Читать книгу Cazador de narcos II - Derzu Kazak - Страница 4
ОглавлениеCapítulo 1
Medellín – Colombia
Promediaba la media mañana en la estancia de Medellín en un día que a todas luces parecía destinado a cambiar la historia. En la estupenda galería norte de la casona, sobre un robusto mesón de madera al natural y apoyada en un paño de gamuza, resaltaba la inconfundible silueta color arena de una pistola Sig Sauer XM17 de 9 mm Parabellum, un regalo que el capo narco de Medellín, Pedro Bucci, se hizo a sí mismo en cuanto uno de sus sicarios le comentó que fue elegida en concurso internacional para las tropas de combate de los Estados Unidos, en reemplazo de la legendaria Pietro Beretta M9, y para colmo, cambiando unos módulos, podía disparar los calibres .357 SIG, .40 S&W y .45 ACP. Aunque estaba recién desembalada, limpiaba el cañón con la prolijidad de un francotirador.
A primera vista parecía un arma inofensiva, quizás porque estaba hecha de polímero especial, el mismo que utilizan las Glock austríacas, pero su precisión y cadencia de tiro supera a la Beretta M9, a la típica Glock, y quizás a las demás.
La “Danza ritual del fuego” sonó tan de improviso que le dio un sobresalto.
– ¡Carajo! Masculló entre dientes, enfocando la mirada sobre el teléfono rojo encriptado más protegido de los narcos. ¿Quién puede llamar a este número, si hace meses murieron los tres hijos de perra que lo sabían?
Lo dejó sonar un par de veces para convencerse.
Un fornido guardaespaldas de la mansión se apresuró a atender el llamado.
– ¿Quién habla?
...........................
– ¿Con quién desea hablar?
...........................
– Un momento. Veré si el señor está disponible.
– Don Pedro... Un llamado del Sr. Frank.
– ¿Frank?...
– Andrés, debes estar equivocado. ¡Yo bebo el cognac y tú te emborrachas pisando el corcho! A ese bastardo lo liquidaron con un misil en el culo cuando se fugaba en un submarino frente a San Francisco. ¿Te das cuenta? ¡Se escapaba en un submarino!
– ¡Eso es tener estilo para fugarse!
– Espero que no sea una jodienda de algún gracioso de la DEA. Esos chicos se vuelven a veces muy ocurrentes cuando encuentran el número adecuado. Alcánzame el teléfono.
– ¿Quién habla? Preguntó intrigado Pedro Bucci.
– ¿No recuerdas a tus viejos amigos? Soy Frank.
– ¿¡Qué Frank!? Respondió malhumorado, creyendo que algún rufián lo tomaba a la chacota.
– ¿Conoces otro Frank que sepa el número de tu teléfono ultrasecreto que no sea el Frank de siempre?
– ¡Remierda!
Esa voz rugosa por el tabaquismo y los años le era demasiado conocida. Los ojos de Pedro Bucci brillaron con un destello de sorpresiva excitación y todo su cuerpo se transformó instintivamente. Pareció que una fuerte dosis de energía vital le entraba como un balazo por la oreja cubierta por el auricular y le inundaba todo el cuerpo.
– ¡Pero tú, para todo el mundo, estás en la panza de los tiburones! No hay diario que no te haya dedicado una página entera con titulares que leería un ciego a cien metros: “Fue abatido el Capo de la Mafia norteamericana cuando intentaba escapar al cerco de la DEA en un submarino”.
Un suave carcajeo se escuchó lejano; el llamado Frank cataba orgulloso el resultado de su astucia. Pero había un dejo de preocupación, un matiz esquivo que no pasó desapercibido para el Capo de Medellín…
– Yo también me enteré que tú tenías comprado el pasaje al infierno en primera clase, y el Diablo no te quiso dar la visa. ¡Quizá te considere demasiado peligroso en sus dominios y tema por su puesto! Contestó Frank. Pero hierba mala nunca muere, los dos seguimos jodiendo a la humanidad. No es tan fácil matar a un siciliano... salvo traicionado por otro siciliano. Murmuró impasible.
– ¿Dónde estás? Preguntó Pedro Bucci sujetando precariamente el teléfono en su hombro, mientras liberaba su única mano para darle otro saque a la botella de cognac, al mejor estilo callejero, relamiéndose los labios y secándolos con el puño de su cazadora, que ya tenía las marcas de otras pasadas recientes.
