Читать книгу A través de un mar de estrellas - Diana Peterfreund - Страница 12

Capítulo 6

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Para cuando salieron de los aposentos privados de Isla, daba la impresión de que todos los ojos de Albión estaban sobre ellos. Persis tuvo que reconocerle el mérito a su nuevo amorcito cuando enlazó su brazo con el de ella y bajaron las escaleras desde la terraza hacia el campo de batalla con valentía. Slippy se deslizaba junto a ellos, gruñendo al evitar los zapatos de la gente; se detuvo para beber del órgano hidráulico y se cepilló los bigotes con sus patas delanteras.

—¿No te preocupa que lo puedan pisotear?

—Oh, Slippy sabe cuidar de sí mismo —replicó. Y mucho mejor que el visón marino promedio, gracias a Tero y la gengeniería. Ella lo vio dirigirse hacia la tamardilla león dorado de una de las cortesanas. La diminuta criatura naranja estaba atada a su ama con una larga cadena brillante, y había joyas destellando en su tupida cola de ardilla. En sus diminutas zarpas sostenía un trocito de papaya y mostró sus dientes de mono a Slippy cuando el visón marino se aproximó. Slippy arremetió.

—Oh, no, de eso nada —lo reprendió Justen, asiendo a Slipstream con delicadeza por la alargada panza antes de que el animal pudiese forcejear. Sonrió e inclinó la cabeza al entregárselo a Persis—. Su bestia, mi señora.

Ella abrazó al visón marino contra su pecho y miró a Justen cuidadosamente. Ese joven y atractivo revolucionario podía resultar peligroso cuando se valía de su encanto, ese médico de apellido famoso y con un deseo tan grande de escapar de Galatea que había abandonado a su hermana y se había unido a una arista que evidentemente menospreciaba. A lo mejor, también era un espía.

La siguiente media hora estuvo repleta del bullicio de conversaciones en tanto Persis presentaba a su «querido amigo, Justen Helo» a los cortesanos albianos, que naturalmente estaban encantados de conocerlo. En un acuerdo tácito, Persis y Justen mantenían charlas coquetas y fáciles, como era apropiado en una pareja que se acababa de conocer el día anterior. Mientras la noticia del recién llegado galatiense se propagaba en la corte, hubo murmullos que llegaron a oídos de Persis.

—Mírenlo. ¡Está perdidamente enamorado! —Por lo visto, Justen era un actor excelente.

—¿Y cómo podría no estarlo? Ella tiene el rostro de su madre. —Sí, bueno, pero ese rostro no parecía haberlo impresionado.

—Ya verán cómo Persis Blake nos trae a un Helo a casa. —A decir verdad, él tan solo era el último en una larga lista de galatienses que se había llevado con ella. No tan rico como algunos, no tan agradecido como otros.

—Su padre se casó con la nor más hermosa de su generación. ¿Por qué no iba Persis a conseguir el más famoso de la suya?

Ella frunció los labios a medida que los cotorreos se multiplicaban. Isla había adivinado correctamente que la gente en seguida relacionaría su última conquista con su fachada de «Persis Bobalicona» cuidadosamente cultivada. ¿Y por qué no iba a ser así? Se había pasado los últimos seis meses cimentando su reputación en la corte de la princesa. Para eso había sacrificado la escuela, para eso había reinventado su imagen, para eso había escandalizado a los residentes de Centelleos, que habían pasado de pensar que Torin Blake había estado en lo correcto al nombrar como heredera a su única hija, a preguntarse qué cuernos había pasado con la chica inteligente y trabajadora junto a la que habían crecido. ¿Pero qué elección le quedaba a Persis? Debía proteger a la Amapola Silvestre. Debía proteger a Isla. Debía salvar Nueva Pacífica.

Si no la tomaban en serio, nadie sospecharía de ella. Era la muchacha más elegante, la más reluciente, la más frívola de Albión. De ninguna manera podía estar orquestando en secreto una red de espionaje.

