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La cena se servirá a las 20:30 en el Comedor es lo que decía la hoja, lo que pienso al mirar el reloj. Las mesas ya están dispuestas, mis compañeros ya están sentados. Hay diez mesas, ocho pequeñas con un solo cubierto y una sola persona. Dos mesas grandes, redondas, con capacidad para al menos ocho personas, sobre cuya superficie se han distribuido tres cubiertos a una distancia máxima y perfecta. Como me fumé un porro antes de bajar, estoy parado en la entrada del comedor, dentro de la escafandra de mi ebriedad. Todas las mesas están ocupadas. Me siento en una de las grandes, en la que hay dos personas y una silla y un cubierto libres, esperándome.

No sé cómo describir la situación. Piensa en un crucero, en las cenas de uno de esos cruceros turísticos. Ahora quítale todas las diversiones forzadas, los conciertos decadentes, generadores automáticos de vergüenza ajena. Elimina todos esos sonidos, esas sonrisas de mucha gente intentando ser simpática y fingiendo que se lo pasan bien. Quita todo eso y deja la incomodidad, la cercanía no deseada. Y ahora mete un millón de litros de silencio. O bueno, simplemente, piensa en catorce personas cenando en silencio. Creo que casi todo el mundo está drogado, o es que proyecto mi ebriedad sobre sus rostros. Imagina mirar a tus compañeros de mesa y plantear un tema de conversación. Imagina contar un chiste. El simple hecho de mirarlos, de intentar hablar ahí, es ya un auténtico chiste en sí mismo. Nadie habla, ni siquiera del tiempo, ni del estado del hotel o de las habitaciones, ni siquiera de la comida que nos han servido. Esa persistencia en el silencio demuestra un nivel de exigencia y de autocontrol que me ha sorprendido y se me ha impuesto también a mí, por pura imitación. Pero la ansiedad social que produce una cena en silencio es más poderosa que todas las convicciones elaboradas en tardes de adolescencia solitaria y rebelde, y prolongadas luego en una vida de inadaptación orgullosa y despectiva; y esa ansiedad me hace sufrir y cruzar las piernas bajo la mesa, y creo que todos hemos cenado así, con los músculos inconscientemente tensos, rígidos, al borde del calambre. No sé si estoy simplemente proyectando mi personaje sobre el de mis compañeros de cena y de alojamiento. Creo que eso lo hacemos todos. Si estamos aquí, algo hemos de tener en común.

La chica pelirroja de la mesa pequeña junto a la entrada está buena. Quiero decir, que me gustaría tenerla en mi cama, desnuda. A lo mejor no está tan buena, pero desde luego es la más guapa de las cuatro; solo cuatro mujeres, y diez hombres. Me doy cuenta de que me imagino con ella en la cama y no fantaseo con sexo salvaje, ni siquiera con sexo especialmente intenso. Pensar que no voy a tener nada con ella, que ni siquiera voy a intentarlo, me llena de una tristeza pesada y no del todo autocompasiva, parecida a la capa de suciedad húmeda con la que están cubiertos todos los cristales del hotel. Las luces del salón son tristes y amarillas sobre las mesas. No sé, piensa en una excursión del Imserso. Piensa en el silencio del salón, en los sonidos de los cubiertos sobre los platos, piensa en el cuidado que tenemos todos de no provocar esos sonidos, en la onda de vergüenza y de culpabilidad que acompaña a cada uno de los deslices en que el cuchillo roza ruidosamente la loza del plato.

Así fue la primera cena, así serán, estoy seguro, todas las cenas aquí, dentro de El Proceso. Imagina las ganas de romper ese silencio. Esa infinita pereza del deseo incontrolable de querer ser amado, admirado, que me ha acompañado desde que me recuerdo y que por fin está cerca de cesar, de quedar congelado. Como si llevara los restos podridos de una corona de cartón de Burger King. Me avergüenzo también de escribir esto como retrato de mi alma. Sé que no podría escribir una sola línea sin la ayuda de la marihuana, que amortigua con su casco transparente los golpes de la vergüenza. Sé que no voy a leer nada de lo que hay sobre estas líneas. Sé que, si lo leyera, mi cara se descompondría en muecas que llenarían a cualquier espectador de espanto y compasión y ganas de ingresarme en un sanatorio; en un lugar como este, al fin y al cabo.

