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CAPÍTULO 6

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Irina salió de la sala de espera estremecida. La conversación que había mantenido con los agentes le martilleaba la cabeza. Necesitaba llegar a los vestuarios para estar sola, sentarse y procesar toda la información.

Sabía que debía llamar a Konstantin para contarle lo que estaba pasando. Que iban tras él y lo vigilaban, aunque esa manera de proceder se contradijera con el cambio de vida que se había propuesto llevar. Él era su gran amor y, gracias a los contactos que Konstantin tenía, ella estaba donde estaba, trabajando en el hospital como una ciudadana modelo. Le debía mucho.

Cuando partió de Rusia, se juró que no pisaría una cárcel más, que vivir en otro país, con nuevas amistades y nuevos aires, la ayudaría a empezar de nuevo. Pero no fue así. Desesperada por no tener para sobrevivir, volvió a ejercer el oficio más antiguo del mundo. Se vio obligada otra vez a vender su cuerpo por cuatro duros mal pagados a viejos repugnantes que ansiaban disfrutar de carne joven.

Las drogas y la corrupción que envuelven esa profesión y el no saber parar a tiempo la llevaron a estar de nuevo encerrada entre cuatro paredes.

El tiempo que pasó en prisión le hizo bien, se planteó su vida con perspectiva. No quería volver a perder el tiempo ansiando la libertad, así que creó un plan de acción para sacarle partido a su encierro. Lo primero que tenía que hacer era estudiar, forjarse un futuro para que no volviera a suceder lo mismo. Decidió estudiar enfermería. Tantas vidas se le escaparon de entre las manos en su juventud que la decisión de salvarlas fue lo que la impulsó a mirar con esperanza el futuro. No estaba dispuesta a caer de nuevo en ese mundo de decadencia y perversión que la había acompañado en su adolescencia.

Konstantin era el único que la unía a su pasado, a ese pasado en el que tanto había sufrido y en el que tantas lágrimas arrojó. Pero lo amaba tanto que no tiraría la toalla hasta verlo salir de toda la mierda en que estaba metido.

Irina deseaba que, al igual que ella, eligiera el camino correcto. Sin embargo, él era diferente, un alma libre que no conocía de límites ni de normas. Y su corazón, como si estuviese enfermo, necesitaba de esa rebeldía que le brindaba para poder seguir latiendo.

Marcó el número de teléfono de Konstantin y esperó ansiosa escuchar su voz. Tenía que contarle lo que había sucedido.

—Dime, Irina —contestó al otro lado.

—Amor, no sé cómo contarte lo que ha pasado hoy en el hospital. Es horrible, cariño —titubeó angustiada.

—Cuéntame —añadió tan seguro como siempre.

—Han venido a verme dos agentes de policía para preguntarme por qué alquilé el furgón —sollozó.

—¿Qué les has contado?

—Lo que me dijiste que dijera si venían preguntando, que lo alquilé para hacer la mudanza y que contraté a unos hombres para que la hicieran por mí.

—Entonces, tienes que estar tranquila. No te pasará nada.

—Pero es que… ahí no termina todo, Konstantin. —Se estremeció al recordar cómo los agentes le seguían la pista—. Me enseñaron una fotografía tuya. Me preguntaron si te conocía —susurró—. No quiero que vuelvas a la cárcel.

Escuchaba atentamente lo que Irina decía, aunque estaba empezando a crisparlo ese lloriqueo incesante. Odiaba a las personas que perdían los nervios cuando se complicaban las cosas. La astucia se escondía tras la histeria y los errores se cometían al dejarse llevar por ella. Y eso no podía dejar que le ocurriera a él, así hubiera cometido un descuido, tras el cual se vería envuelto en ese problema.

Guardaba la esperanza de que las cámaras que custodiaban la entrada en la empresa de transporte estuvieran desconectadas, que solo se usaran para persuadir a los ladrones e intentar que no robasen en sus instalaciones. Pero, según parecía, las hijas de puta estaban encendidas y grabaron el secuestro desde primera fila. Y, como consecuencia, los agentes lo tenían en el punto de mira. Sin embargo, todavía no estaba todo perdido porque, si pudiesen demostrar que era él quien secuestró a esa mujer, ya estaría entre rejas y, por el momento, seguía en libertad.

Si no hubiera sido por ese maldito detalle, el rapto habría salido redondo. La calle estaba despejada y la mujer cayó plácidamente dormida en cuanto le cubrió la boca y la nariz con el pañuelo. Todo fue limpio y rápido. Como a él le gustaban los trabajos.

«Aún no está todo perdido», se dijo. Solo debía andar con cuidado y no hacer ningún movimiento que lo pusiera en peligro.

—No va a pasarme nada, Irina —la tranquilizó—. No tienen pruebas contra mí, si no, ya habrían venido a buscarme.

—¿Qué has hecho, Konstantin? ¿Qué hiciste con el furgón? —preguntó envuelta en un mar de lágrimas.

—Cuanto menos sepas, mejor. No quiero verte involucrada en esto. Por eso te dije que contaras eso a la policía si iban a verte.

—Pero, mi amor… —sollozó.

—Solo quiero que estés tranquila y, si por casualidad vuelven, les repitas lo mismo. No cambies la versión en nada. Mantente firme.

—Sí —gimoteó—. Tienes que abandonar este tipo de vida. Podemos ser felices sin necesidad de estar envueltos en tanta mierda.

Konstantin se sabía de memoria ese maldito discurso. Cuando tenía ocasión, Irina no dudaba en repetírselo. Era como un puto disco rayado.

Ella quería que saliera de ese mundo complejo en el que él se movía como pez en el agua. Su vida era esa: los trapicheos, las amenazas, los ajustes de cuentas…, esos trabajos que poca gente quería hacer o, mejor, que pocos se atrevían a hacer. Y, en eso, él era el mejor.

—Quiero que te relajes —le propuso. Aunque, para Irina, fue una orden en toda regla—. Esta tarde voy a ir a verte al hospital, me contarás todo lo que te han dicho y no volveremos a hablar de este asunto.

—Está bien, como tú digas —añadió entristecida.

A esas alturas, no sabía cómo seguía guardando la esperanza de que él cambiara de vida.

—Luego te veo.

Konstantin colgó y maldijo por tener que llamar a su jefe para informarle de lo que había sucedido. Si por él fuera, no lo molestaría y se encargaría de solucionarlo todo, como había hecho en otras ocasiones. Para eso estaba él, para hacer el trabajo sucio y liberar a su jefe de la morralla. Sin embargo, aquella vez era diferente. Lo que le había contado Irina era algo prioritario, algo que debía tratar directamente con Ranjit porque era él quien estaba en contacto directo con los de arriba. Si la cosa se complicaba, sería quien tendría que hablar con esos tipos que tiraban de talonario sin importarles los ceros que tuvieran que escribir.

