Читать книгу A través de un mar de estrellas - Diana Peterfreund - Страница 13

Capítulo 7

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Antes de la revolución, el palacio real de Halahou había sido un monumento a la egoísta extravagancia de sus habitantes. Mientras los campesinos luchaban por la igualdad de derechos contra sus crueles amos aristos, la reina Gala y sus compinches no sabían lo que significaba la escasez, no experimentaban la injusticia, ni sufrían los problemas que formaban parte de la estructura diaria en la vida de la mitad de los galatienses. ¿Había enfermedades? ¿Disputas legales? ¿El caso de un aristo maltratando a un nor con crueldad? A la reina le daba igual. Ni siquiera era consciente. Nada había hecho, nada en absoluto, por ayudar a la gente que gobernaba.

Vania Aldred se recordaba aquello cada vez que pasaba junto al retrato de la antigua reina. Sabía que su padre no había pintado sobre el mural, situado en el patio público, por esa misma razón. La única alteración que había hecho eran las palabras en nanopintura que ahora destellaban en la cara pintada al fresco de la monarca.

TIRANA

Vania escupió al suelo frente al retrato antes de adentrarse en las puertas. La reina Gala, la tirana. La reina Gala, quien había muerto antes de cumplir el castigo que su padre había concebido. Los demás aristos sufrirían por ella: ellos y cualquier otro enemigo de la revolución.

Incluyendo a aquel estúpido y floreado espía albiano. Solo a un aristócrata idiota habría podido ocurrírsele un nombre en clave tan deplorable y vergonzoso. Era increíble que se lo tomaran en serio.

Pero así era. Y su padre se lo tomaría especialmente en serio en cuanto Vania le informase de que había perdido a los niños Ford por culpa de la Amapola Silvestre.

El patio interior estaba ocupado por un pequeño grupo de aspirantes a policías enfrascado en la práctica del combate mano a mano. Al pasar a su lado, Vania se enderezó. La mayoría de sus compañeros de clase seguía en el programa, mientras que ella había terminado su formación a toda velocidad y ya escalaba los rangos del orden militar de su padre.

—¡Ciudadana Vania! —la llamó el instructor—. Llega usted a tiempo. Enseño unos movimientos que recordará de sus días de entrenamiento. ¿Le importaría obsequiarnos con una demostración?

Ella le sonrió. Ese instructor era un poco pelotillero, siempre buscando que su padre lo ascendiera pero, al mismo tiempo, el rango de Vania como combatiente era un hecho objetivo.

—Sin problemas. —Se quitó la chaqueta y se unió al grupo.

Los cadetes formaron una fila y Vania tomó posición en el patio. Su primer oponente era torpe y lento. Lo derrotó con facilidad. La segunda cadete era hábil en la defensa de los golpes, pero su ofensa no la igualaba. Después de treinta segundos, ella también terminó por los suelos.

La tercera, una mujer alta y delgada, se aproximó con una expresión de determinación en su rostro. Al menos le sacaba diez centímetros a Vania y probablemente también unos años. A sus dieciocho años, Vania era la oficial más joven de toda la República de Galatea, como Justen era el científico más joven en los laboratorios reales (o, más bien, republicanos). Vania se echó el cabello tras el hombro en tanto la cadete Sargent tomaba posición delante de ella. No podía permitirse perder en aquellos combates, no ese día. No después de su error en la hacienda Ford. Ser vapuleada por una mera cadete solo añadiría combustible al incendio de rumores que aseguraba que Vania había logrado su posición únicamente por su padre.

Con una rápida patada a su abdomen, la lucha comenzó. Vania desvió la patada con la acolchada pantorrilla de sus pantalones de uniforme y luego se agachó cuando Sargent siguió con un puñetazo. Se rodearon una a la otra, lanzando golpes y puñetazos inútilmente. La cadete estaba en excelente forma y tenía buenos instintos. Parecía saber con exactitud el modo en que Vania planeaba defenderse de cada ataque. Ella se abalanzó sobre la cadete, cambiando su enfoque. Sargent, al ser más alta, poseía un alcance mayor y podía protegerse el cuerpo con más facilidad, pero el centro de gravedad de Vania era más bajo. Intentó convertirse en un objetivo lo más pequeño posible y arremetió con la intención de golpear las rodillas de Sargent para que perdiese el equilibrio.

La cadete dio un salto hacia atrás y luego arremetió con el puño, que conectó con un lateral de su cráneo. Sin aliento, Vania aterrizó con violencia sobre su espalda y su cabello le oscureció la visión momentáneamente. Se apartó los mechones de los ojos para encontrarse a Sargent de pie por encima de ella, triunfante.

