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EL ERROR DE LIRÍOPE

Ella se siente «poca cosa». Se compara con otros y siempre sale perdiendo. Siempre hay alguien más inteligente, más atractivo o más exitoso que ella. Cree que nunca podrá encontrar a una persona que realmente la quiera. Una amiga le ha dicho que debe quererse más a sí misma, pero ella no sabe cómo conseguirlo.

MARIANA

Es indudable que «quiérete a ti mismo» es un buen consejo. El problema está en que es una de esas frases que, por haber sido usadas en demasía, han perdido algo de su verdadero significado. En ocasiones pareciera que este consejo nos exhorta a tenernos en alta estima. Cuando lo interpretamos de este modo, el aprecio por nosotros mismos queda ligado al lugar que nos concedemos dentro de una escala que mide, por decirlo de algún modo, «qué bien estoy como persona».

En esta escala, cada uno pone sus propios valores y jerarquiza algunos rasgos más que otros de acuerdo con lo que considera más importante. Si para alguien la inteligencia y la bondad son los atributos más significativos, entonces Nelson Mandela está al tope del ranking; si para otros son la belleza y el carisma lo que define cuán valiosa es una persona, entonces es George Clooney quien ostenta el escalafón más alto. Este modo de pensar genera ciertas dificultades, pues cuando alguien se ubica a sí mismo dentro de los primeros puestos, se siente satisfecho y puede vivir tranquilo, pero si, en cambio, se juzga más cercano a las posiciones del fondo de la tabla, se siente un despojo, un desperdicio humano.

Equiparar el amor por uno mismo con tenerse en alta estima es peligroso tanto para aquellos que logran generarla como para aquellos que fracasan en el intento. Para los primeros el riesgo es el de que, dado que no hay otro modo de medir los parámetros que rigen este ordenamiento que no sea a través de la comparación, considerarse valiosos los lleve demasiado cerca de la vanidad (que alardea de estar por encima de los demás) o, peor aún, de la soberbia (que cree estar por encima de los demás). Para los segundos, aquellos que comparativamente se juzgan menos que sus semejantes, la situación es incluso peor porque llegan de forma inevitable a la conclusión de que su única salida es mejorar. Y mejorar implica, por supuesto, que debo dejar de ser como soy, debo ser otro. Se entiende que esta actitud, lejos de favorecer el amor por uno mismo, en gran medida lo deteriora.

Esta modalidad de amor por uno mismo es, además, muy frágil. La posición que ocupamos dentro de nuestra escala es sumamente inestable pues depende del éxito o el fracaso que obtengamos en nuestros emprendimientos. Cuando nos nutrimos de la comparación, nos encontramos pronto en una carrera alocada por conseguir logros, distinciones y reconocimientos: solo mediante estos creemos ser capaces de querernos y considerarnos deseables. Es como si jugásemos con nuestra vida un juego de mesa macabro: «¿Lo has conseguido? ¡Hurra! Sube dos puntos tu autoestima. ¿Tu pareja te ha dejado? Mala suerte. Baja tres puntos tu amor propio».

Creo que para llegar a construir un amor por nosotros mismos que sea duradero, estable y sobre el que podamos apoyar nuestros quehaceres diarios, lo mejor es preguntarnos primero qué es lo que entendemos por amor.

Existen muchas definiciones de lo que es el amor, algunas muy interesantes, otras bastante sosas. Una que, si bien posiblemente habla de un amor ideal, puede sernos de ayuda para continuar nuestra reflexión sobre el amor por uno mismo es la de Joseph Zinker. Él dice: «El amor es el regocijo que se siente por la mera existencia de algo». El ejemplo más claro de esto es el amor de los padres hacia sus hijos: el simple hecho de que un hijo nazca, de que exista, es motivo de felicidad; no importa lo que haga, basta con que sea. Sería importante que pudieras desarrollar contigo mismo una relación similar.

El «quiérete a ti mismo» que vale la pena construir es este: el de regocijarte por el hecho, asombroso, de que existas. El amor por uno mismo se nutre precisamente del inmenso valor que cada uno de nosotros tenemos por el simple hecho de ser quienes somos: únicos.

El monje Panshan había viajado por numerosas ciudades observando la vida y estudiado diligentemente en numerosos templos. Comprendía las enseñanzas de sus maestros y estaba siempre dispuesto a escuchar. Sin embargo, no había alcanzado aún el satori, la iluminación.

Cuentan que un día Panshan paseaba por el mercado buscando algunas cosas para el templo cuando pasó cerca de un puesto de carnes en el que se exponía un gran jabalí asado. Varias personas se encontraban alrededor esperando su turno para comprar un poco de la sabrosa carne. Panshan se acercó y escuchó que uno de los clientes decía:

—Quisiera medio kilo de carne especial.

El carnicero tomó la cuchilla y, señalando con ella hacia el animal, sonrió y dijo:

—En este cerdo, ¡¿qué corte no es especial?!

Los clientes rieron, pero Panshan permaneció atónito, como golpeado por un rayo. En el camino de vuelta hacia el templo cada árbol, cada flor, cada hombre y cada mujer parecían brillar con un hermoso resplandor. Al escuchar las palabras del carnicero, Panshan había alcanzado la iluminación.

A riesgo de comparar el universo con un gran jabalí asado, podríamos preguntarnos: en este mundo, ¿quién no es especial? Quizá así podamos descubrir, en cada uno de nosotros, ese bello resplandor que nos lleve a querernos.

