Читать книгу A través de un mar de estrellas - Diana Peterfreund - Страница 11
Capítulo 5
ОглавлениеJusten había estado en dos viajes con Persis Blake hasta el momento, pero todavía no la había visto manejar los mandos. En el viaje de vuelta de Galatea, había estado inconsciente, y ahora había dejado el yate en modo autopiloto y no paraba de beber suplementos de palmport. Estaba situada junto al wallport de la cabina para intercambiar lo que parecían mensajes muy urgentes con su modista.
El mecanismo de atraque en modo autopiloto era, en cierto modo, precario. Justen descendió para avisar a Persis, quien puso los ojos en blanco, frustrada por la interrupción.
—El Daydream no se va a hundir —aseguró con un gesto de la mano. La imagen de un teclado planeaba delante de ella con letras parpadeantes—. Ahora, déjame sola. Soy un poco torpe con el wallport. Es increíble que tengas que teclear. Con los dedos. Como algo primitivo.
Ambos costados del yate comenzaron a golpear contra el atracadero.
¿Qué chica poseía una embarcación tan espléndida como aquella y la trataba como a un zapato viejo?, se preguntó Justen. La misma cuyo papi le había comprado una mascota personalizada, supuso. Si terminaba por hundir su yate, no albergaba dudas de que su aristocrático padre sencillamente le compraría otro, y otro, y otro más.
Si Persis no hubiese supuesto el modo más rápido de acceder a la princesa Isla, ya habría encontrado la manera de perderla de vista. Pero no disponía de un plan mejor para introducirse en la corte; además, tenía que admitir que, hasta el momento de atracar, el viaje, en el que habían rodeado el extremo de Centelleos y habían continuado hasta la costa oeste de Albión, había sido pintoresco: mar azul bañado por el sol y brisa que olía a sal y a fogata. Justen había permanecido en la cubierta, deleitándose con el panorama de los acantilados que desaparecían hasta formar las lisas laderas que caracterizaban el litoral de Albión, mientras observaba al visón marino juguetear en la estela del barco y preguntándose si, después de todo, no había pasado demasiado tiempo encerrado en su laboratorio.
A primera vista, Justen decidió que la corte real no era tan distinta de como se la habían pintado en Galatea. El órgano hidráulico era espléndido, pero ostentoso; las estrafalarias ropas casi lo dejaron ciego; y las horriblemente excesivas aleteonotas zumbaban por todos lados y tendían a causarle dolor de cabeza si permanecía en medio demasiado tiempo. Había aprendido su funcionamiento en la formación médica que había recibido y siempre se había sentido aliviado de que la moda no se hubiese extendido a Galatea. ¿Biotecnología parasitaria que se valía de los propios nutrientes corporales para operar? Era absurdo e innecesario. ¿Por qué los aristos albianos no podían emplear oblets, como todos los demás? Rozó con los dedos sus valiosos oblets, todavía ocultos en los bolsillos. Sus bordes lisos tintineaban unos contra otros, sólidos y reconfortantes. Puede que hubiese abandonado a su país y a su hermana, pero al menos estos estarían a salvo… y fuera del alcance de su tío.
Afortunadamente, no encontró paisanos galatienses entre la multitud del jardín. Aunque era probable que todos los cortesanos de Albión fuesen enemigos de la revolución, prefería que su tío Damos no se enterase de su paradero demasiado pronto. Y, aún más afortunadamente, su anfitriona lo escoltó con ligereza a través de la muchedumbre hasta una pequeña antecámara blanca cubierta de orquídeas para esperar por una audiencia con la princesa regente. Persis se había adentrado en el palacio con su visón marino como si el lugar le perteneciera. La muchacha se había visto obligada a sacarse de encima a varios cortesanos por el camino y había logrado llevarlo hasta la princesa sin rodeos. Eso significaba que Persis había dicho la verdad, eran amigas.
Y, con todo, era la hija de un aristo casado con una nor. ¿Nunca acabarían las sorpresas?
El aspecto de la princesa era exactamente el de las imágenes que había visto de ella. Era unos años más joven que él, rondaba la edad de Persis, y poseía un cabello plateado. Llevaba un vestido largo totalmente blanco que resultaba casi práctico después del arcoíris de colores y brillos por el que había tenido que abrirse paso en el exterior, incluso cubierto de plumas ondulantes y cristales que destellaban cuando se movía.