No, se negaba a permitir que aquello acabase así. Con rapidez, Vania giró el brazalete que llevaba y agarró a Sargent por la rodilla. La cadete emitió un chillido de dolor cuando todos sus nervios, desde la cadera hasta los dedos de los pies, dejaron de funcionar; luego se desplomó.

Con calma, Vania se enderezó hasta quedar sentada y se sacudió el polvo de las mangas de su chaqueta. Luego se puso en pie.

—¡Tramposa! —resolló la cadete entre quejidos de dolor—. Menudo punzón… ¡No ha dicho que pudiésemos usar armas!

Vania pestañeó inocentemente.

—Lo siento, cadete. Una pregunta: ¿cree que los monárquicos contra los que peleo son tan amables como para no usar el arma que tengan a su disposición?

El instructor rio nerviosamente.

—Y esa es una lección para todos ustedes. La ciudadana Aldred tiene muchísima razón.

Otro cadete se acercó para ayudar a Sargent a levantarse. Su pierna no cesaba de dar espasmos y Vania desvió la mirada. Aunque el punzón solo contenía un poco de veneno de cono, la cadete no podría controlar sus músculos en, al menos, una hora. Los otros cadetes se la quedaron mirando, silenciosos y escépticos, a pesar de que el instructor había aseverado que sus tácticas eran válidas.

¿A quién le importaba lo que pensaran? Vania estaba en lo correcto, la resistencia monárquica no pelearía limpiamente, así que ¿por qué deberían hacerlo los revolucionarios? El objetivo era ganar, no jugar limpio.

Vania había albergado esperanzas de ver a Justen o a Remy antes de la cena, pero no fue así. Por lo visto, ninguno de sus hermanos adoptivos había pisado el palacio desde antes del fin de semana. Remy estaba en una excursión escolar y seguro que Justen estaría en el laboratorio, inmerso hasta el cuello en su investigación. Desde que la revolución había comenzado, apenas pasaban tiempo juntos. Remy era la que se llevaba la peor parte de la dedicación al trabajo de Justen y Vania. Menos mal que había madurado antes que la mayoría de jóvenes de catorce años. Y, por supuesto, entendía la importancia de la revolución.

Duchada y vestida para la cena, Vania tomó asiento al final de la mesa, en el sitio que en su momento había estado reservado a su madre. A su izquierda, se sentaban dos de los consejeros en los que su padre tenía más confianza y, a su derecha, había dos sillas vacías que pertenecían a los Helo.

Vania sacudió ligeramente la cabeza y su flequillo negro osciló en su frente. Una cosa era que Remy se encontrara en el este por su viaje de estudios, pero ¿qué excusa tenía Justen para saltarse otra cena? Su laboratorio estaba allí mismo, en Halahou, pero sus ausencias iban a la par con sus retrasos. Estaba adherido a su silla del laboratorio con pegamento, o estaba inmerso en sesiones de asesoramiento genético para las familias de los oscurecidos en los sanatorios. Miserables desgraciados. Vania no sabía cómo Justen podía soportar siquiera estar cerca de ellos. Si ella descubriese que iba a terminar oscurecida, se tiraría del precipicio más cercano, en lugar de esperar a que llegase el fin de manera natural. Por ahí se decía que la píldora de la Reducción era mejor… aunque no por mucha diferencia.

Se oyó a alguien aclarándose la voz al otro extremo de la mesa y Vania alzó los ojos. Su padre había llegado por fin. El ciudadano Aldred presidía la mesa, con la espalda recta; su abrigo estaba abotonado hasta el cuello y llevaba todas las medallas e insignias que la antigua reina le había otorgado cuando era tan solo el jefe de la milicia nor. Vania le había preguntado una vez que por qué seguía llevándolas, dado que la reina y, por supuesto, todo su sistema de gobierno eran una vergüenza.

—Los símbolos son importantes, Vania —le había explicado su padre. Y en esos días la población se aferraba a símbolos del antiguo régimen. La gente confiaba en Aldred, tanto por su prolongado servicio al viejo país, como por sus promesas acerca del nuevo.

Símbolos como esas estúpidas guirnaldas, objetos nanotecnológicos y amapolas silvestres que Vania no dejaba de encontrarse por todas partes. No era solo que la Amapola Silvestre estuviera llevándose a los aristos de los campos de trabajo. Era la ostentación del espía. Atraía los corazones vanidosos de los aristos y socavaba la pureza de la revolución.

—¿El ciudadano Helo tampoco nos honra hoy con su presencia? —preguntó el ciudadano Aldred con sequedad—. Encima que acabas de regresar del asedio, Vania. Pues parece que vamos a ser un grupo pequeño.

