían mucho más que su lugar de nacimiento.

—No se preocupe, entendemos que sus obligaciones están por encima de todo —expresó Arantxa comprensiva—. Agente Sierra y agente Tamayo —se presentaron—. Veníamos a hablar con usted respecto a un furgón que alquiló el día quince de febrero en la empresa Car-rent.

—Ustedes dirán. ¿Qué quieren saber? —preguntó tranquila.

—En primer lugar…, ¿por qué necesitaba usted un furgón de tan grandes dimensiones?

—Una pregunta fácil. —Sonrió a los agentes—. Me he mudado no hace mucho a una nueva casa. Los muebles pequeños los pude transportar en mi coche, pero, para llevar el resto, necesitaba un vehículo más grande. Por eso, alquilé el furgón.

Arantxa, ante la respuesta de Irina, no le quedó más remedio que asentir y aceptar sus explicaciones, aunque todavía tenía cosas que preguntar.

—¿Conoce a este hombre? —Arantxa le tendió una fotografía de Konstantin.

La enfermera cogió la fotografía y, sin prestar demasiada atención a la imagen, contestó:

—No, señora.

—¿Está segura? —insistió el agente Sierra—. Mírelo bien, señorita, es importante.

Irina volvió a mirar la fotografía más detenidamente, aunque no sirvió de mucho porque volvió a negar con la cabeza.

—No, agente, lo siento. ¿Algún problema con él?

—Si no hubiese ningún problema con este hombre, no se lo mostraría —retomó la palabra Arantxa—. Creemos que está implicado en el secuestro de una mujer.

—¿Y qué tengo que ver yo en eso? Yo no conozco a esa persona.

«Primera mentira», pensó Arantxa.

—Mucho, Irina. —Pensó en tutearla con intención de instaurar confianza en la sospechosa—. El furgón que alquilaste el día quince de febrero aparece ese mismo día en una grabación de una cámara de seguridad. Este hombre estaba secuestrando a una mujer.

La expresión de Irina cambió. La noticia que estaba recibiendo por parte de la agente la había dejado helada. «¿Para eso la quería?», se preguntó intranquila. Aunque se recompuso en décimas de segundo intentando simular que no pasaba nada. No obstante, dudó que su gesto hubiera pasado desapercibido para los policías.

—Agentes, la verdad es que, aunque yo alquilé la furgoneta, no fui quien hizo la mudanza. Vamos, que si me ponen varios furgones delante, no sabría decirles cuál es. Yo solo me encargué de alquilarla.

Los agentes se miraron sin entender a qué se refería la sospechosa.

—Explíquese, señora Petrov —ordenó David.

Una sonrisa nerviosa se escapó de los labios de Irina.

—Como les he dicho antes, el tamaño de los muebles me obligó a alquilar ese furgón, pero, como podrán entender, yo sola tampoco podía cargar con ellos, así que, después de intentar convencer a unos amigos para que me ayudasen sin tener mucho éxito, una compañera de trabajo me dijo que, en plaza Elíptica, a la altura del restaurante Yakarta, hay hombres dispuestos a hacer cualquier trabajo con tal de ganarse unos euros. Sin más, fui para allá y pregunté si a alguno de los presentes le interesaba el trabajo por un módico precio. Unos hombres se ofrecieron. Les di la dirección donde tenían que ir a por los muebles y me encargué de llevarlos a la empresa de alquiler para que recogieran el furgón. Yo me vine al trabajo.

El agente Sierra y Arantxa se comunicaron cruzando un par de miradas.

Explicación a la carrera, tono de voz sutilmente elevado, gesticulación en exceso, pupilas dilatadas… Mentiras de manual. Además, también había mentido en que no conocía a Konstantin.

—¿Ninguno de los hombres que la ayudaron con la mudanza se parecía al de la fotografía que le acabamos de enseñar? —insistió Tamayo para ver de nuevo su reacción.

—Si le soy sincera, no los recuerdo muy bien, aunque sí puedo asegurarle que no tenían el pelo rapado como ese —dijo señalando la foto que tenía David en sus manos.

—Una última pregunta, señorita Petrov. Hay algo que no entiendo. ¿Usted dejó a esos hombres en su casa solos, sin que nadie los vigilara? ¿No tenía miedo de que le robasen? —volvió a preguntar Arantxa.

—Agente, yo no he dicho que los dejara solos —corrigió Irina con astucia—. ¿Cómo cree usted que sería capaz de dejarlos solos sin conocerlos? —Fingió sorpresa, como si Arantxa se hubiese vuelto loca—. Una vecina se encargó de estar atenta a ellos, es una mujer mayor que está jubilada y a la que quiero mucho. Como buenas vecinas, nos ayudamos y, cuando le pedí ese favor, me ayudó encantada.

