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ОглавлениеLIDIAR CON EL CAMBIO
Él cambió de trabajo para dedicarse a lo que siempre había deseado. Sin embargo, algo en su interior se rebela. No se siente del todo cómodo. Extraña a sus viejos compañeros, así como la simplicidad de la tarea que antes realizaba. Se pregunta si se habrá equivocado en su elección.
JOAQUÍN
Heráclito lo expresó en una imagen inmejorable hace cientos de años: «Nadie se baña dos veces en el mismo río». Y es que el agua y el tiempo fluyen inexorablemente, y cuando alguien regresa al río, sus aguas ya no son las mismas, ni ese alguien es aquel que alguna vez fue. El mundo está en constante cambio y también lo estamos cada uno de nosotros. Ese es un hecho inevitable e innegable: basta mirar a tu alrededor (o hacia ti mismo) para comprobarlo.
Hace algún tiempo se me ocurrió que existían dos formas en las que el cambio puede presentarse en nuestra vida o en nuestro entorno. A la primera la llamé «cambio en pendiente», y a la segunda, «cambio en escalón». El cambio en pendiente está conformado por aquellas pequeñas transformaciones que ocurren día a día y que en la cotidianidad nos resultan imperceptibles. El desgaste de las cosas, el crecimiento de los niños, el envejecimiento son ejemplos típicos de cambios en pendiente, pero creo que hay otros fenómenos sutiles, como el paso del enamoramiento al amor, que también siguen este patrón. Estos cambios son graduales e ininterrumpidos, por lo que solo nos percatamos de ellos cuando algo —una fotografía, un recuerdo, una larga ausencia— nos confronta con el pasado.
El cambio en escalón, por otra parte, es aquel caracterizado por modificaciones más evidentes y de las cuales tenemos plena conciencia. A veces ocurren de manera programada y podemos preverlas, mientras que en otras ocasiones nos sorprenden, o aun nos golpean. Una mudanza, un nuevo trabajo, un nacimiento o una muerte son acontecimientos que representan un cambio en escalón. En la relación de pareja, una transición de este tipo podría darse al contraer matrimonio, pero también a raíz de otros acuerdos explícitos («no veamos a otras personas», «dediquémonos más tiempo a nosotros»). El cambio en escalón sucede en un tiempo relativamente corto, por lo que nos es fácil reconocer con claridad un antes y un después.
Estos dos tipos de cambios propician vivencias muy diferentes en cada persona; asimismo, los modos en que los afrontamos pueden diferir. Sin embargo, estos comparten las características básicas que distinguen a un proceso de cambio y generan algunas de las mismas dificultades.
Ya sea deslizándose sobre una suave pendiente o saltando de escalón en escalón, nuestra vida —y más aún si es una vida sana— nunca se detiene; está siempre en movimiento. Como ya dije y seguramente tú mismo lo habrás comprobado, el cambio es ineludible. No obstante, en muchas ocasiones las personas nos encontramos intentando a toda costa evitar el cambio. Hacemos todo lo que está a nuestro alcance para que las cosas permanezcan igual, para que nada se modifique. Intentamos retrasar el cambio, postergarlo o disminuirlo, borrarlo o deshacerlo. Cuando todo esto no funciona, solemos utilizar otra estrategia: negarlo... «aquí no ha pasado nada». Y todavía queda un último y rebuscado recurso: trastocar las cosas o situaciones para que nada cambie, esto es hacer las modificaciones necesarias para que la balanza siga estando siempre en el mismo lugar. Lo llamativo del caso es que estas actitudes pueden surgir incluso frente a cambios que la misma persona deseó o buscó activamente.
