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3.1.1 La junción: una economía narrativa

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Para dar cuenta de las peripecias de la historia, grande o pequeña, se recurrió, en efecto, a un principio de reducción consistente en hacer como si los protagonistas –los actantes “sujetos”– no actuasen jamás directamente los unos con los otros, o contra los otros, sino solamente con actantes “objetos”, terceros elementos a los que se consideraba cargados de valor y, a la vez, separables de los sujetos, y destinados, por ese hecho, a circular de mano en mano entre los sujetos*. Dicho de otro modo, en lugar de dejar abierto el abanico de los modos de aprehensión de las cosas tales como se presentan en la vida misma (considerando “la vida” como una suerte de gran discurso), se ha prejuzgado en gran medida sobre su modo de organización, dando por hecho que el único instrumento válido para dar cuenta de ella tenía que ser aquel, bastante particular sin duda, pero el único verdaderamente familiar para los análisis del momento, que preside las relaciones sintácticas entre sujetos, predicados y objetos en el universo de la gramática.

De todo ello resultó un modelo de sintaxis narrativa que ofrece, sin duda, la ventaja de prestarse fácilmente a una cierta formalización, cuyo alcance, en contrapartida, se halla estrechamente limitado por una serie de restricciones a priori. En la base de esa gramática, se encuentra la hipótesis de que todas las fluctuaciones de estado que afectan a los sujetos dependen únicamente de las operaciones de junción que los ponen en posesión de los objetos de valor (conjunción) o que los separan y los privan de ellos (disjunción). Tal modelo se justifica plenamente mientras se razona teniendo en cuenta un espacio de referencia concebido como cerrado y saturado, dentro del cual todo lo que un protagonista pierde, otro debe necesariamente ganarlo. En un contexto como ese, se comprende que un sujeto pueda ponerse por meta esencial, si no única, conjuntarse con los objetos de sus deseos, o hacérselos atribuir transitivamente por otro, y que, correlativamente, los estados, eufóricos o disfóricos, de los sujetos en presencia dependan únicamente, a cada instante, del resultado de las operaciones de transferencia de los objetos de valor: apropiaciones o atribuciones, privaciones o desposesiones. Y poco importa en tales casos que esos estados concuerden entre sí, como ocurre, por ejemplo, cuando sobre una base contractual o con espíritu “altruista”, la satisfacción de uno de los participantes presupone la satisfacción del otro, o que, por el contrario, vayan en direcciones opuestas, como cuando la felicidad de uno es suficiente para provocar la desdicha del otro, envidioso o malévolo.

Todo esto corresponde sin duda a una manera concebible de “interactuar”. Atraer a sí, tomar, apropiarse de las riquezas, y con ello, aunque no sea el objetivo primero de la operación, privar a un compañero o a un rival de esas mismas riquezas, o en sentido inverso, alejar de sí algún objeto aun deseable, separarse de él, eventualmente privarse de él, para intercambiarlo por otro, o con el único fin de beneficiar “generosamente” a algún feliz elegido. Y todo constituye incontestablemente una manera de actuar sobre otro. Pero el hecho de privilegiar, en teoría como en el análisis, los desplazamientos o transferencias de objetos de valor, especialmente de orden pragmático, hasta el punto de considerar las variaciones que afectan los estados respectivos de los protagonistas y hasta la naturaleza de sus relaciones como exclusivamente y, por decirlo así, mecánicamente dependientes de la posición que ocupan en relación con ellos ciertos valores objetivados, no puede menos que suscitar algunas implicaciones en el plano epistemológico.

Lo que implica esa concepción de una intersubjetividad sistemáticamente mediatizada por los objetos, podemos resumirlo en una palabra diciendo que la gramática narrativa, tal como ha sido presentada en su forma clásica, se reduce a una economía de intercambios intersubjetivos. Desde el material “tener más” hasta el “saber más” abstracto, todo termina por monetizarse en forma de valores, unos atesorables o consumibles, otros modales, y, en tal sentido, con vocación de transitar entre poseedores, actuales o virtuales, como mercancías que, por definición, están siempre a la espera de algún nuevo adquiridor. De ahí que, a veces, nos encontremos con un género de descripciones particularmente artificiosas. Todo el mundo ha podido constatar, en efecto, a qué aberraciones puede conducir, en algunos analistas (¡y no únicamente los más novatos!), el gusto por la “formalización”, cueste lo que cueste, aliado a una posición previa y sistemática hacia la reificación de todos los valores: hablando con total serenidad, por ejemplo, de sujetos “conjuntos con la felicidad” o “disjuntos de la libertad”, como si la libertad o la felicidad pudieran ser consideradas como cosas que, al modo de cualquier mercancía, tuviesen el estatuto de unidades discretas, mensurables y transferibles entre vendedores y compradores. De hecho, es la noción misma de junción, y especialmente la de conjunción, la que reclama un análisis conceptual más fino que el que se ha hecho hasta ahora. ¿Cuál es exactamente la naturaleza de la relación que se establece entre sujeto y objeto en el momento de su “conjunción”?