Una de las mayores quejas en lo tocante a la antigua reina Gala era que se comportaba como una mujer albiana, más que como una galatiense: superficial, boba y más interesada en las fiestas y en la ropa que en la política y la cultura. Justen esperaba que Isla supusiera un desafío a sus expectativas. Su amistad con Persis no era un buen augurio. Había oído que la princesa no ejercía mucho su poder en la regencia de Albión. Y, con una cabeza hueca como Persis de dama de compañía, quizás había un buen motivo para que así fuese.
Aunque, claro, con su situación desesperada, no podía permitirse ser exigente.
—Bienvenido, galatiense —saludó la princesa Isla, extendiendo los brazos en un gesto de recibimiento—. Mi amiga Persis me ha dicho que va usted a dejarme atónita. Aunque, dado el número de galatienses que abarrota mis costas estos días, me pregunto qué es lo que le sorprende tanto esta vez.
Persis miró a la princesa y frunció el ceño. Isla sonrió con serenidad. La arista obsequió a su princesa con la sombra de una reverencia. Estaba sujetando otra botella medio vacía de bebida suplementaria. Justen imaginaba que, llegados a ese punto, su lengua debía de estar cuajada por el exceso de azúcar. Era evidente que estaba desesperada por volver a usar su palmport. No entendía por qué una persona sometería su cuerpo a ese castigo cuando la batería geotérmica de un oblet podía durar semanas.
—Seguid vosotros dos con la charla. Creo que estoy lo bastante recuperada como para hacerlo funcionar esta vez, ¿no? —Persis agitó su mano izquierda hacia Justen.
Él se encogió de hombros de forma evasiva. Probablemente no tendría problemas, pero le costaba imaginarse que tuviera mensajes pendientes tras el frenesí en el Daydream.
Los defensores del palmport afirmaban que era lo más parecido a la telepatía que había logrado la raza humana, pero Justen opinaba que su precio era demasiado alto. Además, de todos modos, se necesitaban los oblets para almacenar datos y para transferir grandes cantidades de información. La capacidad de un palmport era tan buena como la capacidad de memoria de la persona que lo usaba. Sus datos eran poco más que nanoazúcares digeribles e ilocalizables. Y, teniendo en cuenta el tipo de personas que los utilizaban, como Persis Blake, su única finalidad era la de intercambiar jueguecitos y cotilleos absurdos.
En cualquier caso, Persis parecía satisfecha. Se dejó caer en un cojín cercano y se arrancó el cubremuñecas. Él se esforzó por evitar fruncir el entrecejo. Lo que tenía que decir no era pienso para los cotilleos albianos.
¿Y qué iba a decir, exactamente? Era obvio que no iba a revelar toda la verdad. La princesa Isla era arista. Si averiguaba cómo había contribuido a la revolución, lo enviaría a prisión y jamás podría enmendar los errores que había cometido. Era mejor comenzar con solo una parte de la historia.
—Su Alteza —empezó Justen, encontrando aquellas palabras tan difíciles de pronunciar como «ciudadano» había sido de oír. Suponía que no todos sus principios revolucionarios se habían extinguido, a pesar de lo que había averiguado. Le mostró una reverencia corta y tensa, y luego se enderezó y la miró directamente a los ojos. Era de la realeza. No una diosa—. Me llamo Justen Helo…
Ella alzó las cejas y, al sonreír esta vez, su aspecto no daba tanto la impresión de una monarca, como la de una adolescente que acabara de recibir un regalo de cumpleaños. Así que causaba el mismo efecto en la realeza que en todos los demás.
—Soy el nieto de Darwin y Persistence Helo. Y estoy aquí para pedirle asilo.
Ante esto, Isla pestañeó con sorpresa; Persis parecía aburrida. Justen se preguntó si siquiera sabría lo que significaba «asilo».
—Y —añadió—, necesito que se mantenga en secreto.
—¿Por qué? —preguntó Isla—. Le aseguro que no tengo reparos en celebrar alto y claro que un Helo prefiere vivir en Albión antes que alentar la revolución.
Por lo menos era sensata, aunque tuviese un gusto absurdo en lo que concernía a las amistades. Puede que solo mantuviese a Persis cerca de ella por consejos de moda, aunque se cuestionó cuán recomendable era eso.
