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Estocolmo, 16 de enero de 1924

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La familia sueca dio por terminado el trabajo de Nellie cuando arribaron a la capital del país. En pleno invierno, el contraste de las temperaturas de las últimas semanas provocó en Margarita un resfriado muy fuerte, que terminó en altísima fiebre y tos. Un médico del barco la atendió y, si bien estaba debilitada, al llegar a tierra firme, su situación ya no era preocupante.

El arribo a Copenhague fue rápido y la barrera del idioma desapareció, las palabras simplemente fluían. Estaba en su casa nuevamente, y el reencuentro con sus padres, con sus hermanos y nuevos sobrinos fue cálido, todos querían ver a Margarita y saber de su vida en la Argentina.

Cuando Margarita ingresó en la casa de sus abuelos, ya había anochecido y el comedor estaba en penumbras, por lo que ella preguntó: «Mor, ¿hay luz?», y todos empezaron a reírse, pensando que había preguntado si había pulgas (lopper)6.


Johannes Larsen era un hombre intrépido y acostumbrado a sobrevivir. Cuando Dinamarca perdió dos quintos de su territorio —en la II Guerra de Schleswig-Holstein— las ciudades absorbieron a miles de familias que vivían en el campo.

Este fue el caso de los Larsen, y especialmente de Johannes, que al crecer eligió migrar rumbo a los Estados Unidos de Norteamérica. Johannes era un idealista que quería conocer el mundo y representó a ese grupo de emigrados individuales, aventureros y jóvenes.

En Copenhague había agentes de migración registrados, que ofrecían el destino y el trabajo. Los Estados Unidos eran la primera elección, la Argentina, la segunda y en un lejano tercer lugar, Brasil o Australia.

Los agentes principales, que funcionaban como agentes o representantes para las firmas extranjeras en el servicio de transportes crearon una cadena de subagentes en todo el país. En los años 80 contaban con más de 1.000 subagentes en Dinamarca. Los subagentes funcionaban como propagandistas y contribuían en su trato diario con la gente a divulgar la idea de la emigración. Los agentes cobraban una comisión por cada cliente que llegaba a firmar un contrato con el agente principal. Los agentes contaban con una cantidad de material de información, como folletos, literatura, etc.XXII.

Johannes se entusiasmó con la publicidad que ofrecía trabajo y pasaje. La vida en Copenhague no le atraía y todo su capital era experiencia y juventud.

Se fue a Norteamérica a trabajar como peón de campo. Pero la vida en el mar le gustó y demostró habilidades que lo transformaron en parte de la tripulación de embarcaciones que cruzaban el Atlántico llevando y trayendo gente y productos. En algunas épocas, se quedaba una temporada en New Jersey trabajando como peón hasta que se aburría y partía otra vez hacia Europa7.

Mil novecientos veintidós fue su última aventura en soledad. El barco en el que zarpó de los Estados Unidos era un transoceánico de lujo, que llevaba pasajeros con destino a los puertos de Suecia y de Noruega. Durante el viaje, Johannes se sintió mal, con síntomas de la temida fiebre amarilla. La temperatura muy alta, insoportable dolor de cabeza y un debilitamiento general que le causó inconsciencia, además de vómitos oscuros.

El terror de la tripulación fue total. En ese momento, el hecho de imaginar un contagio masivo en los pasajeros hubiera conducido a arrojar al enfermo por la borda —como se había hecho en otros barcos—. Pero tratándose de Johannes, un compañero de viajes, optaron por encerrarlo en un cuarto sin ventilación y aguardar su deceso en soledad. Uno de los marineros que había trabado amistad con el danés se apiadó de él, que apenas gemía mientras perdía su conexión con la vida, y le dejó una botella de whisky para sus últimas horas.

La llegada a Oslo ocurrió dos días después. Tras hacer bajar a todo el pasaje, el capitán resolvió abrir el camarote, que anticipó pestilente y fatídico. En lugar de ello, ¡se encontró con un hombre saludable junto a una botella vacía!

