Читать книгу Pasiones sin nombre - Desiderio Blanco - Страница 22
2.3.2 Sentido y no-sentido
ОглавлениеA fin de extraer de estas observaciones una interpretación crítica de conjunto, podríamos decir, de manera deliberadamente un tanto provocativa, que la primera parte de De la imperfección trata en el fondo de las formas posibles del no-sentido, poniendo de relieve dos de ellas, complementarias entre sí: la primera procede de la pura continuidad –es la supuesta uniformidad pesada y engorrosa de lo cotidiano, capaz de “desemantizar” todas las cosas–, mientras que la otra, su contraria, nace de la discontinuidad radical –de una dispersión que impide que el sentido “cuaje”–. Por el contrario, la segunda parte del libro apunta al restablecimiento de un mundo que hace sentido, y sugiere para eso un doble proceso de negación creadora que desemboca en la producción, por un lado, de formas de lo no continuo que permitan la aparición de efectos de sentido “modulados”, y por otro, de articulaciones no discontinuas, potencialmente generadoras de “armonías” significantes.
Podemos esquematizar esta interpretación de la manera siguiente:
En Greimas, la primera de esas formas, la del no-sentido, ligada a un tipo de manifestación de lo continuo que él denomina “rutina” (en posición 1 en el esquema), está explícitamente vinculada a la idea de un mundo desemantizado, totalmente idéntico a sí mismo, muerto en cierto modo, o en todo caso que “no representa la vida”, puesto que apela a la constitución de “otro lugar imaginario alimentado de espera y de esperanza” (De l’I., 84). La otra forma de negación del sentido (en posición 3 en el esquema) es la de un mundo no “desemantizado” por la repetición o por la permanencia de lo mismo, es decir, por el exceso de previsibilidad, sino convertido en sinsentido por la imprevisibilidad de los “accidentes estéticos” que provocan ahí aleatoriamente las inscripciones siempre posibles de una alteridad radical.
Es cierto que, contrariamente a las perturbaciones de orden pasional del otro libro, ninguno de los accidentes estéticos en cuestión nos es presentado como sinsentido en sí mismo, puesto que, al contrario, cada uno de ellos hace figura de brusca revelación del sentido por la mediación de lo sensible. Por ejemplo, la suspensión de la última gota de la clepsidra provoca en Robinson, el héroe del relato de Michel Tournier, la intuición súbita de un “mundo otro”, es decir, “verdadero”, deslumbrante justamente porque hace sentido, a diferencia del mundo “ordinario”, del que se podría decir, por contraste, que apenas tiene una pizca de “significación”. No por eso el conjunto de los “accidentes” analizados (tanto en el texto de Tournier como en los otros cuatro) deja de inscribirse dentro de un sintagma narrativo global que encadena una sucesión de experiencias absolutamente heterogéneas y hasta contradictorias entre sí. De donde surge, por decirlo familiarmente, su carácter de “sin pies ni cabeza”: del tedio del día a día al deslumbramiento inesperado, del marasmo al éxtasis, y luego, del éxtasis al marasmo; si tales idas y venidas tienen algún sentido, ¡lo que quieren decir es por lo menos enigmático!
Tanto y más que en cada uno de esos casos, el accidente propiamente dicho –la catástrofe o el milagro responsable del “deslumbramiento”– no parece resultar de nada que lo preceda. “Evento” inexplicado que cae “del cielo” sin que se lo pueda prever ni pueda uno prepararse para él, es decir, sin hacerlo venir. Después, una vez que ha ocurrido, deja que el sujeto recaiga como aturdido en un estado que no tiene, de nuevo, ninguna relación con la experiencia anterior. Como pura secuencia de discontinuidades, un sintagma semejante, considerado como un todo, solo puede producir, por decirlo de otro modo, un efecto de falta de ilación que constituye, propiamente hablando, en el plano de la vivencia, el equivalente de un caos semántico. Es comprensible que, en tales condiciones, el sujeto, milagrosamente privado de todo control sobre su entorno y sobre sí mismo, únicamente pueda guardar, a lo sumo, de su “deslumbrante” aventura, un poquito de “nostalgia” (De l’I., 17, 90).