—Preferiría que mis compatriotas creyesen que simplemente estoy de visita en vuestra isla —explicó—, al menos, hasta que pueda idear la manera de sacar a mi hermana de la casa del ciudadano Aldred. —Aunque su tío adivinara la verdad, una mentira pública podría bastar para proteger a Remy.
Persis alzó la cabeza y fijó los ojos en su cara con interés.
—Un momento… ¿ese revolucionario de Galatea tiene a tu hermana prisionera? ¡Eso sí que es interesante!
La princesa le hizo un gesto a su amiga con la mano y, con un suspiro, Persis regresó su atención al diagnóstico que planeaba por encima de su disco de palmport. Justen se mordió la lengua, frustrado. A Isla no parecía importunarle la presencia de la muchacha y, como nor extranjero, ¿qué derecho tenía a exigir que una arista los dejara solos? Además, Persis era quien lo había llevado allí. Iba a tener que aguantarse, así de sencillo.
—No prisionera —la corrigió Justen. Con el cerebro lavado, quizás. Igual que él, hasta hacía poco—. El ciudadano Aldred es su tutor. —También había sido el tutor de Justen y probablemente todavía se viese a sí mismo de esa forma, aunque ya hubiese cumplido los dieciocho.
Era increíble la manera en que los pensamientos de una persona empezaban a rezumar desde el momento en que una sola grieta aparecía en la superficie de sus creencias. ¿Cuánto tiempo había estado planeando el tío Damos la revolución? ¿Sabía, diez años atrás, cuando había aceptado la custodia de los niños Helo que acababan de quedarse huérfanos, cuánta benevolencia iba a obtener de los nores de Galatea?
No habría podido adivinar que sería Justen el que le entregase el arma que le haría falta para derrocar al gobierno. Ni siquiera Justen lo había sabido cuando lo había hecho.
—Tutor —repitió Isla—. Rima con «celador».
Justen asintió con alivio. Pues sí que lo entendía.
—Ahora mismo, así son las cosas. Y somos valiosos para la revolución como símbolos de la cura.
—Ustedes son valiosos para nosotros por el mismo motivo —afirmó Isla—. Doy por sentado que no desea intercambiar una jaula dorada por otra.
—No soy un símbolo —replicó Justen con amargura—. Y, desde luego, no soy un símbolo de esta revolución.
—Ya me cae usted mejor —declaró Isla. Las persianas de bambú que separaban la antecámara de la corte crujieron—. Persis, querida, vete a ver quién nos interrumpe.
Allí había un hombre, ataviado también con ropa estrambótica y con aspecto de estar enfadado.
—¿Quién es ese galatiense? —siseó a Persis—. ¿Qué hace la princesa con él?
Persis presionó una mano contra su pecho.
—Señor consejero, una dama no debe revelar demasiadas cosas.
—¿Pues entonces qué hace usted aquí?
—¡Ya le gustaría a usted saberlo! —Y cerró las cortinas de nuevo—. Eso no lo detendrá por mucho tiempo.
—Desde luego —coincidió Isla—. El consejero Shift no soporta la idea de que algo se haga sin su permiso. —Suspiró—. Hasta ahora, esta conversación ha molestado al presidente del consejo y ha perjudicado mi reputación. Espero que merezca la pena, ciudadano. —Se dio la vuelta de nuevo para encarar a Justen y su faldón giró con ella; entonces, fijó sus ojos en los de él con intensidad.
Se asombró a sí mismo al sentir ganas de retroceder un paso, o de inclinarse, o de ponerse de rodillas. ¿Cómo lo lograban esos aristos? Sabía que no nacían siendo superiores, a pesar de lo que proclamaban ellos. Más bien, los aristos y las personas de clase más baja habían sido adoctrinados desde su nacimiento en sus roles de patrón y subordinado. Creía que le habían enseñado a resistirse, que la revolución había extraído de su cuerpo ese instinto, pero era obvio que estaba profundamente arraigado.
—¿Puede decirme, si no le importa, la excusa que planea utilizar con sus compatriotas y su hermana como motivo por el que se queda en la corte de Albión? No puede usted preferir nuestro sistema aristocrático a los ideales revolucionarios de Galatea, ¿no?
