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CAPÍTULO 4
ОглавлениеCuando Chandani atravesó la puerta de entrada del comedor social, que podría confundirse con la puerta de un taller de mecánica de coches porque dos líneas trasversales en color blanco y rojo resaltaban sobre ese fondo azul pitufo, una brisa invernal le acarició el rostro y sacudió su cabello al compás del viento.
Ya faltaba poco para que la primavera llegase con sus tibias temperaturas y revolucionara las hormonas de todo ser viviente, aunque todavía el invierno estaba presente y, desde la media tarde, un cielo grisáceo y encapotado conseguía entristecer hasta el alma más optimista.
Se cobijó en su bufanda celeste de mullida lana, para evitar que el viento frío y desapacible cortara su piel. Resguardó las manos en los bolsillos de su abrigo de paño, mientras un fugaz recuerdo de su maltrecho coche pasó por su mente.
Tuvo el impulso de llamar a Toni para que viniera a buscarla, pero enseguida lo descartó diciéndose que no podía imponer a su amigo la obligación de estar pendiente de ella. Él tenía su vida y no podía condicionarla a sus deseos. No sería justo para él. Aunque estaba totalmente convencida de que no debía llamar a su amigo, también sabía que había una llamada que estaba demorando más de la cuenta y que antes o después debía afrontar, y no era otra que a su madre.
El seguro de su coche estaba puesto a nombre de Daniela, así que imaginaba que la aseguradora ya se habría puesto en contacto con ella para preguntar qué había sucedido. Raro era que su madre no la hubiera llamado. Conociéndola como la conocía, mucho estaba tardando.
Sacó el teléfono de su bolso y buscó el número en la agenda. Cuanto antes la llamara, antes aguantaría su reprimenda. Los túneles del metro serían sus aliados para acabar pronto con la temida conversación.
—Hola, mi niña. Estaba a punto de llamarte —dijo Daniela usando un tono de voz que le confirmó a Chandani que ya lo sabía todo.
—Hola, mamá. ¿Y eso?
—¡Cómo que «y eso»! ¿No tienes nada que contarme?
Se mordió nerviosa el labio inferior y puso un gesto de «por dónde empiezo».
—Hablas de lo del coche, ¿no es así?
—¿Cuándo pensabas decírmelo? Porque me da mucha pena saber que mi hija no me tiene confianza. No hay nada peor para una madre que enterarse por terceros de que su hija ha sufrido un accidente. No soy un ogro, ¿sabes?
—Ya lo sé, mamá…, perdona, pero no quería preocuparte… Estoy bien… Simplemente, ha sido un golpe de chapa.
—¿Y no crees que me preocuparé menos si lo escucho de tu boca que de la de una desconocida? Chandani, ¡por favor! ¡Piensa un poco! Porque con la excusa de no querer preocuparme, consigues que me preocupe aún más.
—Llevas razón, mamá, lo siento. Ya sé que no es excusa, pero he tenido mucho trabajo y se me pasó completamente.
—¿Y cómo fue? Porque no he podido explicarle nada a la señorita que me llamó. Quedé en que la llamaría cuando supiera cómo ocurrió todo.
Chandani le explicó por encima cuáles fueron las causas del accidente, omitiendo la parte donde se volvió loca de remate y fue encerrada en el calabozo. Si se enteraba de que había sufrido una nueva crisis de ira, la haría ir a ver a su terapeuta en ese mismo momento.
—Me dijo la señorita que el coche ha quedado siniestro total. Así que, hija, la cosa ha debido ser más grave de lo que intentas hacerme ver.
—El coche ya tenía unos años, mamá. Además, todo el golpe se lo llevó el frontal, era de esperar que me quedara sin él.
—Está bien, lo importante es que tú estés bien. —Suspiró—. Les diré que se encarguen de todo y que te ingresen el dinero de la indemnización en tu cuenta.
A Chandani todo le pareció estupendo. Si se encargaban de tramitar toda la documentación, sería una cosa menos que tendría que hacer ella, aunque eso la hizo caer en la cuenta de que tenía que buscar un coche nuevo porque no había nada peor que depender de la gente o del insufrible transporte público.
—Si quieres, podemos ir a ver coches este fin de semana —propuso Daniela como si estuviera leyendo la mente de su hija.
—Mamá, sabes que no aceptaré que me compres un coche. Ya lo hablamos cuando me compré el Polito y no he cambiado de parecer.
—Pero, hija…
—Por favor, mamá, tengamos la fiesta en paz.
Mientras escuchaba a su madre, sintió una presencia extraña tras ella. Era como si los ojos de alguien tuviesen la habilidad de clavarse en su espalda y dejar caer todo su peso.
Miró por instinto hacia atrás y lo único que encontró fue la acera vacía y escasamente iluminada, aunque le extrañó ver la tenue luz de las luces de un todoterreno oscuro que circulaba por la calzada a una velocidad demasiado reducida. Parecía que la estuviera siguiendo.
Un escalofrío recorrió su cuerpo de pies a cabeza al sentir tan malas vibraciones. Pensar que los ocupantes de ese coche la estaban observando la animó a acelerar el paso para salir de allí lo antes posible y llegar a una zona concurrida como era la boca del metro.
—Mamá…, mamá, ya hablaremos del tema en otro momento —cortó a Daniela, a la que había dejado de escuchar hacía ya un rato—. Ahora tengo que dejarte porque voy a meterme en el metro y allí no hay cobertura —mintió.
—Está bien, mi niña. Luego hablamos. Te quiero.
—Yo también te quiero —susurró intranquila.
Nerviosa, volvió a mirar hacia atrás, aunque esta vez puso toda su atención en ese coche que parecía que la estuviera vigilando.
Giró por la primera calle que pudo para comprobar si sus sospechas eran ciertas, y el coche hizo lo mismo. Cuando atravesó la fachada de un edificio que hacía chaflán, volvió a girarse para confirmar si ese conductor estaba interesado en saber adónde se dirigían sus pasos o si se había vuelto loca y era parte de una paranoia suya debido a las películas policiacas que veía con Toni. Sin embargo, el conductor giró en su dirección sin que el cuentakilómetros aumentara de velocidad.
La angustia se apoderó de su temperatura corporal. El tacto de su sedosa bufanda le parecía en aquel momento una lija de grano grueso.
Sin poder controlar sus piernas, que parecía que tuviesen iniciativa propia, aceleró aún más el paso.