Por el contrario, la segunda parte del libro cambia la vida, o al menos trata de introducir en ella un verdadero sentido por medio de la superación de ambos polos de la categoría continuo versus discontinuo –sobre la cual reposa la filosofía catastrofista precedentemente desarrollada–. Una primera posibilidad (figurada en el esquema por el paso de 1 a 2) es ofrecida por la negación de lo continuo, de lo monótono, de lo rutinario, de lo perfectamente programado, operación susceptible de traducirse en superficie por la aparición de cierta “fantasía”, es decir, por un margen de inesperado en la realización de los programas, por ejemplo por la introducción de variaciones cualitativas, o, por qué no en este estadio, de modulaciones cuantitativas a lo largo del sintagma. Pero es más bien la otra posibilidad sugerida por el modelo la que parece retener la atención de Greimas, la que consiste en explotar la negación de lo discontinuo: superación de lo aleatorio y de lo caótico (paso de 3 a 4). Allí aparece de manera decisiva lo que el autor llama el “hacer estético” del sujeto (De l’I., 79), actividad concertada y orientada que apuntará esencialmente a introducir encadenamientos, “enlaces”, una sintagmática controlada, y –elemento crucial– un espesor temporal en las interacciones entre las gentes y las cosas, de tal manera que resulta posible organizar la búsqueda del sentido, si no programarla, en lugar de quedar reducidos a esperar que la revelación advenga de pura suerte, por gracia o por accidente. Eso supone, cuando menos, el reconocimiento de cierta cohesión (tal vez también de alguna forma de “inherencia”, según expresión de Merleau-Ponty8) entre las magnitudes de diversos órdenes que están en juego: entre un hacer y otro hacer, o entre un hacer y el estado resultante. En otros términos, el estado de alma, la “pasión”, y más generalmente el padecer, cuya experiencia de orden estésico constituye evidentemente una parte esencial, no se plantearán ya como la antítesis de la “razón”, sino que serán considerados desde el punto de vista de la manera como se articulan con el hacer (con la “acción”) del sujeto, y más especialmente con la manera de interactuar con el objeto –o con otro sujeto–, ajustándose en acto. Solo, en efecto, un determinado modo de “ajuste” [adecuación] (el término se encuentra en Greimas: De l’I., 40), una forma u otra de permeabilidad y de sintonía, en definitiva de orden somático, entre elementos copresentes en el espacio o articulados en el tiempo puede dar, poco a poco, un sentido, si no a “la vida” en general, por lo menos a la copresencia de los sujetos, a su estar-conjuntos, y eso no en un “mundo otro”, por así decir trascendente, sino, hic et nunc, en la inmanencia sensible de la existencia cotidiana.
De manera más general, se podría decir que ese paso de lo discontinuo a lo no discontinuo da cuenta del paso de la discordancia a las diferentes formas de armonía donde las partes se arreglarán entre sí para construir un todo que se sostenga a sí mismo. Podemos pensar, por ejemplo, en lo que cambia entre el momento en que los músicos de una orquesta “afinan” sus instrumentos cada uno por su lado (o a lo sumo de dos en dos, o de instrumento en instrumento) y, en esa medida, “no se ponen de acuerdo” entre sí –de donde surge ese efecto de cacofonía y de “caos” (posición 3 del esquema)–, y el momento siguiente (indicado en 4), cuando, por el contrario, comienzan a tocar todos juntos, precisamente cuando se ponen de acuerdo unos con otros, es decir, cuando ajustan sus diferencias (sin neutralizarlas), haciendo que “se acoplen” unos con otros: la cacofonía se transforma entonces en sinfonía. Paralelamente, si por continuo en sentido estricto se designa un sintagma hecho únicamente de la repetición indefinida del (o de los) mismo(s) elemento(s) –monotonía perfecta, representable, por ejemplo, por un mismo sonido indefinidamente “mantenido” (posición 1 del esquema)–, queda claro que un sintagma semejante se opone tanto a la cacofonía representada por lo discontinuo en sentido estricto, pura alteridad de los componentes, de unos con respecto a los otros (posición 3), como a la armonía sinfónica que se puede oír con la aparición de lo no discontinuo, configuración en la que los elementos se ajustan unos con otros, y tienden por eso mismo a crear un efecto de diversidad –de vida– en el interior de una unidad englobante dotada en sí misma de sentido (según la posición 4, de nuevo).
