Читать книгу A través de un mar de estrellas - Diana Peterfreund - Страница 9

Capítulo 3

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Mientras el sol asomaba por encima del mar, iluminando la costa con un rosáceo resplandor dorado, los niños Ford dejaron de retorcerse y sucumbieron a un extraño e intranquilo sueño. Sharie confiaba en que aquello fuese normal. Su contacto no le había revelado qué esperar exactamente de las rosadas, solo que los niños serían más fáciles de trasladar hasta los oficiales revolucionarios si ya estaban reducidos.

No le gustaba el aspecto que mostraban, tumbados en los palés con restos de espuma rosa secándose alrededor de sus bocas. No le gustaba que su contacto estuviese ausente, pues, según lo planeado, tendría que haberse presentado allí mucho antes del amanecer. Si los Ford se percataban de la desaparición de los niños, si la sorprendían con ellos de esa guisa…

Al final, no pudo seguir soportando la imagen de sus patéticos cuerpecitos, así que se escapó a la playa. Poco después, la sombra de un deslizador surgió en la arena a lo lejos, delante de ella. No había anticipado que apareciese en la dirección de la playa, sino en la de la carretera. Daba igual. El transporte había llegado por fin. El conductor no… no era precisamente la escolta policial que se había esperado. Aunque, bien mirado, era probable que la revolución llevara a cabo el trabajo sucio usando vías extraoficiales. Se trataba de una anciana, encorvada y arrugada, con mechones de cabello gris y ojos hundidos rodeados de masas de piel avejentada y descamada. Estaba envuelta en una gruesa túnica con capucha y, mientras se movía para bajar los frenos del deslizador hasta la arena, Sharie pudo apreciar que sus manos estaban cubiertas con largos guantes de lino.

—Llega tarde —soltó Sharie, preguntándose si la anciana podría siquiera ayudarla a trasladar los cuerpos.

La mujer elevó sus antiquísimos hombros.

—El dinero no tiene fecha de caducidad. Pero una oferta del ejército revolucionario, sí.

Sharie se apresuró a acompañar a la mujer al interior de la casa, antes de que pudiese cambiar de opinión. Allí, sobre un palé, yacían tres niños, aún inconscientes y con un sueño espasmódico. Manchas rosadas relucían en sus mejillas y gargantas, y también en esponjosos montoncitos en su cabello.

—Les ha dado rosadas —declaró la mujer inexpresivamente.

—Sí —replicó Sharie—. Como me ordenaron.

Pero la única respuesta de la mujer fue:

—¿Dónde está la cuarta?

—No pude llegar hasta ella. Es la heredera, así que tiene su propia ala. —Sharie puso los ojos en blanco—. Ya sabe cómo son los aristos. Hasta en medio de un asedio, deben mantener las apariencias.

La anciana bufó con un asqueroso sonido flemoso y alargó la mano para tomar el bolso de piel que le colgaba en el costado.

—Bueno, habíamos acordado cien por cabeza, ¿no?

—Trescientos —corrigió Sharie. ¡No se había arriesgado a sacar a los niños del asedio en la hacienda Ford por cuatro duros!—. Trescientos por cabeza.

La anciana hizo una pausa para pensar.

—Pues, sin la heredera, no me van a pagar el precio total. El plan es intercambiar a estos niños por lady Ford y su marido. A ellos son a quienes quiere el ciudadano Aldred, pues están liderando la resistencia monárquica. Pero, con la heredera, lady Ford podría decidir que los demás niños son prescindibles, sacrificios necesarios, igual que todos esos guardas que han ido muriendo para mantener fortificado el asedio contra las fuerzas revolucionarias.

—No lo harán —aseveró Sharie. Podía ver el acuerdo desmoronarse ante sus ojos—. Es verdad que son aristos, pero los Ford quieren a sus hijos. Créame, fui su canguro durante cinco años.

—Cinco años —repitió la anciana—. ¿Usted ha cuidado de estos mocosos y ahora los reduce? —Silbó entre dientes—. ¿Qué va a hacer con el dinero? ¿Comprar una nueva vida en Halahou, donde jamás tenga que volver a cuidar de la prole mimada de un aristo?

Evidentemente. Sharie no tenía más experiencia que la de cuidar niños y, con los aristos cayendo como moscas, ya nadie quedaba que la pudiese contratar. Más le valía conseguir todo lo que pudiese mientras aún quedasen cosas que merecieran la pena obtener. De todos modos, los niños Ford ya estaban condenados. El asedio iba a acabar desmoronándose y, cuando lo hiciese, la familia al completo sería reducida; ellos y cualquiera que fuese sorprendido ayudándolos. Sharie veía las señales de peligro y no tenía la intención de permanecer allí cuando aquello se viniese abajo.

