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3.2.1 Tener o ser
ОглавлениеEs posible que se nos objete que proyectar hipotéticas diferencias de grados de “profundidad” que afectan a los efectos de la interacción sobre el reconocimiento de regímenes de interacción distintos responde a un proceder circular, por tanto trivial. Sin embargo, para que un actante actúe sobre otro, es necesario, al menos, que de alguna manera se encuentre con ese otro y se confronte verdaderamente con él. Pues bien, eso es precisamente lo que excluye de entrada el régimen juntivo, puesto que, como hemos visto, los protagonistas jamás se ponen allí en contacto directo, sino, a lo sumo, por intermedio de valores reificados que circulan entre ellos. Todas sus relaciones se hallan mediatizadas por transferencias de orden objetal (gracias a las cuales, cada uno toma en cuenta exclusivamente la realización, por su propia cuenta, de un recorrido preprogramado); es la definición misma de ese régimen la que impide considerar en su marco cualquier relación de “influencia”, o, como lo justificaremos más adelante, de “contagio”8. En las condiciones creadas por el modelo del intercambio y de la junción, los protagonistas, en el mejor de los casos, solo pueden ayudarse mutuamente, y en el peor, entorpecerse unos a otros, funcionalmente, en la ejecución práctica de sus respectivos proyectos, acelerar o retardar, facilitar o complicar la marcha de sus recorridos, pero de ningún modo desviar su trayectoria. Dicho de otro modo, el efecto de las interacciones colocadas bajo ese régimen solo puede consistir en confirmar o en reforzar lo mismo que ese régimen presupone, a saber, las distancias que separan, unas de otras, unidades ancladas cada una en su propia actitud.
A decir verdad, el régimen alternativo, el de la copresencia y de la unión, manifiesta, mutatis mutandis, el mismo género de redundancia, pues permite confirmar también, por su funcionamiento, sus propias condiciones de posibilidad. De hecho, toda influencia en profundidad, de sujeto a sujeto, parece suponer algún grado de afinidades mutuas (o de “inherencia”) entre “partenaires” en trance de interactuar, en parte ya establecidas, como si, según la fórmula consagrada, fuese el “destino” el que hubiese vinculado a uno con otro.
En todo caso, así como la sintaxis de las junciones confirma siempre una distancia fundamental, la de la unión tiende a sugerir, por construcción, la existencia de una proximidad establecida de antemano entre actantes, a tal punto que, si su encuentro resulta feliz, adquiere con frecuencia para ellos el sentido del retorno de una suerte de “déjà vécu” [“ya vivido”]9.
Sea lo que fuere, las relaciones de tipo inmediato que se van a desarrollar ahora entre actantes tendrán el poder de afectarlos cualitativamente en su ser mismo, por oposición a las transferencias de tipo juntivo, las cuales solo conciernen al registro y a la cantidad de sus haberes. ¿No se dice, por ejemplo, que escuchando interpretar e interpretando a Haydn, el niño Mozart llegó a ser Mozart? Si tal fuera el caso, la partitura escrita por el primero –el maestro– no cumplió la función de un simple objeto de valor –objeto de conocimiento o de agrado– que el segundo –el alumno– hubiera querido apropiárselo, con el que hubiese deseado “conjuntarse” para liquidar alguna carencia, o incluso, con el que hubiera soñado “fundirse” por mero placer.
Por el contrario, el llamado objeto, el texto, la cosa musical, interviene en este caso como un interactante en el sentido pleno del término, como un verdadero co-sujeto capaz, por su contacto intencional y dinámico, de poner estésicamente a prueba al joven músico, y a través de ese contacto en forma de prueba, de hacerlo ser, de una vez por todas, otro distinto del que era, de transformar sus potencialidades (sus “dones”) en una manera efectiva y nueva de estar-en-el-mundo; en una palabra, de revelarlo a sí mismo, y haciéndolo, de contribuir de manera decisiva a hacer nacer al futuro compositor.