Para prever, por lo demás, algunos de los valores que los términos polares de la categoría de base que aquí opera –lo continuo y lo discontinuo– pueden teóricamente adquirir no solamente bajo el ángulo estésico, sino también más generalmente en términos ideológicos, hay que advertir que tanto uno como otro tienen grandes posibilidades de aparecer, en numerosos contextos, como muy cercanos de lo intolerable, y hasta de lo “mortal” en sus efectos. Así, lo continuo, por poco que se manifieste con insistencia, por ejemplo en el plano de la percepción visual o sonora –ya como repetición indefinida, ya como persistencia inmutable–, se convierte rápidamente en insoportable. Por su parte, el caos total, o la inconstancia radical que sería el equivalente de un discontinuo en estado puro, donde no se pudiese uno fiar absolutamente de nada, donde ninguna regularidad pudiera ser identificable, sería igualmente insoportable. No obstante, aunque esos dos extremos nos parezcan, en ese sentido, igualmente “inhumanos”, no lo son de la misma manera: mientras que lo continuo nos llevaría, en términos schopenhauerianos (y también, como lo hemos constatado, “greimasianos”), a hacernos morir de tedio (porque es siempre lo mismo lo que acontece), lo discontinuo nos llevaría más bien al polo del dolor (la cacofonía perfora los oídos).
Además, las variables de orden aspectual en torno a las cuales se articula implícitamente nuestro modelo (la iteratividad de lo rutinario, la puntualidad de lo accidental, etc.) son bastante generales para que el dispositivo valga, en principio, también para dimensiones de la experiencia distintas de las temporales. Por ejemplo, en primer lugar, para la dimensión espacial. Para seguir por un momento a Greimas en su gusto por las realidades “de todos los días” (lejos, una vez más, de la “gran estética”), retengamos por un instante el tema del ordenamiento de los paisajes urbanos, y consideremos las diferentes maneras como dichos paisajes pueden llegar a hacer sentido, o no. Podemos tener, para empezar, configuraciones de tipo barrio industrial “a la europea”, con filas sin fin de casas idénticas, pegadas unas a otras: realización banal de un continuo donde el exceso de cohesión, y por consiguiente de previsibilidad, contiene todas las probabilidades de inducir un efecto de monotonía desesperante; tal sería el ejemplo típico del paisaje “desemantizado” (posición 1). En el polo opuesto, igualmente estereotipado aunque más pretencioso, tendremos (en 3) el estilo del barrio “chic” –a la americana, se entiende–, mezcolanza más o menos extravagante de estilos desprovistos de toda coherencia, caos urbanístico o capricho arquitectónico, que, en términos estéticos, engendra el sinsentido.
Pero, complementariamente, vemos cómo se podría poner remedio a una y otra de esas formas de lo inhabitable: de un lado (pasando de 1 a 2), por medio de un urbanismo que trate de romper la monotonía, de modular la uniformidad introduciendo un poco de “desorden”, de “inesperado”, o de “pintoresco” en el decorado, en una palabra, de “fantasía”, es decir, de lo no continuo –sin sobrepasar, claro está, ciertos límites, pues en tal caso, correríamos rápidamente el riesgo de caer en lo discontinuo (remontando de 2 a 3 según una implicación lógica, a la vez prevista por el modelo y comúnmente constatable en las realidades empíricas de las que pretendemos dar cuenta)–; y de otro lado (yendo de 3 a 4), por medio de estrategias orientadas, por el contrario, a la promoción de lo no discontinuo, tratando simplemente de introducir, frente a la proliferación de estilos, un mínimo de cohesión: corresponde evidentemente a la municipalidad, instancia homogeneizante, poner en práctica un principio unificador de ese género, aunque solo fuera plantando, por ejemplo, unas filas de árboles, o instalando un sistema de alumbrado público susceptible de dar a la ciudad un semblante de homogeneidad (si no de armonía), a pesar del carácter heteróclito de las opciones “estéticas” locales.
La lectura de De la imperfección invita, pues, a multiplicar las vías de acceso a la inteligibilidad de lo sensible. Hemos distinguido dos grandes líneas de interpretación, una catastrofista –rutina y accidente– y otra constructivista. La segunda se orienta hacia configuraciones en las que la presencia de un sentido se hace sentir de un modo “melódico” o “armónico”, que suponen, a su vez, el reconocimiento de un rol igualmente activo en los dos participantes –sujeto y objeto– implicados en los procesos de construcción del sentido. A esta última lectura nos atendremos en adelante. Ante todo, porque es la única que nos pare-ce conforme con la actitud epistemológica adoptada por Greimas a lo largo de todas sus obras, pero además, y sobre todo, porque, como se verá por lo que sigue, abre numerosas pistas nuevas para el avance de la investigación.