Luego de su episodio de fiebre amarilla y una cuarentena obligada en Noruega, Johannes viajó a Dinamarca. Necesitaba reunir dinero suficiente para un pasaje y probar suerte, esta vez, en la Argentina. Trabajó en una empresa de forestación, en la que cultivaban árboles —coníferas, hayas, robles y fresnos— y los vendían a las granjas o ranchos de la zona.

Esta actividad conectó a Johannes con la naturaleza, le permitió experimentar con semillas, ciclos y pestes del cultivo. Los viajes y peripecias le dejaron enseñanzas y un propósito: trabajar con ahínco para partir en dos años hacia Sudamérica y, mediante algunos contactos y facilidades que daba el gobierno radical de la Argentina, arrendar tierras para tener su propio monte de árboles y una casa.


Febrero pasó con lentitud, los días cortos de ese invierno especialmente crudo reavivaron la tos de la pequeña Titte.

Probó todas las medicinas caseras de la familia, que se esmeraba en complacerla.

La posguerra fue larga en Europa, y la neutralidad de Dinamarca había favorecido su economía, ya que los países vecinos —diezmados humana y económicamente— no competían por los mercados que habían conquistado los daneses. Aun así, viendo que su familia tenía una mejor situación económica, Nellie sentía que ese no era su lugar. Terminó de confirmarlo al no encontrar a Hans, su exesposo y padre de Margarita, que estaba de viaje.

El 23 de abril de 1924, partieron nuevamente hacia Buenos Aires, a esa ciudad que no dormía y que las esperaba en medio de sombreros y poetas gloriosos. Por segunda vez en sus vidas, La Sirenita del puerto les dijo adiós.

Sin embargo, esta vez el trayecto era diferente: zarparon hacia Southampton, Inglaterra, en una embarcación menor, y desde allí, a América, a bordo del Almanzora, un barco de la Royal Mail Steam Packet Company8,XXIII. El Almanzora hacía escala en San Pablo, donde Madame Fontaine le había contado a Nellie que estaba el serpentario más impresionante del mundo.

Los primeros días de viaje casi no salieron a cubierta, a Nellie le preocupaba la salud de Margarita. Esta vez tenían un camarote privado en segunda clase, con un ojo de buey que permitía ventilar y ver el exterior, de manera que las salidas eran al cuarto de baño y al comedor.

Ya en alta mar, una tarde de sol, madre e hija se abrigaron para recorrer el barco. Margarita estaba entusiasmada de jugar con otros niños y Nellie por entablar conversaciones con adultos. Con sus gorros de piel y manguitos para protegerse del frío, caminaron en dirección al puente de mando.

Johannes las vio acercarse y dejó su trabajo un instante. Su experiencia en otros barcos le dio la posibilidad de permanecer más tiempo en cubierta, porque podía ayudar. Si no, los pasajeros de tercera clase tenían contados los minutos de aire libre y recreación. Sus conocimientos le valieron para obtener un lugar más cómodo si se encargaba de algunas tareas de mantenimiento.

Margarita inició la conversación diciendo que en Dinamarca hacía mucho frío y que ella y su mamá se volvían a la casa de los sombreros de Buenos Aires. Suficiente información para abrir una amena plática que se dio cita cada tarde en la cubierta, cuando el clima lo permitía. Ambos, Nellie y Johannes, habían nacido en la isla de Sjælland, por lo que compartieron rápidamente historias y conocidos comunes.

Johannes le habló de sus planes en la Argentina, de sus sueños de sembrar la tierra y ver crecer su propio bosque de árboles. Nellie le describió el atelier de Madame Fontaine y capturó su atención cuando le contó de la Patagonia y la inmensidad de esa naturaleza que el danés quería conocer.

Cuando faltaban dos días para arribar al puerto de Santos, en Brasil, y unos siete para llegar a Buenos Aires, Nellie dijo que quería bajar a tierra y visitar en las afueras de la ciudad brasileña el famoso serpentario. El barco permitía a los pasajeros de primera y segunda clase pasear unas horas antes de seguir hacia su destino.

—Johannes, con Titte vamos a bajar en el puerto, quiero conocer un parque, ¿quiere venir con nosotras? —invitó Nellie.

—¡No pensaba dejarlas solas en este país, cuando me contaste tu plan, ya me había apuntado! —respondió.

Amores inmigrantes

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