La anciana realizó un cálculo mental mientras observaba dormir a los niños.

—Ciento cincuenta por cabeza. Es mi oferta final, y más vale que la acepte. El tiempo se agota.

—De acuerdo.

La mujer le entregó el dinero en el bolso de piel. Las monedas tintinearon una contra la otra, sorprendentemente pesadas. Jamás en toda su vida había sostenido tanto dinero; o, más bien, dinero en metálico. Los Ford le habían pagado en créditos reales, todo bonito y legal. Pero con lo inestable que estaba el gobierno, lo mejor era llevar dinero en efectivo. Especialmente, si una trabajaba en algo que no era precisamente legal.

Se colgó el bolso del hombro y luego ayudó a la anciana a trasladar a los niños, uno por uno, a la parte trasera de la cabina del deslizador. Cuando colocaba a la más joven, Mardette, los ojos de la niña se abrieron con un pestañeo.

—Guuuuuh —balbució.

Sharie tragó saliva. Mardette poseía una voz preciosa para el canto. Se preguntó si los reducidos sabrían siquiera cómo entonar una melodía.

De un modo u otro, los habrían capturado. De un modo u otro, los habrían reducido. Nada había que Sharie hubiera podido hacer para impedirlo. Si intentaba ayudarlos, terminaría por ser castigada, junto con los demás nores de la hacienda Ford. Sharie apretujó el bolso con fuerza, reconfortada por el peso del dinero en su interior. Y, además de obtener su fortuna, había contribuido a la revolución. Ahora estaban en deuda con ella.

—A propósito —comentó la anciana mientras se subía de nuevo al asiento del conductor—, ¿qué ha pensado hacer si los hombres de los Ford salen en su busca?

Sharie sacudió la cabeza.

—Si pudieran pasar por encima de los revolucionarios, ¿no cree que ya lo habrían hecho? —En cualquier caso, no necesitaba preocuparse por los Ford. La revolución la protegería. Sharie había escogido el lado ganador.

—Hmm —profirió la anciana, y arrancó.

Tan pronto como se hubo marchado, Sharie corrió al interior de la casa. En los palés del suelo aún podían verse las marcas rosadas de los cuerpos de los niños Ford; Sharie desvió la mirada. Al menos había conseguido el dinero. Metió la mano en el bolso, deleitándose con el tacto frío de las monedas. Ese dinero sería más que suficiente para empezar su nueva vida en Halahou. Abrió el bolso; lo mejor era ver su recompensa. Ahí había cuarenta y cinco piezas de plata. Dinero a cambio de nada, excepto librarse de la ira de los revolucionarios. La luz del sol saliente se filtraba a través de las ventanas de la casa y destelló en la superficie de las monedas.

Que empezaron a cambiar.

Ante sus ojos, los grabados de las monedas comenzaron a disolverse y a girar en la superficie. Sharie pestañeó con fuerza, pero la ilusión óptica continuaba. Agarró una de las monedas y se la acercó a los ojos. El rostro de la antigua reina Gala se volvió borroso, las líneas pasaron a ser puntiagudas y dentadas, hasta que tomaron forma de nuevo, la de una flor de hojas puntiagudas.

Sacudió la cabeza con estupefacción y consternación. La nanotecnología no se aplicaba a las monedas. ¿La habían timado? ¿Aquella vieja arpía le había dado dinero falso? Le dio la vuelta a la moneda para ver lo que había por detrás.

Mi agradecimiento eterno, Amapola Silvestre.

La moneda produjo un golpe sordo contra la encimera. Sharie retrocedió, tambaleándose. No.

Se oyeron golpes contra la puerta desde del exterior.

—¿Sharie Bane? Hemos venido a por los niños.

Sharie se puso las manos contra el pecho con fuerza, sintiendo cómo la trampa se cerraba firmemente. ¿Cómo había podido ser tan necia? Con dedos temblorosos, abrió la puerta. En el umbral aguardaban dos guardas revolucionarios junto a una tercera persona: una joven que llevaba unos elegantes pantalones negros y una chaqueta militar a juego con una insignia que la señalaba como capitana. La mirada de Sharie descendió hasta el nombre bordado en la chaqueta de la mujer.

Aldred.