Cuando quiso buscar de nuevo ese automóvil de alta gama, lo encontró a escasos metros de ella. Salió corriendo, pero con la astucia de quien se siente la víctima, volviendo tras sus pasos para ganar tiempo y pillar al conductor desprevenido. Solo pensaba en llegar al comedor social. Esa era su meta, su única voluntad. Si sus amigos aún seguían allí, podrían ayudarla.
Volvió a girarse para ver cuánta distancia había conseguido con tan picaresco acto, pero se encontró con unas luces incandescentes y a un hombre que se bajaba del coche y se dirigía hacia ella como si diera comienzo una maratón.
A lo lejos, vio las estridentes puertas de chapa en color azul pitufo del comedor social cerradas, por lo que la esperanza de que sus amigos estuviesen dentro se disipó de su mente y le comprimió el estómago.
Chandani respiraba con dificultad, sabía que no soportaría mucho tiempo la carrera que estaba llevando a cabo. Sintió temblar sus músculos y una presión molesta sobre las sienes por la lucha interna que mantenía su cerebro para encontrar un lugar donde ponerse a salvo.
La noche ya había llegado. No sabía en qué momento había visto cerrarse el cielo, pero parecía que se estuviera confabulando con ese individuo para ocultar sus actos delictivos. Las calles estaban huérfanas. Solo la oscuridad, el frío y el miedo eran lo que podía percibirse en el ambiente.
Buscó entre los edificios alguna luz en las ventanas, pero, siendo un polígono industrial donde la gran mayoría de edificaciones eran oficinas, tuvo que descartar la idea de encontrar refugio en el interior de alguno de ellos.
Tomó la siguiente calle a la derecha y vislumbró ante ella una zona ajardinada, era la entrada a un complejo de edificios moderno y acristalado. Antes de llegar a sus puertas, se encontró con un amplio jardín delimitado por grandes setos sin podar y árboles de gran envergadura decoraban aquella majestuosa obra arquitectónica. Saltó como pudo esa valla vegetal y se acurrucó en un minúsculo hueco que encontró dentro de unos arbustos.
Estaba asfixiada, su garganta gemía con cada inhalación con el único objetivo de saciar su ahogo. Aunque, cuando vio la silueta de ese hombre buscando minuciosamente entre los coches más próximos al jardín, tuvo que taparse la boca con las manos para que no la escuchase.
Su cuerpo temblaba descontrolado. Un estremecimiento le hizo cerrar los ojos con fuerza para intentar aplacar el torbellino de sensaciones que le estaba provocando náuseas.
«¿Por qué me sigue este hombre?», quiso saber. El miedo paralizaba sus músculos. Valiente, abrió los ojos despacio como si un sol cegador la retara a un pulso para ver quién miraba entre los setos antes.
Un hombre delgado, de edad media y con el cabello excesivamente cano para los años que debía tener, se adentró en la zona ajardinada y se puso a buscarla entre los arbustos. Estaba enfadado. La mandíbula comprimida y su gesto amenazante así lo demostraban.
Chandani analizó su indumentaria y se preguntó cómo un hombre con esa elegancia y exquisitez podía hacer el trabajo de un delincuente. Llevaba un traje de chaqueta en azul marino con una corbata en un rojo intenso que le aportaba un aire juvenil.
Estaba inquieto, angustiado…, como si no dar con ella fuese un gran problema.
Con movimientos rudos y precisos, apartaba los setos a manotazos buscando entre ellos un rincón donde hubiese podido esconderse.
Por suerte, la oscuridad la protegía, parecía que había cambiado de bando y quisiera fusionar a Chandani con las sombras que la vegetación proyectaba. Sin embargo, aquel individuo no se daba por vencido. Cada vez estaba más cerca de ella y su presencia, cada segundo que pasaba, era más palpable.
Con un solo paso, se puso a su altura y se colocó frente al matorral que le valía de refugio.
Chandani apretó con fuerza las manos contra su boca y las aletas de su nariz palmearon nerviosas para hacerse con oxígeno. Bajó la mirada al suelo y unos zapatos negros encerados con cordones aparecieron como por arte de magia.
—Por mucho que te escondas, no te servirá de nada. Más tarde o más temprano, vendrás conmigo.
El convencimiento en las palabras de ese hombre le hizo cerrar sus ojos anegados en lágrimas y comenzó a rezar en silencio. El aroma de un perfume caro la hizo temblar en su escondite mientras suplicaba al dios que correspondiera que la protegiera, que no dejase que la encontrara. El crujir de una rama la sobresaltó, por lo que no pudo evitar dar un respingo en el sitio y provocar con eso que ese hombre volviera a situarse a escasos centímetros de ella.
Chandani aguantó la respiración y volvió ceñir sus ojos, hasta que unas diminutas arrugas de miedo se plasmaron en la comisura de sus párpados.
El pánico corría por su cuerpo, paralizando su mente y desbocando sus sentidos. Escuchaba sonidos misteriosos y veía figuras espeluznantes que le aceleraban el corazón.
El intenso perfume de ese hombre se fusionaba con el de la vegetación, de tal manera, que se hacía irreconocible. Aún sentía su presencia. Aunque le sacaran los ojos de sus cuencas, sabía que seguía allí, que seguía buscándola. Alzó los brazos para cubrir con las manos sus orejas y, meciéndose lo suficientemente despacio como para que ni una sola hoja que la envolvía se moviera, esperó lo peor. El silencio enmudeció los sonidos de la naturaleza, dándole un respiro. Solo se escuchaba a sí misma, a esos pensamientos que no la llevaban a nada, pero que, veloces como la luz, estaban induciéndola a entrar en estado de pánico. «Uno, dos, tres, cuatro, cinco…», enumeró veloz para acallar a su descontrolada mente. Parecía haber perdido el juicio, pero se sentía bien, cada número que decía aplacaba al miedo. «Cuarenta y dos, cuarenta y tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco, cuarenta y seis, cuarenta y siete…», continuó turbada. «Sesenta y cinco, sesenta y seis, sesenta y siete, sesenta y ocho, sesenta y nueve, setenta…». Toda ella estaba absorta, perdida en una burbuja de números correlativos.
Su nariz aleteó de nuevo, avisándola de que esa espesa fragancia había desaparecido. En su lugar, la frescura de la hierba mojada le revelaba que todo había pasado. «Noventa y cinco, noventa y seis, noventa y siete, noventa y ocho, noventa y nueve, cien». Con ese último número, sus ojos se abrieron. Era como si se hubiese accionado la palanca que la llevaba de nuevo al camino de la cordura.