Finalmente se encontraron con una pareja mayor formada por dos aristos cuyos orígenes galatienses quedaban patentes por su cabello natural y vestuario más discreto. Justen los saludó con rigidez y Persis siguió su ejemplo, aunque la verdad era que los conocía personalmente, si bien ellos no eran conscientes. lord y lady Seri habían constituido el botín de uno de los primeros asaltos de la Amapola Silvestre. Su aspecto había mejorado muchísimo, en comparación con los deprimentes y desdichados reducidos que había rescatado de su casa solariega.

—Justen Helo —comenzó lord Seri, estrechando la mano del joven—, bienvenido a Albión. Es un honor conocerlo. Conocía bien a su abuela.

—Sí —contestó Justen en un tono tan profundo como el mar—. Discutió usted largo y tendido con ella acerca de la distribución universal de la cura.

El aristo mayor simplemente se rio y luego asintió.

—Sí que lo hice; y perdí. No vamos a discutir sobre quién llevaba razón, a pesar de las repercusiones generadas por su trabajo.

—Si se refiere a la revolución —intervino Justen con un tono aún más controlado y firme—, no era previsible. Fue provocada por el maltrato que sufrían los nores galatienses por parte de sus amos aristos. Se habrá dado cuenta de que en Albión no está teniendo lugar una revolución como resultado de la cura.

—No hay una revolución… todavía —respondió lord Seri.

Persis se quejó. Audiblemente.

—Esta cháchara sobre política hace que me duela la cabeza. Lady Seri, lleva un vestido divino. Esa seda es tan exquisita que creo que podría sumergirme en ella. ¿Viene en algún otro color aparte del negro? —No había rescatado a aquellos aristos para que pudiesen trasladar su esnobismo a su país. E Isla no había accedido a la petición de Justen para que pudiese actuar como instigador de una revolución. Sus inclinaciones políticas eran obvias, incluso comprensibles, dado el antiguo sistema de Galatea. Pero su plan no funcionaría si no podía mantener el pico cerrado delante de los individuos más conservadores de la corte.

—Además —continuó lord Seri—, no me refería solo a la revolución. El Oscurecimiento es una consecuencia lo bastante grave como para cuestionarse todo el experimento, ¿no le parece? ¿Cuál es el porcentaje de nores rehabilitados por la cura Helo que sufre y muere por ese insignificante efecto secundario? ¿El cinco? ¿El diez?

Justen apretó el agarre en su brazo. ¿La habría sentido ponerse rígida? Ella examinaba el semblante del viejo lord, pero apenas parecía percatarse de su presencia. Su comentario había sido mordaz, pero no por Persis. Nadie en la corte sabía lo de su madre. Aún.

—El uno por ciento —señaló Justen con tono cortante—. Pero seguro que incluso ellos prefieren padecer de DNA antes que pasarse la vida reducidos.

Lord Seri parecía entretenido cuando se inclinó hacia Justen.

—¿Y cómo sabe usted eso, joven? No es como si se les pudiese preguntar una vez están comatosos.

Persis percibió que el mentón de Justen se crispaba. Ella misma sentía ganas de vomitar.

—Ay, mira —intervino rápidamente—. Andrine está allí. Vamos con ella. —Lo alejó de un tirón antes de que pudiese ocasionar más daños.

Andrine había limitado el tiempo que pasaba en la corte porque aún asistía a la escuela; o, como el padre de Persis lo había expresado, Andrine «sabía cuál era su orden de prioridades». Ya dedicaba la mayor parte de su tiempo libre a las escapadas de la Amapola Silvestre; Persis no le reprochaba los demás compromisos. Al fin y al cabo, al contrario que ella, la nor de quince años no tenía una hacienda que heredar. Andrine y Persis habían sido amigas toda su vida, aunque Persis jamás habría sospechado que sus payasadas en los acantilados y las playas de Centelleos las prepararían tan eficientemente para arriesgar su vida en Galatea… y en el ligeramente menos peligroso ambiente de la corte.

—¡Ciudadano Helo! —exclamó Andrine en cuanto los vio. En aquella ocasión, llevaba un vestido que combinaba con su rebelde cabello azul—. Me alegra verlo entre nosotros. ¿Y qué es eso de que planea quedarse un tiempo?

Persis hizo un gesto y Andrine se ofreció para presentar a Justen a su hermano mayor.