Vania Aldred, la joven capitana a cargo del asedio de los Ford. La mismísima hija del ciudadano Aldred. A Sharie se le secó la garganta.

¿Es usted Sharie Bane? —preguntó la capitana, elevando una ceja hasta que desapareció bajo su flequillo oscuro. Su cabello negro era demasiado largo, y más liso que el agua al fluir desde un grifo.

Sharie pensó en fingir ignorancia.

—Yo…

La mujer la rozó al pasar a su lado para revisar la habitación.

—¿Dónde están los niños Ford? ¿Ha fracasado en cumplir su promesa a la revolución?

—No… yo… —La mirada de Sharie se dirigió a las monedas de la encimera. La joven (apenas una niña también) miró en aquella dirección. Alzó una de las monedas, siseó y la dejó caer con otro golpe sobre la encimera.

—Idiota. ¿Qué aspecto tenía él?

—Era… era una anciana. —Tragó saliva y retrocedió—. Por favor, ¿cómo iba a saberlo? Yo no he…

La capitana dio una pequeña sacudida con la cabeza.

—No, no ha hecho nada de lo que debía. —Se giró y desfiló hasta los guardas en la puerta, murmurando órdenes. Los hombres avanzaron hacia ella.

—Por favor —musitó.

—Idiotas inútiles como usted no merecen sus cerebros —espetó la capitana Aldred.

Justen Helo caminaba por el muelle con las manos en los bolsillos, como para proteger los oblets que había escondido ahí. Dudaba que hubiese una sola persona capaz de detectar aquellos ordenadores del tamaño de guijarros, pero, de igual forma, se sentía mejor al rodearlos con los puños. Hasta el momento, su huida se había producido sin incidentes. El personal de la sala de registro apenas había advertido su visita, y los guardas junto a la entrada del palacio tan solo habían inclinado la cabeza en su dirección cuando se los había cruzado. Su seguridad estaba a muy poca distancia.

¿Realmente iba a seguir adelante con aquello?

¿Tenía elección? En cuanto los oficiales de la hacienda Lacan se dieran cuenta de lo que había hecho, su detención estaría esperándolo a la vuelta de la esquina. Ya no podría despistar a su tío, ni evitar que su investigación se convirtiese en una mofa de todo aquello por lo que se había pasado la vida trabajando.

Delante de él, un precioso yate tiraba impacientemente de sus amarras. Por el aspecto de sus aparejos, era albiano. Mejor que mejor. Los viajes entre ambas naciones se habían reducido desde la revolución, pero Justen había albergado la esperanza de que hubiese alguien en el puerto de Halahou que le permitiese subir a bordo. Se paseó delante del barco dos veces, con la perspectiva de encontrar al capitán, pero no vio a nadie en la cubierta. La tercera vez que atravesó el muelle, la mirada de uno de los guardas se mantuvo en él durante un tiempo y los ojos se le iluminaron con lo que podía ser comprensión.

Aquello había sido un error, el último de muchos. Debería haber sabido que su tío acabaría adivinando sus planes. Había un motivo por el que Damos Aldred era la primera persona que había desafiado a un gobernante de Galatea en siglos, desde la creación de la isla.

—Usted —le llamó un guarda; Justen se puso rígido. Pero el hombre, ataviado con el uniforme de la revolución, no señalaba en su dirección, sino a alguien detrás de él. Justen se volteó para ver a una figura tambaleándose por el muelle. Alta y bien entrada en años, la mujer era una arista, a juzgar por su ropa, una cascada de volantes de seda de color rojo oscuro y azul marino que se extendían desde su clavícula hasta sus rodillas. Su cabello estaba dispuesto en un elaborado embrollo de bucles y trenzas del color de las nubes en un día tormentoso. Justen se sorprendió. Dudaba que quedara un solo aristo en Albión que aún conservase su color natural de pelo. Y aquella arista era, sin duda, albiana. Una noble galatiense que, de alguna manera, había evitado la revolución durante tanto tiempo no saldría al exterior vestida con ropas tan finas. A eso se le llamaba buscar problemas.

—Usted —repitió el guarda—, identifíquese.

La arista, quienquiera que fuera, lo ignoró. Toda su atención estaba en el yate, como si pudiese subir a bordo simplemente con la fuerza de su voluntad.