Vania arrugó la frente. Había estado demasiado ocupada con las barricadas de los Ford como para ponerse en contacto con Justen; pero, si se paraba a pensarlo, había transcurrido casi una semana desde la última vez que habían hablado. Tal vez aquello era lo que entrañaba ser adulto. Justen estaba ocupado con su investigación; ella, con la revolución de su padre. Cuando eran más jóvenes, lo habían compartido todo, pero ya no eran niños, y tampoco eran como los antiguos compañeros de clase de Vania, quienes se pasaban la mayor parte de su vida paseándose por Halahou, de fiesta con tempogenes y cotilleando, tan holgazanes como los aristos. La última vez que se había esforzado en sociabilizarse con ellos, habían estado más interesados en charlar sobre sus distintos líos amorosos que sobre la revolución que estaba teniendo lugar a su alrededor y que estaba cambiando el mundo.

Vania y Justen estaban por encima de todo eso. Tenían asuntos importantes en la cabeza.

Los comensales se dieron las manos e inclinaron la cabeza, y el padre de Vania comenzó a hablar.

—Nos hemos reunido aquí esta noche para dar las gracias a aquellos que estaban antes que nosotros: Darwin y Persistence Helo, quienes presenciaron el sufrimiento de los reducidos e inventaron la cura.

Vania sonrió sobre su plato. A pesar de la ausencia de sus hermanos adoptivos, los Helo nunca quedaban olvidados. Remy y Justen se sentían comprensiblemente orgullosos de su herencia. El padre de Vania los había animado a estarlo, y siempre había aseverado que los Helo eran los mejores nores que habían vivido; al menos, hasta ese momento. Vania estaba segura de que pronto la gente empezaría a ensalzar el apellido Aldred del mismo modo. Al fin y al cabo, ellos eran los que habían liberado finalmente a los nores de ser esclavos de los aristos.

—También le estamos eternamente agradecidos al creador de Nueva Pacífica, cuyo nombre se ha perdido en la historia debido a la tiranía de monarcas y a la esclavitud de la gente. Sin el trabajo de ese genio anónimo, la humanidad no habría sobrevivido a las guerras.

Hubo un conjunto de asentimientos y de murmullos de conformidad en toda la mesa. Vania se alegraba de que, desde la revolución, la verdadera historia hubiera salido a la luz. Al crecer, la habían obligado a aprenderse la versión aprobada por la corona: que las islas de Nueva Pacífica habían sido terraformadas y colonizadas por la primera reina Gala y el primer rey Albie como refugio después de que las Guerras de los Perdidos hubiesen convertido en inhabitables las demás zonas de la tierra.

Pero era mucho más importante contar la verdad: que la tierra había sido creada por el último general, el que había ganado la última Guerra de los Perdidos resquebrajando la tierra y aniquilando a todos sus enemigos. Si no lo hubiese hecho (quienquiera que fuese ese valiente hombre) Nueva Pacífica no habría llegado a existir.

Los aristos que habían gobernado la tierra durante tanto tiempo no eran nadie, probablemente descendientes de bedeles o de sirvientes en la embarcación del general Perdido. La única razón por la que no habían acabado reducidos era porque habían sido demasiado pobres como para costearse las mejoras genéticas que habían provocado la Reducción accidentalmente. Y luego se habían aprovechado de los descendientes reducidos de las personas que de verdad habían ganado la guerra.

Como el general Perdido. Nadie sabía qué había sido de él, o de su familia. Estaban en el grupo de los perdidos: sus hijos nacieron reducidos. Pero los aristos no habían llevado registros sobre ese tipo de cosas. Podrían incluso haber sido antepasados de los Aldred. Probablemente así era, teniendo en cuenta que Damos Aldred también era un magnífico genio militar.

Y Vania estaba decidida a ser igual.

Mientras se servía el primer plato, el ciudadano Aldred le dirigió su atención.

—¿Cómo va el asedio de la hacienda Ford, Vania?

—Muy bien, señor. Me han dicho que las fortificaciones caerán en menos de una semana.

—Excelente. —Su padre sonrió. A su derecha, el general Gawnt puso sus protuberantes ojos en blanco, pero Vania hizo lo que pudo por ignorarlo, tal y como hacía con todos sus comentarios insidiosos y susurros de «nepotismo» y «niña mimada» precariamente disimulados. Vania era joven para ser capitana y algunos no estaban conformes con ello; aunque no sabía por qué se sorprendían. Ella tenía aptitudes de liderazgo y políticas, como su padre. Solo porque compartían las mismas habilidades y seguían la misma línea de trabajo no los convertía en aristos, cuyas posiciones y privilegios hereditarios habían constituido la ruina de Galatea. Habría sido un desperdicio que su padre no se hubiese aprovechado de su talento natural por culpa de las tenues protestas de favoritismo, igual que habría sido un desperdicio no utilizar el genio científico de Justen solo porque su apellido era Helo. La revolución no habría conseguido tener tanto éxito sin la contribución de Justen.