Conocía a Ranjit lo suficiente como para saber que no le gustaría escuchar lo que tenía que decirle, aunque también sabía que su descuido se quedaría en una insignificante anécdota cuando le contase la que había liado su hermano. Ese sí que había metido la pata hasta el fondo. De nuevo, tenía que salir en su defensa como si fuera un puñetero superhéroe.

—Hola, jefe. Necesito hablar con usted. ¿Podría venir esta tarde al hospital?

—Tengo clientes a los que atender, Konstantin. Tendrá que ser mañana.

—Es importante, jefe. De lo contrario, no lo molestaría —insistió.

—Está bien, a las siete donde siempre. —Ranjit cortó la comunicación sin despedirse.

Lo primero que haría antes de hablar con su jefe sería ir a ver a Irina. Debía calmarla, hacerle entender que no pasaba nada, que no tenía de qué preocuparse porque, si no, cabía la posibilidad de que cayera en la tentación de contarle la verdad a los agentes si volvían a visitarla. Además, no quería que se viera involucrada en el secuestro de esa mujer y, mucho menos, en sus delicados negocios. Si eso llegara a suceder, Irina descubriría el verdadero motivo por el que estaba trabajando en el hospital y, con toda probabilidad, la organización se vería expuesta. Si eso ocurriera, sería un verdadero problema. Todo se iría al traste y las consecuencias serían desastrosas.

En ese momento, se daba cuenta de adónde lo habían llevado la pena y el egoísmo, cuáles eran las consecuencias de ser débil ante los problemas de los demás. Porque, si él no hubiese sentido lástima por Irina y no le hubiese permitido cargar con sus delitos, ahora no se vería en esa tesitura. Por ayudarla, tuvo que pedir un favor a Ranjit y, aunque su jefe se ofreció gustoso, sabía que tendría un gran coste el aceptar sus servicios. Porque, como él siempre decía, «los favores se pagan con favores» y, en este caso, sería atender a esos enfermos especiales que ordenara Ranjit. Así que, sin que Irina fuera consciente, era un eslabón primordial dentro de la organización.

Cuando terminó su jornada laboral, Chandani esperó a Toni en la recepción. No quería salir sola a la calle por miedo a que ese hombre que intentó atacarla estuviera allí fuera, agazapado, esperando la oportunidad para llevársela a la fuerza.

Recelosa, ojeó la calle tras los cristales de la puerta principal mientras intentaba ocultarse tras el marco de hierro. Parecía que todo estaba tranquilo fuera, aunque ni siquiera se fiaba de lo que veían sus ojos. Esa avenida era amplia y disponía de demasiados rincones donde camuflarse sin que ella pudiese verlo.

—¿Qué mira mi chica preferida? —preguntó Toni tras ella, provocando que se sobresaltara—. ¿Has visto al coco o ya se ha ido? —bromeó con una sonrisa.

—Toni, me has asustado. —Frunció el ceño por la impresión.

—No era mi intención. —La atrajo hacia él con cariño.

Lo que menos quería era que su amiga se enfadase con él después de la discusión que habían tenido aquella misma mañana.

—Perdona, estoy un poco susceptible —añadió abatida—. Después de lo de ayer, me siento como si ese hombre estuviese controlándome desde todas partes.

Toni separó a Chandani de su pecho, pero no retiró el brazo que la rodeaba con cariño.

—No pasa nada, mi niña. Si ese hombre se atreve a acercarse a ti, probará los zarpazos de una gata que defiende a su cachorro. —Hizo un gesto cómico de felino con las manos, mientras un bufido se escapaba de entre sus dientes.

Chandani estalló en una carcajada.

—Vamos, gatita. —Abrió la puerta dejándole paso a su amigo.

—¿Adónde? ¿A ver al inspector? —susurró volviendo a poseerlo ese hombre divertido, pero singular, que ocultaba su inclinación sexual en público—. Tiene que estar loquito por volver a verte —rumió en su oreja como si le estuviera dando las coordenadas de un tesoro escondido.

Ya en la calle, Chandani sintió cómo sus previsores sentidos se disparaban al verse rodeada de todos sus compañeros que, igual que ella, acababan de salir de trabajar.

Inquieta, buscó entre la multitud al hombre de cabello plateado y al todoterreno negro que se le había grabado en la mente al rojo vivo. Su cauteloso instinto le repetía que debía estar preparada por si volvía a encontrarse con aquel tipo que se lo hizo pasar tan mal la noche anterior. Unos resquicios de ansiedad permanecieron latentes en su interior, aunque no hubiese nadie sospechoso esperándola.

—¡Mira qué sorpresa, Dani! —exclamó divertido—. Parece que tu hombre no ha podido aguantar la espera.

Chandani esquivó a un par de compañeros que caminaban delante de ellos y, sin más, allí apareció Rodrigo apoyado sobre su coche con unas gafas de aviador que encajaban a la perfección con esas facciones que la habían vuelto loca hacía menos de veinticuatro horas.

La joven aminoró la marcha y Toni tuvo que tirar de ella ligeramente para animarla a que continuase.

Aunque Rodrigo ocultase sus ojos tras los cristales oscuros, Chandani sentía esa imponente mirada sobre ella. No sabía si estaba enfadado porque hubiera salido corriendo de su casa sin avisarlo, pero, lo que sí percibía desde la distancia que los separaba era que la mecha imaginaria que los unía había sido encendida y corría a toda velocidad hacia ella, amenazándola con hacer que explotase. Su estómago se contrajo por los nervios y una extraña sensación de felicidad erizó su piel, acompañada de un estimulante escalofrío.

Apartó la mirada de él para darse un respiro. Necesitaba unos minutos para procesar que estaba allí, frente a ella. En cambio, su caprichoso cerebro proyectó el recuerdo de sus besos, de su aroma, del tacto de su pelo… Su estómago se sacudió violento y su boca salivó, hambrienta, al rememorarlo. De nuevo, sentía que se descontrolaba estando cerca de él.

—Tranquila, mi chica —la animó Toni al sentir bajo el brazo la tensión de su espalda.

Esas palabras de ánimo fueron suficientes para saber que no estaba sola, que su amigo estaría con ella cuando hablase con el inspector. No se veía capaz de quedarse con él a solas porque era posible que el fuego de la noche anterior se avivara y, como bien se había repetido durante toda la mañana, ellos dos no tenían futuro. Por eso, debía enfrentarse a Rodrigo, confesarle que todo había sido un error. Otro gran error que había cometido en la vida.