No sé cómo son, nunca he estado en una, aunque no me han faltado razones, pero hoy me ha dado por ver todo esto como una clínica de desintoxicación. Empezando por eso de El Proceso. Cada vez que escucho hablar de El Proceso empiezo a pensar en Alcohólicos Anónimos, en reuniones similares vistas en tantas películas: los siete pasos, o los diez pasos, no sé cuántos son, podría buscarlo ahora mismo en Google, pero me da bastante igual cuántos pasos son, la verdad. Y todo esto de escribir y archivar nuestra alma, nuestros recuerdos, lo que queremos que de nosotros sea salvado en caso de error, de amnesia; cómo no pensar en una limpieza como las que se hacen en esas clínicas, en esos programas en los que quieres librarte de tu pasado, de tu adicción, y convertirte en una persona nueva, renacida. Y, si esto es una clínica de desintoxicación, lo tóxico, esa sustancia de la que no podemos desprendernos nosotros solos, sin ayuda, esa sustancia que se ha metido tan dentro de nosotros que tenemos que aniquilarnos y renacer como otra persona ya ajena a eso que era parte inseparable de nosotros, qué es, qué va a ser: nosotros, nuestra identidad, nuestro yo. Somos adictos a nosotros mismos. Todos nosotros, los catorce fantasmas que desayunamos y comemos y cenamos en silencio en este hotel abandonado del fin del mundo. “Hola, me llamo Gustavo, y soy egohólico”, algo así sería el chiste que tendríamos que contar si estuviéramos un poco más vivos, un poco menos absortos en nuestra propia mierda. “Te queremos, Gustavo”.

Nunca he estado en una clínica de desintoxicación. Nunca me han dicho “Te queremos, Gustavo”. Solo tengo imágenes de películas. Películas americanas. Ni siquiera sé si en España las clínicas son así. Tampoco sé si los Alcohólicos Anónimos de España funcionan igual, con los siete pasos o los diez pasos. Con Jesucristo al final del camino, con Jesucristo como la metadona para llenar el inmenso hueco que deja la droga al salir de uno, todo lo que la droga se lleva de uno mismo al irse a otra parte. Podría saberlo, porque si he de contar mi historia o mi alma, entonces tengo que contar también la historia de mis drogas. Siempre he tomado drogas. No sé si he sido adicto. Nunca he tenido que dejarlas, y nunca han implicado situaciones de degradación social como las que en las películas llevan a sus protagonistas a recluirse en esos centros que tanto se parecen o no se parecen a este sitio. Lo que las drogas han hecho conmigo, o lo que yo he buscado en las drogas ha sido siempre algo parecido a lo que estoy buscando ahora aquí: un descanso de mí mismo.

