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La música del telediario crea en el silencio del salón una sensación de invasión controlada, de apocalipsis cotidiano y consentido. Ya está aquí el mundo, con las estruendosas trompetas que anuncian su venida. El pacto con lo real, pidiendo con histeria que miremos, que saquemos las cabezas de nuestras cuevas. Mi madre me despertaba con el mismo apremio, la misma urgencia ante el acontecimiento de la llegada de un día nuevo, de un autobús que siempre va a escaparse.

El presentador del telediario empieza a hablar con la música todavía acompañando sus palabras, como si estas necesitaran de ese impulso melódico para poder entrar en las habitaciones, en la intimidad múltiple y única de todos los edificios y sus ventanas. Tiene que elevar la voz, mantener un tono fuerte y urgente, subir sus palabras a la cresta de las ondas sonoras de la alarmante cabecera: “El cuerpo ahorcado del presidente de la CEOE. No se descarta la hipótesis terrorista”.

Las imágenes muestran el toro de Osborne desde abajo. Una estructura de hierros, una realidad oculta y magnífica, como una dimensión desconocida recién descubierta. Barras de hierro en diagonal, barras paralelas verticales cruzándose con otras horizontales, de una escala no humana. El reportero está debajo de las vigas: parece pequeño, parece perdido en esa ciudad esquemática de estructuras vacías y enormes a las que nunca había prestado atención cuando veía las siluetas de los toros desde la distancia de mi coche.

Los trabajos corregidos encima de la mesa, como objetos extraños que no me pertenecen de ninguna manera. Mi letra en tinta roja, pequeña y nerviosa, sobre el cuerpo redondo y perezoso de la caligrafía adolescente. Esas correcciones como cicatrices sobre unos cuerpos sin alma, con un alma tan lejana como la mía. La lucha inútil de esas dos caligrafías; la lucha en silencio que mantienen ahí, sobre el papel, mientras se funden en la penumbra.

Envuelto en sombras, como un vagabundo en una manta gris, llega el tiempo del ocio y del descanso, el cambio de turno, sin alegría ni satisfacción, otro paso hacia nada. Martes, ocho de la tarde, eso es ahora. Tiempo de ocio, territorio del presente.

THC 3 miligramos. El sonido del blíster, como descorchar las horas que quedan de este día en una fiesta aburrida y silenciosa.

“Ya casi es miércoles”

A veces hablo sola. Casi nunca en voz alta; eso es una barrera, una línea roja que todavía me reservo. Esa reserva revela que aún creo en el futuro; que hay, en alguna parte de mí, una idea del futuro. Y hablar sola en voz alta está allí, de una forma abstracta pero inevitable, como la imagen de la meta para el corredor de maratón mientras avanza concentrado solamente en respirar, tomar aire y expulsarlo.

La luz que entra por la ventana viene cargada de tiempo, deposita toneladas de presente en las paredes, con esa tonalidad sin nombre que tiene el aire concentrado del anochecer: es el reverso o la negación del color que ha tenido durante el resto del día.

Los policías están debajo del toro de Osborne, como muñecos de uniforme debajo de un enorme juguete ajeno a esa colección, como una composición que un niño hace una tarde aburrida sobre la alfombra del salón de su casa.

“Levántate, quieres comerte una manzana”

Me como una manzana solamente para poder fumarme el cigarro de después de la manzana. Con cada bocado que doy a la fruta pienso en la primera calada que daré al cigarro que me fumaré cuando la termine.

A veces sí digo alguna palabra en voz alta. Un “mierda”, cuando se me cae algo al suelo. Y, cuando pasa, cuando suena la palabra fuera de mi boca, siento el mismo terror que cuando el sonido del plato que cae al suelo lanza su propio graznido. Lo esperaba. Sabía cómo iba a sonar. Pero siempre hay un desajuste, una imposición irreconciliable con la imagen mental. En esa diferencia habita la realidad. Esa voz ajena, que nunca encaja con la voz interior: es el territorio del acontecimiento, de la muerte.