Sin embargo, viéndolo como lo estaba haciendo, desde la distancia, no pudo negar que el muy condenado estaba arrebatador apoyado en su coche con esa pose arrogante que, a medida que se acercaban, más fuerza iba adquiriendo.

Ese look casual le quedaba soberbio. La chaqueta marcaba sus bíceps y se ajustaba a los hombros como anillo al dedo. Y pensar que esos brazos, durante unos minutos, rodearon su cuerpo… «Ay, Diosito, ¡dame fuerzas!», suplicó.

Sí, por qué no reconocerlo. Se moría de ganas por volver a besar sus labios y sentir su imponente magnetismo sobre ella, esa fuerza torrencial que desencajaba sus instintos. «¿Se puede ser más guapo?», se preguntó queriendo liberar su cabello de ese moño desordenado. Daba igual lo que se pusiera ese hombre, para ella, era como la kryptonita para Superman. Solo con tenerlo cerca, perdía la fuerza.

—Hola, inspector —lo saludó Toni. Rodrigo, con un gesto de cabeza, le devolvió el saludo—. Nos dirigíamos a su oficina.

Chandani, acalorada y abrumada, se sentía como si se hubiese comido una pelota enmarañada de cables cargados de corriente que infligían descargas incesantes en su estómago. Los nervios iban a perforar su vientre. Aunque lo que más le estaba costando sobrellevar era la vergüenza de volver a verlo después de lo que había ocurrido entre ellos. La sangre corría por sus venas a una velocidad tan apabullante que no sería extraño que le apareciera un sarpullido.

—Hola —murmuró Chandani.

Pero él no contestó, tomó aire un par de veces y sintió una pequeña mejoría en su pecho. Las palpitaciones de su corazón se ralentizaron.

Rodrigo todavía no la había mirado, era como si se hubiese convertido en un fantasma al que no pudiese ver. En ningún momento se había dirigido a ella, parecía que esa necesidad de protegerla había desaparecido en las horas que habían estado separados.

«Seguro que está enfadado —se dijo para sus adentros—. O, lo mismo, ha recapacitado esta noche y, si es verdad que tiene novia, no quiere engañarla. Aunque… si esa Lucía es su novia…, ¡la que no quiere nada con él soy yo! No pienso destrozar una relación por mucho que me guste. Pero ¿no decías que no querías estar con él? Me estoy volviendo loca de remate». Su mente divagaba.

—Perfecto. Así me da tiempo a hacer unas cosas que tengo pendientes —escuchó que decía Toni.

Confundida, buscó los ojos de su amigo. «¿Hacer el qué?», le preguntó sin palabras. Tantas emociones juntas la habían llevado a no enterarse de lo que habían acordado esos dos.

Toni elevó las cejas y los párpados, consiguiendo con ello que la expresión de sus ojos fuera más redondeada.

—Entonces, luego te lleva el inspector a casa.

Chandani entreabrió los ojos y, desafiando a su amigo, añadió:

—No, prefiero que vengas tú a buscarme. No quiero causarle más molestias al inspector. —Inclinó la cabeza sutilmente para enfatizar adónde quería llegar con lo que le estaba diciendo.

Toni estaba entendiendo a la perfección esa conversación de morsas marinas que su amiga intentaba mantener con él.

«Pero ¡¿a qué estás jugando, pequeña?!», rumió Rodrigo, irritado.

—No es molestia. Luego te llevo yo a casa —añadió tan frío como fría fue la primera mirada que le acababa de echar a la joven. De nuevo, volvió a usar esa indiferencia irritante con ella.

Chandani se dispuso a replicar, pero el inspector volvió a posar sobre ella esos penetrantes ojos que, aunque estuviesen ocultos tras esas gafas de sol, la censuraron.

Estaba enfadado, tan molesto e irritado que se le estaba atravesando en la garganta todo lo que quería decirle, aunque no tuviera derecho porque no era nada suyo.

Sí, era un neurótico, un puto enfermo que tenía que controlar todo lo que le importaba, alguien que odiaba los imprevistos, las sorpresas… Pero él era así y no podía evitarlo. Era un saqueador de momentos y un controlador del tiempo ajeno. Por eso estaba furioso con ella, porque, si le hubiera dicho que quería volver a su casa, él la habría llevado encantado. Sin embargo, optó por lo fácil: huir, salir corriendo sin decir nada. La peor opción de todas. Para él, no había excusa para exponerse gratuitamente al peligro que podía estar sufriendo.

—Bueno, como veo que la cosa ya está decidida, me marcho. —Toni dejó un beso en la mejilla de su amiga—. Llámame si necesitas cualquier cosa —murmuró muy cerca de su oído para que Rodrigo no pudiese escucharlo.

Chandani asintió nerviosa. Otra vez volvía a estar a solas con él.

Toni extendió la mano hacia él.

—Cuídemela, inspector, que esta mujer es un tesoro. —Chandani volteó los ojos dejándolos en blanco. «Este chico no tiene remedio»—. Te veo luego, mi niña. —Le guiñó un ojo, cómplice.

Rodrigo tragó saliva y apretó la mandíbula. «¿Mi niña? ¿Cuídemela? ¿Qué hombre utiliza esas expresiones con una amiga?», pensó molesto. Él no usaba ese tipo de zalamerías con sus amigas ni cuando se acostaba con ellas. Llamar «mi niña» a una mujer era como decir «te quiero», algo que le creó ciertas sospechas sobre la relación que mantenían ellos dos.

Sin embargo, no tenía derecho a recriminarle nada de lo que tuviera con Toni porque, aunque se hubieran besado y estuvieran a punto de acabar en la cama, él no era nada para ella. Ni siquiera su amigo.

No obstante, esa mujer, con sus besos y esa huida repentina, había conseguido muchísimo más que ninguna otra. Y esa quemazón rabiosa por no estar en la primera posición en su vida no le estaba cayendo nada bien. Rodrigo era de los hombres que estaban acostumbrados a ser los que rompían los corazones y no al contrario. Pero, fuera como fuese, y ocurriera lo que ocurriese, necesitaba hablar con Chandani para aclarar lo que pasó entre ellos y, lo más importante, averiguar si había recordado algo nuevo de lo sucedido a la salida de esa asociación donde colaboraba. Necesitaba descubrir si lo que había vivido se trataba de un intento de secuestro.

En el momento de quedarse solos, Chandani era un manojo de nervios andante. No dijo nada, prefirió esperar a que Rodrigo tomara las riendas de la conversación. Aunque, si quería hablar, hablarían. ¿Para qué demorar más lo inevitable? O, mejor, ¿para qué perder el tiempo en algo que no los llevaría a ninguna parte? Por la integridad de ella y, sobre todo, por el bien de él, era mejor que se alejara de una mujer que sufría tantos desajustes emocionales como raíces tiene un árbol.