– Sigo de una madriguera a otra; contestó Frank en voz casi inaudible. El tono era de desasosiego y quebrado orgullo. Necesito me ayudes a salir de esta ratonera. Perdí mis contactos en la redada de los malditos sabuesos de la DEA y únicamente cuento contigo. Sabes muy bien que no te molestaría si pudiera hacerlo solo, pero no encuentro la vía de salida con una aceptable posibilidad de éxito. Rastrillan todo el país en busca de los prófugos, y aunque me consideran muerto, tarde o temprano me descubrirán…
– Te deberé una de las grandes.
– Dime lo que necesitas. Respondió seriamente Pedro Bucci mientras sacaba una tornasolada Dupont para tomar nota –a falta de papel a mano– en una finísima servilleta de lino bordada que tenía sobre la bandeja, junto con la botella de cognac y la picada de jamón ibérico con queso Boeren–Leidse met Sleutels de Holanda.
– Preciso que alguno de tus aviones clandestinos me lleve a Colombia. Ahora le tengo a todos los uniformados una fobia muy especial. Además, debo hablar urgente contigo, los negocios peligran.
Pedro Bucci pensó un instante...
– Será fácil sacarte con algún vuelo de regreso. O mejor todavía; ¡te envío uno especial para traerte a casa inmediatamente! Sólo necesito saber las coordenadas del lugar donde te encuentras y dentro de unas horas llegará a buscarte el avión más rápido con el piloto más seguro.
– ¡Esta noche cenaremos juntos!
Frank demoraba la respuesta. Ese dato valía oro para la DEA y le costaba soltarlo, pero a su vez, hablaba con el mayor narcotraficante de la tierra. Únicamente podía confiar en Pedro Bucci. Era un “hombre de honor” a su manera, al menos, en la vida lo vendería a la DEA.
– Estoy en el Yellowstone National Park… Contestó en un tono vidrioso, como quien confía un secreto que le puede costar la vida. Sospechaba que me buscarían camino a México, y fui al interior.
– ¡Carajo! ¡Estás metido en el fondo de la cueva del oso! Muy astuto pero muy retirado...
– ¡Allí no puedo llegar con mis aviones ni disfrazándolos de palomas mensajeras! Esa es zona de exclusión para mi flota aérea. Me los harían cagar con algún cohete como si fueran cazas de Saddam Hussein. Deberé buscar alguna salida más viable y tener alguien que me apoye.
– ¿Conoces alguien de tu total confianza?
– Humm… Veremos. Llámame mañana a esta hora con las novedades y combinaremos la operación rescate.
– Gracias. Si me sacas de esta puedes contar conmigo. Palabra de siciliano…
De eso estaba seguro Pedro Bucci. Los sicilianos y los vascos nacen con un gran defecto congénito que no tiene cura, un defecto que los hace esclavos de sus lenguas: Valoran más la palabra que la Vida.
Para ellos, un hombre es hombre solamente si tiene honor, y tiene honor si es capaz de mantener su palabra, venga lo que venga, cueste lo que cueste y caiga quien caiga. Pero jamás lo dicho cambiará. Y como un hombre sin honor no es un hombre... no merece vivir. Sicilia es un áspero pedazo de tierra, donde lo que se dice cada día será la historia del futuro, o la pala con la que excavarán su tumba.
Dejó suavemente el rojo auricular, se colocó por primera vez la flamante pistola en el cinto con un cargador repleto y volvió a sentarse en su sillón preferido, un antiguo y amplio sofá de cuero marrón, algo ajado, relleno de duvet de ganso que volaban de vez en cuando al sentarse de golpe sobre sus almohadones. Y allí comenzó a bosquejar las líneas generales de un plan apropiado para arrebatarle a la DEA el pez más gordo de los Estados Unidos.
Era un desafío más que interesante, y se aplicó a resolverlo con la tozudez de un General en el frente de batalla mientras los obuses caen como granizo de verano.
Para lubricar las ideas en su cabeza, se sirvió otro cognac que rebasó la copa de cristal de Tiffany. Bajó la cabeza y sorbió un trago ruidosamente sin levantarla de la mesa… y mientras pensaba, comenzó a juguetear con la copa, mirando la tonalidad del soberbio cognac a contraluz, hacia el gran ventanal del este que dejaba ver un liquidámbar rojizo y un cielo muy azul con jirones de nimbustratus. La naturaleza estaba en paz mientras su mente buscaba la salida de un complejo laberinto. Como necesitaba combustible para funcionar adecuadamente, renovó otra copa de cognac Remy Martin Louis XIII…
El botellón de cristal de Baccarat, réplica de la botella real del Siglo XVI que se encontró en los campos de batalla de Jamac en 1569, era muy de su gusto, y compraba ese cognac a lo bestia. Un botellón no duraba medio día. Y muchos otros volaban entre brindis con sus guardias y algunos mercenarios que hacían las cosas como deben hacerse.