Para examinar esta cuestión, nos limitaremos a los casos en los que la conjunción pone en relación un sujeto con un objeto de naturaleza pragmática y no, como en los ejemplos que acabamos de comentar, con valores inmateriales como la libertad o la felicidad, o con atributos como la belleza o la juventud, aptos para inspirar fórmulas “clownescas” como embellecer = “conjuntarse con la belleza”, o “envejecer” = “disjuntarse de la juventud”. Es cierto que, desde el punto de vista sintáctico, todos los objetos vienen a ser lo mismo. Pero no es menos cierto que tales fórmulas, que, por principio, tienen por finalidad transformar los enunciados tradicionalmente llamados calificativos (“ser grande”, “bello”, etc.) en enunciados de “junción”, tan extraños al genio de la lengua que a simple vista (“tener el grandor”, “la belleza”) solo se justifican –en rigor– desde un punto de vista estrictamente formal y práctico. Por otra parte, Greimas se resolvió a adoptar, en Semántica estructural, ese principio de reducción únicamente para asegurar la homogeneidad del lenguaje de descripción (y no sobre la base de consideraciones teóricas). Lamentablemente, lo que no era al principio más que una comodidad de escritura quedó enseguida instituido, por otros, en dogma y en práctica escolar automatizada.

A pesar de estas reservas, el modelo narrativo clásico no es capaz de dar una respuesta explícita a nuestra cuestión, concerniente a la naturaleza exacta de la relación que se establece entre el sujeto, considerado como un todo –como una “persona”–, y el objeto –el objeto material y palpable, cosa o cuerpo– en el momento de su “conjunción”. Todo pare-ce indicar, sin embargo, que se trata, ante todo, de una relación de simple yuxtaposición en el espacio. A contrario, el objeto del que el sujeto se halla “disjunto” está siempre, práctica o imaginariamente, alejado; se lo ve como fuera de alcance, y por eso mismo, deseado; en términos míticos, pertenece al espacio utópico, es decir, al espacio del Otro, a quien será necesario arrebatárselo para poder apropiárselo. La conjunción, en contrapartida, es ante todo una operación de acercamiento espacial entre los términos de la relación. Pero, al mismo tiempo, al menos en superficie, el acto conjuntivo desemboca en el establecimiento de una relación de dominación, cuya forma arquetípica es la de la relación de propiedad: desde el momento en que está conjunto con el sujeto, el objeto se convierte en su cosa para él; este tiene todo el poder sobre ella, ella “le” pertenece; está cerca de él y al mismo tiempo a su disposición: él la posee. Aunque parece que nadie le ha prestado gran atención, la terminología metalingüística lo ha dicho siempre explícitamente: las operaciones juntivas constituyen “apropiaciones”, “desposesiones”, etc.

Más en superficie, esa relación fundamental de posesión puede traducirse luego de diferentes maneras, particularmente por la consunción. Adquirirá entonces la forma de una absorción –consunción o fusión–, o la forma de una monopolización, es decir, de una salida del circuito de los intercambios: hablamos entonces de atesoramiento cuando se trata de bienes materiales, y de secuestro cuando, como en ciertas relaciones impropiamente calificadas de “amorosas”, el objeto poseído y celosamente monopolizado presenta, desde el punto de vista actorial, el estatuto de una persona. En fin, cuando se trate de objetos cuyo valor es de orden modal, la consunción propiamente dicha deja lugar al uso del objeto: por ejemplo, el sujeto ejercerá el “poder” que ha podido adquirir, o sacará partido de su “saber” a la hora de la acción. Mientras que la consunción de los valores materiales tiende lo más frecuentemente a su aniquilación, el uso de los valores modales, así como su comunicación (llamada “participativa”), no afecta su integridad (aunque no se puede excluir completamente su “desgaste”; pero ese es otro problema)1.

Lo que sobre todo importa en todo esto es que entre sujeto y objeto se mantiene, de comienzo a fin, una relación de exterioridad. Aun en el caso extremo en que el objeto es alimento y donde la conjunción adquiere la forma de una anulación física del objeto en el cuerpo del sujeto, el poseedor-manducador y lo que come permanecen estrictamente como ellos mismos hasta el último momento, hasta el instante mismo de la toma de posesión y de la absorción destructora del uno por el otro. Se pasa entonces, sin solución de continuidad, de la separación y de la diferencia, es decir, del estado de disjunción, a su opuesto, como si, antes de fusionarse, sujeto y objeto no tuviesen ninguna otra relación que la que consiste en ser, respectivamente, el sujeto y el objeto de una misma apetencia. Porque, de una manera general, en el modelo juntivo no hay lugar previsto, entre independencia de los actantes, aun a distancia, y su fusión, que por definición los reduce a una sola y única identidad, para una forma de interacción que respete la autonomía de las partes, permitiendo al mismo tiempo una comunicación profunda entre ellas.

Y si, una vez cumplida la operación juntiva final (en este caso, la absorción del objeto comido por el sujeto que se alimenta con él), el esquema narrativo no tiene nada que decirnos de lo que sucede con las relaciones entre los dos protagonistas (o, es el momento de decirlo, entre los dos “conjuntados”), ni tampoco nos dice nada de los procesos ulteriores de asimilación del objeto por el organismo del sujeto, ni de las mezclas y metamorfosis de identidades que se pueden adivinar entre actantes en ese estadio del proceso, es aparentemente porque se pasa entonces, si no a otra semiótica, al menos a otro aspecto de aquella que conocemos, a una semiótica de la materia, que está aún por elaborar en su totalidad2.

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