—Móntate en el coche —exigió el inspector fríamente.

Chandani lo miró impasible y se tragó el comentario de «vas a mandar a tu…».

—Pero ¿no se supone que trabajas aquí al lado? Podemos ir andando —dijo al fin.

Él y ella solos, en un habitáculo reducido sin capacidad de movimiento, cercanía absoluta a su cuerpo… Buff, demasiados contras para hacerle caso.

—No vamos a mi oficina —contestó lacónico. Ella arrugó el ceño—. Tampoco a mi casa.

Chandani, sin ganas de entrar en controversias, abrió la puerta del coche y se montó con hostilidad. Para ella, estar de nuevo a solas con él era como intentar cruzar a nado un río de lava hirviendo. No había manera de salir vivo de ahí.

Cuando sintió el peso de Rodrigo a su lado y su esencia invadió el interior del habitáculo, los nervios tensaron su estómago. Ya estaba otra vez su cuerpo reaccionando a su libre albedrio. «¿Será posible?», pensó ofuscada.

—Maldita sea —gruñó Chandani al verse incapaz de ponerse el cinturón de seguridad. Sus manos también parecían querer ir a su aire.

Rodrigo la miró contrariado, conteniendo una sonrisa al observar su torpeza.

—Déjame a mí.

Con delicadeza, cogió el dorso de su mano y le quitó el cinturón de seguridad. Ese ligero contacto deliberado le mostró todo lo que quería saber. Con una simple caricia, las mejillas se le ruborizaron y su respiración se vio interrumpida. A Chandani no le era indiferente y eso hizo que su pecho gorgoteara.

Enfurruñada —por no ser capaz de hacer algo tan simple como ponerse el cinturón de seguridad, pero, sobre todo, por lo mucho que le había agradado ese dulce contacto—, retiró la mano en un enérgico movimiento intentando evitar caer en la tentación de desear más.

Rodrigo elevó la comisura de sus labios hacia arriba plasmando con ello una sonrisa triunfal. Chandani, en cambio, miró por la ventana como si su único deseo fuese salir corriendo lejos de él.

«¡Se acabó el enfado!», se dijo risueño. Esa mujer era una caja de sorpresas que deseaba averiguar qué contenía, imposible de abrir con la tensión que se producía entre ellos.

No le quedaba más remedio que jugar sucio, caldear un poco el ambiente y eliminar el aroma fétido que, aunque no estimulara sus fosas nasales, sí que se percibía espeso.

Rodrigo controló las ganas de echarse a reír por lo absurdo de la situación, aunque, obstinado y juguetón como era, no pudo evitar provocarla un poco más.

Se colocó las gafas a modo de diadema y, descaradamente, y con toda la intensidad de la que pudo valerse, posó su mirada sobre ella para comprobar de nuevo cómo se inquietaba.

Estaba tan acostumbrado a tener que descifrar cómo eran las personas en realidad que dar con una mujer como Chandani, la cual ante su presencia se mostraba tan receptiva por mucho que quisiera ocultarlo, le pareció sorprendente.

Ella se revolvió incómoda en su asiento porque, aunque fingiera que estaba entretenida observando a través de la ventana, lo cierto era que sentía sobre ella cada mirada de su acompañante.

—¿Se puede saber por qué me miras tanto? ¡Y esa sonrisita a qué viene! —Clavó la vista en él mostrándole su enfado.

—¡Por fin te dignas a mirarme! —añadió Rodrigo con un brillo juguetón en sus ojos.

—Igual que me has mirado tú cuando has venido a buscarme al trabajo —contestó mordaz.

El inspector no pudo controlarse más y comenzó a reírse con ganas. «Sí que le ha afectado mi indiferencia», pensó divertido.

—¡Y encima te ríes! Este es el colmo de los colmos, de verdad —murmuró ante su reacción—. ¿Adónde me llevas?

—Vamos a un sitio tranquilo donde podamos hablar de lo que pasó entre nosotros anoche —expresó tan natural.

Chandani, con solo escucharlo, entró en modo histeria. «¿Cómo consigue este hombre mantener la calma?», se preguntó.

—Como quieras. Pero suponía que hablaríamos sobre lo que me ocurrió anoche al salir de la asociación.

—De eso también hablaremos.

Aparcó el coche frente a su establecimiento preferido. Para él, esa cervecería irlandesa era algo más que un simple bar que servía un heterogéneo número de bebidas fermentadas. Era como su segunda casa, el lugar donde había pasado infinidad de horas en compañía de sus amigos David y Arantxa. Allí, habían cenado, se habían emborrachado e, incluso, había pasado la noche en compañía de una de las dueñas. Sin embargo, desde que asumió el cargo de inspector jefe en el departamento de la UDEV, no había vuelto a pisarlo, ya no disponía de tiempo libre.

Lo último que le había contado David era que Ileana y Joanna habían traspasado el negocio porque querían volver a su tierra. Así que, si era cierto lo que le había dicho su amigo, allí ya no quedaría rastro de esas dos preciosas mujeres de sangre caliente.

Chandani quedó impresionada con el interior de la cervecería, que contrastaba con la fachada moderna y de pizarra blanca que recubría el edificio. Su interior era rústico, con paredes forradas de madera en un tono cálido, pero con pinceladas oscuras. En casi todas las esquinas del local habían colocado unas barricas de vino antiguas que se usaban a modo de mesa, aunque el punto destacable del establecimiento era la barra. Su frente imitaba la forma de esas mismas cubas que decoraban las esquinas, pero desde un plano horizontal. Además, los farolillos que desprendían una luz tenue sobre la gruesa encimera —también de madera— tenían forma de globo, con pequeños enrejados de forja por donde se filtraba la luz.

Rodrigo la guio hacia los amplios bancos, donde la altura de los respaldos los aislaría de miradas curiosas, y la invito a que tomara asiento frente a él.

Chandani, por un momento, olvidó su enfado y disfrutó de la serenidad que le trasmitía el ambiente. Esos carteles ingleses de estilo vintage que estaba leyendo mantenían en un segundo plano la desazón que se apoderaba de ella cuando ambos estaban cerca.

Rodrigo llamó al camarero con un gesto de mano al que, sin demorarse ni un segundo, atendió un muchacho de complexión delgada y gesto amable.

Ella pidió un refresco y él decidió recordar viejos tiempos con una auténtica Guinness de espuma espesa y cremosa con el sabor a café amargo y tostado de la cebada. Para Rodrigo, era simplemente exquisita.