Las preguntas surgían y precisaban una rápida respuesta, sin ningún tipo de error. Aunque la rapidez no es amiga inseparable del acierto.
– ¿Cómo puedo traer de contrabando a ese gringo atorrante? Se decía a sí mismo mesándose la áspera barba de un par de días. – Necesitaré ayuda desde adentro de Yankilandia. ¡Es una verdadera jodienda! Pedir ayuda es depender de alguien, es reconocer que uno no sirve para arreglar sus propios problemas. Y lo peor de todo... ¡es confiar en ese alguien!
– ¿En quién puedo confiar?
– ¡Confiar! El verbo más difícil de conjugar que existe en el mundo, al menos yo no puedo conjugarlo. Sería mejor que los tragalibros de la Real Academia crearan el verbo “noconfiar”, tajante, peligroso, de uso diario en el mundo, que sería muy distinto a desconfiar. No es lo mismo decir que desconfío de alguien a noconfío en él.
– El noconfiar resuena más alarmante y tiene sabor a muerte... Los que mandé a baraja siempre fueron aquellos en los que no confiaba.
– ¡Hoy no confío en nadie! Si no reconociera la voz cavernosa de este Capo mafioso, pensaría que algún desgraciado de la DEA me está haciendo pisar la trampa de un grizzly, pero solo no puedo hacer nada en este caso.
– Mis lugartenientes son buenos guerreros, los mejores del mundo, tanto el “Japonés” como el “Ruso”, pero no sirven para un trabajo de inteligencia pura. Su talento sólo funciona bien para que no los maten, ¡parece que tienen municiones en lugar de neuronas!
– Necesito alguien que tenga escarcha en las venas y conozca el terreno como la palma de su mano, que domine el idioma, y que, además, no se le mueva un pelo en medio de un huracán.
– Acaso alguien como Kevin Beck...
– ¡Mierda! Espero no me equivoque – seguía meditando el jefe narco– con este tipo he sintonizado y me entiendo. Seríamos buenos amigos si yo no fuera lo que soy y el no fuera lo que podría ser...
– ¡Pero no puedo leer sus pensamientos!
– Ese bastardo tiene la muralla china en la jeta y eso me intriga. Huelo un leopardo que se refriega en mis muslos. Muy emocionante... pero con un leopardo nunca se sabe cómo terminaran las relaciones. Puede resultar un juego mortal, casi siempre lo es...
– ¡Y eso me gusta! No hay nada más aburrido que la rutina…
– Aún no pude descubrir con certeza si es el aventurero más loco de la tierra, o un excepcional agente de la DEA. Ese tipo me jodió con su franqueza. ¡Carajo! ¡Espero no hacer otra vez el papel de pelotudo!
– Quizá esta sea una buena ocasión para probarlo… será como tirarle un costillar en las narices de una fiera. Si se come crudo a Frank, mala suerte para él. De todos modos está acabado, y también mala suerte para Kevin Beck...
– Al menos espero saber con esta tentativa de rescate con quién estoy jugando.
– No sé por qué mierda presiento que Kevin Beck es sincero, no me traicionará, si me ataca lo hará de frente y dándome la oportunidad de defenderme. Conozco ese tipo de hombres, juegan duro y son capaces de apostar su cabeza sin dejar de sonreír. Yo también soy así con los enemigos que son derechos, capaz de cualquier cosa, menos la traición. Si tengo que matar lo hago de frente, ese es mi defecto congénito que no pude quitarme ni después de haber liquidado una parva de traidores.
Mientras tanto, el voluble destino, repartía los naipes con los ojos vendados. El Capo del Cartel de Medellín imaginaba poder jugar con Kevin Beck… ¿O Kevin Beck jugaría con el Capo de Medellín? ¿Su amigo o su adversario?
Quizá ninguno de los dos sabía con certeza qué era el uno para el otro en el gran teatro de la humanidad. Aceptaban los papeles que el destino les repartía como parte de la aventura de vivir. O quién sabe, eran jugadores tan empedernidos que poco les interesaba saber si lo que hacían hoy sería mañana su fortuna o su perdición. Ambos eran capaces de resistir los embates de la vida sobre el borde de una katana.
Pedro Bucci se imaginó ver al mismísimo Diablo parado a su lado. Presentía que se divertía ayudándole a marcar los números del teclado.
El Capo de Medellín estaba acostumbrado a retozar con el Diablo.