Por lo tanto, cabe preguntarnos por qué el cambio nos genera tanta resistencia. ¿Qué es lo que nos echa hacia atrás? La respuesta, creo, es sencilla: nos resulta difícil aceptar el cambio porque todo cambio implica una pérdida. Cuando algo se transforma, deja de ser de determinada manera y comienza a ser de otra; lo que era, deja de ser... vale decir: no existe más. Supongamos, por ejemplo, que tienes una vasija blanca que te agrada mucho y decides pintarla de azul. Cuando lo hagas, perderás la vasija blanca. Alguien podría decir: «Bueno, pero en realidad la vasija azul es la vasija blanca». A lo que, si quisiéramos ayudarlo, habría que responderle: «No. La vasija azul es la vasija azul. La vasija blanca ya no existe». Y podríamos agregar: «Lo siento, en verdad», porque, claro, las pérdidas duelen. Podemos comprender, pues, que nuestra resistencia a los cambios es una resistencia a confrontar el dolor de perder aquello que antes fue.
Pero entonces, me dirás: «¿No hay cambios positivos?, ¿no hay cambios que impliquen una ganancia?». ¡Por supuesto que sí! Pero incluso aquellos cambios que resultan beneficiosos conllevan una situación de pérdida. Es posible que la ganancia sea mayor que la pérdida pero no por ello se dejará de sentir pesar. El dolor no se mide con relación al costo/beneficio; más bien es la consecuencia de que algo que formaba parte de mí ha desaparecido; me afecta haberlo perdido aunque ya no lo desee, aunque lo que lo haya reemplazado me agrade más. Volvamos al ejemplo de la vasija. Supongamos ahora que ya estás harto de la vasija blanca... a ti te encanta el violeta (¡es un color tan de moda!); decides pintarla y el resultado es encantador, tal como lo imaginabas. Aun así, probablemente sentirás la falta de la vasija blanca; te habías acostumbrado a verla allí; era, en suma (como todo lo que te ha acompañado cierto tiempo), parte de ti.
Lo mismo que nos ocurre con nuestras pertenencias es cierto con relación a nuestras ocupaciones, nuestros hogares, nuestras relaciones y, por supuesto, nosotros mismos. Es inevitable que cualquier cambio vaya acompañado por el dolor de dejar algo atrás. Y debo añadir: dejarlo atrás para siempre. «¡Eh! —me dirás—. ¡¿Pero no se puede volver a pintar la vasija de blanco?!». Lo cierto es que, en la mayoría de los casos, no. En general, no es posible retroceder. Aun cuando, por ejemplo, la vasija se volviese a pintar de blanco, no sería aquella primera vasija, sino otra vasija blanca... pues el tono del blanco no será exactamente igual o se traslucirá la pintura azul que hay debajo. Aquella vasija blanca no volverá jamás. Por eso, luego de cada cambio, transcurre un período de duelo, un tiempo para la elaboración de la pérdida, lapso en el que es natural sentir dolor.
He conocido a muchas personas que al poco tiempo de haber decidido terminar una relación de pareja se encuentran pensando en volver (¿a quién no le ha ocurrido?). Se dicen a sí mismas: «Siento tanto dolor... debe de ser que todavía lo/la amo». Confunden el dolor de una pérdida con el deseo de continuar la relación. Es posible que ese deseo exista, pero el dolor no es la medida. Como dijimos, lo que viene puede ser mejor, pero no por eso dejaremos de sentir pesar por lo que abandonamos o nos abandonó.
Debo pedirte disculpas: todos los ejemplos que he dado hasta aquí pertenecen a cambios «en escalón». De modo que quizá te estés preguntando: «¿Qué ocurre con los cambios «en pendiente»? ¿Suponen también una pérdida? Y en todo caso, ¿qué es lo que se pierde?».
Para responder, déjame contarte una pequeña historia o, más bien, una pequeña parte de una gran historia. En el libro El hobbit, de J. R. R. Tolkien, Bilbo Bolsón —uno de esos seres pequeños y de pies peludos que resultan tan admirables— se ve obligado por la criatura Gollum a resolver una serie de acertijos si no quiere convertirse en la cena de su adversario. El último acertijo que plantea el pérfido Gollum es el siguiente:
Devora todas las cosas:
aves, bestias y árboles.
Mastica el hierro, muerde el acero.
deshace piedras y mata reyes.
Arruina ciudades y derriba montañas
¿Quién es?