El alcohol, por ejemplo, mi primera droga; lo usaba para ser menos yo y más como los demás. Tenía trece o catorce años cuando empecé a beber. Era lo normal en Ávila, en España. Íbamos a aquel quiosco cerca de la muralla y la señora Francisca se metía en la parte de atrás y salía con una Fanta de limón de litro en la que ya había mezclado el ron. Fernando, David, Mario y yo. Comprábamos la botella y nos la bebíamos escondidos en un pilar de la muralla. Bebíamos sin ganas, bebíamos cada uno para el otro, para demostrar a los demás cómo y cuánto bebíamos, y era algo grandioso, y ridículo también: los cuatro chavales bebiendo contra ellos mismos y contra sus padres y contra los profesores, bebiendo cada uno para el otro, mirando el horizonte. Nos sentíamos mirados por el horizonte. Fingíamos estar borrachos, hasta que lo estábamos de verdad. Y éramos una estampa costumbrista, éramos una novela de Delibes, éramos la pura esencia de la España alcohólica de nuestros padres también bebedores desde bien jóvenes, casi niños todavía. Pero nosotros ni siquiera imaginábamos que eso existiera, que nosotros pudiéramos ser unos chavales bebiéndonos España a tragos calientes y asquerosos, porque nosotros, en cada trago, pensábamos que nos estábamos bebiendo nuestros discos de AC/DC y de Iron Maiden y, por qué no decirlo, nuestros discos, sí, de Bon Jovi, las cosas como fueron, y nos pasábamos la botella y nos insultábamos, cabrón, que te la vas a acabar tú solo, y no existía España, solo existían los videoclips y las canciones en las que no salía España para nada, y tampoco existía la muralla de Ávila en la que nos apoyábamos y contra la que meábamos, contra esa Historia, contra la Edad Media, contra la Guerra Civil, contra los putos Reyes Católicos. Y existía ese alcohol baratísimo y caliente de una marca que nunca supimos cuál era ni nos importó y existíamos nosotros mirándonos los unos en los otros, bebiendo para parecernos cada vez más los unos a los otros, y era agradable no ser yo, beber y dejar un poco de ser yo, beber para ser Fernando y un trago más largo para ser David y, sobre todo, un trago infinito para no ser Gustavo el hijo de Dolores, Loli, y de Mariano, el de la papelería. Y ya no he dejado de beber casi ni un solo día de mi vida, y no sé si eso me convierte en alcohólico y ya no importa nada. Pero, siempre que he estado con gente, he estado con una copa en la mano, y ha sido el talismán con el que he podido parecerme a ellos, y hablar de cosas que me importaban una mierda, y reírme mucho de lo que los demás decían; y también he estado borracho, es decir, he sido un poco menos yo y un poco más lo que se supone que debe ser un ser social y divertido, cuando he ligado, cuando he tenido que demostrar a las mujeres que yo merecía la pena ser comprado, y creo que sin el alcohol no hubiera salido nunca de mi casa y jamás habría hablado con toda esa gente que ya se queda atrás para siempre, con sus copas en la mano, con sus cervezas en la terraza del bar, con sus gintonics en la madrugada de la música. Cerveza, vino blanco, vino tinto, ronlimón, roncola, güisquicola, vodkaconaranja, chupitodetequila, escocésconhielo, maltasinhielo, gintonic… “Te queremos, Gustavo”. Es como una despedida, toda mi biografía está en esos vasos de alcohol, todas mis edades, todos mis amigos, todas las mujeres. Veo a todos despedirse de mí desde los bares en los que tantas horas he pasado, “te queremos, Gustavo”; beben y se despiden de mí sin conocerme, y siguen charlando animados por el alcohol, porque el alcohol es un alma de cinco grados, de doce grados, de cuarenta grados, un alma de felicidad que nos ha unido. Y por eso las llaman bebidas espirituosas, porque no había alma en ninguno de nosotros sino el alma del alcohol. Yo era feliz siendo otro, con ese pedacito de alma prestada, siendo un bebedor simpático y parlanchín. Yo era un genio, no sé si lo he dicho. Todos lo decían. Un genio. Adicto a mí mismo, y toda la vida intentando dejar de hablarme, dejar de escuchar esta voz.

Tampoco sé cómo hubiera sido mi vida sin drogas. Si el alcohol era el alma que ingería para habitar entre mis semejantes, era la marihuana el alma con la que me aislaba. También era una forma más de borrarme. Todo en mi vida ha sido una forma de desaparecer, de no estar donde estaba, de no mirar donde se supone que había que mirar. Hubo un tiempo y un discurso en el que eso se podía defender, en el que molaba esa actitud; o a lo mejor no era un tiempo sino una gente: hubo una vez gente que decía esas cosas. Que, además, decía molar. Reconozco haberlo hecho. Yo era de esa gente. Reconozco que esos tópicos sobre “ser diferente”, “salir de la masa” y “escapar de la rutina” han salido de mi boca. Me retuerzo de vergüenza si intento recordar alguna situación concreta en que lo hice. Y esa vergüenza se vuelve dolor agudo, pistola en la sien, si alguna escena de mí mismo diciendo algo similar a mi padre, rechazando sustituirle al frente de la papelería, rechazando el trabajo seguro, estable, que él me había preparado durante años, aparece en algún rincón benditamente oscuro de mi memoria. Supongo que por eso estoy aquí. Como si lo hubiera estado desde siempre. O estoy aquí por la culpa, porque en algún momento empezó esta voz, de la que siempre me he querido librar con las drogas, a entonar el canto de la culpa. La culpa por qué; la culpa por todo, por supuesto. No sé cómo puede vivir la gente sin ser culpable. No sé si esto tiene que ver con el catolicismo. Es un gran acierto, lo de la culpa, y el catolicismo; cómo no iba a triunfar un relato que dice que todos somos culpables, desde que nacemos, desde antes de nacer, y que somos culpables todo el tiempo, por todo lo que hacemos y por todo lo que no hacemos. Podría estar aquí, esperando para entrar en un absurdo frigorífico, lo mismo que podría estar en un monasterio, haciendo voto de silencio y de pobreza. Antes decía que este sitio me recordaba a un centro de desintoxicación, y por eso me puse a hablar de mis adicciones. Pero la verdad es que esto también podría parecerse a un monasterio, a un seminario: gente que quiere dejar el mundo, que quiere renunciar a todo, para entregarse a una fe, a Dios, al dios del frío. Esto sería una confesión. Este documento, que hace las veces de alma que será archivada esperando la resurrección de la carne, es la confesión diaria y pormenorizada de un seminarista, de aquel que ha visto la luz. Yo era ciego, y ahora veo. Podría estar confesándome eternamente, me faltarían vidas para confesarme. La culpa y la vergüenza, esos son los dos únicos idiomas con que me habla esta voz incesante. Solo paraba con las drogas. No sé por qué hablo en pasado, cuando basta que estire la mano para palpar la bolsa de marihuana que tengo aquí al lado, como una mascota fiel a la que se acaricia buscando consuelo o compañía.