—Muy bien, señorita Petrov, no la molestamos más —continuó la agente Tamayo.

—No es molestia. Si necesitan cualquier otra cosa, ya saben dónde encontrarme. —Les tendió la mano para despedirse.

—Señorita Petrov, tome una tarjeta nuestra. Si recuerda cualquier cosa, no dude en ponerse en contacto con nosotros. —Se la entregó David.

—Si recuerdo algo, los llamaré. Vayan tranquilos.

David y Arantxa abandonaron el hospital irritados. Esa mujer les había mentido y debían averiguar el motivo. Probablemente, no estaba tan rehabilitada como pensaron después de haber cumplido condena en España. Por lo cual, debían contrastar su coartada y toda la información que les había facilitado. Así que lo primero que harían sería hacer una visita a esa anciana que se prestó a ayudar a la rusa.

—¿Hay alguien en casa? —preguntó Toni cerrando la puerta tras de sí.

—¡Estoy en mi cuarto! —gritó Chandani desde el fondo.

Fue directo a la habitación de su amiga y entró en el cuarto con esa sonrisa que pocas cosas podían hacer que se esfumara.

Chandani se incorporó de la cama y recibió a su amigo sentada con las piernas cruzadas.

Toni se percató al instante de que tenía mejor aspecto. Los surcos negruzcos bajo sus ojos habían desaparecido y esa poca luminosidad de su piel ya no la encontró por ninguna parte de su rostro.

—¿Cómo está mi chica? ¿Más tranquila? —preguntó y sentó a su lado.

—Sí, ya estoy mejor. La ducha y las horas de sueño me han despejado las ideas. —Se anudó el pelo en un alto moño desordenado—. ¿Sabes una cosa, Toni? He estado pensando y llevas razón, voy a olvidar lo que ocurrió ayer. Ya se ha arreglado todo y no quiero preocupar a mi madre.

—Cariño, yo siempre llevo razón. Parece mentira que, con los años que hace que nos conocemos, todavía lo dudes. —Le dio un manotazo en la pierna y puso un gesto ocurrente para hacerse el interesante y robarle una sonrisa a su amiga, la cual puso los ojos en blanco ante tan arrogante comentario.

—Con esto, no quiero decir que lleves razón en todo. No te emociones, loquita.

—Te equivocas —contratacó Toni—, también llevo razón en que al inspector le gustas. ¿Lo has llamado?

—Haré como si esa pregunta no la hubiese escuchado porque eres como un disco rayado. —Suspiró agotada.

—Vale, dejaré el tema del inspector para cuando estés más tranquila. Pero solo por esta vez —añadió atrayéndola hacia él.

Chandani se dejó mimar.

—¿Ha dicho algo el primate de nuestro jefe?

—Nada, a ese lo tengo dominado —bromeó Toni.

Chandani, efusiva, se tiró encima de él, quedando a horcajadas.

—¡Qué haría yo sin ti! —exclamó a escasos centímetros de su boca.

—Nada —contestó con una falsa soberbia—. Compartes piso con un encantador, hermoso e inteligentísimo hombre, así que te rogaría que no te enamorases de mí; aunque sé que es algo difícil de pedir, ya que soy un irresistible adonis que no puede ocultar sus encantos —bromeó—. La pena es que me gustan más los pitos que el chupete a un bebé.

Chandani lo escuchaba con atención desmedida mientras esbozaba un gesto de tristeza fingida al no poder ser la candidata que disfrutase de esas cualidades tan espectaculares de las que estaba presumiendo.

—¡Serás cerdo! —increpó a gritos.

—No, soy sincero —contestó entre risas, agarrándola de la cintura y echándola a un lado para que pudiese incorporarse a coger aire—. Por cierto, tengo una sorpresa para ti —dijo cuando las risas cesaron.

—¿Para mí? —Se incorporó en la cama y se quedó sentada junto a su amigo.

Toni la miró de manera enigmática, algo que acrecentó aún más su curiosidad.

—Sí, para ti. Espera que vaya a mi cuarto a por ello.

Salió corriendo de la habitación de Chandani y, a los pocos minutos, volvió con una percha enfundada con una bolsa protectora.

—¡El disfraz! —adivinó efusiva.