Los nervios habían vuelto, pero de forma pausada y cabal. Miró por los irregulares agujeros que formaban los matorrales y vio a su captor alejarse. Lucía frustrado, con la corbata aferrada en su mano derecha.
Con el miedo aún en el cuerpo y las mejillas anegadas de lágrimas, vio desde su escondite cómo se dirigía al coche mientras seguía buscándola entre los coches aparcados.
Abrió la puerta trasera y, antes de que pudiera cerrarla, el coche arrancó dejando el chirrido de sus ruedas como melodía.
Chandani suspiró aliviada al verse a salvo. Sin embargo, su cuerpo comenzó a temblar de nuevo. Ya no sabía si era por la intensa bajada de adrenalina que había sufrido o el gélido frío que se había levantado con la caída de la noche.
Como pudo, salió aturdida de su escondite, siendo esa sensación la que guiaría sus pasos en sentido opuesto adonde ese todoterreno se había dirigido.
—¡Cómo se te ha podido escapar, Ranjit! Estaba sola.
—Perdone, mahāna bābā3. Cuando he girado la calle, ya no estaba. Ha debido esconderse en algún edificio. Algunos de ellos tienen porteros —se justificó—, seguro que la han refugiado dentro.
—Quiero que la sigáis y cuando encontréis el momento, me la traigáis. Eso sí —avisó—, no quiero que sufra ningún daño. Si por casualidad viene con algún rasguño, tú serás el culpable y el que cargue con las consecuencias —lo amenazó.
Para Ranjit, era muy importante no decepcionar a su pitā4, aunque sería más preciso llamarlo mentor, porque la sangre que manaba por su cuerpo nada tenía que ver con la de él.
Cuando vivía en la India, y con solo diez años, sus progenitores lo vendieron por trescientas míseras rupias a un comerciante. Esos escalofriantes negocios eran muy habituales en su país natal. Las familias con muchas bocas que alimentar y pocos ingresos para subsistir vendían a sus hijos mayores a empresarios para quitarse una carga en casa. En el caso de él, con cinco hermanos más pequeños, sus padres no tuvieron otra alternativa que venderlo a un comerciante que tenía una fábrica de souvenirs.
Allí pasó dos años, aunque, en esos momentos, parecía que había sido una vida entera. Trabajaba los siete días de la semana fabricando artículos a bajo costo que luego se vendían en Europa a un precio irrisorio. Su jornal consistía en un plato de comida caliente al día y un catre donde pasar la noche dentro de la fábrica.
Esa situación, para Ranjit, se volvió insostenible, así que, cansado de malvivir de aquel modo, ideó un plan para escaparse. Era eso o quitarse la vida y, con solo doce años, esa opción no la contemplaba. Así que, una noche, sin mirar atrás, y sabiendo que a partir de aquel momento su hogar serían las calles de Calcuta, y las ratas sus compañeras, se fue de esa fábrica y no volvió jamás.
La vida en la gran ciudad de Calcuta fue difícil para Ranjit, aunque mucho mejor que en la fábrica. Para sobrevivir, no le quedó
más remedio que robarles a los turistas, mendigarles a los vecinos del barrio y compartir lo poco que tenía con sus compañeros de viaje, otros como él.
Allí, las malas compañías abundaban día sí y día también, por lo que Ranjit enseguida cayó en los malos vicios de las drogas, el alcohol y la prostitución. Su vida iba en decadencia a pasos agigantados, así que, cuando ya era más un rastrojo humano que una persona, acabó mendigando en la entrada del templo de Kalighat cuando contaba con dieciocho años.
Prácticamente, todo el dinero que conseguía con las limosnas lo gastaba en comprar opio y hachís para colocarse. Una mañana, mientras dejaba que el humo de la hierba lo transportara a un mundo donde todo parecía más sencillo y feliz, un hombre le pidió que lo acompañara. Él, perdido en su adicción, le preguntó para qué y la respuesta que obtuvo le hizo levantarse del suelo y seguirlo. «Voy a cambiar tu vida», fue lo que le dijo.
Como bien prometió, su vida cambió. Su pitā, como le gustaba llamarlo, le enseñó los tejemanejes de los negocios fraudulentos y la manera inteligente de tratar con ellos. Si consumía, la droga lo llevaría a la decadencia, pero si sabía moverla, le haría poderoso. Esa fue la primera lección que tuvo que aprender.
La deuda que había adquirido con él era inestimable. Una vida de lujos, poder y esperanzas no podría compensarlo ni en dos vidas reencarnadas. Así que su lealtad sería la moneda de cambio con la que pagaría.
—Entendido, mahāna bābā. Le prometo que se la entregaré sin ningún daño.
Montado en el coche de sustitución que le había facilitado la compañía de seguros, Rodrigo se dirigió a casa de su padre para cumplir con la promesa que le hizo a su hermana de ir a cenar con ellos, aunque, antes, se había aliviado con Arantxa en los aseos del garaje. Era una misión imprescindible si no quería que le estallasen las joyas de la corona.
Salió del aparcamiento del edificio de la UDEV y se incorporó al tráfico con prudencia. No estaba dispuesto a que le ocurriera lo mismo dos veces.
Se detuvo en un semáforo en rojo, bajó el parasol y, con destreza, se anudó el pelo en un moño desordenado. A su padre no le gustaba que llevase el cabello largo, decía que el pelo así estaba hecho para las mujeres, que los hombres parecían maricas; apelativo que odiaba escuchar, por lo que, siempre que iba a verlo, se lo recogía para evitar rifirrafes incómodos entre ellos. Aunque en ese momento en que la tristeza ocupaba por completo su vida, dudaba que prestara atención a aquel detalle.
Le vino a la mente su madre; era diferente. Dudaba que alguna vez volviera a existir alguien como ella. Adoraba su pelo largo y no podía resistirse a acariciarlo cuando estaban juntos o intuía que algo le preocupaba. Era la manera que tenía de calmar a sus hijos, como traspasándoles su energía tranquilizadora. Y, aunque Rodrigo no era de esas personas que creían en la curación con la energía, en manos de su madre, parecía que sí funcionaba.
Otra de las cosas que echaba en falta de ella eran sus sabios consejos o, como decía él, su manera de ver la vida y vivirla. Para ella, la vida era como era, no había que cuestionarla, solo había que abrazarla y amarla como se ama a un hijo. Decía que esas situaciones que conseguían irritarnos siempre tenían un inicio y un fin y, por lo tanto, lo único que podíamos hacer era aprender de esas etapas para ir creciendo como personas. Que los problemas, al igual que las alegrías, de la noche a la mañana se van. Lo que se apodera de tu sueño y no te deja pegar ojo, al día siguiente, puede lograr que duermas como un recién nacido. Ese es el regalo de la vida, la improvisación, la sorpresa, la capacidad de cambio.