Una de las cuestiones que se plantean en este estudio consiste en saber hasta qué punto es posible llevar la diferencia entre los dos regímenes de sentido y de interacción que venimos considerando, a la oposición entre una lógica fundada en el “ser” [être] y una lógica del “tener” [avoir]. Es cierto que el empleo de esos predicados en el metalenguaje semiótico no ha dejado nunca de plantear problemas. Decir que alguien “tiene fortuna” (o “riquezas”) o decir que “es rico”, ¿es afirmar dos veces exactamente la misma cosa? Según la gramática, las dos fórmulas serían funcionalmente equivalentes. Con una pequeña diferencia, sin embargo. En el caso del enunciado atributivo –“tener dinero”–, se trata de sujetos que parece que asumen, en cierto modo, además de lo que “son”, el rol, visto como más o menos accesorio y casi accidental, de poseedores de cantidades determinadas de bienes; fulano es así o asá, y además, se da el caso de que “tiene” una gruesa suma en el banco. Del otro lado, en cambio, con los enunciados calificativos del género “ser rico”, la posesión de los valores, cualquiera que sea la cantidad, constituye parte integrante de la definición cualitativa, existencial del sujeto, y su cualidad misma de “poseedor” aparece entonces como aquello que hace de él lo que es, no accidentalmente, sino, por así decirlo, por naturaleza: un afortunado, alguien que es “rico” –algo, medianamente, inmensamente–, como otros pudieran ser, de una vez por todas, “bellos” o “feos” (más o menos), “brutos” o “inteligentes”, etcétera.
Para testificar el alcance de estas distinciones, volvamos por un instante al caso del joven arribista que marcha a la conquista de París: no carece, en efecto, de cierta ambigüedad en relación con el aspecto que nos ocupa. A pesar de que ha partido de nada y de que antaño se haya sentido despojado de todo, su satisfacción presente se debe menos a los goces pragmáticos que su holgura actual le permite, que a una suerte de satisfacción moral: altivez por haber llegado a tener finalmente de qué vivir (incluso en demasía), y, sobre todo, satisfacción de orgullo unida a la seguridad íntima que ha adquirido de ser ahora, de veras, ante los otros, y también, lo más importante, a sus propios ojos, “un rico”. Desde este punto de vista, el “ser” prima para él sobre el “tener”. Y sin embargo, lo hemos caracterizado hace un momento por su vinculación con el tener, definiéndolo fundamentalmente como un “poseedor”. De hecho, nos encontramos ante un caso relativamente paradójico, en el sentido en que, en él, solamente por el “tener” se constituye y se define el “ser”: solo podrá evolucionar dentro de relaciones del tipo “posesión”, y solo se reconoce a sí mismo a través de ellas. En otros términos, se define por sus “propiedades” en el sentido primero de esa palabra, por las propiedades-posesiones, la mayor parte de ellas de carácter cuantificable, que ostenta porque le han sido conferidas desde fuera, o porque se las ha quitado a otro, y no por las propiedades-cualidades que podrían caracterizarlo desde el interior. Eso nos ha conducido a afirmar que incluso si un personaje de ese género solamente llega a ser lo que es (solo accede a su propia “entelequia”) en el momento en que llega a ser verdaderamente rico, era, no obstante, ya un auténtico poseedor, aunque se encontrase aún privado de todo, y lo seguirá siendo hasta el fin, aun cuando un día vuelva a quedar en la ruina.
Pero –paradoja suplementaria– las relaciones que un sujeto constituido de ese modo puede establecer con los objetos que tanto le cuesta adquirir, no serán jamás relaciones de las que pueda nacer, entre ellos, alguna forma de connivencia, de inherencia o de intimidad. Porque un auténtico, un puro, un verdadero poseedor, un poseedor de alma raramente es capaz de gozar de las cualidades inmanentes y específicas que un objeto puede presentar. Lo que basta para satisfacerlo es el hecho mismo, o al menos el sentimiento –la certeza íntima– de poseerlo. Su placer supremo es, como se dice, un placer “celoso”, ante todo de orden cognitivo: placer de saber (o de creer) que la cosa es absolutamente suya, que puede disponer de ella en todo momento, ejercer sobre ella sus derechos de propietario; en breve, que él es el único y todopoderoso dueño, hasta la destrucción, dado el caso. A esa forma de pasión de objeto, paradójicamente tan desatenta a las cualidades intrínsecas de las magnitudes poseídas, vemos de inmediato que se puede oponer otra; exactamente con idéntica relación a las mismas entidades colocadas en posición de objetos: una pasión muy cercana y no obstante bien diferente, que, frente a las cosas y frente a las personas, consistiría en gozar no ya en abstracto y como intelectualmente de la posesión de lo que se tiene, sino concretamente, sensualmente, intersubjetivamente e intersomáticamente, de sus “propiedades” específicas, es decir, de sus cualidades intrínsecas.