—No… he pensado en eso a fondo todavía. —Había estado demasiado concentrado en salir de Galatea antes de que el trabajo de su abuela pudiese hacer más daño. Antes de que él lo hiciese. Escapar era la prioridad. Las excusas y las disculpas podían dejarse para más adelante.
Isla chasqueó la lengua y se volteó hacia su amiga.
—Persis, querida, ¿en dónde te encuentras a esta gente?
Persis analizaba a Justen apreciativamente, como si fuese un rollo de seda o un sombrero particularmente exquisito.
—La verdad es que él me encontró a mí. En el suelo. Me rescató en el puerto de Galatea.
—¿Te rescató?
—Sí —admitió Persis avergonzadamente—. Estaba sufriendo una intoxicación por tempogenes.
Isla frunció el entrecejo.
—Te dije lo que pasaría. ¿No te lo dije? —Dio un golpe contra el suelo con el pie. Como una verdadera reina, pensó Justen. El modo en que aquellas dos hablaban… eran amigas de verdad. Una princesa evidentemente inteligente y la medio arista idiota de la alta sociedad cuya idea de pasarlo bien era merodear en los barrios bajos de Halahou para conseguir tempogenes y seda barata.
Puede que Justen estuviera fuera de lugar en Albión.
La princesa le volvió a dirigir la atención.
—¿Por qué huye de su país si se lleva tan bien con el ciudadano Aldred? Allí no corre usted peligro.
—Eso no es cierto —replicó. En cuanto llegara a sus oídos la información acerca de la hacienda Lacan, las sospechas de su tío Damos quedarían confirmadas. Y, desde luego, Justen sería el sospechoso principal—. Ya no comparto las acciones de mis compatriotas. Ya no puedo apoyar la revolución ahora que se ha transformado en… —tomó aliento—, cruel venganza y violencia contra inocentes. Vale la pena luchar por la justicia social, no por un reinado de terror.
—Así que —comentó Isla—, si no actúa como debe un buen revolucionario, ¿Aldred hará de usted un ejemplo para los demás?
—Exacto. —Por supuesto, ella sabía cómo funcionaba. Probablemente estaba muy familiarizada con tales métodos de gobierno despótico. El mismo tío Damos le había enseñado sus peligros, mucho antes de la revolución. ¿Cómo había llegado a aquello? Justen Helo, en el salón del trono de Albión, aliándose con una monarca.
—Pero usted es un Helo —continuó Isla—. Aldred no sería tan necio como para hacer algo en público.
—Tal vez no —admitió—, pero lo he visto actuar en privado.
La boca de Persis formó una pequeña «o».
—¿Estás diciendo que podría daros a tu hermana o a ti esa píldora de la Reducción de la que tanto he oído hablar?
Justen esperaba que no, aunque sería un castigo ejemplar por su desobediencia, y Aldred lo sabía. Nada había que le gustase más a su tío. Por eso se había abalanzado sobre las rosadas.
No sabía con quién estaba más enfadado: con Remy o consigo mismo. Pocos días antes de marcharse, le había confesado todo a ella, todas sus dudas acerca de la revolución; incluso, había admitido haber saboteado un lote entero de rosadas listas para transportar a una hacienda de prisioneros en el este. Se había esperado su estupefacción, pero también su apoyo. En su lugar, su hermana de catorce años había empezado una lluvia de ideas sobre cómo enmendar el desastre que había ocasionado, como si fuese posible. Ya le habían prohibido la entrada a los laboratorios. El tío Damos sospechaba… algo.
Remy no lo entendía. Aunque pudiese rectificar, no lo haría. Habían intercambiado duras palabras. Ella lo había llamado idiota. Él la había llamado niñata. Y, entonces, había salido corriendo, probablemente para enfurruñarse; y más tarde no había respondido a sus mensajes. Justen aguardó todo lo que pudo, pero al final decidió que Remy estaría a salvo aunque se marchara. Al fin y al cabo, ella seguía siendo una ciudadana revolucionaria modelo.
Isla volvió a hablar.
—No puedo rescatar a su hermana.
—Ah —empezó Persis, ignorando el palmport otra vez—. ¿Sabes quién podría hacerlo? La Amapola Silvestre.
Justen bufó.
—Vale, ¿acepta peticiones?