Mientras esperaban las consumiciones, el inspector no quitó la vista de Chandani. Estaba tan bonita allí sentada, entretenida leyendo esos carteles de chapa, que, por un momento, percibió que había dejado de estar a la defensiva.

—¿Te gusta el sitio? —preguntó, embelesado por el cambio de actitud.

—Nunca he estado en un establecimiento con tanto encanto. A las cervecerías irlandesas que conozco les falta todo esto por lo que esta destaca.

—Entonces, me alegra haber acertado en nuestra primera cita.

Chandani dejó de escrutar los carteles y, confundida, miró a Rodrigo.

—¡Esto no es una cita! —exclamó molesta—. Estoy aquí porque tú has decidido que este es el lugar adecuado para hablar, pero no porque yo quiera. Las citas son de mutuo acuerdo, inspector, y esta no lo es.

Rodrigo esbozó una sonrisa igual de divertida que la que puso cuando estaban en el coche y Chandani volvió a la vida real, donde estremecerse cuando él la miraba de esa manera era tan habitual como acalorarse bajo el sol.

Su dentadura perfecta y aquellos labios tan apetitosos eran las astutas tretas de las que se valía un maquiavélico Lucifer para embaucarla y hacer que cayera en la tentación. Pero, aquella vez, tenía que ser fuerte. De lo contrario, todo se complicaría y, al final, quien saldría tocado y hundido sería Rodrigo. Y eso era lo que ella menos quería.

Chandani masajeó sus manos bajo la mesa para hacerlas regresar a la vida. Las notaba glaciales, heladas como témpanos de hielo, uno de los tantos estigmas que le ocurrían cuando algo la perturbaba.

Rodrigo caló a la primera su estado emocional, recordándole a aquel día en el calabozo. Aunque había evolucionado, ya no parecía el mismo ser sumiso. En ese momento, estaba dejando que viera cómo era ella en realidad.

Para él, era divertido enfrentarse a aquel tipo de situaciones. Esas lindes eran su pasatiempo preferido y por las que se movía con soltura. Su personalidad, templada y observadora, junto con esas cualidades que lo convertían en un magnífico conquistador, le otorgaban una ventaja que no pensaba desaprovechar. Porque, desde que probó sus besos y se sumergió en ese deseo tan desbordante que tuvo que rehuir para hacer las cosas bien, no había podido quitársela de la cabeza. Chandani se había convertido en otra obsesión que tenía que aprender a gestionar. Y eso, para él, era algo demasiado complicado.

El joven camarero hizo su aparición y depositó sobre la agreste mesa las consumiciones y un cuenco con unos chips salados. Después, desapareció.

—No estoy de acuerdo contigo —musitó antes de darle un gran trago a la cerveza negra. Cerró los ojos y disfrutó del manjar—. ¿Por qué te fuiste así de mi casa, Dani? —preguntó cordial, aunque haciéndole saber, por la preocupación en su rostro, lo intranquilo que se quedó cuando no la encontró en el salón.

Chandani a punto estuvo de atragantarse con el refresco.

—No…, no podía dormir y decidí irme —se inventó.

Rodrigo agudizó su expresión y esperó paciente a que ella le contara la verdad. Aquella preciosura no sabía mentir.

Ella cogió una patata rizada del cuenco, se la llevó a la boca y, elevando los hombros al aire, le respondió con su silencio. No había nada más que añadir.

—¿Fue porque te sentiste rechazada por mí? —lanzó sin paños calientes.

Chandani dudó con su gesto y eso fue suficiente para ser descubierta por el astuto cazador que tenía enfrente.

—¡Qué más da por qué! —contestó reconociendo su engaño. Aunque rehusó esos ojos brillantes que la estaban juzgando.

—Porque nada pasa porque sí, Dani.

Algo en ella se paró de repente, se sentía como si estuviera en una de las charlas con su terapeuta. Esas palabras formaban parte de su vida tanto que incluso se planteó si había sido ella la que las había dicho.

Rodrigo traspasó sus barreras, leyendo las perlas verdes que tenía por ojos y que lo miraban de aquella manera tan profunda que ya conocía. Aunque Chandani enseguida reaccionó apartando su mirada de él.

—Rodrigo, yo no te conozco y tú no me conoces —dijo al fin. Miró sus manos, y sus dedos, nerviosos, comenzaron a juguetear con uno de sus anillos. Había llegado la hora de mantener esa incómoda conversación—. No sé por qué ocurrió lo que ocurrió, pero creo que lo mejor es olvidarlo y que tú vuelvas a tu vida, al igual que yo a la mía. De verdad que siento si he podido crearte algún problema con tu novia —dijo sin pensar—, pero… me dejé llevar… Yo no suelo comportarme así, supongo que necesitaba algo de consuelo y cariño… Y las circunstancias fueron tan surrealistas que…

Rodrigo esbozó una sonrisa socarrona y Chandani quiso arrancarse la lengua por el error garrafal que había cometido al no pararse a pensar antes de hablar.

—Espera, espera… ¿Mi novia? Yo no tengo novia. —Arrugó la frente mientras una sonrisa amortiguada rasgó sus labios al imaginarse lo que decía.

—Pensaba que Lucía… Bueno, esa mujer con la que hablaste por teléfono… —Rodrigo fue a responder, pero ella, con su locuaz verborrea, no lo dejó—: No…, por favor. —Dejó caer su espalda en el respaldo de madera—. No tienes que explicarme nada.

—Es mi hermana —soltó, sin más, con una sonrisa tunante que le hizo elevar una ceja de manera juguetona.

Chandani se quedó petrificada en el sitio. Si la pinchaban con una aguja, seguro que no sangraba. ¿Se podía ser más tonta? Pues sí que la había hecho buena. Rodrigo seguro que pensaba que estaba celosa. Y, la verdad, es que razón no le faltaba, pero eso él no lo sabía ni lo sabría jamás. Lo importante era que creyera sus palabras cuando le decía que no podía ocurrir nada entre ellos.

—Pues eso no cambia nada, Rodrigo.

—Eso lo cambia todo —contradijo pausado.

Chandani soltó un suspiro cansado y, con una pose de rendición absoluta, se preparó para enfrentarse a lo inevitable.

—No sé por qué estoy a punto de contarte esto… e, incluso, no sé si entenderás lo que quiero decirte, pero mi vida es complicada. Como mujer, estoy marcada —se descubrió, dejando que viera que no mentía—. Te has portado muy bien conmigo. Has sido un hombre comprensivo, generoso e, incluso, todo un caballero cuando ocurrió lo que ocurrió en tu casa. Pero… —dudó de por dónde empezar—, ¿recuerdas cómo me puse cuando tuvimos el accidente?

—Un mal día lo tiene cualquiera —añadió a lo que estaba intentando explicarle.