Era una arista albiana drogada, disfrutando de las distracciones baratas que se podían obtener en los suburbios de la zona del muelle. Justen sintió una sacudida de desprecio, seguida inmediatamente por arrepentimiento. A pesar de lo que proclamaban, la revolución no se había esforzado mucho por ayudar a los nores más empobrecidos. ¿Qué sentido tenía castigar a los aristos por su comportamiento si no se protegía a las víctimas?

—Deténgase ahora mismo—ordenó el guarda.

En aquella ocasión, la mujer sí se detuvo y, por vez primera, Justen reparó en que los volantes de su vestido eran iridiscentes al oscilar y ondear al sol. Un segundo después, se dio cuenta del motivo. La arista estaba temblando, estremeciéndose tanto que era increíble que sus dientes no se hiciesen añicos en su boca.

Intoxicación por tempogenes. Al menos, esa era la impresión que daba, y la explicación más probable si había estado de fiesta en los suburbios. Con el instinto surgido tras años de entrenamiento médico, Justen alargó los brazos hacia la mujer, que se desplomó contra su cuerpo. Él le aferraba la cabeza mientras ella se retorcía y se sacudía en sus brazos. Una grasienta pasta gris que provenía de su peinado le manchó los dedos. Ella se hundió en sus brazos mientras varias botas golpeaban los tablones detrás de ellos.

Serios problemas estaban a punto de desencadenarse en aquel lugar. Problemas y atención que no se podía permitir.

Cuando el primero de los guardas los alcanzó, arrancó a la mujer de sus brazos de un tirón.

—¿Quién se cree que es? —vociferó el guarda mientras ella colgaba en su firme agarre como un águila debilitada—. Arista inmunda, contéstenos.

Justen empezó a retroceder. Afortunadamente, no parecía que estuviesen ni la mitad de interesados en él. En el yate, vio un destello turquesa cuando un ocupante se asomó por encima de las barandillas para ver la conmoción. La mujer atrapada en el agarre del guarda levantó la mirada hacia el barco y sacudió la cabeza una vez. Pero incluso ese movimiento parecía ser demasiado esfuerzo para ella, y los ojos se le pusieron en blanco.

Otro guarda soltó un bufido.

—Parece que ya ha probado su primera rosada. Si esperamos a que haga efecto, podremos divertirnos de verdad.

Ante eso, Justen se puso tenso y un escalofrío le atravesó las venas. Su primera rosada. ¿Así que a aquello habían llegado en las calles de Galatea? ¿A bromear con la píldora de la Reducción? Realmente había estado aislado. Y, si no se marchaba de aquella isla, las cosas iban a empeorar muchísimo. Para todo el mundo.

Su cautela se evaporó y abrió la boca para hablar en un tono de voz más acostumbrado a dirigirse a técnicos de laboratorio que a unos guardas de seguridad de muelle.

—Caballeros, ¿no se dan cuenta? Esta mujer es albiana, aunque sea arista.

—¿Y quién se cree que es usted? —interrogó el primer guarda, mirando a Justen por debajo de la nariz.

Él se enderezó, aunque seguía sin ser tan alto como el soldado.

—Un transeúnte curioso, señor, y amigo de la revolución. Ustedes saben que el Ciudadano Aldred ha concedido inmunidad a los albianos visitantes. Está claro que no nos gustaría hacer enfadar a su princesa por culpa de una estúpida arista como esta, y tampoco lo querrían los del palacio, ¿no es así?

—Esa es su opinión, joven.

—Cierto, lo es. —Estaba preparado para liberar su arma secreta cuando la arista procedió a vomitar en el suelo.

El guarda hizo una mueca.

—Pues que Albión se la quede. —Soltó a la mujer, que se desplomó en el muelle, inconsciente. Cuando el guarda le dio una patada, apenas se quejó.

Justen abrió la boca, pero no emitió palabra. Siempre que se marcharan y la dejaran en paz, una patada no le haría más daño del que ya le ocasionaba la intoxicación por tempogenes. Extendió los brazos y la alzó una vez más. Las sacudidas habían empeorado.

—Mi barco —graznó.

—Sí —replicó secamente Justen. Tontear con genética temporal era de lo más estúpido y de lo más mortífero. Desde la revolución, el mercado de tempogenes no autorizados había aflorado en los barrios menos fiables de Halahou, que ofrecían de todo, desde piel que resplandecía en la oscuridad y plumas, hasta ojos de serpiente y cambios de sexo. Causaban furor entre los adolescentes nores, incluso Remy había expresado interés en probarlos, hasta que Justen le había explicado exactamente lo que podría ocurrir si las cosas salían mal.