—Dos científicos como ustedes sin duda tienen que conversar —declaró Andrine, atrapándolo por el brazo—. Puede usted hablarle de los peligros de la intoxicación por tempogenes, ¿no, Persis?

Ella puso los ojos en blanco. Estaba segura de que Justen no aprobaría la ciencia de Tero, más frívola que la suya, que iba desde Slippy y los puertos de palma, hasta llegar a los tempogenes mal codificados. Pero se sentía más que lista para dejar que Tero fuese objeto del menosprecio revolucionario de Justen durante unos minutos. Se lo merecía después de lo que le había hecho a ella.

En cuanto Persis se quedó sola, fue en busca de Isla.

—¿Podemos hablar un segundo, Alteza? —murmuró Persis entre dientes.

—No seas boba, Persis —bromeó Isla—. Ni una vez en tu vida me has dicho algo en un segundo. —Pasó junto a su amiga, dirigiéndose a un espacio entre las buganvillas—. Rapidito.

En cuanto estuvieron ocultas entre las hojas y los pétalos, Persis dijo:

—Esta es una idea horrible.

—Dices eso solo porque, por primera vez desde que nos conocemos, no es a ti a la que se le ha ocurrido.

—Olvídate de darle asilo secreto. —Persis observó al famoso galatiense a través de las flores—. Puedo traer a su hermana, si eso es lo que le preocupa. El problema está en tenerlo bajo control. Es un Helo, sí, pero también es un rebelde. ¿Crees que su presencia ayudará a prevenir una revolución? Si lo oyeras hablar cinco minutos, pensarías que está aquí para incitarla.

—¿Qué quieres que haga, Persis? ¿Que lo ponga en coma inducido, como a la soldado que secuestraste la semana pasada? Ella no es nadie y aun así podría meternos en un montón de problemas. Justen es un Helo. —Isla la miró con intensidad—. Un Helo, Persis. Si estuviese encarcelado en Galatea por hablar en contra de las atrocidades de la revolución, moverías cielo y tierra para sacarlo de allí, y lo sabes.

Persis detestaba que su amiga actuara con la inteligencia que en realidad poseía. Significaba admitir que llevaba razón.

La vida resultaba muchísimo más sencilla cuando la única preocupación de ambas había sido quién sacaría las notas más altas en el colegio; normalmente, Persis, aunque Isla siempre la superaba en botánica. ¿Hacía solo un año de eso? Entonces, los padres y el hermano mayor de Isla habían perecido, y la madre de Persis había caído enferma, y los galatienses habían derrocado a su gobierno y, por fin, la Amapola Silvestre había nacido. Apenas recordaba a las niñas que habían sido en su momento. Día tras día, la máscara de superficialidad que se había puesto le raspaba más y más; y no importaba cuántos disfraces llevara Persis como Amapola Silvestre, no podía evitar sentir que encajaban con ella mejor que el que se ponía en casa.

El aleteo en forma de plumeria que se deslizó al interior del puerto de Persis era delicado, incluso frágil. El mensaje susurrado en su cabeza un instante después fue el siguiente:

Persis, querida. He oído rumores raros acerca de un extraño huésped que has recibido en nuestra ausencia. Regresa a casa ahor mismo.

Amor y deber, Torin Blake.

Persis arrugó la cara. Su padre siempre sonaba muy formal en sus aleteos, como si no pudiese desprenderse de la etiqueta de mensajería que le habían enseñado en su juventud.

Ya voy, papá. Besos.

Se llevó a Justen con ella y regresaron al Daydream tan aprisa como les permitió la multitud de la corte.

—Mis padres saben que has pasado la noche en casa —explicó, mientras Slipstream daba vueltas en torno a sus pies. Él detestaba la corte y siempre sentía alivio al regresar al océano—. Y ahora insisten en conocerte. —A lo mejor su apellido era suficiente para compensar que Persis hubiese actuado contra sus deseos y hubiese llevado a un extraño a su hogar. Probablemente, su madre hubiera descansado durante todo el día en preparación para conocer a Justen.