—¡No es cuestión de un mal día! —exclamó apurada—. No puedo negarte que el beso estuviera bien y que, si no me hubieras parado, habríamos acabado en la cama juntos. Pero tú mereces una mujer con menos problemas de los que yo llevo a mis espaldas. Yo soy… complicada —se describió.

Rodrigo escuchaba sus explicaciones, pero no lograba comprender adónde quería llegar.

—Si no eres más precisa, no entenderé lo que quieres decirme, Dani. Todos tenemos problemas y, de una manera u otra, somos complicados. Pero, si hay algo de lo que estoy seguro, es de que lo que sucedió entre nosotros fue increíble, algo que no suele ocurrirme, ¿sabes? Hace mucho que no me gusta una mujer tanto y lo que sentimos fue diferente.

—Esa es la cuestión, todo fue demasiado intenso…, demasiado distinto…, y yo no puedo corresponderte de igual modo. ¡Yo no puedo enamorarme! —La angustia matizó su belleza.

Chandani había vuelto a convertirse en ese animalillo angustiado y perseguido.

—¿Qué te ha pasado para no poder concederte el lujo de saber lo que es amar? —Quiso saber, entrecerrando sus ojos mientras intentaba leer los de ella con curiosidad.

La joven lo miró suplicante, pero la oscura profundidad de sus pupilas ansiaba respuestas.

—Pocos hombres saben esto, Rodrigo. En realidad, serás el segundo en conocer mi verdad. —Una triste sonrisa se dibujó en sus labios—. Antes de ser adoptada, sufrí un acontecimiento que me marcó tanto que me impide ser una mujer completa. Por mucho que lucho contra ello, siempre me persigue y me destruye. Así que hazme caso cuando te digo que lo mejor es que cada uno siga su camino y así evitaremos enredarnos en algo que acabará roto.

—Pero…, no entiendo.

—¡No hace falta entender nada! Tú solo hazme caso y aléjate de mí —suplicó mientras una lágrima se desprendía de uno de sus ojos.

El inspector estaba confundido y ansioso por saber más. Chandani estaba intentando explicarle algo de lo que no era capaz de hablar con claridad y eso le ocasionaba un sinfín de preguntas que empezaban a agolparse en su cabeza.

La mirada inquisidora de él por querer saber qué le ocurrió cuando era una chiquilla la aplastó como si le cayera encima un muro de hormigón. No quería contarle nada más, no estaba preparada para sincerarse con él.

—No me preguntes nada, te lo ruego —le pidió entre sollozos.

Rodrigo la agarró de las manos para tranquilizarla y trazó en sus labios una sonrisa comprensiva.

—Está bien, tranquila. No voy a presionarte. No quiero saber nada que tú no quieras contarme —susurró con cariño—. Pero tengo que decirte que, como bien has dicho, no nos conocemos y eso hace que des por zanjado el tema como si yo no tuviera vela en este entierro —añadió ocurrente—. Soy un hombre paciente, tozudo y con un poder de convicción increíble —bromeó—, así que me temo que no te va a ser tan fácil deshacerte de mí. Entiendo que no te lances al vacío porque no me conoces, pero quiero que sepas que haces que algo extraño se mueva aquí. —Posó la mano en su pecho—. No sé qué es, pero lo siento —confesó con ternura—. Por eso te pido que me dejes conocer a esa maravillosa mujer que cree que está dañada.

Chandani ahogó el llanto e intentó calmar a su cuerpo, que temblaba acobardado por todo lo que le estaba diciendo su acompañante.

—Pero, a la larga, saldrás tocado y hundido —susurró para evitar que esas lágrimas que se agolpaban en sus ojos no se precipitaran de nuevo al exterior.

—Eso ya lo veremos. —Sonrió triunfal—. Ahora que todo está aclarado entre nosotros, empecemos desde el principio. ¿Qué pasó cuando saliste de la asociación? —habló el inspector por primera vez.

Konstantin miró el reloj y vio que eran las seis de la tarde. Todavía disponía de una hora antes de reunirse con su jefe. El tiempo necesario para ir a ver a Irina.

Atravesó la puerta de cristal automática del hospital y fue hacia las escaleras, evitando así coger el ascensor donde pudiese coincidir con el personal del hospital. Si la policía volvía por allí y empezaba a interrogar a los trabajadores, existía la posibilidad de que lo identificaran, y eso era algo que no podía suceder.

Encontró a Irina tomándole la tensión a un paciente y él prefirió esperarla en el pasillo observando todos sus movimientos sin que se diera cuenta.

Conversaba cordialmente con el anciano, intentando amenizar ese momento en que hacía sus funciones. Anotó sus constantes en una carpeta y, con una sonrisa, se despidió de él.

Que lo llamasen fetichista, pero ese uniforme verde le ponía cardíaco, tan cachondo que, si tuviese tiempo, se la follaría en cualquier habitación de ese hospital. Pero simplemente era eso, una necesidad humana que debía atender, un instinto primario al que había que dar salida porque, para él, Irina era la compañera que le puso la vida para sustituir a su amada esposa. Una mujer buena y sumisa, pero que jamás conseguiría hacer vibrar su corazón como todavía lo hacía Lena, simplemente, al recordarla. Ella fue su mundo, su motor, su paz, su alegría, todo lo que más quiso y querría hasta que la muerte lo llevase junto a ella.

Esa maldita adicción que dominaba a su mujer fue la culpable de todo, la responsable de que él estuviera solo y que engañara a Irina con sus sentimientos. Si no hubiera probado esa maldita droga nunca, tendría una preciosa familia, un futuro, y no se dedicaría a hacer ese tipo de trabajos. Su vida hubiese sido muy distinta a lo que era, ya que su pérdida hizo que se embarcarse en negocios peligrosos sin que le importase acabar con un tiro entre ceja y ceja o estar encerrado en prisión para el resto de sus días. Sin ella, todo daba igual.

Hizo lo indecible para alejarla de ese veneno que la desgastaba y estaba destruyéndola. Sin embargo, pudo más la necesidad que su determinación. El krokodil o cocodrilo, como lo conocían en las calles de Rusia, era mucho más que una simple droga que te consume y mata poco a poco. Creaba tanta necesidad en el cuerpo y en la mente que, aunque viera cómo la carne se desprendiera de sus huesos, la seguía pidiendo como el aire que inhalaba. Era vital para su supervivencia, aunque cada día lo alejara más de ella.

Su hermosa piel, pálida y sedosa como un fragmento de seda, desapareció como la ilusión de tener hijos y compartir una vida juntos. Lena se olvidó de todos sus sueños, las promesas y, por consiguiente, de él. Su mundo dejó de existir como lo conocía porque, desde que el vicio la atrapó, para ella, lo único importante era tener una dosis cuando el efecto desapareciera de su cuerpo.