—Va a quedarte de muerte, Dani. Es perfecto para ti. El color es divino, la tela, una maravilla, y la pedrería… —describió emocionado—. Me pasé toda la noche sin pegar ojo pensando en algo que fuera contigo y que consiguiera emocionarte para carnavales —argumentó a la carrera—. Sí…, sí, ya sé que no te gustan las aglomeraciones ni este tipo de fiestas, pero este disfraz va a conseguir que cambies de idea.

—¡Miedo me das cuando te emocionas de esta manera! —exclamó desconfiada, aunque, en el fondo, tenía ganas de saber qué había elegido su amigo para ella.

Toni bajó la cremallera de la funda con delicadeza y ella intuyó que lo que protegía ese envoltorio debía de ser una prenda de las caras. Su amigo, esta vez, había tirado de contactos.

—¿A que es perfecto, Dani?

No fue capaz de contestar, se llevó las manos a la boca y se quedó embobada deleitándose con ese elegante disfraz de bailarina de la danza del vientre.

—¡Es precioso, Toni! Pero ese disfraz tiene que costar una millonada —exageró levantándose de la cama. Fue directa a tocar el top azul eléctrico que parecía que la llamase.

—Sí, pero no te preocupes, que me lo han dejado. No me he gastado ni un duro.

La parte superior del disfraz, si es que se podía denominar así, era un top color azul añil que estaba confeccionado con una seda luminosa y cubierto con una doble tela de gasa en el mismo tono. En las copas del top, unas brillantes lentejuelas en tonos dorados acompañaban a una pedrería refinada y demasiado cara, aportando la cantidad de abalorios perfecta. Además, del centro del pecho colgaban unas hileras de gemas con diferentes formas en desiguales medidas.

Chandani acarició las cintas de pedrería un tanto embobada.

—¡Madre mía, es perfecto!

—Y todavía no has visto el pantalón. —Dejó la funda sobre la cama y lo sacó de la percha para que sus ojos confirmaran lo que acababa de decir.

La parte inferior eran unos pantalones bombachos de cintura baja del mismo color azul intenso. La pedrería, a juego con la parte superior, recorría la cinturilla y los laterales de los amplios pantalones.

—¿Y se puede saber quién ha sido el inconsciente que te ha prestado una prenda como esta? —preguntó acariciando la delicada gasa.

—Adivina —la retó Toni.

Chandani dejó de mirar la tela que acariciaban sus manos y, suspicaz, buscó los ojos de su amigo.

—¡No me digas que es de quien estoy pensando!

Toni asintió varias veces sin poder reprimir la ilusión.

—Va a venir para carnavales, Dani. ¡Charles viene a verme desde París!

Contagiada por la emoción, lo abrazó con fuerza y le dio un delicado beso en los labios.

—Cómo me alegro. Ya era hora de que ese hombre viniera a visitarte. Jamás encontrará a otro tío como tú.

Toni conoció a Charles cuando fue a estudiar diseño de moda a París. Era su profesor de patronaje y, como decía su amigo, el amor de su vida. Charles era algo mayor para él, pero eso no le importaba. Toni decía que el amor no entiende de edades, y no le quitaba razón, aunque debía reconocer que le hubiera gustado que la pareja de su amigo fuese algo más joven. No obstante, lo importante era que fuese feliz y, viéndolo cómo estaba, nadie podía negar que solo con nombrarlo se le iluminaba la cara.

Cuando Toni terminó la carrera de diseño en París, decidió que lo mejor era volver a España, él quería ejercer de diseñador en su país. Además, el clima en Francia lo deprimía y la poca alegría que se respiraba lo asfixiaba. Necesitaba el sol del Mediterráneo, la alegría de sus gentes y la fiesta española. Así que, sin más, aunque con todo el dolor de su corazón, volvió a su tierra intentando que esa relación perdurara luchando contra los envites de la distancia.

Chandani no lo conocía. En todos aquellos años, había ido a ver a su amigo en contadas ocasiones y eso no le gustaba lo más mínimo. Tema que debía evitar si no quería salir riñendo con él.

Para Toni, era natural que su novio no lo visitara con asiduidad, ya que, siendo uno de los diseñadores más punteros de todo París y un especialista en dar conferencias en las universidades de diseño, no tenía tiempo ni para respirar. De ahí que su amiga no lo conociera en persona y que solo lo hubiera visto en la fotografía que adornaba una de las baldas del mueble del salón, donde Toni y él posaban divertidos con unas gafas de la bandera inglesa en el mercado de Camden Town, en Londres. Prácticamente, todas las visitas que le hacía Charles a su amigo durante el año eran relámpago. Y las que realizaba en verano, si es que las había, siempre coincidían con que ella estaba de vacaciones con su madre en la costa.