Seguramente que, así como has escuchado muchas veces la recomendación «quiérete a ti mismo», también has oído muchas de las críticas que esta sugerencia despierta. La más frecuente podría formularse así: «Si te quieres mucho a ti mismo, no podrás querer a los demás». Esta objeción está basada en la idea, completamente falaz, de que contamos con un determinado monto de amor, el cual repartimos entre quienes nos rodean. Suena ridículo y, sin embargo muchas veces nos comportamos como si esto fuera cierto: los celos, por ejemplo, son en ocasiones la exteriorización de esta creencia («si lo quieres mucho a él, significa que no me quieres tanto a mí»). Siguiendo esta idea, si me dedico a mí mismo mucho de ese amor, quedará poco para los demás.

Aun cuando comprendamos la falsedad de este precepto, no es fácil desembarazarnos de la sensación de que quererse es algo un tanto peligroso, pues esta idea está muy arraigada en nuestras creencias colectivas. Tenemos una fuerte impronta cultural en este sentido. Es probable que la figura más representativa de ello sea la de Narciso: aquel bello joven a quien la fascinación por su reflejo le causa la muerte, lo que da así origen a la flor que lleva su nombre y que crece a orillas de los lagos, como inclinándose sobre la superficie del agua.

Sin embargo, la conclusión de que Narciso murió por amarse demasiado a sí mismo quizá sea apresurada. Nos falta, tal vez, una parte de la historia para comprenderla mejor. Pues ¿sabes por qué Narciso se fascinó al ver su reflejo en aquel estanque? ¡Porque nunca lo había visto antes!

Así es; cuenta Ovidio que cuando Narciso nació su madre, la ninfa Liríope, consultó al adivino Tiresias por el destino del niño. El augur predijo que el niño viviría una larga y pródiga vida, «siempre y cuando nunca llegara a conocerse a sí mismo». Atemorizada, Liríope crio entonces a Narciso poniendo mucho cuidado en que el niño nunca pudiera ver su reflejo. Quitó todos los espejos de la casa, evitaba pasar con él frente a superficies lustrosas y lo alejaba de las fuentes de agua. Creció así un muchacho hermoso pero distante, que cautivaba las miradas de todos, pero no correspondía a ninguna. Cuando finalmente llegó frente a aquel estanque y vio por vez primera su propia imagen, no pudo sino quedar cautivado... Murió de hambre y de sed, allí mismo, incapaz de apartarse de su reflejo.

Si tomamos esta versión del mito, podríamos pensar que Narciso no murió porque estaba enamorado de sí mismo, sino justamente por lo contrario: porque nunca había aprendido a amarse. ¿Cómo podía amarse si ni siquiera se conocía? Y si no se amaba a sí mismo, ¿cómo podía amar a alguien más? Tal fue el error de Liríope: por no afrontar el riesgo de perder a su hijo, no pensó en el tipo de vida que llevaría alguien que nunca llegara a conocerse a sí mismo y, menos aún, a quererse.

Créeme: si alguna relación existe entre el amor por uno mismo y el amor por los demás es, precisamente, que es imposible amar a otros sin amarse a sí mismos pueden depender y necesitar mucho de otros, pero amarlos no. La fidelidad hacia nosotros mismos y el cuidado de nuestros propios intereses no tienen por qué ir en contra de los intereses del resto de las personas. Quizá la verdadera virtud esté, justamente, en encontrar el modo de ser fieles a nuestro propio amor sin faltar a nuestro amor por los demás.

Para ello habrá que comenzar por contemplarse a uno mismo sin tapujos. No intentando ver solo nuestros aspectos agradables y bellos para inflar de forma artificial la opinión que tenemos de nosotros mismos, sino simplemente observarnos, sin temor a lo que vayamos a descubrir. La belleza no provendrá de hacer un recorte que deje afuera lo sucio y lo feo, sino de una imagen en la que se conjuguen tus diversas facetas en un ser único y coherente: tú.

NOTAS Y FUENTES

Joseph Zinker es uno de los autores más influyentes en el campo de la psicoterapia gestáltica contemporánea. Ha profundizado particularmente en la aplicación de este modelo al tratamiento de familias y parejas. Esta definición del amor está tomada de su libro El proceso creativo en terapia gestáltica. Me parece simple a la vez que bella. Esta cualidad poética está con frecuencia presente en la obra de Zinker, pues, como él mismo sostiene, los procesos sanos están dotados de una armonía particular, tienen una condición estética que refleja su coherencia interna.

«El jabalí asado», cuento tradicional zen. Yo lo encontré en el libro El zen habla, de Tsai Chih Chung, editado por Sudamericana. Este autor es un famoso dibujante y caricaturista asiático; el libro consiste en una serie de cuentos y parábolas de la tradición zen presentados en forma de historietas. La versión que figura aquí ha sido reescrita por mí.

Ovidio (Publio Ovidio Nasón) fue un poeta romano que nació a mediados del siglo I a. C. y murió a comienzos del siglo I d. C. Sus obras más importantes fueron el Arte de amar, un largo poema en el que trata de todas las cuestiones prácticas relacionadas con lo romántico y lo erótico (desde cómo seducir a una mujer hasta cómo recuperar un amor perdido), y las Metamorfosis, una serie de volúmenes en los que recrea los mitos griegos. Allí es donde se narra la historia de Narciso, entrelazándola con la de la ninfa Eco, quien había sido castigada por Hera, condenada a no poder hablar más que repitiendo lo que se le decía. Fue por desdeñar el amor de Eco que Némesis se enfureció con Narciso y lo llevó frente al estanque que le depararía la muerte.

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