—Estoy deseando conocerlos —fue todo lo que dijo el galatiense. Fue todo lo que dijo en casi todo el viaje de vuelta, en el que rodearon la costa de Albión rumbo al lejano punto suroeste que constituía la entrada desde el mar a la hacienda de su padre. Cuando los acantilados se alzaron sobre ellos, volviendo el agua de un oscuro tono verde azulado y tapando los rayos del sol, Persis se percató de que su pasajero contemplaba maravillado la imagen por encima de él.

—Acostumbrarse a Scintillans Pali lleva su tiempo —comentó, usando el nombre ancestral del precipicio—, pero ya lo viste al traerme a casa, ¿no?

—No —replicó Justen—. Estaba abajo, contigo. Estabas… convulsionando.

—Qué vergüenza —pronunció Persis con un tono cuidadoso que revelaba solo la superficie de su verdadera humillación—. No puedo disculparme lo suficiente.

—No te preocupes. —Su vista estaba fija en las rocas que se elevaban delante de ellos—. Soy médico. Además, me estás haciendo un gran favor al participar en esta argucia. Considéranos en paz.

—¿Significa eso que no puedo contar contigo si necesito más ayuda médica? —preguntó con coquetería.

Él le lanzó una mirada seria por encima del hombro.

—Si te refieres a si voy a confeccionar más tempogenes, definitivamente, no.

—Ya. —Ella se encorvó, decepcionada, mientras él sacudía la cabeza con repulsa, o desdén, o algo semejante a la frustración.

Bueno, él no era el único frustrado. Tenía en su propio barco a un médico Helo que se había criado en la casa del ciudadano Aldred y no podía preguntarle nada importante. La misión de la Amapola Silvestre dependía de su habilidad para ocultar su verdadera identidad, de presentarse a sí misma como una persona superficial e impasible. Y era de vital importancia hacerlo delante de aquel revolucionario galatiense. El que hubiese solicitado asilo no significaba que pudiera confiar en él.

Lo que le recordaba que era el momento de instruir a Justen en cómo comportarse adecuadamente ante la corte.

—Volviendo al asunto de la corte, esos galatienses con los que estuviste hablando…

—¿Los Seri? —Justen resopló.

—Sí. —En otra situación, con otro aspecto, probablemente también hubiera resoplado. ¡Qué horrible había sido por parte de lord Seri implicar que los oscurecidos estaban mejor reducidos! Para un hombre que había estado reducido, era una afirmación pasmosa. Estaba claro que él formaba parte del grupo de aristos que habría preferido que la cura jamás se hubiera inventado. Menos mal que los Seri habían perdido el poder del que una vez habían disfrutado para controlar las vidas de otras personas. Y, no obstante, aún eran influyentes entre los aristos albianos del Consejo. —Mira, no deberías ser tan duro con ellos. He oído que fueron torturados. Que les suministraron esa píldora de la Reducción.

—Lo sé —musitó con suavidad—. Y lamento que… que mis paisanos hicieran eso. Pero ahora están a salvo y discutiré con todas mis fuerzas sus creencias intolerantes. Personas como ellos son la razón por la que Galatea está en medio de una revolución.

«¿Y no personas como los revolucionarios?» Se moría por decir Persis, pero no podía. Nunca lograría hacer cambiar de opinión a Justen, y la verdad era que no quería. La mayor parte de los aristos galatienses habían sido horribles con su población tras la aplicación de la cura. Aunque la gente ya estaba naciendo nor, a la mayoría se la había tratado como esclavos reducidos. A muchos no se les pagaba por su trabajo, ni se les proporcionaba una educación, ni se les permitía tener un control de bienes; y los aristos y nores más afortunados que habían hecho campaña por la igualdad de derechos habían sido acallados por la reina y sus seguidores, o peor.

Las ansias de lograr un cambio estaban más que justificadas. Persis no podía negarlo. Pero la revolución estaba cambiando las cosas de forma negativa. La solución no era más esclavitud; y la tortura seguía siendo tortura.

Además, si Justen iba a constituir una ventaja para Isla, tendría que aprender a pisar con más cuidado sobre las minas desperdigadas en la aristocracia albiana.