Fuera como fuese, e intentando mantenerse al margen, lo apoyaba y, en el fondo, lo entendía. ¿No dicen que el amor todo lo puede? Pues esperaba que el de su amigo pudiera con esa distancia y con mucho más, porque le horrorizaba la idea de verlo sufrir.

Chandani volvió a poner la atención en la prenda prestada.

—¿Y si lo estropeo? —preguntó.

—Eso no ocurrirá —aseguró—. Pero, para que te quedes tranquila, Charles jamás me lo habría mandado si no fuera posible arreglarlo.

—Pues dale las gracias de mi parte.

La mañana transcurrió sin imprevistos. Su jefe no se dirigió a ella para preguntarle qué le había pasado y ella lo prefirió. Cuanto menos se cruzara con él, mejor que mejor.

Había sido un día extenuante, de esos que no dejaban de entrar llamada tras llamada con averías insufribles donde los clientes te insultaban y gritaban porque no dabas con la solución a sus problemas en el momento.

—Toni, ¿me dejas en el comedor? —le preguntó Chandani.

—¿No sería mejor que te fueras a casa y te relajases?

—Llevo toda la semana sin ir. Necesito hacer vida normal, seguir con mis rutinas.

—Está bien, te entiendo. Pero, si necesitas que te recoja cuando salgas, llámame.

—Sí, papá… —replicó con guasa.

Cuando Chandani se enteró de que iban a abrir un comedor social cerca de su trabajo, se presentó allí y, sin dudarlo, se involucró en el proyecto. El comienzo de la crisis —hacía ya seis años— estaba volviéndose un gran problema para muchas de las familias españolas de clase baja y media del país. Con la nueva ley sobre la reforma laboral que implantó el gobierno, los pequeños empresarios, ahogados por el incesante descenso de sus ventas y con el terror en sus cuerpos por tener que echar el cierre a sus negocios, se vieron obligados a acogerse al despido objetivo para beneficiarse de una gran reducción en las indemnizaciones. Sin embargo, las multinacionales usaron esta nueva ley para hacer despidos en masa, con la excusa de que sus márgenes de ganancias habían mermado o, simplemente, corrían peligro. ¿Cómo era posible que quienes tenían que preocuparse por el bienestar de su pueblo permitieran que eso sucediera? Todo un sinsentido. Un claro signo de la falta de sentido común de nuestros gobernantes.

Esto causó un índice de desempleados desbordante en toda España. Por este motivo, muchos individuos de corazones nobles y bondadosos se agruparon para ayudar a sus conciudadanos con iniciativas como esta, donde el único objetivo era intentar paliar la carga en sus casas y que encontraran el ánimo que les faltaba en otras personas que, en iguales condiciones, estaban viviendo esa mala racha.

—Chao, Toni. Luego te llamo.

—¡Sí, llámame! —gritó desde dentro del coche.

La nave que les había facilitado el Ayuntamiento de Madrid se encontraba situada en un polígono industrial, aunque la zona estaba muy bien comunicada por el transporte público. El interior era enorme, tenía un aforo de doscientos comensales, aunque la manera en que se distribuyeron las mesas estaba meticulosamente cuidada para poder dar de comer a alguna familia más. A ambos lados, una sucesión de tablones creaba grandes mesas con bancos de madera y, en el centro, un enorme pasillo dejaba paso a los voluntarios para que sirvieran gustosos a todo el que allí fuera.

—Buenas tardes, chicos. ¿Dónde hace falta que eche una mano?

—Hola, Dani —contestó Paula mientras le servía a una mujer un plato de sopa—. Por aquí, todo está en orden. Si quieres, ve al almacén. Por lo visto, acaban de traer un montón de palés y cajas con alimentos que hay que colocar en las despensas. Además, tengo entendido que querían confeccionar los menús para la próxima semana.

Chandani asintió. Donde la necesitasen, allí iba.

Cuando entró en el almacén, se encontró con la fabulosa imagen de una gran pila de cajas con alimentos perecederos y varios palés con diferentes productos enlatados. Todo un regalo caído del cielo.

—Buenas, chicos… ¡Qué ha pasado hoy! ¿Han venido los Reyes Magos? —bromeó.

—Eso parece. La pena es que no durarán mucho —añadió Ricky un tanto decaído—. Cada día son más las personas que vienen al comedor a que los alimentemos y las fábricas no pueden abastecernos con más productos. Chicos, necesitamos más colaboradores, si no, esto se irá a la mierda. —Arrojó los albaranes sobre las cajas, molesto.