No sé cuántos años tenía cuando empecé, y no importa, porque no se trata de años ni de historias. No hay causalidad con la marihuana, solo hay una nube, humo. Un joven, vale; yo, vale, Gustavo, sí, pongamos quince años o dieciséis años, qué más da. Salía de la casa de mis padres con mi camiseta negra de Iron Maiden o de Slayer y mis vaqueros ajustados y mi pelo largo y mis negras botas Converse pagadas por mi madre con un suspiro de admiración y de incomprensión al ver su precio, y salía con mi cara de asco por la cara de mi madre y por la cara de mi padre, y salía siempre con prisa por estar en esa casa que olía de una forma que yo no sabía todavía que olía porque era mi casa y uno solo descubre cómo huele una casa cuando ya no vive en ella, y salía de ahí, me alejaba de mi madre que no trabajaba, como no lo hacía ninguna de las madres de mis amigos, y se pasaba la mañana comprando y cocinando y limpiando, comprando para mí, cocinando para mí, y limpiando para mí, y siempre con la radio puesta; todo el tiempo sonaba la radio en aquella casa de opacas cortinas pesadas y muebles oscuros y seguramente mucho más caros de lo que yo pudiera imaginar, aunque yo entonces no tenía ni idea de muebles y creía no saber nada de dinero, porque no me importaba ni lo necesitaba. Y salía de aquella casa sin poder siquiera imaginarme cómo era yo visto por mi madre y por mi padre, cómo veían a su hijo que había tenido un año, y que había tenido tres años, y todos los años que tienen los niños cuando son todavía parte de sus padres, antes de ser unos extraños. Salía de aquella casa que se llenaba de suspiros y de miradas en silencio de mi padre a mi madre y de mi padre a mí, y de mi madre a la puerta que se cerraba detrás de mí. Yo salía de allí “egohólico” perdido, lleno de mí y de canciones que no tenían nada que ver con la radio que sonaba en mi casa, ni con los discos de Julio Iglesias en el mueble del salón junto al aparato de música enorme y de una calidad que ahora es impensable y ridícula, para reproducir aquellos discos de Julio Iglesias, de José Luis Perales, de Mocedades, discos que yo escuchaba seguramente cuando tenía cinco años, cuando no había colegio y ayudaba a mi madre a limpiar la casa o a doblar la ropa, cosas de las que no me acordaba cuando salía de mi casa, de las que no tenía que acordarme para nada, porque yo tenía que salir de aquella casa y recorrer las calles de Ávila como si con cada paso de mis Converse estuviera insultando a esa ciudad de mierda, como si cada mirada que algún vecino me dedicaba fuera un insulto que yo recibía agradecido, porque todos eran unos viejos y unos fachas de mierda en esas calles y yo era un genio, eso lo decían todos, “Gustavo es un genio”, y todos los profesores me tenían miedo, y eran una panda de estúpidos que no me llegaban ni a la suela de las Converse y ninguno de ellos había escuchado el último disco de Manowar, y todos vestían pantalones de tela, porque todavía no había llegado la época en España en que los adultos respetables podían llevar vaqueros, y ser adulto significaba llevar camisas bien planchadas y pantalones de tela y horribles zapatos de cuero negro, de polipiel marrón. Aunque todo eso lo pienso ahora, porque antes simplemente no existían, ni creo que me fijara en sus zapatos ni en sus pantalones, ni sabía lo que era la polipiel; porque simplemente no existían, estaban ahí, y eran un decorado inexplicable, que había estado desde siempre, desde que nací; y yo estaba demasiado absorto en mí mismo, en mi melena y mis ajustados vaqueros elásticos, como para ponerme a intentar pensar en el significado de todas esas cosas, en los rostros de todas esas personas cuya única misión en la vida era joderme de una u otra manera. Y entonces yo salía de mi casa y recibía como una caricia de odio todas esas miradas de los viejos de Ávila y cruzaba calles y salía por la Puerta de la Santa y hacía el Paseo Rastro y en el césped al pie de la muralla estaban David y Fernando, y el hermano mayor de Fernando siempre tenía hachís, y Fernando limaba un poco, con mucho cuidado, el talego de su hermano y nosotros nos fumábamos esas virutas miserables con la espalda apoyada en la muralla, mirando el horizonte y preguntándonos al principio de forma obsesiva, “¿te sube?”, “¿notas algo?”, hasta que alguno de nosotros empezaba a reírse como un idiota y ya no podíamos parar de reír y de verdad que, simplemente, no existía Ávila, ni existía España, ni existía nada más que esa risa.