—¿Has oído su historia? —inquirió—. Yo sí. Fueron esclavizados en sus propias tierras ancestrales, obligados a hacer trabajos forzosos para entretenimiento de sus propios carceleros. —Hasta que la Amapola Silvestre los había rescatado.

—¡Oh, qué horror! —gruñó Justen sin darse la vuelta—. Tener que trabajar. Como sus sirvientes hicieron durante generaciones. Como tus sirvientes hacen ahora.

Persis enfureció.

—Mis sirvientes hacen su trabajo. Tienen un horario justo y una paga justa. No están esclavizados ni encarcelados. —Dudó, eligiendo las palabras con más prudencia, del modo en que lo haría Persis Blake—. Y tampoco les suministramos fármacos para volverlos estúpidos.

—¿Y qué hay de los sirvientes reducidos a los que lord Seri no quería administrar la cura? —preguntó Justen, girándose para encarar a Persis en el timón—. Al elegir privarlos de la cura, habrían quedado esclavizados para siempre, en sus cuerpos y en sus propias mentes.

Persis aferró el timón con fuerza mientras un escalofrío le sacudía la carne. Eso era lo que estaba pasando con los prisioneros en Galatea. Y no solo la revolución guardaba un destino tan espantoso para su gente. Incluso allí, en Albión, algunos eran esclavos en sus mentes, y a otros les aguardaba ese futuro, planeando ante ellos sin escapatoria posible. Nada había que Persis pudiese hacer por los oscurecidos, nada en absoluto. Pero tales inevitabilidades estaban escritas en el código genético y no iba a permitir que ese sufrimiento se cerniese sobre alguien que no tuviese por qué experimentarlo. La Reducción había llegado a su fin. No iba a dejar que los revolucionarios la recuperaran con sus espantosas píldoras rosadas.

—Pero, al final, la cura no se retuvo —señaló finalmente. Era lo bastante seguro. Era una afirmación que incluso Persis Blake podía pronunciar—. La reina que gobernaba entonces hizo que su aplicación fuese universal, tal y como hizo el rey aquí. ¿Vosotros, los revolucionarios, perdonasteis a sus descendientes en agradecimiento? —Ella jamás olvidaría la noche en que la reina Gala había muerto. Su reducción había constituido el primer golpe; pero, incluso entonces, Persis (y todo Albión) había sido lo bastante inocente como para creer que se trataba de una locura temporal y que todo acabaría por resolverse. Pero, al morir y, luego, cuando su cuerpo fue profanado por una muchedumbre furiosa, lo único en lo que Persis había podido pensar era en su propia princesa. Su mejor amiga, joven y gobernando sin el poder de prevenir que ese tipo de cosas sucediera.

Fue la noche en que nació la Amapola Silvestre.

—No. —Justen bajó la cabeza—. Cometimos muchos errores. Te lo he dicho, ya no creo en la manera en la que está actuando la revolución. Pero eso no hace menos válidas las metas que nos han traído hasta este punto. A veces ocurren cosas malas cuando intentas hacer algo bueno.

Persis sabía exactamente de lo que hablaba, al igual que su tocaya antes de morir. Como los síntomas de la enfermedad no se manifestaban hasta que sus víctimas rondaban los cuarenta, Persistence Helo ya era muy mayor cuando la Demencia de Normalidad Adquirida había aparecido por primera vez entre la población de los nores rehabilitados por la Cura Helo. Se pasó el resto de su vida aislada. Algunos decían que era por la vergüenza, pero Persis a menudo pensaba que, a lo mejor, había estado investigando, tratando de encontrar el modo de enmendar el problema que había ocasionado sin querer.

Persis se lo habría preguntado a Justen, pero no se suponía que debiera tener curiosidad por algo así.

—Pienses lo que pienses —profirió finalmente—, debes cuidar tu tono en la corte albiana. No todo el mundo es tan comprensivo con los ideales de vuestra revolución como la princesa, y no te interesa ganarte enemigos en tu posición. —La estaba mirando fijamente, así que se colocó el cabello detrás de la oreja y se encogió de hombros de manera coqueta y despreocupada—. No soy política, pero sé cómo apañármelas en la corte.

