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FELICIDAD Y RESPONSABILIDAD

Ella dice que en su vida todo anda bien. Tiene un trabajo, una familia, algunas buenas amigas... Todos le dicen que debería sentirse afortunada. Sin embargo, no se siente feliz. A menudo la entristece el recuerdo de sucesos pasados o se enoja cuando las cosas no salen como esperaba. Siempre encuentra un motivo para quejarse.

EMA

En general, cuando uno se propone reflexionar sobre algún concepto, suele ser útil comenzar por definirlo. Pero cuando se trata de explicar, por ejemplo, qué es el amor o la fe, resulta muy difícil hacerlo, pues son experiencias muy subjetivas. Nadie puede decirte qué se siente al amar ni predecir quién te despertará ese sentimiento. Nadie puede explicarte cómo tener fe o forzarte a tenerla en esto o aquello. Pueden contarte que el amor se siente cálido y que la fe da tranquilidad, pero la calidez no es amor, ni la tranquilidad, fe. Con la felicidad ocurre algo similar:

Cuentan que un día un viejo monje caminaba por los jardines del templo en compañía de un discípulo avanzado. Al pasar por un pequeño puente de madera que cruzaba un estanque, el maestro señaló la superficie del agua y dijo:

—Mira cómo saltan los peces, qué felices son.

Hacía años que el discípulo estudiaba con el viejo monje y por ello se atrevió a marcarle un error:

—Maestro —le dijo—, tú no eres un pez, ¿cómo puedes saber si los peces son felices o no?

El viejo miró a su discípulo, sonrió y le dijo:

—Y tú no eres yo, ¿cómo puedes saber si yo sé, o no, si los peces son felices?

Nadie puede juzgar si tú eres feliz o no; tampoco decirte qué deberías hacer para conseguir serlo, y menos aún explicarte en qué consiste ser feliz. Por eso, construir una definición propia de la felicidad, preguntarse: «¿Qué es la felicidad para mí?», es el primer paso para ir acercándose a ella.

Cuando escuchamos hablar de felicidad, a menudo nos invade la sensación de que es algo utópico e inalcanzable. Esto se debe, en gran parte, a que identificamos la felicidad con un estado de completo bienestar, donde todo ocurre tal cual lo imaginábamos, donde todo es alegría y la tristeza no existe. Si pensamos que eso es la felicidad, no podremos evitar la conclusión de que, en efecto, es inalcanzable.

No obstante, hay otras formas de entender la felicidad que la convierten en algo que sí podemos conseguir. La felicidad posible es una sensación más moderada, más modesta, que carece del brillo del éxito o de la estridencia de la alegría. Es también más íntima, más cercana a cierta tranquilidad o paz interior. No depende del exterior o de lo que nos depare el destino, sino de nosotros mismos, de lo que hagamos con aquello que nos ocurre.

De este modo, cada uno de nosotros se convierte en el principal artífice de su felicidad y también, aunque sea difícil de admitirlo, de su infelicidad. ¿Qué es entonces lo que hace que en ocasiones nos quedemos instalados en la desdicha? Intentaré dar una respuesta a esta pregunta, pero antes déjame formular otra: ¿la felicidad es un derecho o un deber?

Creo que, en general, consideramos que tenemos derecho a ser felices. Por simpatía, desearíamos casi siempre que todos los seres humanos lo fueran y suponemos entonces que la felicidad es un derecho universal (como lo son, por ejemplo, el cuidado de la salud o la educación). Según mi parecer, esta apreciación es equivocada: nadie puede garantizar la felicidad a otro ni, mucho menos, buscar proveerla como un bien común (puesto que, como te decía, depende de cada uno).

La idea de que la felicidad es un derecho podría llevarnos a la peligrosa creencia de que podemos exigirle a la vida que nos haga felices. Y si no lo somos (con esta actitud eso es lo más probable), comenzaríamos a sentir que la vida está en falta con nosotros, que nos debe algo. Así, nos veríamos catapultados a la autocompasión o al resentimiento, posturas desde las que no es posible modificar nada. Es cierto que en ocasiones ocurren cosas tan dolorosas que podemos llegar a sentirnos condenados a la infelicidad («¿Cómo podría ser feliz, después de lo que me ocurrió?»). Sin embargo, si queremos hacer de nuestra vida algo que valga la pena, pasado algún tiempo tendremos que preguntarnos qué haremos con aquello que nos sucedió. Quizá con esta actitud alguien podría acercarse a aquella serenidad, a aquella felicidad posible de la que te hablaba, aun después de atravesar vivencias en extremo dolorosas. Tal es la experiencia de aquellas personas que, luego de un suceso traumático, redirigen sus pasos a ayudar a otros que pasan por situaciones similares.

Por todo esto, no creo que la felicidad sea, ni que debiera ser, un derecho. Incluso algunos pensadores sostienen lo contrario: que la felicidad sería más bien un deber, una suerte de obligación moral. Jorge Luis Borges comienza un hermoso poema titulado «El remordimiento» con una frase que he recordado desde que la leí por primera vez, y que dice: «He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer. No he sido feliz». Borges nos dice que no ser feliz es desperdiciar la vida y que eso es, de algún modo, un pecado.

Si bien pensar en la felicidad como un deber resulta interesante porque nos devuelve a cada uno la responsabilidad sobre ella, hay otras consideraciones que debemos tener en cuenta. El hecho de que algo sea «bueno» para mí o para ti no lo convierte en una obligación para los demás; no nos da derecho a condenar a los que no persiguen lo mismo. Algunos autores sostienen que la felicidad debiera ser un deber porque las personas felices son más consideradas y altruistas que las que no lo son. Quizá sea cierto pero, aun así, no puede empujarse a nadie a la felicidad porque «es bueno para los demás». Es como si te dijera: «Vamos, sé feliz; así estarás contento y me prestarás el auto el fin de semana».