Isla hizo una pausa.
—¿Qué le hace pensar que puedo controlar lo que la Amapola Silvestre haga o deje de hacer? —Volvió a girarse y su capa volvió a moverse—. ¿Yo? ¿Controlando a uno de mis propios súbditos? Para troncharse, ¿verdad, Persis?
—Sí, Princesa —respondió Persis obedientemente para luego regresar su atención al aparato.
—E inútil, en todo caso —aseveró Justen—. El tí… el ciudadano Aldred es un hombre peligroso, Alteza. No creo que nadie en Galatea comprenda de verdad de lo que es capaz.
Isla se giró para encararlo.
—Creo, ciudadano Helo, que puedo nombrarle a varios aristos galatienses que sí lo comprenden.
Con una oleada de vergüenza, Justen alejó la mirada de Isla y de Persis, cuya atención estaba puesta en él otra vez. ¿Disfrutaba viéndolo derrumbarse ante su princesa? No obstante, sus facciones reflejaban una advertencia amable y Justen recordó que, aunque era aristócrata, su estatus era más bajo que el de su amiga real. Contaba con más experiencia que él en lo que se refería a tratar con ella. ¿Y cómo había estado tratando Persis a la princesa? Siempre con cautela y deferencia.
Suponía que, después de todo, sí que había algo que podía aprender de ella.
—Lo que quería decir, en realidad —señaló, con un tono más suave esta vez—, es que el palacio real de Halahou no es un simple campo de trabajo en una hacienda vieja.
—Menos mal que la Amapola Silvestre no puede oírle hablar de esa forma —señaló Isla a Justen—. Por su comportamiento hasta ahora, creo que lo vería como un reto.
—Ah —arrulló Persis con una sonrisa—. ¿Lo crees en serio?
—Cierra el pico, Persis. —Isla volvió a encarar a Justen y continuó con tono entrecortado—. Y no pienso que sea una buena idea vaciar su nación de todos los revolucionarios, gracias. Ya tenemos bastantes problemas aquí. —Volvió a hablar, paseándose—. Usted quiere quedarse. Necesita una razón para no levantar sospechas en Galatea. —Lo atravesó con la mirada—. ¿Qué hace cuando no está representando una revolución sangrienta?
—Soy médico —respondió—. Científico, como todo el mundo en mi familia. —Excepto su hermana, que afirmaba querer seguir la senda militar, como el tío Damos y la hermana adoptiva de ambos, Vania. Teniendo eso en cuenta, no era extraño que Remy hubiera defendido la línea del partido cuando Justen le había contado cómo de retorcida se había vuelto la revolución y los pasos que había dado para detenerla.
—Ya. —Seguía caminando de un lado a otro—. ¿Y cuánto hace que ha terminado su formación?
—Técnicamente… no lo he hecho. Acabo de cumplir dieciocho años y he estado algo distraído últimamente. —El tío Damos se había valido de sus contactos para asignarle un laboratorio a pesar de no contar con un título. Era probable que el apellido Helo también hubiese ayudado. Y, por supuesto, había contribuido a que Justen se sintiese en deuda con su tutor. Lo había manipulado como a una marioneta.
—No te sientas mal —intervino Persis—. También abandoné la escuela.
—Yo no la abandoné. Me tomé una licencia para centrarme en mi investigación.
—Ah, esa es buena. Debería de probar esa excusa con mi padre. «Me he tomado una licencia para centrarme en mis compras».
Justen no dignificó aquello con una respuesta. Su intención había sido la de salvar vidas, no la de expandir su guardarropas. Aunque, bien mirado, la caza de seda de Persis probablemente había perjudicado a menos personas que su propia investigación.
—Lo importante aquí es…
—Lo importante aquí es que tenemos científicos —interrumpió Isla—. Científicos adultos. Lo único que usted nos ofrece es el apellido Helo.
Apretó los puños con fuerza contra sus costados. ¿Quién se creía que era esa princesita para decidir quién era un adulto? Debía permitirle continuar con su investigación. Si no, todo lo que había ocurrido (su deserción, perder a Remy y el sufrimiento de quién sabía cuántos aristos galatienses) de nada serviría.
