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ОглавлениеCapítulo 6
Katmandú – Nepal
Ling Tung arribó de incógnito al aeropuerto de Katmandú a modo de un anciano viajero, acompañado por Yuan Yat–sen, joven fornido de aspecto educado y fisonomía tallada en granito. Recogieron dos valijas Samsonite negras, idénticas, y se dirigieron en un baqueteado taxi al hotel Yak and Yety. Viajaron de incógnito, con el nombre del Sr. Toung Thang y su sobrino Li Chang–set, turistas asiáticos residentes en Estados Unidos que deseaban contemplar las vertientes australes del Himalaya. Tenían reservada para ambos la principal suite del hotel.
En Katmandú se bifurcaban los caminos de Ling Tung. Las indescifrables energías que supeditan todo lo chino, a través de los dos principios que impulsan su universo, el yin y el yang, forcejeaban para sellar su sino. Ese día decidiría su fortuna.
El añoso Yak and Yety, pese a que es un buen hotel, no lucía con el fasto asiático del Grand Hotel de Taipei o los New Otani de Tokio, no obstante resultaba acogedor y conveniente para hacer una escala de negocios diferente.
Nadie advertía que los huéspedes recién llegados eran nada menos que el Capo de la Mafia China en los Estados Unidos y su feroz guardaespaldas. Viajaban con documentación falsa, siempre lo hacían, pero nadie podría diferenciarla. Eran pasaportes originales robados, que luego de muchas horas de meticuloso trabajo, unos costosos artesanos los transformaban en verdaderos.
Ling Tung era célebre como “el Tigre” dentro de los bajos fondos norteamericanos. Nadie se atrevería a faltarle respeto, ni siquiera a contradecir sus mandatos. Su negocio abarcaba todos los Estados con familias chinas, casi todas de la provincia de Yunnan, organizada como pandillas cerradas. De allí salían sus mercenarios, lugartenientes y administradores.
Los clanes más importantes estaban en Chinatown de New York y San Francisco, Miami, Los Ángeles y Chicago. El Tigre competía, probando fuerzas y reacciones en algunas áreas con la Mafia norteamericana, comandada invariablemente por sicilianos. Pero tenía menos melindres, lo cual es mucho decir, y más radio de acción, por englobar el Continente Asiático con “Empresas fantasma” dedicadas a la prostitución infantil, la trata de blancas, el tráfico de órganos humanos y la pornografía, además del gran negocio de su absoluta exclusividad: la heroína. Evidentemente, para el comandante no era un ángel caído de los cielos…
Su custodio era un autómata sin emociones, inexpresivo y letal, de absoluta lealtad a Ling Tung. Capaz de ejecutar a cualquiera en el momento que su jefe hacía el ademán apropiado. Cumplía con los requisitos del guardaespaldas ideal; silencioso, imperturbable, con un excesivo dominio de las artes marciales más destructivas, y un semblante que no sonreía ni cambiaba de apariencia nunca, ni cuando disparaba a sangre fría, ni en el momento que aniquilaba con golpes de kempo. Era el edecán de ese sugestivo anciano de blancos cabellos ralos peinados hacia atrás al ras del cráneo, que podía franquear en un instante de la arcana risita que lo acompañaba sin cesar a la ira descabellada, por el simple zumbido del vuelo de una mosca.
El Tigre Ling Tung había concertado un cónclave de negocios con Silk, el principal narcotraficante del opio y sus derivados en el sudeste Asiático.
Existía desde antiguo una corporación conocida como la Secta del Dragón, cuyo sólo nombre hacía estremecerse a los cultivadores de amapolas.
El genuino nombre de Silk era Li Xinjiang, nacido hacía más de cincuenta años en DaxinganLinghanmai, China. Vivía en el triángulo de oro del opio. Allí, era el rey indiscutido. Todos lo conocían con el seudónimo Silk, “seda”, debido a sus ropas doradas confeccionadas íntegramente con la más fina seda natural, y a sus ademanes bastante remilgados, que hacían recelar seriamente de su hombría. Pero detrás de esa fachada se ocultaba un alma cruel.
También fueron llamados a la cumbre del narcotráfico de la heroína algunos influyentes miembros de familias que manejaban parte de la morfina y el opio en el Sudeste Asiático. Todos comandados por Silk y todos, miembros juramentados de la Secta del Dragón.