Así era su madre, una mujer sencilla, sabia y tan bondadosa que prestaba su ayuda a cualquier persona a cambio de nada.
Con ojos vidriosos, miró al semáforo y vio que estaba en ámbar. Sin darse cuenta, había vuelto a ponerse en rojo. Enjugó con sus manos la melancolía que rebosaba de sus ojos y sorbió por la nariz la tristeza.
Esperando a que volviera a abrirse el semáforo de nuevo, una mujer menuda atravesó la carretera a la carrera como si fuera un espectro de otra dimensión. Intentaba ocultarse bajo una bufanda del color del cielo, y miraba hacia atrás como si alguien la persiguiera. En sus movimientos, se leía el pánico, era evidente que algo malo le ocurría.
Aceleró despacio y la rebasó, intuyendo que necesitaría ayuda. Sin embargo, su corazón se aceleró cuando reconoció ese perfil que lo cautivó días atrás.
—Chandani —la nombró en la soledad de su coche.
Rodrigo, consciente de que podría complicar más las cosas si la abordaba como un vulgar ladrón, decidió detener el vehículo uno metros antes que ella, así podría frenar esa desasosegada carrera.
—Chandani, soy Rodrigo, ¿te encuentras bien? —le preguntó antes de que llegara a su altura.
La joven estaba confundida, solo sabía que debía correr, llegar a casa y estar a salvo junto a su amigo Toni. La noche se advertía peligrosa y el que no hubiera nadie en las calles la convertía en un lugar escalofriante donde estar. Sin embargo, ese nombre que acaba de escuchar no sabía si se lo estaba gritando su descontrolada conciencia, que deseaba burlarse de ella, o era la necesidad de encontrar refugio en unos brazos que seguro la protegerían.
Chandani aminoró la carrera, necesitaba dar un respiro a sus sofocados pulmones y un momento a su desordenado cerebro. No podía ser, Rodrigo no podía estar allí.
—Chandani, soy Rodrigo…, el inspector Torres —detalló.
Temblorosa, se aferró a la mullida bufanda, cerró los ojos y comenzó a llorar como no recordaba haberlo hecho nunca. Era Rodrigo. Quien tenía enfrente era un policía. Por fin, todo había acabado.
—¡Rodrigo! —lo llamó acongojada, sintiéndose rescatada del infierno. Desesperada, se arrojó a sus brazos.
—¿Qué ha pasado? ¡Cuéntame qué ha ocurrido! —No fue capaz de contestarle. Un llanto desgarrador fue lo único que consiguió expresar—. ¡Tranquila! —susurró abrazándola con fuerza. Era lo único que podía hacer para detener los temblores que ese menudo cuerpo sufría.
Rodrigo estaba cómodo. Le agradaba tenerla rodeada entre sus brazos. Esa protección le hacía sentir poderoso, único para ella. Absorbió el aroma de su cabello, que tenía un olor dulzón con una intensidad floral que hizo vibrar sus fosas nasales, un perfume enloquecedor que lo empujó a acariciar sus sedosos mechones de tacto suave y resbaladizo.
Notaba en su pecho el calor que desprendía. El llanto calaba su camisa, pero lo que más le preocupaba era no poder detener ese temblor en su cuerpo. Tenerla entre sus brazos en ese estado le dejó un sabor agridulce, la satisfacción no sería plena hasta que no supiera qué le había sucedido.
—Chandani, mírame, por favor —le insistió separándola de él.
Poco a poco, contuvo el llanto, posó la mano sobre su pecho e intentó serenarse. Respiró conscientemente mientras las yemas de sus dedos hormigueaban al sentir el calor de aquel fibroso pecho. Casi podía percibir su vello tras la escurridiza camisa negra.
Buscó sus ojos para confirmar que a quien estaba abrazada era a Rodrigo y su mundo volvió a zarandearse al encontrarse con esos ojos azules que la miraban discrepantes. Sintió la intensidad y la fuerza de ese hombre en la mirada. Hablaba de turbación, de vehemencia y sensualidad, de un deseo reprimido que hizo palpitar su corazón.
Su cuerpo volvió a temblar, pero, esta vez, por el efecto que estaba causando Rodrigo en ella. «¿Qué me pasa?», se preguntó. Él volvió a protegerla entre sus brazos.
Chandani comenzó a llorar de nuevo, sin explicarse el motivo. Ya no estaba asustada ni temía que ese hombre volviera, pero, aun así, no podía controlar el llanto.
Respiró con fuerza para intentar serenarse y el olor que degustó en el inspector le hizo cerrar los ojos de nuevo. La mezcla de esa colonia con la emanación natural de su cuerpo le resultó exquisita, por lo que lo abrazó con fuerza, haciéndole saber que no se separaría de él.
Rodrigo perfiló una sonrisa en su boca. Después de todo, era ella la que lo estaba abrazando como si quisiera evitar que alguien pudiera robarle algo que consideraba suyo.
—Ven, vamos al coche.
Ella asintió, aunque se resistió a separarse de él por completo. Ese gesto lo cautivó, por lo que le echó el brazo por el hombro y la guio hasta la puerta del copiloto de su coche.
Rodrigo la abrió, buscó sus ojos y la invitó a que se montara. Le puso el cinturón de seguridad y rodeó el coche para ocupar su lugar.
—¿Qué ha pasado? —quiso saber.
Chandani no contestó ni tampoco lo miró, estaba absorta en sus pensamientos y con la mirada fija en sus manos, que descansaban en el regazo. Su mente se encontraba a años luz de allí. No entendía qué había sucedido allí fuera, por qué su cuerpo había reaccionado de ese modo al entrar en contacto con él. Su mirada, su presencia, su olor…, todo le pareció apetecible. Jamás había sentido nada parecido por un hombre. De ninguno fue capaz de disfrutar. Sin embargo, con él, parecía que las puertas del deseo se habían abierto un diminuto instante.
Era la primera vez que se fijaba en él. Su amigo se había encargado de repetirle una y mil veces lo buenorro que estaba ese hombre, pero ella no quiso mirarlo de esa forma. Sin embargo, estando a escasos centímetros de su boca, tenía que reconocer que Toni estaba en lo cierto.
Le vino a la mente sus ojos y ese olor picante, pero a su vez cálido, que deseaba volver a sentir sobre ella. Esos brazos fuertes y definidos que la habían hecho temblar solo con un abrazo.
