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Océano Atlántico, Marzo de 1917

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Para Nellie, el viaje fue difícil. Había escuchado historias de viajeros que atravesaban el océano, esperaba las tormentas que movieran el barco como si este fuera una cáscara de nuez. La tormenta de viento y olas no llegó, pero el constante vaivén del casco la hizo descomponer en varias ocasiones. Compartía el camarote, un habitáculo de madera sin ventilación, con tres mujeres y dos niños que hablaban poco, y la ahogaba ese espacio con poca intimidad. La cama era estrecha, y cuando llegaba la noche, se recostaba mirando la pared, ahuecando los brazos para contener a su pequeña, que se conformaba con sus arrullos para dormir plácidamente.

—Te prometo min lille Titte2 —decía en voz baja cuando la niña se dormía—, te prometo que un día tendremos nuestro hogar.

Los días en altamar transcurrían ocupados. Lavar sus ropas, alimentar a la bebé con las opciones que ofrecía la cocina del barco y asear su habitación era más que suficiente para entretenerse.

Traía consigo cuatro vestidos, dos para el viaje y dos para el desembarque. Un bolso que su madre le había cosido servía para la ropa y los pañales de Margarita, que el aire de mar estropeó al punto de tener que sacrificar una de sus enaguas para finalizar la travesía. También sumaba a su equipaje un pequeño baúl con libros, lápices y cuadernos del colegio, fotografías y objetos de higiene personal.

Día tras día, diseñaba mentalmente su futuro. El 15 de marzo de 1917, el número veinte en el mar, amaneció radiante. Todos los pasajeros disfrutaron del sol en la cubierta, charlaron y se armaron rondas alrededor de algunos músicos que llevaban su arte al Nuevo Mundo. Ella recostó a Margarita en una reposera, alisó su vestido y se sentó a su lado. La niña estaba especialmente tranquila, sus manitos regordetas entrelazadas con el cinto de su vestidito. Nellie cerró los ojos, bebió del sol tibio que se esmeraba en brillar y pensó en su madre, en sus hermanas y en su hogar. Hasta creyó oler el perfume de la tierra húmeda del jardín de su casa en Voldby, las risas de sus hermanos... Sin abrir los ojos, tocó a su hija, que casi dormía, y supo que desde ese momento eran solo ellas dos. Nellie se creía capaz de enfrentarlo todo.

Llegaron a Montevideo al día siguiente, bajaron algunos pasajeros, y la ansiedad por el arribo a Buenos Aires se hizo notoria. Ella sabía que su viaje aún no terminaba, el Río de la Plata le pareció inmenso y también inmensa fue la nostalgia al ver los abrazos entre los pasajeros y aquellos compatriotas que los esperaban en el puerto.

Siempre recordó como un gran vacío la llegada a Buenos Aires. Con su hija en brazos y sus escasas pertenencias, pisó tierra firme y pasaron la noche en el Hotel de Inmigrantes, que el gobierno del flamante Presidente Irigoyen tenía a disposición de los recién llegados. Se sintió rara durmiendo en una cama que no se movía al compás de las olas. Al día siguiente, abordaron el barco que las llevaría a Punta Arenas, el lugar más cercano a su destino final.

Por primera vez rezó por llegar pronto, el capitán y la tripulación eran más fríos que el clima que arreciaba en esa latitud, y el fragor de las olas la tuvo a maltraer. Solo la pequeña Margarita estaba serena, arropada con un saquito que su abuela materna le había tejido antes de partir.


Seis días más tarde, frente a esa tierra infinita que llamaban Patagonia, Nellie confió en recomenzar su vida. Siempre había sido independiente, dentro de las posibilidades de una sociedad rígida como la nórdica, y había aprovechado su capacidad, su intuición y tenacidad para terminar sus estudios secundarios con buenas calificaciones. Nunca imaginó que esas referencias convencerían a Andreas Madsen para contratarla como dama de compañía de su esposa.

Madsen era el dueño de veinte mil hectáreas de campo en cercanías a El Chaltén, al oeste del río de las Vueltas. Allí fundó la estancia Cerro Fitz Roy, había elegido ese nombre porque el macizo quedaba dentro de uno de los lotes que había comprado al Estado argentino.

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