Estaría Tun Kyat, un birmano de raza rankine. Era segundo jefe en la organización y uno de los lugartenientes de Silk. Otro personaje fundamental sería el Sr. Ngo Phoung, responsable de la zona vietnamita. El Sr. Ngo era muy respetado por los cultivadores de adormideras. Oficiaba de enlace entre los productores y los compradores del opio en bruto. De la zona tailandesa llegaría el Sr. Chulalongkon, más conocido en su negocio como “el Siamés”, y el representante de la zona norte de Laos, el Sr. Phom Kang, que tenía su sede en Luang–Prabang.
También había sido invitado un notorio narcotraficante europeo que, para sorpresa de muchos, hablaba el mandarín y el vietnamita con fluidez. Se trataba de Michel Vavarie, un marsellés que se enamoró del Sudeste Asiático desde los diecisiete años, y viviendo como hippie recorrió esas zonas durante años. Con el tiempo y los contactos entre la gente del hampa, escaló posiciones hasta llegar a ser el mayor distribuidor de la heroína en Europa. Con su larga melena rubia siempre flameando al menor soplo de viento, ojos celestes, y más de un metro ochenta de altura, era el único europeo que recorría los caminos del opio como sólo puede hacerlo un chino de Yunnan.
Michel no integraba la Secta del Dragón, tampoco le interesaba deambular con el brazo derecho tatuado con esa imagen de lagarto lanzafuegos que le parecía ridícula. Pero era muy estimado en el ambiente. Él conseguía las grandes transacciones, las armas más sofisticadas, los dólares relucientes, abundantes y termosellados en fajos de diez mil, las mujeres más divertidas y expertas en todo lo imaginable, y los licores más exquisitos. En definitiva, Michel hacía las fiestas de una manera diferente, a lo francés, que gustaban por lo exóticas en esas tierras del extremo sur de Asia, donde ningún miembro de la Secta, con excepción de Silk, conocía occidente.
La reunión se realizaría al día siguiente, en una residencia de madera bellamente labrada, alquilada por Michel cerca del Palacio Real Hanuman Dhoka. Él había llegado hacía una semana para preparar el ambiente y no crear sospechas. Tenía una fantástica provisión de manjares y bebidas para agasajar a sus amigos, mucho menos espontáneos y jaraneros que ese francés loco y despreocupado, que no dudaba en dilapidar fortunas en una noche de parranda.
Cuando había reuniones, las organizaba Michel, y casi nunca las terminaba…
A las ocho de la mañana, cuando el sol alumbraba el flanco oriental del Everest a ciento sesenta kilómetros de Katmandú, en la cordillera del Himalaya, llegaban los jefes de la droga asiática, disimulados entre los nepaleses cargados con canastos repletos de verduras y frutas, que colocaban en las orillas de las calles más transitadas. Uno a uno fue entrando sin llamar a la casa de Michel. La reunión comenzaría a las nueve en punto.
Una joven nepalí, de no más de veinte años, con su frente marcada con la señal roja de los dioses, hacía el servicio doméstico de Michel. Había colocado pasteles, café, leche de yak, manteca y frutas en varias bandejas distribuidas sobre la mesa. Nadie sabía su verdadero nombre. Michel la llamaba Lulú, como una novia que tuvo en Francia a los doce años.
Con la seriedad propia de un concilio, el honorable Sr. Ling Tung, comenzó a exponer los motivos de la reunión…
– He vivido durante largos años luchando para que nuestras familias logren un lugar fundamental en el mundo de los negocios. Los chinos y otros asiáticos estamos poco a poco copando las actividades comerciales de occidente. China, Japón, Corea, Hong– Kong, Taiwán, suenan todos los días en las bocas de los insaciables derrochadores de Europa y América. ¡Hemos logrado que nuestra raza sea conocida y respetada! Hace unos años, ser asiático en occidente significaba lisa y llanamente servidores de los blancos. ¡Hoy, tenemos los negocios llenos de empleados occidentales que trabajan para nosotros! Los asiáticos estamos en la caja, manejamos el dinero.
–…Y el dinero es poder aquí y en Occidente.
– Para lograr ser respetados hemos tenido que sufrir mucho durante generaciones, durante siglos, siempre con la cabeza baja, lavando ropa y limpiando pisos de los blancos. Pero llegó la hora de Asia. ¡Nuestra hora!