Cuando la vio partir a ese otro mundo donde volvía a ser libre, fue cuando se dio cuenta de que el saco de huesos y vísceras que protegía, comido en llanto, había dejado de ser su mujer desde hacía mucho tiempo. De ella, no quedaba nada, ni su cuerpo ni su alma ni la esencia que la hizo única cuando la conoció. No obstante, por mucho que el declive al acabar sus días fuera tan dramático, nada ni nadie podría borrar los recuerdos y el amor que lo acompañarían por siempre, porque su Lena, como le gustaba llamarla, siempre sería especial.

No podía negar que le tenía cariño a Irina e, incluso, que intentó enamorarse de ella de todas las formas habidas y por haber, pero ni las horas de encierro que el destino les impuso sirvieron para que eso ocurriera.

Cuando Irina se recuperó de la paliza que su anterior jefe le asestó, que por poco la mata, y volvió a ser la mujer que era, Konstantin no pudo hacer otra cosa que agarrarse al amor que Irina sentía por él como un salvoconducto para seguir dando pasos en la vida. Sabía que estaba siendo un egoísta y un desgraciado por usarla así, pero… ¿qué otra opción tenía? Era lo único bueno y puro que había en su vida y por lo que valía la pena agarrarse para superar la pérdida de su mujer. Sabía que Irina no lo merecía, que esa guapa mujer había hecho mil veces más por él que lo que Konstantin podría hacer algún día por ella. Pero también sabía que era una mujer fuerte y valerosa que, cuando descubriese cómo era en realidad el hombre del que se había enamorado, sabría cómo afrontarlo.

—¿Cómo estás, amor? ¿Llevas mucho esperándome? —preguntó Irina posando un ligero beso en sus labios.

—No, acabo de llegar —dijo escueto—. Vamos a otro lado, tenemos que hablar.

En la intimidad de la sala de espera que disponía la Unidad de Trasplantes donde ellos se encontraban, Irina le relató a Konstantin, lo más explícito que le fue posible, la conversación que mantuvo con los agentes cuando fueron a verla.

—Irina, tenemos que dejar de vernos y de hablar por teléfono —decidió, sabiendo lo que eso supondría para ella—. Puede que me estén pinchando la línea y no quiero verte involucrada en esto.

—¡Pero, amor! ¿Qué voy a hacer yo sin verte? Eres lo único que tengo… —suplicó angustiada. Irina no podía afrontar la idea de no estar junto a él cada día, era totalmente dependiente de ese hombre.

—Si no quieres volver a la cárcel, es mejor no tentar a la suerte. Hay que ser cautos y más inteligente que ellos.

Volver a estar separada de él le recordó a esa época donde hasta para ir al baño tenía que hacerlo custodiada por su compañera de celda. Esos años que tuvo que luchar sola y enfrentarse a todas aquellas mujeres que la tomaron con ella por no querer formar parte de sus complots para gestionar el mercado negro que, tras bastidores, se movía en prisión.

—Si no hay más que pueda hacerse… —El desconsuelo la alcanzó, pero cedió resignada.

Haría cualquier cosa que Konstantin le pidiera, lo amaba demasiado como para negarse a algo que pudiera perjudicarlo y eso era de algo de lo que él se aprovechaba cada vez que podía. Le dolía ver que a él no le afectara la separación como a ella, que sus sentimientos no eran correspondidos con la misma intensidad que los suyos porque, por él, había cargado con una culpa que no le correspondía cuando llegaron a España, viéndose de nuevo, y durante una temporada, encerrada en una cárcel con tal de que él no pasara un sinfín de años preso. Apechugó con su condena por amor, dándole prioridad a Konstantin antes que a sus propias promesas, algo que pocas personas hacen por alguien. Era verdad que no podía echarle la culpa de nada, porque nadie la obligó a que lo hiciera; además, gracias a esa decisión, era una enfermera respetable. Esa vez fue ella la que eligió su propio destino.

Por eso, pensaba que él jamás dejaría de transitar por esa otra cara de la vida donde la corrupción, la extorsión o cualquier otro trabajo que estuviese al margen de la legalidad eran el carburante que necesitaba para sentirse vivo porque, si después de lo que hizo por él no había cambiado, poco podría hacer ya.

Cuando salió de prisión en Madrid, Konstantin le prometió un futuro juntos, una recompensa que se quedó en promesas huecas y gestos amañados que intentaban burlar su inteligencia. Sin embargo, no era ninguna necia ni una estúpida, y si aceptaba sus mentiras era porque lo quería y no contemplaba una vida lejos de él.

—¿Cuándo tendré noticias tuyas? —preguntó con un mohín en los labios mientras aprovechaba los últimos minutos de tiempo que les quedaban.

—Yo me pondré en contacto contigo. —La estrechó entre sus brazos para intentar compensarla de algún modo—. Sé que el sacrificio que tienes que hacer es duro, pero no será por mucho tiempo.

—De acuerdo, mi amor, lo haré por nosotros. —Besó con ternura su cuello antes de refugiarse en él—. No veo el momento de formar una familia a tu lado.

Konstantin acarició su espalda contestando a eso que jamás le daría.

Mientras Irina se alejaba por el largo pasillo que disponía la planta de Trasplantes, él esperó pacientemente para abandonar aquella sala donde habían hablado.

Al salir, tomó el pasillo de la derecha en dirección hacia las escaleras por donde había subido. Sin embargo, sus pasos, por el momento, no tomarían esa dirección, sino que lo llevarían a esa puerta que solo podía traspasar personal autorizado y que era vigilada por una cámara de seguridad en el techo.

Miró, desafiando al visor de la cámara, y esperó a que accionasen el botón de apertura que separaba la otra ala del hospital que pocos conocían y, mucho menos, transitaban.

Recorrió el sombrío corredor dejando a cada paso una serie de puertas blancas, de donde se filtraban unos sonidos irreconocibles que hacían eco al golpear con las paredes del pasillo por el que caminaba. Era una zona fría y solitaria, algo tenebrosa si la observaban ojos asustadizos.

Cuando vislumbró esa puerta donde un cartel ponía «despacho», la tensión empezó a aflorar. En ese despacho era donde se realizaban las transacciones y operaciones de mayor índole y donde se activaban los engranajes de aquella organización internacional.