Los tempogenes también eran muy populares entre los aristos albianos aburridos en busca de una aventurilla de vacaciones en el sur. Justen ni se molestaba en odiarlos. El infierno que entrañaba la intoxicación por tempogenes era castigo suficiente. Aquella, sin embargo, era lo bastante mayor como para haber sido más sensata. Parecía tan vieja como la propia Cura Helo.

Llevó a la anciana a rastras hacia el barco, y la albiana de cabello turquesa que había vislumbrado anteriormente se reunió con él en la rampa. Era unos años más joven que Justen, de amplias mejillas sonrosadas y con un intenso brillo de inteligencia en sus ojos de color marrón oscuro.

—Gracias, Ciudadano —expresó la muchacha, aferrando a la anciana y liberándola de su agarre—. Le estoy agradecida por ayudar a mi abuela. Está… bastante débil…

—Sufre intoxicación por tempogenes —le soltó a la joven—. No soy idiota. El código se está descomponiendo peligrosamente y sus células están entrando en shock. ¿Tiene un botiquín de primeros auxilios a bordo?

La muchacha le lanzó una mirada inquieta a su abuela sin decir nada.

—Escuche —siseó Justen—, necesita cuidados médicos o entrará en coma. Soy médico. Puedo tratarla aquí o la podemos llevar al hospital de Halahou. Usted elige.

La joven de cabello turquesa se marchó en busca del botiquín. Justen dispuso a la anciana en un banco acolchado. Le apartó el pelo de la cara con la mano y la grasa gris se le esparció en la piel. Ahí fue cuando se dio cuenta de que el color era falso al percibir que el gris destellaba entre las trenzas.

La mujer abrió los ojos con un pestañeo. Él había anticipado que parecieran acuosos y hundidos por la edad, pero eran de un claro castaño dorado. No daba la impresión de que hubiera tantas arrugas y parecían menos profundas que las que había observado en el muelle.

—¿Tempogenes de envejecimiento? —preguntó como si se encontrara en la clínica rodeado de otros médicos—. Esto es nuevo.

—No ha funcionado como debía —señaló la mujer, cuyo graznido se había desvanecido para dar paso a la voz de una muchacha—. Se suponía que tenía que aparentar treinta años, no noventa.

—Ah. —Justen asintió. Aquella arista no era una abuela. Era probable que hubiera querido acceder a establecimientos con restricciones de edad. Aunque eso no explicaba el cabello canoso. Jamás había comprendido las razones de ser de la moda albiana. Los extravagantes colores de pelo, los ridículos volantes…

La muchacha de cabello turquesa regresó con un botiquín médico en las manos.

—Estás despierta —emitió con un suspiro de alivio.

La arista extendió la mano hacia su compañera.

—Andrine, ¿está todo listo?

La joven de cabello turquesa, Andrine, asintió.

—Bien —profirió la otra—. Prepara al Daydream para zarpar en cuanto mi salvador galatiense termine.

Justen vio su oportunidad.

—En realidad, como le decía a su amiga, usted precisa de atención médica. Quisiera ofrecerle mis servicios durante la travesía. Soy médico cualificado.

—No hace falta.

—Discrepo. —Vaciló un instante—. De todos modos, necesito viajar a Albión. Si no acepta mis cuidados, estaría encantado de pagarle por el viaje. Pero, en cualquier caso, como médico, me veo en la obligación moral de ofrecerle mi ayuda.

La muchacha lo estudió durante un buen rato. Se preguntó qué edad tendría realmente. Si había ingerido un tempogén de envejecimiento, puede que fuese incluso más joven que él.

—Qué agradable es ver que no todos los galatienses han desechado la moral. De acuerdo, puede venir con nosotras. Pero, díganos, ¿con quién estoy en deuda?

Echó una mirada detrás de él, hacia el muelle. Ninguno de los guardas se había rezagado. De todas formas, siempre que se marchara, daba lo mismo.

—Me llamo Justen Helo.

Andrine retrocedió un paso. Los ojos de la arista se ensancharon. Era comprensible. Incluso las jóvenes fiesteras albianas sabían lo que entrañaba aquel nombre.

—Ciudadano Helo —murmuró con suavidad—, es un honor.

—Justen —corrigió. Cómo desearía no volver a oír el título «ciudadano». ¿Y a quién se creía que engañaba aquella arista? ¿Un honor? Había vómito atascado en su garganta.

Ella inclinó la cabeza.

—Lady Persis Blake, a su servicio.

A través de un mar de estrellas

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