– Las oportunidades son como relámpagos, perduran muy poco tiempo. Si no se tienen los ojos muy abiertos pasan frente a nuestras narices sin verlas. Ahora he visto una gran oportunidad para acaparar el mayor mercado consumidor de drogas del mundo. El riquísimo mercado norteamericano, ¡más de ciento cincuenta mil millones de dólares al año!
– He vivido mucho tiempo entre los americanos y no comprendo a esa raza de comerciantes…
– Son capaces de exterminar a medio mundo en una guerra por la defensa de una extraña libertad, que no es otra cosa que su libertad comercial. El americano mide a un hombre por su ética comercial. Nunca lo olviden. Pueden ser unos verdaderos hijos de perra en todo, menos en los negocios, ni en el pago de los impuestos, ni en la calidad. En eso, y sólo en eso, siempre serán confiables.
– En Norteamérica compren y vendan a los americanos, nunca los engañarán. Pero tampoco se les pase por la cabeza intentar joderlos. Cumpliendo esos mandamientos económicos, son aceptados como “buenos ciudadanos”.
– Para tomar un país es necesario saber cómo reaccionarán cuando les pisen los cayos. Por eso les diré lo que ninguno de ustedes debe olvidar nunca, y serán las reglas de oro de nuestro negocio…
– Si vendemos un producto, que sea ese artículo y no otro parecido. Nada indigna más a un americano que recibir mercancía falsa. Eso significa que debemos tener un exhaustivo control de calidad, y eliminar sin piedad a todos los que intenten aprovecharse falsificando la mercancía. Permanentemente debemos lograr la máxima calidad. Otro factor es el peso. Estamos acostumbrados a usar medidas aproximadas. Eso no sirve más. Desde ahora en adelante únicamente se usarán balanzas electrónicas de alta precisión y pesado automático. Las partidas serán pesadas con una precisión a la centésima de gramo y ensobradas también de forma automática. Tomen nota y controlen electrónicamente que ningún paquete pese ni más ni menos y sean todos idénticos y de máxima pureza. Con este método será más fácil conocer si sufrimos algunas fugas en el transporte y si algún idiota se atreve a alterar nuestro producto. Con esto tenemos calidad y peso exacto de cada dosis. Las dos primeras condiciones.
– La sanidad y la higiene es una manía yankee. Debemos entregar nuestros productos envasados en atrayentes sobres de plástico aluminizado cerrado herméticamente al vacío, con los análisis químicos reales impresos en cada dosis. La imagen es tan importante como el producto.
– ¡Si los yankees vieran cómo procesamos el opio y los lugares donde está almacenado! ¡Si vieran a las ratas defecarlo y roerlo a voluntad y a los perros mearlo a su gusto, y la falta de higiene que existe en las zonas de recolección, desde las manos sucias con residuos fecales que suelen tener los que lo amasan, hasta los roñosos lugares donde lo depositan, vomitarían de asco y dejarían de ser drogadictos!
– Recuerden. Calidad, precio exacto y la mayor higiene. Y además, el cumplimiento de los contratos.
– Sobre este punto tenemos muchas variables que pueden afectar las entregas de la mercancía en tiempo y forma: Barcos que se demoran, la Interpol, la DEA, aduanas que descubren los envíos y tantas otras. ¡Pero debemos cumplir! Para ello necesitamos tener un stock de reserva de opio, morfina y heroína dentro de los Estados Unidos para cubrir esos altibajos imprevisibles. El lema es cumplir siempre. Resumiendo: cumplimiento absoluto con máxima calidad, higiene y peso exacto.
– Se habrán dado cuenta que no traté como prioritario el tema del precio. ¡Eso es libre! Estamos en un mundo de comerciantes regido exclusivamente por la ley de la oferta y la demanda. Cuando escasean los productos o su calidad es extrema, consideran justo pagar más. El precio no debe preocuparnos, siempre será excelente.