Hablar con Ranjit nunca era fácil. Su jefe era de esos hombres en los que, tras su sonrisa, habitaba un ser pernicioso y pérfido al que era mejor no echarse de enemigo. Un auténtico profesional en dar lecciones cuando algo salía mal y un experto en saber dónde había que escarbar para hacer daño. Su alma no entendía de compasión ni remordimientos. Y Konstantin, en cierto modo, admiraba a ese hombre bien vestido y de pose distinguida que aprendió del verdadero fundador de aquella estructura universal con sedes por las principales capitales del mundo, una organización a la que solo podían acceder los que tuvieran un poder económico tan sustancial que pudiesen sufragar los gastos de lo que solo ellos podían conseguir.

Llamó a la puerta y esperó expectante a que Ranjit autorizara la entrada.

—Pasa…, pasa. —Escuchó que le decía—. Konstantin, siéntate y cuéntame qué es eso tan importante que tienes que decirme.

Konstantin obedeció y tomó asiento, aunque un escalofrío le cruzó la espalda al ver con qué quietud le habló su jefe. Eso no era nada usual en él. Ese gesto inexpresivo junto a esa habitación de paredes y mobiliario insulso le hacían sentirse como si estuviese en la consulta del médico.

—Jefe, no le traigo buenas noticias —anunció con cierta desazón.

Ranjit retiró la vista de la pantalla del portátil y recrudeció su mirada, clavándola en él sin disimular la desgana de tener que escucharlo.

—¡Dime!

—La policía se ha presentado en el hospital preguntando por Irina. —Ranjit cerró el portátil y lo escuchó con atención—. Dos agentes vinieron preguntando por mí y por el furgón que la obligué a alquilar para secuestrar a la mujer en el polígono.

Ranjit se atusó el pelo blanquecino como si un falso mechón necesitase ser recolocado, mientras, dejó salir su inquietud con una extensa inhalación.

—¿Qué les dijo ella?

—Que no me conocía y que alquiló el furgón para hacer una mudanza.

Ranjit analizó sus palabras con gesto indescifrable, dejando a un angustiado Konstantin atento a cada una de sus expresiones.

—¡Ay, Konstantin…, Konstantin! —repitió sin mirarlo—. Me decepcionas —espetó con tono turbador—. ¿Cuánto tiempo llevas en este negocio? Dos años, tres…, cuatro, quizá. ¿Qué descuido has cometido para que esto esté sucediendo?

—La cámara de seguridad de una empresa me grabó… —Ranjit lo mandó callar desplegando una de sus manos como haría un agente de tráfico.

—¿Cómo es posible que cometieras un descuido de principiante con los años que tienes de experiencia? —quiso saber, pero continúo con su sermón—: Esto me pone en cierta tesitura que me veo obligado a atajar de inmediato, y las opciones que considero no creo que te gusten demasiado.

Ranjit apretó los dientes y arrugó su nariz fingiendo un pesar que, en realidad, no sentía. Sus dientes chistaron como si su cerebro estuviera intentando encontrar alguna otra mejor opción para él.

Konstantin tragó saliva con disimulo y permaneció inerte esperando a que su jefe decidiera qué hacer con él. Aunque Ranjit pareciese un alma caritativa con todo ese teatrillo que estaba representando, Konstantin sabía que nada bueno traería. Aún recordaba cómo, después de ese astuto guiño, le clavó una pluma estilográfica en la palma de la mano a un chivato que habló más de la cuenta y se negaba a darle la información que necesitaba saber.

—Si hubiera alguna esperanza… —musitó como si pensara en alto.

—Si me hubiesen reconocido, ya estaría entre rejas —añadió en su defensa. Haría lo que fuera para mejorar su situación.

—Por fin algo bueno —frivolizó con su sonrisa—, la pena es que eso no me deja más tranquilo —añadió glacial, interpretando ese papel de indecisión—. No obstante, si la memoria no me falla, este es el primer error que cometes desde que llevas trabajando con nosotros, ¿no es así? —Konstantin asintió con la cabeza, aunque no mostró ni un ápice de esperanza por sus palabras. Con su jefe, esa palabra no existía—. Por los años que nos has sido fiel y por desempeñar un trabajo que pocos ejecutan como tú, te mereces una segunda oportunidad —sentenció al fin.

Por un momento, se relajó, aunque cuando recordó que todavía tenía malas noticias que darle, volvió a ponerse alerta.

—Se lo agradezco, jefe, pero aún hay más.

—Al final, harás que cambie de idea, Konstantin. —Trazó un gesto tan lúgubre que se planteó no continuar hablando.

—Es Dimitri.

—¿Qué estupidez ha cometido tu hermano esta vez? Sabes que está caminando por la cuerda floja, ¿verdad?

Konstantin asintió.

—Le ordené que recogiera uno de los cuerpos de la morgue del hospital y se lo llevara al padre Antonio, pero, por lo visto, don Antonio no contestó a su llamada y no le quedó otro remedio que deshacerse del cadáver.

—¿Qué hizo con él?

—Lo enterró a las afueras, en un vivero abandonado.

—¿Lo hizo solo? —preguntó con gesto perspicaz.

Ranjit sabía que, aunque corriera la misma sangre por sus venas, Dimitri jamás destacaría por su valentía ni por su determinación. Todo se le hacía demasiado grande.

—Ese es el problema, jefe. Un amigo de mi hermano lo ayudó a transportar y a enterrar el cadáver.

Ranjit evaluó el nuevo suceso y, sin que le temblara el pulso, y mucho menos la voz, dijo:

—Quiero que vigiles al amigo de tu hermano y si, por casualidad, habla más de la cuenta o sospechas que nos la está jugando, te deshaces de él. No quiero cabos sueltos. Además, ve a ese vivero y comprueba si tu hermano enterró bien el cuerpo.

—Sí, jefe, yo me encargo.

—En cuanto a lo de tu novia… Quiero que tomes las medidas necesarias para que no ponga en riesgo a la empresa. Mantén los ojos abiertos y no vuelvas a llamarme por una línea que no sea segura. ¿Entendido?

—Sí —afirmó.

—¿Alguna otra desafortunada noticia que tenga que saber? —preguntó severo.

«Otra mala noticia y no sería tan misericordioso», se dijo Ranjit.

—No, jefe.

—Entonces, hemos terminado, Konstantin. Vete y mantente lejos del hospital. Nada de riesgos innecesarios.

Se levantó de la silla de escay, tan rápido como si le escocieran las nalgas por estar sentado sobre brasas incandescentes, para cumplir con las órdenes recibidas.

—¡Ah! Se me olvidaba —exclamó Ranjit antes de que saliera por la puerta de su despacho—. Hazle saber a tu hermano que esta es la última oportunidad que le doy. Si vuelve a cometer una imprudencia de este calibre, le auguro un desafortunado futuro. —Sonrió con maldad.

Konstantin, con una ligera reverencia, se despidió, aceptando esa advertencia como la amenaza que era.

La niña del barrio rojo

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