Pero no es de eso de lo que quería hablar. Quiero decir que, si hay que hablar de mi alma, de la relación entre mi alma y la marihuana, o el hachís, el THC, en definitiva, lo importante no eran esas risas. Porque, si hay que hablar de la verdad de la marihuana, hay que hablar del silencio y no de las risas; de la soledad, y no de amigos cuyos rostros ya no soy capaz de recomponer. El ritual era siempre el mismo: yo en una habitación, la marihuana y la música. Y da igual el paso del tiempo, no importa que fuera mi habitación adolescente de Ávila o mi habitación del piso de estudiantes de Malasaña, o el piso de Rosa, o el apartamento que acabo de dejar atrás para siempre; y daba igual que sonara Pearl Jam o Jimmy Hendrix, la Velvet, Bowie, Joy Division o Godspeed you black emperor o Radiohead, daba igual, porque de lo que se trataba era de entrar en ese reino donde la música sonaba en lugares de mí mismo donde no podía sonar sin la ayuda de la marihuana, y era ahí, en ese reino, donde yo, esta voz, por fin desaparecía. Y cuando estaba así, perdido en los surcos abstractos y profundos que la droga abría en aquellos discos, siempre tenía mis visiones artísticas, porque yo era un genio, eso lo decía todo el mundo. Y la mayoría de las veces esas visiones eran grandiosas películas en las que podía resumir el sentido del tiempo y del universo todo; películas que nunca rodaría en las que el mundo en su totalidad y en su particularidad aparecía retratado de una forma magistral y única; y había leído Esculpir en el tiempo de Tarkovski unas doce veces y pensaba que yo era el agnóstico sucesor del ruso y que, antes o después, seguramente después, porque no había prisa, el mundo se daría cuenta de mi inmenso talento; y realmente no había ninguna prisa porque las visiones estaban ahí, yo las tenía, y eso ya me bastaba para sentirme satisfecho: podía vivir horas dentro de esa nube de autocomplacencia en una visión artística completamente vacía e inexistente que solo servía para decirme a mí mismo que era alguien con talento. Porque esa sensación de poseer todo que aparece cuando no tienes que intentar hacer nada, esa pureza en la que, sin crear nada, alcanzabas las inefables cimas de creación increada, eran una droga también y, aunque nunca rechazaba una fiesta ni una reunión social, en las que podía tomar otro tipo de sustancias, en realidad yo estaba siempre deseando llegar a mi casa y encerrarme en ese silencio musical donde flotaban las imágenes que yo pensaba que eran mi arte y que no eran más que un refugio donde me regodeaba en mi talento, donde disfrutaba de esos éxtasis artísticos inanes, estériles, que solían desembocar al final, cuando desaparecía el efecto de la marihuana, en una sensación de vacío inmensa. Y el vacío no era porque hubiera desaparecido el efecto de la droga, ni porque la música de repente empezara a sonar vulgar, plana; era un vacío porque era yo el que había vuelto, porque era mi mundo real, sin talento, sin arte alguno, el que había vuelto.

Y, por eso, decía que no tiene mucho sentido recordar esas escenas costumbristas de Ávila y aquellos amigos. Y creo que, si ahora me he acordado de eso, tiene que ser por un rollo nostálgico que seguramente será un mecanismo de defensa, un instinto de supervivencia antes de que El Proceso termine con mi cadáver congelado. Y me pregunto también si todos mis compañeros, las otras trece personas que han cenado conmigo hace un rato, están, como yo ahora, escribiendo cosas de su pasado, recibiendo de repente recuerdos que creían perdidos para siempre. Porque todo eso que he contado no es más que pura y miserable nostalgia, y nada tiene que ver con mi alma, ni con nada que pueda explicar cómo soy, cómo he sido. Nada que pueda tener sentido leer en el caso de que realmente esto funcione y yo pueda volver a ver estas páginas dentro de muchos años.

Factbook. El libro de los hechos

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