– El anciano Ling Tung, levantó la vista y recorrió las caras de su auditorio. Todas estaban concentradas. Todas menos la de Michel. Para él, esas reuniones eran una jodienda que lo aburría mortalmente. Se ponían interesantes cuando terminaban…
El astuto chino no dijo nada, ya conocía demasiado a los occidentales como para sorprenderse, nacían y morían irrespetuosos ante los ancianos de cualquier raza. Era pedirle a un burro que cante como un ruiseñor. Lo que no tiene solución, no debe preocupar la mente. Dejó pasar un largo silencio que aumentó aún más la atención de los asiáticos, y aletargó a Michel en igual medida.
– Se preguntarán a qué viene esta nueva reorganización de nuestro sistema comercial. Pues sencillamente, a que el sistema americano es mejor que el nuestro. Oriente prospera económicamente por primera vez en la historia con metodología americana y es señal de maestría aprender de la experiencia ajena.
– Otro motivo, el más importante, tiene referencia a las oportunidades…
– Estamos delante de una espléndida ocasión para copar el mercado de las drogas de los Estados Unidos. Pasaré a explicarles detalladamente: Ha sucedido un hecho inédito en la historia del tira y afloja de la Mafia siciliana y la DEA, y aunque desconocemos por qué sucedió, todos conocen sus efectos.
– De un día para otro, se realizó una redada general en los Estados americanos, que sacó de circulación a miles de personas que manejaban la cocaína en la Unión. Hace sólo unos meses que esto sucedió, y los drogadictos ahora pagan más del triple por basura falsificada, y cuesta conseguirla. Hemos vendido toda la heroína que teníamos reservada para un par de meses en solamente dos semanas. Y nos piden a gritos les vendamos más.
– La Mafia italiana ha perdido a su jefe, un tal Frank, que nunca conocí personalmente pero sé que la manejaba con brazo de hierro. Mantenía el poder político y legal suficiente para impedirnos meternos en sus territorios. Aparecíamos, y la policía nos echaba el guante.
– Ese siciliano llamado Frank, manejaba la cocaína y la marihuana de los carteles de Medellín y Cali. Pero ahora, los cabecillas de las principales familias ligadas al narcotráfico latino están presos. ¡Y seguirán presos! En la Unión la ley se respeta… casi siempre. Esa es otra característica que debemos saber de los americanos. Cuesta fortunas comprar abogados y jueces, y muchos son incorruptibles, pero si se demuestra que no cumplieron un pequeño procedimiento judicial, los imputados, por más culpables que sean, quedan libres. La compra de políticos y jueces es más fácil para los italianos, pues muchos descienden de ellos. Para nosotros, un sueño casi imposible.
– Ningún americano se venderá a un asiático. Al menos por ahora…
– Los carteles de Cali y Medellín se pelearon. El de Cali prácticamente no existe, y el de Medellín quedó maltrecho. Está debilitado. Los envíos de marihuana y cocaína que salen de Colombia por la península de la Guajira y Santa Marta son muy reducidos. Los compradores americanos están presos o siendo juzgados. Tenemos delante nuestro miles y miles, quizás millones de brazos crispados que se levantan con puñados de dólares pidiéndonos drogas. Cualquier droga. Ellos nos darán dólares. Muchos dólares. ¡Miles de millones de dólares! ¡Un negocio de más de cuatrocientos millones de dólares diarios! El mayor negocio del mundo… si descontamos a los fabricantes de armas y los petroleros… y a los dueños del mundo.
– Esta es la ocasión para copar occidente con la heroína y la marihuana en gran escala, y luego quizás con la cocaína. Cuando intenten recuperarse los latinos, no dejaremos que lo hagan… los clientes serán nuestros y estarán muy conformes con la higiene, calidad y cantidad de nuestra mercancía.
– Maestro, ¿qué planes tiene para los dragones? Preguntó muy respetuosamente Silk, moviendo cadenciosamente sus cuidadas manos.
– Haberlo llamado “maestro” era lo más preciado en su raza. El Tigre agradeció con la cabeza y siguió explicando…
– Cada uno en su puesto debe aumentar la producción. Plantaremos amapolas en todos los campos aptos, y daremos trabajo a todos los campesinos que estén en condiciones de hacerlo. Abonaran la tierra con productos industriales balanceados según la necesidad de los suelos, de acuerdo a los estudios de pedología y edafología que nosotros haremos de las tierras.
– Organizaremos la compra del opio a un precio fijo para todos, algo mayor que el que se paga actualmente para incentivar la producción y la voluntad de trabajo. Eliminaremos drásticamente al que intente comprar opio fuera de nuestra organización, que será exclusivamente la Secta del Dragón.