Ricky estaba muy comprometido con la asociación, prácticamente, podía decírse que era él quien hacía que todo lo que ocurría allí funcionase. Si no fuera por él, el proyecto de María ya hubiera cerrado sus puertas.

Era un chico responsable y, sobre todo, un acérrimo aventurero. De esas personas que no teme a salir de su zona de confort y adentrarse en una nueva andadura, siempre y cuando le tocara un poquito su corazoncito.

Fue uno de los primeros en formar parte del comedor social cuando acababa de llegar de pasar una larga temporada en Londres como guitarrista en una banda de heavy metal. Su aspecto era peculiar: uñas pintadas de negro, brazos repletos de tatuajes y cabello largo y liso, al que acompañaban una ristra de pendientes en las orejas que podrían considerarse un muestrario de bisutería satánica. No obstante, aunque su apariencia pudiera malinterpretarse con la de un maleante, era un muchacho de lo más inteligente y cariñoso.

Gracias a sus iniciativas y a su poder de convicción, había organizado múltiples conciertos de heavy metal con su banda, la cual al principio no estaba por la labor de tocar sin ver ni un céntimo. Sin embargo, valiéndose de esas cualidades, consiguió que sus compañeros de banda se involucraran en el proyecto y, gracias a ellos, el comedor seguía subsistiendo.

—Alegrémonos de que tenemos alimentos para una semana más. La semana que viene, ya veremos qué hacer —lo animó Chandani.

—Sí, será lo mejor —dijo poco convencido.

Después de colocar todos los alimentos y debatir y confeccionar el menú que se realizaría la semana siguiente junto a las voluntarias, que cocinaban como los ángeles, Ricky, Paula y Chandani se sentaron con un café humeante entre las manos en los bancos donde servían las comidas. Ya estaba todo recogido y preparado para el día siguiente.

—¿Qué te ha pasado esta semana, Dani? No has pisado el comedor —preguntó Paula.

—He tenido unos días muy complicados, pero estaba ansiosa de volver a ver cómo andaba todo por aquí.

—Por aquí, como siempre —respondió Ricky—. Han venido quince personas nuevas a ver si podíamos alimentarlos. Una de ellas fue una mujer acompañada por dos niños pequeños. Teníais que haber visto la cara de la mujer, estaba muerta de vergüenza y no podía dejar de llorar mientras sus hijos la miraban asustados sin entender lo que ocurría. —Se llevó la taza de café a la boca mientras su rostro reflejaba el mal momento que pasó—. Le dije que aquí podía venir siempre que lo necesitase. Que otra cosa no, pero un plato de comida caliente no les faltaría.

—Pobre mujer, otra víctima del sistema —comentó Paula.

—Lo peor fue ver a esos pequeños que no entendían qué pasaba. Les dijo a sus hijos que iban a un restaurante para celebrar las buenas notas que habían sacado. Para ellos, era un día de fiesta. —Miró a sus compañeras, sobrecogido.

—Menos mal que nos tienen a nosotros —dijo Paula, al tiempo que pasaba la mano por la espalda de Ricky—, hacemos una buena labor.

—Sí, pero como Ramón no coja las riendas del comedor, será por poco tiempo —auguró Ricky.

—¿Has hablado con él? —preguntó Chandani mientras reagrupaba los vasos sucios para llevarlos a la cocina.

Ricky negó sin poder ocultar la preocupación en su rostro.

—Me habría gustado evitar tener que hacerlo. Sé que no levanta cabeza, pero no va a quedarme más remedio que contarle cómo están por aquí las cosas. Esto es lo único que le queda de su mujer…, su proyecto, sus deseos de ayudar a los demás. Espero que reaccione y vuelva a formar parte de todo esto, si no, ya podemos ir despidiéndonos del comedor social.

—Ricky, no nos adelantemos. Habla con él, cuéntaselo todo, dile que necesitamos colaboradores, asociados y propuestas para recaudar dinero. Estoy convencida de que, entre todos, encontraremos una solución —propuso Chandani, levantándose de la mesa para ir a la cocina.

—Claro. Hay que ser optimistas. Seguro que no permite que esto se cierre —lo animó Paula.

—Bueno, chicos, se me hace tarde. Mañana trabajo y todavía tengo un largo camino hasta llegar a casa —comentó Chandani, que acababa de traspasar la puerta abatible que daba a la cocina.

—¿No has venido en coche? —preguntó Paula extrañada.

—Qué va, Paula. El otro día tuve un accidente y creo que de esta no sale. Si vuelvo a conducirlo, será un milagro. —Se puso el abrigo mientras una mueca de pena fue dirigida a su amiga.

La niña del barrio rojo

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