Cerró los ojos, agotada de pensar, y soltó un suspiro al recordar lo que le había hecho sentir.
—Chandani, ¿estás bien? —volvió a preguntar Rodrigo preocupado.
Ella alzó los párpados lentamente y giro la cabeza, sin levantarla del reposacabezas, para volver a ver a aquel hombre que le había robado el aliento.
Sus miedos se habían esfumado, dejándole el cuerpo cansado, pero en estado de alerta por la presencia de ese hombre que, sin dudas, avivaba sus instintos más primitivos.
Sus ojos la miraban traspasando sus barreras y aportaban una intensidad que le imponía, pero ni un ápice de temor. Estaba muerta de curiosidad de saber por qué le había calado tan hondo que se podía decir que la dominaba lujuriosamente.
«¿Por qué esos ojos me hacen sentir así? ¿Qué tiene que me acelera el corazón y me hace sentir mujer?», se preguntó confundida, sin poder dejar de escrutar su rostro en busca de respuestas.
Bajó la mirada a su mandíbula y una sequedad en su boca la obligó a tragar saliva para que sus papilas gustativas volvieran a restablecer la humedad en la lengua. Su mentón era cuadrado, fuerte, robusto… y con una incipiente barba negruzca que le aportaba un aire de chico malo que estaba descontrolándole las hormonas. Esa sensación le hizo desviar la atención a su boca. Labios gruesos y proporcionados, tan perfilados en el arco de cupido que se detuvo sobre ellos más tiempo de la cuenta.
Imaginó su tacto, su sabor, su deseo… y el vello se le erizó de pies a cabeza. «¿Eres tú?», se preguntó movida por una lujuria tan imparable que desordenó su lado sensato.
Descarada, siguió con su exhaustivo análisis. Dos mechones de cabello acariciaban su rostro y ella, celosa, los colocó tras su oreja. El contacto la hizo arder, desear que la tocara, que la comiera a besos.
Rodrigo respondió a su gesto con una sonrisa en los ojos. «¿Qué está pasando?». Le había analizado la cara como si fuera un escáner en busca de anomalías y esa delicadeza con que le recolocó el pelo le provocó deseos de besarla.
—¿Qué ha ocurrido, Chandani? —repitió para dejar de pensar en lo que le gustaría hacer. Sin embargo, sonó como si estuviera preguntando por lo que estaba sucediendo entre los dos. Ella no contestó—. Háblame. —Suplicó con la mirada.
—Estoy bien —contestó azorada, dejando de mirarlo y volviendo a centrar la atención en sus manos—. Pero sácame de aquí, por favor.
Rodrigo arrancó el coche y dejó las preguntas para más tarde, ya tendría tiempo de averiguar lo ocurrido. Lo único que podía hacer, por el momento, era llevarla a su casa e intentar que todo volviera a la normalidad.
El trayecto fue en silencio, aunque plagado de miradas furtivas que Rodrigo no pudo reprimir. Chandani seguía ausente, absorta en la imagen de las calles que pasaban de manera fugaz por la ventana. No obstante, su rostro estaba relajado, con esa tonalidad tostada que le hacía saber al inspector que estaba volviendo a ser la misma de siempre.
Rodrigo aparcó el coche en su plaza de garaje y, raudo, rodeó el vehículo para ayudarla a bajar. Aferrado a ella, se dirigieron al ascensor. No pudo evitar estrecharla entre sus brazos al notarla tan desvalida y ausente, y en esa postura se mantuvieron hasta que llegaron al tercer piso, donde estaba su hogar.
Una sensación reconfortante volvió a recorrer el cuerpo de Chandani, así que lo abrazó con necesidad y volvió a perderse entre esos brazos y su aroma.
Rodrigo se sentía cómodo ceñido a ella, protegiéndola, pero ¿por qué? ¿Qué tenía aquella muchacha para provocar eso en él? Las puertas del ascensor se abrieron y la cogió de la mano, sintiendo en su pecho un molesto abandono.
La casa de Rodrigo estaba impoluta, el orden que mostraba el salón revelaba que era meticuloso y ordenado. Pero lo que la impresionó fue el tamaño de la televisión plana colgada en la pared, demasiado grande para las dimensiones de la sala. El cheslón, de tres plazas en color café a juego con el mobiliario, hacía la estancia elegante y señorial.
Rodrigo tiró la chaqueta en el sofá y le ofreció asiento.
—Aquí estás segura. Cuéntame qué ha pasado, Chandani.
—Creo que han intentado secuestrarme —le reveló al fin.
El inspector se quedó descolocado y sorprendido de igual modo. Jamás imaginó que eso fuera lo que había ocasionado que estuviera corriendo despavorida por las calles de Madrid a esa hora de la noche.
—¿Dónde ha sido? —preguntó de inmediato.
—A la salida de la asociación donde soy voluntaria —contestó revolviéndose nerviosa al recordar lo sucedido.
—Quiero que me cuentes todo lo que ha pasado, cualquier detalle puede ser importante.
—Un todoterreno negro me seguía mientras hablaba con mi madre. Empecé a correr y me escondí en un jardín, entre los setos —especificó sin poder controlar la angustia que empezaba a dominarla—. Un hombre me estaba buscando, pero no me encontró —añadió como si fuera una niña orgullosa de haber ganado una partida al escondite. Sin embargo, las lágrimas comenzaron a empañar sus ojos aguamarina.
—¿Cómo era? —Quiso saber—. ¿Era alto, bajo, moreno, delgado…? —preguntó siguiendo sus impulsos.
—No lo sé…, era de noche y… —Las lágrimas volvieron a acariciar sus mejillas—. Era un hombre de mediana edad…, pero de cabello canoso. —Fue lo único que pudo mencionar antes de romper en llanto.
Rodrigo maldijo en silencio, aunque, al ver el estado en que se encontraba la joven, se avergonzó por su falta de sutileza. «Serás estúpido».
—Tranquila, pequeña. No pasa nada…, todo está bien. Ya no puede hacerte daño, aquí estás a salvo. —La consoló estrechándola con cariño en su pecho—. Esta noche, vas a quedarte en mi casa, ¿entendido? Mañana, iremos juntos a comisaría y denunciaremos lo que ha ocurrido. Seguro que cuando descanses, serás capaz de recordar más detalles.
—No puedo, Rodrigo, mañana tengo que trabajar. Además, no creo que sea buena idea que me quede en tu casa. —Se incorporó para liberarse de sus brazos.