—Y cada segundo que permanecemos aquí, los cotilleos sobre nuestro romance imaginario se intensifican. —Isla cruzó la habitación hasta las persianas, echando un vistazo a la multitud al tiempo que sacudía la cabeza—. Los rumores lo son todo en la corte. A veces pienso que son más importantes que la verdad… —Dio un saltito y los cristales de su traje tintinearon—. ¡Eso es!
—¿El qué? —preguntó Persis.
—Un rumor. Un romance. —Señaló a Justen—. Él está aquí porque está enamorado.
—¿De ti? —Persis parecía escéptica.
La princesa se volteó hacia su amiga.
—No. De ti.
Persis y Justen negaron con la cabeza al mismo tiempo.
—Seguro que se nos ocurre un plan mejor —pronunció ella rápidamente. Justen no sabía si Persis estaba capacitada para convencerla, pero estaba dispuesto a dejar que lo intentara.
—No —repuso Isla—, tiene que ser así. ¿No ves que es perfecto? Resuelve todos nuestros problemas. —Empezó a enumerarlos con sus dedos enjoyados—. Es una razón válida para que Justen se quede en Albión; y Persis es mi mejor amiga: si apruebo vuestra relación, eso dejará a la monarquía en buen lugar y me dará libertad para condenar las actividades de los revolucionarios. Los nores adoran a la familia Helo. No se sentirán inclinados a sublevarse sabiendo que la estrella de la aristocracia albiana tiene una relación cercana con uno de ellos.
—¿Quieres que salga con él? —preguntó Persis con los dientes apretados.
—¡Sí! —exclamó Isla con una sonrisa de satisfacción—. Es un cuento romántico. Él te salvó en el puerto de Galatea. Seremos… ambiguos sobre el motivo. Y luego te trajo de vuelta, te cuidó hasta curarte, etcétera, etcétera. Amor a primera vista. La gente se lo tragará, Persis. Sabes mejor que nadie que a todo el mundo le encanta una buena historia de amor entre un aristo y un nor.
Un mohín cruzó las facciones de la arista. Sin duda, Isla hablaba de los padres de Persis. Pero Justen comenzaba a ver la genialidad del plan, siempre y cuando ninguno de sus amigos llegara a enterarse de la persona superficial y excéntrica que era Persis. Jamás se creerían que se hubiera enamorado de una arista como ella, tuviese o no una madre nor.
—Os exhibiréis un poco para que todo el mundo se crea que estáis locamente enamorados, fingiréis unos cuantos momentos íntimos, y todo el mundo feliz.
—No nos tendremos que casar, ¿no? —interrogó Justen, inquieto de pronto por lo que la princesa quería decir con «momentos íntimos».
Isla agitó la mano, desestimando su comentario.
—No, no creo que tengamos que llevarlo tan lejos.
—¿No lo creéis? —enfatizó Justen.
—Me parece poco… conveniente —profirió Persis finalmente.
—¿Por qué? —Justen la confrontó—. ¿Mi presencia afectará mucho a tu vida social?
Persis fijó la mirada en él; sus ojos ámbar estaban tan encendidos como su vestido.
—Bueno, pues si quieres saberlo, sí. Mira cómo vistes, por ejemplo. —Se dirigió a Isla con tono suplicante—. ¿Crees de verdad que la gente va a aceptar que alguien como yo salga con alguien como él?
Justen puso los ojos en blanco.
A Isla se le había agotado la paciencia.
—Es un Helo, Persis. Que se crean que quieres tenerlo del brazo no va a ser un problema. Aunque solo sea como trofeo.
El mohín de Persis se acentuó cuando pareció darse cuenta de que la monarca llevaba razón.
—Estoy muy ocupada ahora mismo —probó a decir.
—Te lo pido. —Isla se enderezó todo lo que pudo y miró a su amiga por debajo de ella—. Te lo pido. No hay nadie a quién confiaría a nuestro valioso galatiense más que a ti.
Algo pasó a través de ambas mujeres. Algo que Justen no esperaba comprender. Pero, fuera lo que fuese, hizo que Persis acabara cediendo.
Sacudió la cabeza en señal de derrota e, inmediatamente, se transformó ante sus ojos en una resplandeciente aristócrata, lanzándole una sonrisa coqueta y seductora.
—De acuerdo, querido —arrulló—. Supongo que ha llegado la hora de hacer nuestro debut.