Justen asintió.

—Tienes razón. Estoy demasiado acostumbrado a las actitudes de casa. Me… esforzaré más. —Él le obsequió con lo que probablemente pretendía ser una sonrisa esperanzada—. Soy consciente de que no todos los aristos son malvados, que lo sepas.

—¿Sí? —Ella ladeó la cabeza. Era mono cuando sonreía. Le suavizaba las facciones, haciendo que sus ojos se arrugaran un poco en las esquinas y que sus pómulos cambiaran de severos y graves a… bueno, probablemente sexis era exagerado.

estás bien. Es decir, sin contar con eso de tu cabeza. Cualquier cosa con tantas plumas y que no pueda volar es malvada seguro.

Ella se rozó el tocado con los dedos e hizo un puchero.

—Pues te diré que este es mi segundo mejor sombrero.

El Daydream avanzó hasta atracar y Slipstream repiqueteó en la cubierta, lanzando su largo cuerpo desde el borde hasta el agua verdosa de debajo.

—Ostras —señaló Persis a Justen—. No hay nada que le guste más a Slippy.

La cara del acantilado se alzaba delante de ellos, vertical y escarpada. Caminaron por el muelle hacia el ascensor y Persis se deshizo del cubremuñecas para que su palmport abriese la puerta.

Justen soltó una risita.

—¿Qué? —preguntó.

—Me acabo de acordar de la noche pasada —explicó—. Andrine y yo lo pasamos fatal intentando activar tu puerto lo suficiente como para introducir la clave de acceso en el ascensor. A ninguno nos hacía gracia la idea de tener que arrastrarte arriba y abajo.

Persis levantó la mirada hacia la antigua carretera en zigzag del acantilado. Era el resquicio de otro tiempo muy lejano en que un propietario de Centelleos había abarrotado el camino, con pronunciados altibajos, de sirvientes reducidos y los había tratado como mulas de carga. Pero el ascensor había sido instalado mucho antes de la cura. Los Blake habían sido aristos progresistas durante generaciones.

—Supongo que, si vas a quedarte aquí, deberías tener tu propia clave de acceso.

—¿Sí? —profirió Justen cuando las puertas del ascensor se abrieron y se adentraron en él.

—Bueno —añadió Persis—, depende de cuánto impresiones a mi padre. —El sitio era lo bastante grande como para que cupiesen diez pasajeros a la vez, pero Justen presionó las manos contra las ventanas, como intentando escapar de allí a medida que el ascensor se elevaba en el aire. Ella se quedó donde estaba, en el centro del ascensor, observándolo. Las paredes, que daban al mar, estaban inclinadas hacia el exterior y largos paneles de vidrio revelaban el vasto y resplandeciente canal que había más allá. A veces, cuando el cielo estaba lo suficientemente despejado, se podía vislumbrar Galatea; pero, a pesar de que su acompañante examinaba el horizonte con diligencia, la niebla bloqueaba la vista hacia el sur.

—¿Nostálgico, ya?

Justen no contestó.

Con una sacudida, el ascensor se detuvo y las sólidas puertas traseras se abrieron en espiral, como pétalos, revelando el patio delantero de Centelleos y a todos sus habitantes, firmes y engalanados con la ropa de ocasiones especiales.

Sus progenitores estaban situados a la cabeza de aquel despliegue ostentoso. Persis ahogó un quejido. Sabía lo que vendría a continuación.

—Justen Helo —comenzó su padre, extendiendo los brazos y sonriendo abiertamente—, bienvenido a Centelleos. Es un honor y un privilegio recibirlo como invitado. —Su madre, que agarraba con firmeza el brazo de su marido, también sonrió. Todos los sirvientes de la propiedad daban la impresión de estar listos para dar un concierto y, si Persis conocía bien a su padre, probablemente llevaban ensayando toda la mañana.

Justen se giró hacia Persis y alzó las cejas. Ella se encogió de hombros.

—A mí no me mires. Si hay algo que le guste a papá de verdad, es hacer de todo una exageración.

—Ah —repuso Justen con una sonrisa irónica—. Entonces, es genético, ¿no?

A través de un mar de estrellas

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