Ella y él solos en una casa no podían estar. De ahí, nada bueno saldría.
—Nada de eso, tú te quedas aquí —sentenció—. Con lo que acabas de contarme, no me quedaría tranquilo si te fueras a tu casa. Si, como dices, han intentado secuestrarte, es posible que sepan dónde vives y podrían estar esperándote allí. Estás más segura aquí.
Chandani no se había planteado esa posibilidad. Escucharla en boca de Rodrigo le hizo entrar en pánico, aunque fue capaz de serenarse. Con él, estaba a salvo. No había razón para preocuparse.
—Está bien, pero tengo que llamar a Toni. Él está en casa…, pueden hacerle algo.
—Entonces llámalo y dile que pase la noche fuera, así correrá menos riesgos. Yo, mientras, voy a la cocina a preparar algo para que te relajes.
Chandani llamó a Toni y de manera escueta le contó lo sucedido. No entró en detalles, simplemente, le dijo que tenía que pasar la noche fuera porque no era seguro estar en casa. Se quedó tranquila al saber que su amigo estaba con unos compañeros del gimnasio y pasar la noche con ellos no suponía mayor problema.
Rodrigo, en la cocina, estaba empezando a perder los nervios porque no daba con la maldita infusión que quería preparar. Sabía que andaba cerca, pero, al no ser hombre que le gustasen esos brebajes naturales, no recordaba dónde los guardaba. Aunque, para ser sinceros, esa no era la verdadera causa que lo tenía intranquilo. Todo lo que le había sucedido a Chandani le olía mal, ese era el verdadero motivo por el que tenía el ánimo encrespado. Abrió el pequeño armario que había encima de la campana extractora y allí ubicó la caja de las infusiones.
—¿Puedo? —susurró ella asomando la cabeza por la puerta de la cocina.
—Por supuesto, siéntete como en tu casa —sugirió, llenando la taza de agua y llevándola al microondas.
—Prefiero estar acompañada, no dejo de darle vueltas a lo que me ha pasado. Creo que voy a volverme loca…, estoy confundida, ¿sabes?
—Después de un episodio como el que acabas de sufrir, es normal que te sientas así. —Volvió a sonreír, obligando a que Chandani tuviera que tachar esos ojos de irresistibles.
—Gracias, Rodrigo. No sé cómo habría terminado todo si no hubieses aparecido.
Él no contestó, simplemente, atendió al pitido del microondas y le tendió la taza con la infusión. Al cogerla, acarició los dedos del inspector involuntariamente, un impulso que les sirvió para que sus miradas se encontrasen.
El tiempo se detuvo como si el habitáculo en el que se encontraban hubiera pasado a estar en otra dimensión cargada de magnetismo. Cada centímetro de piel reaccionaba al otro y no hacía falta decir nada para que ambos supieran que había una fuerte atracción.
El cuerpo de Chandani dinamitó por dentro, provocando que un calor abrasador ruborizara sus mejillas, y se quedó desarmada ante él. Sus piernas, como si hubiese aumentado tres mil veces su peso, se estremecieron y la desafiaron a caer de bruces allí mismo. Dio un paso hacia atrás para alejarse de esa sensual y desbordante energía, pero sus rodillas cedieron sin que pudiese evitarlo.
Rodrigo, igual de impactado que ella, reaccionó a tiempo y la detuvo antes de que tocara el suelo. La cogió en brazos sin que le resultara un esfuerzo, aunque una intensa sacudida lo alcanzó de lleno, como si hubiese sido golpeado por la atracción de un fuerte imán que lo acercaba hacia ella. Además, la respiración acelerada sobre su cuello lo estaba volviendo loco. Estaba aturdido, no sabía qué estaba pasando entre ambos, pero esa era la segunda vez que advertía aquel magnetismo que enloquecía sus instintos.
Su entrepierna había crecido considerablemente y sentirla tan liviana y frágil entre sus brazos acrecentaba aún más esa sensación. Rodrigo aguantó la respiración para controlar sus deseos, pero ella acarició su piel con la delicada brisa de su respiración. El hombre tomó una fuerte bocanada de aire para aplacar las ganas que sentía de llevarla a la cama y hacerle el amor hasta que le suplicase que se detuviera.
Quería verla tocar el séptimo cielo entre sus brazos, erizar su piel hasta que le doliera, escuchar sus gemidos convirtiéndose en la melodía más exquisita y estimulante que los acompañara mientras la embestía como un animal. La deseaba para él en ese mismo instante, en ese lugar… Un escozor recorrió las palmas de sus manos al no poder dar rienda suelta a sus impulsos. Necesitaba tocarla, sentir la calidez de su piel. «¡Joder, Rodrigo, para! No es el momento ni el lugar», se obligó a reaccionar ocultando su frustración al comprimir la mandíbula.
Sin querer ahuyentar a las musas que los tenían embrujados, la llevó en brazos al salón y la tumbó en el sofá. No quería romper el encantamiento que se había gestado entre ellos, aunque el calentón de su entrepierna bramó aumentando un par de centímetros. Si no se refrescaba en el baño, nada podría evitar que le hiciera el amor esa noche.
—No me sueltes, quédate conmigo, Rodrigo —suplicó Chandani, apresando la camisa entre sus manos.
«Me lo pones difícil, pequeña», pensó volviendo a tomar aire para infligir resignación a su enloquecido miembro. El inspector asintió, tomó asiento con ella en su regazo y le quitó la taza de entre las manos para que estuviese más cómoda.
«Pero ¡por qué le había pedido eso! ¿Es que se había vuelto loca?», se recriminó confundida, pero siendo incapaz de separarse de su lado. Parecía que ese irrefrenable apetito no se saciaba solo con tenerlo cerca. Su cuerpo le pedía más, pero ella no estaba dispuesta a volver a caer en malos hábitos. El tiempo de acostarse con todo hombre que se cruzaba en su camino se acabó hace años. Aun así, no pudo evitar erizarse entera teniéndolo cerca.
—Gracias —susurró contemplando el precioso cuello que le servía de refugio y que la animaba a caer en las redes de la locura.
Rodrigo buscó sus ojos.
—No tienes que darme las gracias, yo jamás permitiré que te hagan daño —añadió con voz entrecortada. Buscó sus labios reprimiendo el impulso. Deseaba devorar aquella boca en ese instante.