Pero si la felicidad no es un derecho ni un deber, entonces, ¿qué es? Mi respuesta: es una decisión. Como ya lo mencioné, el único motor que me parece válido para la búsqueda de la felicidad es el propio y auténtico deseo de ir tras ella. Cada uno de nosotros decide buscar la felicidad o no hacerlo. Llegamos aquí a la pregunta que habíamos dejado en suspenso: ¿quién podría decidir no buscar la felicidad?, ¿quién podría decidir quedarse en la desdicha? Pues aquellos que no estén dispuestos a asumir la responsabilidad de esa búsqueda y de pagar los precios que esta conlleva. Y, como te dije, no creo que esta sea una actitud reprochable; es una elección y habrá que respetarla como tal.

Más adelante, en el mismo poema, Borges dice: «Mis padres me engendraron para el juego arriesgado y hermoso de la vida». Estoy de acuerdo con eso: arriesgado y hermoso. Y es que una vida plena, hermosa, llena de belleza, conlleva necesariamente ciertos riesgos. Y allí es donde cada uno deberá hacer su elección. Algunos elegiremos la búsqueda de esa belleza y pagaremos con la responsabilidad, el trabajo y la falta de certezas. Otros elegirán la seguridad al precio de renunciar a la búsqueda de esa plenitud.

Solo quisiera decirte una cosa más: no creo en una felicidad diferida y aplazada, que comenzará en algún momento en el futuro (cuando termine la universidad, cuando me separe, cuando lleguen las vacaciones, cuando encuentre pareja...). Más bien pienso que la búsqueda de esa felicidad posible se está gestando cada día, a cada momento. Para bien o para mal, en ningún lugar más que en el presente decidirás tu felicidad o tu desdicha:

Cuentan que un gran general, luego de una sangrienta batalla, abatido por el sufrimiento presenciado, cabalgó hasta el templo de la región para hablar con el monje que vivía allí. Al llegar, entró en el templo y se acercó al monje, que lo esperaba cruzado de piernas sobre el piso. El general se arrodilló y habló:

—Soy general de un gran ejército, pero me agobia el sufrimiento. Dime, ¿cómo puedo encontrar las puertas del cielo y evitar las puertas del infierno?

El monje dejó escapar una pequeña risa y dijo:

—Con esa cara más que un general pareces el asno de mi establo.

El general se levantó como golpeado por un rayo, la cara se le enrojeció de furia y agitó un puño en el aire.

—¡Cómo te atreves, viejo decrépito! —exclamó—, te destrozaré en mil pedazos.

Y cuando el general se le acercaba, el viejo monje lo señaló con un dedo y le dijo:

—Estas son las puertas del infierno.

El general se detuvo avergonzado y comprendió que su infierno estaba dentro de sí mismo. Se arrodilló nuevamente, inclinó su cabeza y besó la mano del monje.

—Gracias. He comprendido —dijo.

El viejo monje posó su mano sobre la cabeza del general y, cuando este hubo levantado la vista, dijo:

—Estas son las puertas del cielo.

Las puertas del cielo y del infierno están dentro de ti, en lo que decidas hacer con lo que te toca vivir. La verdadera responsabilidad reside en comprender que nuestros actos (nobles o ruines) llevan en sí mismos, en lo que hacen de nosotros como personas, su recompensa o su castigo. Quizá encuentres alguna felicidad posible en tu valiente decisión de permanecer, más allá de lo que suceda, fiel a tu auténtico deseo.

NOTAS Y FUENTES

«Tú no eres un pez», cuento tradicional zen. Esta parábola llegó hasta mí por tradición oral. Ya no recuerdo quién me la contó y no la he hallado en ninguna de las antologías que he leído o consultado luego. Es una de mis preferidas, pues creo que, además de hablar de la condición de la felicidad, ilustra muy bien la posición del zen respecto del saber y muestra lo difícil que es asir esta filosofía: en cuanto (como el discípulo del cuento) crees que la has comprendido, ¡zas!, vuelve a escapársete. Por eso Lao Tze escribió en el Tao Te King: «El Tao que puede enseñarse no es el verdadero Tao». Hay algo del modo zen de ver el mundo que no puede explicarse, debe ser vivenciado.

El poema «El remordimiento» forma parte del libro La moneda de hierro (1976). Jorge Luis Borges dice en el prólogo de ese libro que, por estar escribiéndolo a sus setenta años (la edad de madurez de un escritor, según él mismo), puede permitirse algunas licencias y algunas libertades. Creo que este poema cae en esa categoría, tiene un tono más confesional, más íntimo y más «sentimental» —para utilizar un término que el propio Borges seguramente hubiese detestado— que la mayoría de los demás poemas del escritor. Es, tal vez por ello, un gran poema: intenso, profundo e implacable. Si lo lees, es probable que deje en ti una marca indeleble, que te funcione como una advertencia para no dejar que tu vida pase en vano.

«Las puertas del cielo», cuento tradicional zen. Existen muchas versiones de este cuento: Osho lo narra en su Tarot de la transformación, adjudicándoselo al monje Hakuin; también puedes encontrarlo en Los 120 mejores cuentos de las tradiciones espirituales de Oriente (Ramiro Calle y Sebastián Vázquez [comps.], Arca de Sabiduría), con el nombre de «Cielo e infierno cercanos». La versión que presento aquí es propia.

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