Ojalá hubiese estado allí. Dudaba que Gawnt hiciera esos comentarios si Justen Helo lo estuviera mirando directamente a los ojos.

—He oído que han usado métodos poco convencionales para persuadir a los Ford de que se rindan —intervino otro de los tenientes—. ¿Cuál ha sido el resultado?

Vania hizo una mueca.

—Desgraciadamente, no ha sido bueno. Sobornamos a la canguro para que sacara a los niños de la barricada, pensando que sus padres se rendirían preocupados por el bienestar de sus hijos.

—Buena idea, Vania —comentó su padre y ella sonrió ampliamente.

El general Gawnt se aclaró la garganta y la sonrisa de Vania se marchitó.

—Desgraciadamente, la canguro era una imbécil y le entregó los niños a la Amapola Silvestre.

—¡La Amapola! —resopló el general Gawnt—. ¿Otra vez?

Vania respiró hondo.

—No obstante, hay buenas noticias. La canguro no consiguió sacar a la heredera, así que no ha hecho daño de verdad. Lord y lady Ford se acabarán rindiendo y, cuando lo hagan, los tendremos a ellos, a la heredera de la hacienda Ford y a todo su círculo interno.

—¿Por qué no me has contado esto antes, Vania? —preguntó su padre.

—Me he encargado de todo. —Vania apretó los puños bajo la mesa cuando todos los ojos se giraron en su dirección—. La sirvienta ha sido castigada debidamente, solo los niños más pequeños escaparon, y el asedio sigue en curso.

¿Castigada debidamente? —repitió Gawnt—. ¿Cómo?

—Reducción, por supuesto.

—¿La interrogó usted primero? —inquirió. Vania se preguntó si el hombre era capaz de hablar sin arrojar saliva desde su boca—. ¿Dio alguna información que nos pueda ayudar a localizar a la Amapola?

—¡Era una idiota! —insistió Vania—. Ni siquiera necesitaba la píldora de la Reducción de lo estúpida que era. Le entregó los niños a una vieja cualquiera que le dio dinero falso. No sabía nada trascendente.

—Bueno, ahora ya nunca lo sabremos, ¿verdad, capitana Aldred? —Babas, babas.

Vania enfureció, y enfureció todavía más cuando su padre, de entre toda la gente, intervino en su rescate.

—Lo importante aquí es que ese espía albiano está llevando a cabo sus actividades en nuestro territorio —apuntó su padre, y toda conversación cesó—. Ya es hora de que respondamos con fuerza y le paremos los pies de una vez por todas. Necesitamos averiguar su identidad para neutralizarlo.

—Motivo por el que un interrogatorio a una testigo habría sido prudente —musitó Gawnt. En voz más alta, dijo—: ¿Hay alguna duda del tipo de persona que buscamos? Sin duda, este es el caso de un aristo albiano frustrado por la absoluta inutilidad de la pequeña princesita que en estos momentos reina en su país. —Miró a Vania con desagrado.

Ella pensó en todos los instrumentos de la mesa que podrían ser aptos como armas. ¿Cómo se atrevía a compararla con la princesa Isla de Albión? ¿Una mocosa arista mimada y cabeza hueca, engendrada por endogamia, a la que ni siquiera le permitirían simular que reinaba si ese rey infante fuera lo bastante mayor como para tomar el trono? No se asemejaban en nada.

—¿Llevamos algún registro de los aristos que han visitado la isla? —preguntó el ciudadano Aldred.

—Si pasan por el puerto de Halahou —señaló el general—. Pero hay un montón de amarraderos no oficiales por toda la isla. No es probable que el espía vaya por la ciudad, a no ser que no le quede más remedio.

—Creo que es hora de ir a la fuente —opinó Vania—. Los albianos nos están enviando espías. Tal vez es hora de que enviemos nuestros propios espías a sus costas y averigüemos quién es el responsable de los asaltos. Debe de haber rumores en la corte albiana…

—Ya basta, Vania —la interrumpió su padre—. Solo por estar sentada en esta mesa no significa que puedas olvidarte de tu rango. El general Gawnt sabe lo que hace.

—Pero, papá…

—¡He dicho basta! —El ciudadano Aldred golpeó la mesa con la mano.

Vania se quedó mirando a su padre con ojos muy abiertos y sin pestañear. No iba a llorar delante de aquellas personas. Bajo la mesa, retorció su servilleta hasta hacerla pedazos.

Gawnt procedió a hablar con voz monótona, trazando un plan para apresar al espía albiano, al tiempo que soltaba unas cuantas pullas a expensas de Vania. Después de un rato, dejó de escucharlo. Dejó de escucharlos a todos. En su lugar, pensó en su remoto antepasado, el líder militar que había resquebrajado la Tierra y había matado a todas las personas que odiaba de un plumazo.

A través de un mar de estrellas

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