Hipnotizada, buscó sus labios de igual modo. No podía resistirse, no podía luchar contra algo que era más grande que ella, que se movía a una velocidad apabullante y que, en cada acercamiento, se le hacía más irresistible. Así que, dejándose llevar como tantas veces había hecho, se tiró de cabeza a devorarlos. Suaves y jugosos, le proporcionaron una sensación indescriptible, regalándole besos placenteros e insaciables.
La lengua de Rodrigo pidió permiso con elegancia y Chandani la aceptó con deseo, invadiendo su interior y enroscándose en ella.
Las respiraciones agitadas tomaron las riendas, y los gemidos que traspasaban sus gargantas, rogaban que se dejaran llevar por el deseo y el placer que los dos estaban sintiendo.
Lo que estaba haciendo era una locura, pero bendita locura que la estaba llevando a un nuevo mundo de sensaciones.
Rodrigo se sintió explotar. Estaba en un punto donde poco debía hacer para dejarse ir. Estaba sobrexcitado, demasiado eufórico por un simple beso. Sin embargo, lo prohibido, a veces, se convierte en lo más estimulante y haber deseado a esa mujer le estaba pasando factura.
Los gemidos en Chandani le pedían más, le suplicaban que se alimentara de cada recoveco de su cuerpo, que saciara ese palpitar que, con sus movimientos, le pedía más acción.
—Para, Dani…, nena, para… —pidió con una entereza que no supo de dónde había conseguido sacar mientras intentaba saciar el ansia que lo dominaba.
Chandani no escuchaba, estaba perdida en ese camino del placer donde los sentidos enloquecen por el sabor de los besos y por la fragancia que desprenden los cuerpos al estar excitados. Se había vuelto egoísta y exigente, no podía detenerse, quería seguir descubriendo qué se sentía cuando el placer atravesaba como un rayo el cuerpo y nublaba los sentidos. Era la primera vez que se sentía así, que experimentaba una cosa igual, y no estaba dispuesta a perder la oportunidad de descubrir cómo terminaba todo.
—Así no, pequeña —murmuró Rodrigo en su boca, dejando de acompañar el baile de sus labios.
Esas palabras la paralizaron de inmediato, dejándola confundida y perturbada en los brazos de quien la estaba rechazando.
—Perdona, Rodrigo…, me he dejado llevar por el momento —se justificó azorada.
La vergüenza le provocó deseos de escapar de allí.
—No… ¡No te muevas! —La atrajo hacia sí para que no se levantara—. No hay nada que perdonar, Dani. Sería un estúpido si no quisiera hacer el amor contigo. Eres como un manjar irresistible. —Sonrió contemplando esos labios que estaban enrojecidos por los besos—. Pero creo que no es el mejor momento. Has sufrido un intento de secuestro, estás confundida…, tú misma acabas de decírmelo. Encantado, te haría el amor aquí mismo, pero necesito que estés segura de que quieres acostarte conmigo. No quiero que hagas algo de lo que mañana puedas arrepentirte. ¿Me entiendes?
Chandani asintió con un tímido gesto de cabeza, aunque no tenía muy claro a qué estaba dando su aceptación. Deseando que la tierra la tragase, solo podía sentir vergüenza, rechazo y el bochorno más colosal.
—No quiero que pienses que te estoy rechazando, pequeña. Todo lo contrario, quiero hacer las cosas bien por una vez. Hace demasiado tiempo que no presto atención a estos detalles…, quiero que contigo sea diferente. —Le acarició la mejilla para fortalecer el poder de su palabra.
Chandani no sabía muy bien qué decir o qué hacer. «¿Qué se dice cuando te alejan en un momento como este?», pensó apabullada.
Rodrigo, impaciente por la falta de respuestas, no hacía más que elucubrar qué se estaba fraguando en la mente de su acompañante. Aquel silencio incómodo le empezó a preocupar. «¿Qué está pasando en esa complicada cabeza?».
—Dani, dime algo…, por favor. —Acarició su barbilla elevándola para que sus miradas volvieran a encontrarse—. Dime qué piensas.
Volvió a quedarse prendado de esos ojos verdes, aunque mucho más comedido que cuando la lujuria les nubló el juicio. La incertidumbre de haber hecho lo correcto o, por el contrario, haber metido la pata hasta el fondo, lo llevó a buscar su boca, besándola con delicadeza. Tras esos besos, había sinceras intenciones, nada de un polvo como los que echaba con Arantxa. Chandani era diferente.
—No quiero que te avergüences de nada si es lo que esa cabecita te está repitiendo —le susurró entre sus labios—. Eres preciosa… Por favor, Dani, dime que me entiendes y no sientes que te estoy rechazando.
Ella, al sentir sus labios, volvió en sí y acalló a sus fantasmas.
—Te entiendo, Rodrigo, sé que no me rechazas —contestó como una autómata para calmarlo más que por propia convicción.
—Me gustas mucho, Dani. —Rozó sus labios tan despacio y delicadamente que parecía que estuviese haciéndolo con una sedosa pluma.
Chandani no encontraba las palabras precisas para justificar sus actos ante él, para disculparse por haberlo abordado de ese modo, aunque ella tenía claro que su comportamiento fue debido al desorden que estaban experimentando sus terminaciones nerviosas. Se lanzaba a explorar lo que estaba sintiendo o podía ser que perdiera la oportunidad de vivirlo de nuevo. Sin embargo, aquello no podía decírselo a Rodrigo. Ese era su secreto, uno tan humillante que moriría con ella el día que abandonara ese mundo.
La culpa la golpeó como cuando recibes un bofetón inesperado porque, al no confesarle la verdadera razón por la que había actuado de aquel modo, le daba a entender que era una mujer fogosa, sexualmente activa y experimentada, muy lejos de la realidad. Sus problemas psicológicos, sus miedos, su insatisfacción al estar con los hombres, todo eso era su realidad, su verdad.
Uno de sus trastornos floreció como las secuelas que la llevaban a sentirse culpable. Se sentía mezquina y vil, una maldita mentirosa y demente que lo engañaba sin escrúpulos y que, a su vez, no entendía por qué debía darle explicaciones si jamás se las dio a ningún otro hombre. Eran sus problemas, sus traumas, su vida… Sin embargo, con él era diferente, le debía mucho porque, desde el primer día que lo conoció, se había portado con ella como un caballero. A Rodrigo no podía situarlo en esa misma lista de hombres porque era el único que le había removido algo por dentro y, sencillamente por eso, debía situarlo donde correspondía. No merecía menos. Con él, debía sincerarse, aunque se guardara para ella ciertos detalles que no tenía por qué conocer. Lo que había entre ellos no tenía futuro, y nadie mejor que ella lo sabía. Estaba rota, lastimada por dentro, aunque no se viera. Porque, por mucho que su cuerpo hubiera reaccionado a sus besos, no quería decir que, cuando no hubiera vuelta atrás, no le diera asco sentir sus manos sobre la piel.