El pobre Bilbo comienza entonces a pensar en gigantes, en dragones y en todos los tipos de monstruos que conoce, pero ninguno ha hecho todas aquellas cosas. No consigue encontrar una respuesta y Gollum ya se le acerca relamiéndose. Bilbo quiere pedir más tiempo para pensar, pero está tan asustado que lo único que sale de su boca es: «¡Tiempo! ¡Tiempo!». Y es una suerte, pues esa es, claro, la respuesta.
El tiempo, con su suave, casi invisible pendiente, es un constante impulsor del cambio. A cada momento estamos perdiendo algo, lo cual se convierte en pasado y se vuelve irrecuperable. El tiempo, como en el acertijo, lo toca todo —lugares, personas, vínculos— y aun antes de llevarlo a su desaparición, lo modifica minuto a minuto. Esos cambios ocurren de manera tan paulatina que casi no nos damos cuenta (casi). Pero al mirarnos en una fotografía de algunos años atrás, puede nacer en nosotros cierta nostalgia. Más allá de lo felices que fuimos entonces o de lo felices que seamos ahora, de vernos más jóvenes o más ridículos, mejor o peor... más allá de estos juicios de valor —que tan poco importantes son en realidad—, sentiremos añoranza, porque ese individuo que vemos en la fotografía ya no existe. Hoy somos otro. A cada momento perdemos a aquel que fuimos. Y eso, que ciertamente nos afecta —alguien a quien quisimos ya no está—, también puede ser liberador. Nada nos ata a nuestro pasado. Somos alguien nuevo cada día y por ello podemos elegir, cada día, qué hacer de nuestra vida.
Esta es la maravilla del cambio, pues nos abre un universo de posibilidades. Solo que para afrontar los cambios que vendrán y aceptar los que nos han ocurrido debemos estar dispuestos a perder un poco. En retribución, ganaremos un abanico enorme de opciones y caminos posibles.
NOTAS Y FUENTES
Heráclito forma parte del grupo de los filósofos griegos denominados presocráticos. Nació en Éfeso (hoy Turquía) en el siglo VI a. C. Su obra se conoce mayormente por referencias de autores posteriores puesto que de ella subsisten solo fragmentos. Heráclito transmitía sus enseñanzas a través de aforismos y frases, de las cuales la que cito aquí es seguramente la más conocida. Quizá para ser coherente con su contenido, la frase misma ha ido cambiando con el tiempo y es difícil decir cuál era su forma original. La versión citada se basa en la lectura que Platón hace de ella. Hermann Diels, filósofo alemán de comienzos del siglo XX, propone una traducción que considera más fiel: «En el mismo río entramos y no entramos, pues somos y no somos». Lo incesante del cambio era uno de los dos pilares fundamentales de la doctrina de Heráclito. El otro era el funcionamiento del universo basado en pares de opuestos complementarios (luz y oscuridad, armonía y caos, mujer y hombre).
El hobbit, de John Ronald Reuel Tolkien, es de algún modo, una precuela de su mayor y mejor conocida obra, El Señor de los Anillos. Narra la historia de Bilbo Bolsón, un pacífico hobbit a quien el mago Gandalf impulsa a embarcarse en una gran aventura: viajar hasta la guarida del dragón Sigurd. El episodio que cuento aquí es, a mi entender, el más significativo (y el más interesante) del libro, pues constituye la primera aparición de la criatura Gollum, personaje que se volverá central en la trilogía por venir, y narra cómo llegó Bilbo Bolsón a hacerse del Anillo Único, que luego le legará a Frodo (su sobrino) y dará entonces lugar a todos los acontecimientos que se desarrollan en El Señor de los Anillos. De hecho, luego de haber resuelto fortuitamente el acertijo de Gollum, Bilbo, no pudiendo pensar en más adivinanzas, le plantea a su rival una pregunta: «¿Qué tengo en el bolsillo?». La respuesta, que Gollum encontrará cuando Bilbo ya ha escapado, es que en el bolsillo el hobbit tiene precisamente el anillo que él, Gollum, ha perdido y que no es otro que aquel en el que se concentra todo el poder de Sauron, el Señor Oscuro.