– Para tener el control total, instalaremos fábricas de heroína de última generación cerca de los centros de producción, con tecnología y calidad garantizada. Estaremos comunicados en forma permanente con un sistema criptográfico simbólico chino adecuado, que será indescifrable para los occidentales. Usaremos para comunicarnos un código con nuevos sinogramas modificando los significados normales, significados que solamente nosotros conoceremos.
– Tendremos una empresa moderna y todos serán inmensamente ricos.
Si las palabras del Tigre resultaban interesantes, las últimas despertaron el mayor interés. Hasta lograron que Michel Vavarie girara lentamente la cabeza y mirara al chino con curiosidad.
El anciano levantó una mano, y Yuan Yat–sen colocó en ella un portafolio rojo con ideogramas. Lo abrió ceremoniosamente en profundo silencio, y repartió a cada uno de los presentes el plan de trabajo que correspondía a su función en la organización.
– Allí está todo lo necesario. Lo estudian y lo destruyen con fuego. No dejen papeles sueltos. Los occidentales siempre buscan papeles. Estudien durante dos días lo allí escrito. Nos reuniremos nuevamente el viernes a las nueve de la mañana aquí mismo, para solucionar los problemas que encuentren al plan.
Terminada la reunión de trabajo... empezaba Michel.
Destapó unas botellas de “vin rouge” con la maestría de un cantinero; sacó por arte de magia jarrones de cerámica de scotch whisky Ye Monks de Luxe y botellas de Chivas Regal Royal Salute, champagne Cordon Rouge, Foundres Reserve Port de Sademan, vinos portugueses, y cerdo asado rodeado de una colección de bocadillos chinos y nepaleses, preparados por Lulú. Ninguno de los presentes extrañó el licor de arroz ni el té. Michel era un francés de alma.
Lo primero para él, era la buena mesa.
Fue el único que no recibió papeles del Capo de la Mafia China. Él estaba en otra etapa. La final.
Mientras los demás estudiaban y discutían la propuesta del Tigre, Michel vagaba por las polvorientas calles de Katmandú, al lado de hileras de casas de madera bellamente talladas y jamás mantenidas, donde la pintura original debía durar para siempre, y con los menos lavados posibles.
Bandadas de chicos con vivarachos ojos negros, y alguno que otro de dudosos ojos azules, herencia de algún trotamundos que busco el paraíso de la droga libre, se ofrecían para guiarlo, parloteando en dos o tres idiomas que habían aprendido en su trato con los hippies y los drogadictos occidentales que allí se asentaban por unos meses.
Con su aparente despreocupación, observaba todo lo que veía con más cuidado que los demás turistas. Contrató a un chiquillo despeinado y bastante zaparrastroso que caminaba descalzo a su lado con los aires de mundo de un pequeño gánster, hablando un argot afrancesado plagado de improperios y maldiciones propios de Marsella. Tendría unos ocho años vividos intensamente a su absoluto arbitrio, y le recordaba su infancia…
Le divertía hablar de hombre a hombrecito con un vocabulario que incluía tres barbaridades en cada frase, seguramente enseñadas a propósito para reírse de él por los trotamundos que pasaban el día recostados en la semiinconsciencia de una dosis de heroína, tomando sol en las escalinatas de la plaza Durbar.
Lo llevó por el templo de la virgen vestal Kumari, el templo Kashtamandap, que según el chiquillo lo habían edificado con la madera de un solo árbol, luego a la estupa budista Swayambhunath, ubicada en lo alto de la hermosa colina que permitía la vista de Katmandú y sus alrededores.
Estuvo conversando con algunos jóvenes franceses que frecuentaban la plaza Durbar, sentado en las escalinatas de la Stupa blanca y radiante, mientras le ofrecían drogas de todo tipo en bandejas colgadas al cuello. Pero eso le resultaba demasiado aburrido, ya conocía todos los templos, pagodas y stupas de Asia.
Le dio unos dólares al muchacho y le pidió que lo llevara al mejor bar donde tomar un trago y buscar amigos.
Luego de caminar unas tres cuadras, el chico le enseñó con la mano un parador que aparentaba estar en ruinas, despintado y sucio como tantos por la zona. Pero Michel estaba acostumbrado.