—Rodrigo, creo que… —comenzó a decir Chandani, aunque una llamada en el teléfono del inspector la interrumpió.
—Tengo que contestar. —Tras un fugaz beso a modo de disculpa, ella se levantó aturdida de entre sus brazos.
Rodrigo le regaló una sonrisa de sus ojos y un guiño antes de contestar.
—Inspector jefe Torres, dígame.
—¡Tú no tienes vergüenza! —estalló su hermana tras la línea sin tiempo a que dijera nada—. Estamos papá y yo esperándote como si fueras el mismísimo rey y lo que eres es un auténtico egoísta que piensa que todo el mundo tiene que besar el suelo que pisas. ¿Qué te habría costado hacerme una simple llamada? Te habría tapado ante papá…, pero, claro, tú no ves la desilusión en sus ojos porque su hijo prefiere estar en cualquier otro lugar antes que pasar un rato a su lado.
Se escabulló hasta la cocina, enfadado con su hermana, para poder hablar sin ser observado.
—Lucía, si me dejaras explicarme.
—Tus excusas ya las conocemos, Rodrigo. Siempre son las mismas… Pero, vamos, déjame averiguar. —Un sonido de sus cuerdas vocales se alargó como si estuviera pensando—. Trabajo, ha sido eso, ¿verdad? ¿A que no me equivoco? —dijo con saña.
Rodrigo no negó las palabras de su hermana.
—No sé qué decir, Lucía, sé que llevas razón…, pero mi trabajo es complicado y surgen imprevistos que no puedo desatender.
—Claro…, pero a nosotros sí puedes desatendernos porque sabes que siempre estaremos cuando nos necesites. Pues ¡¿sabes lo que te digo?! —añadió indignada por las palabras de su hermano—. Que lo mismo estás equivocado y no nos tienes cuando nos necesites.
—No digas eso, sabes que siempre me acuerdo de vosotros.
—Pues con tus acciones das a entender otra cosa, Rodrigo.
Cuando su hermana se enfadaba, era de armas tomar. No sabía a quién había salido la pequeña de la familia.
—Lucía, te prometo que mañana voy a cenar con vosotros. —Un silencio incómodo se formó tras la línea telefónica—. Lucía, ¿estás ahí? —preguntó sabiendo que no había colgado. Era una acción muy típica en su hermana cuando se enfadaba. Necesitaba unos segundos para pensar.
—Claro que estoy aquí, tonto.
—Hoy se me ha complicado el trabajo justo cuando salía hacia casa, pero mañana, sin falta, voy.
—Está bien, está bien… —repitió resignada—. Pero, por favor, ven a ver a papá. Esta semana lo veo muy desanimado.
—De acuerdo, tengo que dejarte.
—Sabes que te quiero, ¿verdad? Aunque a veces no te lo merezcas y me den ganas de darte una paliza —frivolizó.
—Yo también te quiero, empalagosa —bromeó Rodrigo ocultando con esa expresión lo importante que era para él su familia—. Mañana nos vemos, Lucía.
Chandani se recostó en el sillón sin que desapareciera esa confusión en su cabeza. Había sido un día agotador que, por fin, tocaba a su fin y, estando sola, se había dado cuenta de lo necesitada que estaba de un descanso físico y mental. «Demasiadas emociones juntas», se dijo cerrando los ojos y disfrutando del silencio de la casa.
—Yo también te quiero… —Escuchó decir a Rodrigo.
Abrió los ojos impactada, afinó el oído y se mantuvo tan inmóvil como una muñeca de trapo.
—Mañana nos vemos, Lucía. —Volvió a escucharlo decir.
«¡Lucía! ¿Quién era esa mujer? ¿Su novia, tal vez?», quiso saber. Aunque, al contemplar esa posibilidad, sintió cómo las mariposas que revoloteaban en su estómago fueron cayendo fulminadas por esa probabilidad.
Escuchó unos pasos que se dirigían al salón y Chandani, aguantando esa sacudida de celos, cerró los ojos con rapidez y fingió haber caído plácidamente dormida en ese lapso en el que había atendido la llamada. Lo de ser sincera con él ya no le parecía tan buena idea.
Lo que menos esperaba Rodrigo cuando entró al salón era encontrar a Chandani dormida y aún más hermosa que cuando la había tenido entre sus brazos. Su rostro estaba relajado y tranquilo, aunque una pequeña arruga entre sus cejas dejaba ver la cantidad de emociones que había sufrido durante el día. Aun así, sus rasgos orientales lucían en todo su esplendor, siendo la feminidad el punto más exótico que resaltaba sus facciones.
La contempló en silencio. Era una ninfa, una diosa hindú que, sin esfuerzo, conseguiría de él todo lo que quisiera si le dejaran ver cada noche esa bella imagen a su lado.
Se arrodilló a su altura y, movido y sometido por el hechizo de su belleza, besó su frente, dejando una pregunta al aire que se le escapó al entrar en contacto con su piel.
—¿Qué tienes que me gustas tanto?
El corazón de Chandani, como si quisiera responder a esas palabras que no tendría que haber escuchado, comenzó a palpitar tan rápido como los pistones de un coche de carreras. Para no ser descubierta, se giró, camuflando la desazón que había despertado Rodrigo con aquella simple pregunta.
A las cinco de la mañana, Chandani se despertó desorientada, aunque, al ojear el cuarto donde se encontraba, entendió que tuvo que quedarse dormida cuando el calor de la manta con que la cubrió Rodrigo llegó a sus músculos.
Clavó pensativa los ojos en el techo y comenzó a rememorar todo lo que le había ocurrido desde que salió del comedor social. Su cuerpo se estremeció de miedo, pero cuando siguió recordando cada detalle, vibró de emoción. Volvió a la realidad de un batacazo al venirle a la mente el nombre de esa mujer. No debía estar ahí. Su lugar no era aquel salón ni aquella casa, ni siquiera esos brazos en los que buscó refugio. Rodrigo merecía a alguien mejor que ella. Ella no tenía futuro…
Una lágrima se escapó de sus ojos al escuchar su verdad, el motor que dirigía su vida desde que se marchó de Calcuta. Secó sus lágrimas de un manotazo y, sin hacer ruido, se calzó sus botas y abandonó la casa de Rodrigo sigilosamente.