Abrió la puerta y parpadeó ante la oscuridad del interior. Cuando sus ojos se habituaron a la penumbra, logró distinguir un mostrador y unas mesas con hombres medio alcoholizados o drogados, casi todos occidentales, y un par de chinos hablándose al oído en un rincón. Se apoyó en el mostrador de madera y notó que la pegajosa mugre podía rasparse con un cuchillo. Pero eso no tenía importancia en esas zonas.
– Sírveme un whisky.
Al sentir la palabra “whisky”, un hombretón bastante achispado se acercó a él tambaleando. Arrastró un banco de madera y se sentó a su lado mirándolo inquisitivamente.
Michel lo ignoraba.
El gigante, seguramente algún nórdico por sus rasgos y su piel rosácea, con un tupido vello rojizo que asomaba entre su camisa medio abierta, estaba con toda seguridad bajo los efectos de algún alucinógeno. Mascaba algo gomoso, en tanto que los ojos obnubilados y perdidos oscilaban en su cara tratando de que Michel lo mirara. Hasta que se cansó de buscar su atención.
Le plantó la manaza sobre el hombro y lo giró bruscamente, al tiempo que le decía algo en un idioma que Michel no entendió, pero comprendió se refería al whisky. Le dio la botella sin mirarlo. Era una bebida adulterada por esas fábricas de whisky escocés que tienen los asiáticos. Una verdadera basura.
Agarró la botella y se la bebió mirando al techo de un solo tirón, como si fuese una mamadera de leche dorada. Trató de aproximarse torpemente, señalando que quería más. Michel lo separó con su mano, y el gigante cayó al suelo como una bolsa de papas. Allí comenzó a roncar.
Sus compañeros de mesa se levantaron enfurecidos. Uno de ellos, también con rasgos occidentales, tomó una botella de gin por el cuello, y le dio un golpe en el borde de la mesa sacándole la base y dejando afilados cuchillos de vidrio al descubierto. El otro sacó una navaja automática que chasqueó metálicamente al abrirse. Avanzaban amenazantes, envalentonados por el alcohol y la heroína.
Michel no deseaba problemas. Comenzó a dar un rodeo para emigrar del local, cuando alguien que estaba a su espalda lo sujetó vigorosamente de las ropas.
Michel era marsellés y aventurero, en su errante vida había desfilado por los peores tugurios de Asia y había sobrevivido. Pero sus métodos de supervivencia eran demasiado drásticos. Sacó de entre sus ropas una pistola Steyr Parabellum GB de 9 mm., y disparó al que lo sujetaba desde atrás sin mirarlo. Apuntó fríamente a los dos que tenía delante, y los revolcó en el suelo con un tiro en las piernas a cada uno. Miró fijamente a los demás clientes, y guardó el arma con una calma mortífera que dejó helados a los parroquianos. Salió despacio, sin preocuparse de mirar atrás.
¡Se acabaron las reuniones para mí! Pensaba el marsellés. Que las sigan los muchachos con sus dragoncitos tatuados… Debo buscar aire fresco. Regresó a su casa, y dejó un mensaje escrito a Lulú para el Tigre.
Con un pequeño bolso de mano se fue hacia el aeropuerto. Alquiló sin regatear una avioneta Piper bimotor, para hacer un itinerario fotográfico de los arrozales de Nepal y las estribaciones del Himalaya. El piloto hablaba inglés y se entendieron estupendamente. Era un día espléndido para ver desde cerca la ruta hacia el Everest.
En pleno vuelo, inesperadamente apagó la radio, y le pidió al aviador que lo dejase en Gorakhpur, en la India. El desconcertado nepalí accedió entusiasmado con numerosos asentimientos de cabeza cuando vio que la negra boca de una pistola automática le estaba apuntando.
Aterrizó en unos campos sin labrar antes de llegar a la cuidad y le dijo afectuosamente al piloto, mientras le entregaba un fajo de dólares: – Regresa inmediatamente a Katmandú, jamás me has visto y aquí no ha pasado nada. Si me entero que abres la boca, volverás a volar por los aires… Pero sin el Piper.
El piloto levantó su dedo pulgar en una actitud muy yankee, se remetió los billetes entre sus ropas y desapareció en los cielos.
Michel se evaporó misteriosamente en la inmensidad de Asia, su otro hogar.