La pintada está hecha en la parte delantera del toro, la parte comercial, limpia de vigas. Hay que hacer un esfuerzo de corrección de la realidad para leer esas letras blancas, hechas con plantilla, con la misma tipografía que la de la red social, pero cambiando una sola letra: “Factbook.”

“La hipótesis terrorista, la prótesis terrorista”

Acudo a la llamada de la música del telediario siempre, todavía. España es un relato, una serie con demasiadas temporadas, un culebrón interminable al que estuve enganchadísima, y del que cada vez me aparto más. Acudo a la llamada del telediario para mantenerme todavía dentro, solo para entender mañana las caras de la gente en la calle y saber qué dicen las conversaciones en marcha de los compañeros de trabajo. Entrego una pequeña parte de mi atención, para engrosar el cuerpo social y mental sin el que el país se vendría abajo como un telón cansado.

Firmé un Change.org pidiendo que no se aprobara la Ley de Libertad de Empleo que eliminaba completamente la indemnización por despido.

Imagino un país sin televisión. Un país en el que toda información y entretenimiento se eligiera personalmente en la Red. Mi consumo de televisor se ha ido reduciendo al telediario. El resto del tiempo es la tablet encendida eternamente, los “amigos” elegidos en Facebook, las películas elegidas por mí entre toda la Historia del cine, los libros elegidos por mí entre toda la Historia de la literatura. Elecciones personales, islas dentro islas, una nación solipsista y fragmentaria.

El franquismo fue el tiempo de una sola cadena de televisión. La transición, el bipartidismo, fueron el régimen político de una nación unida por la fingida diversidad de las nuevas cadenas privadas. Las tetas y la cultura, la movida, las comedias españolas liberales, los decorados de los programas musicales, tan modernos, todo tan copiado y tan triste: Telecinco y Antena 3, La 1 y la La2, PSOE y PP. La aparente fragmentación del parlamento actual, la política de pactos y rupturas y minorías es la política de las islas, de los grupos de Facebook y de WhatsApp. Todos parecemos diferentes, irreconciliables. Todos somos iguales. La voz del telediario nos une. Todos los telediarios dan las mismas noticias, en todas las cadenas. Sigue habiendo una sola voz. La voz del presentador.

Voy al cuarto de baño. Sentada en el váter, el sonido del chorro de mi orina cayendo sobre el agua del fondo se mezcla con la música del telediario y con la voz grave y trabajada del presentador. “Un nuevo ahorcado en lo que ya parece una serie…”. El sonido de la cisterna anula esa voz, se convierte en música para otro telediario más radical e insobornable.

Firmé un Change.org para que no se aprobara la Ley de Libertad Educativa que obligaba a las Administraciones Educativas a ofrecer el mismo número de plazas privadas-concertadas que públicas.

Esa promesa del apocalipsis con que el telediario nos hace levantar la cabeza para mirar las señales, dónde ha caído esta vez el meteorito, cuándo empieza el mecanismo que hará descarrilar por fin al mundo. Acudo siempre, con esa esperanza adormecida, continuamente excitada por esa música estridente que lo promete todo y al final no entrega nada.

El hierro, el óxido, el viento. La vida en silencio y sin banda sonora que sucede detrás de la imagen, de la figura recia y omnipotente del toro, de esa lámina bidimensional que nos mira pasar en la autovía. Pienso en la soledad de todo ese metal en la madrugada de las autovías. Pienso en la estructura que lo sostiene, en el viento tropezando contra la silueta del toro y en la fuerza que empuja las vigas hacia dentro de la tierra.

Imagino al asesino debajo del toro, escuchando esos sonidos, mirando el cuerpo oscilante del Presidente de la CEOE. Imagino al asesino con pasamontañas. Un verdugo. No un grupo. Una sola persona, en medio de todo ese silencio. No hay ningún pensamiento bajo el pasamontañas. Como una película de autor, sin banda sonora. Un plano general, de siluetas entre la oscuridad y el viento.

No debería usar siempre la misma música el telediario. Debería adaptarse a la capacidad apocalíptica de las noticias. Usar siempre la misma música, para una ola de frío o para un atentado con cien muertos, es un error narrativo imperdonable, la banalización de todo lo narrado.

Sé que hablaré sola algún día. Veo la meta, me veo a mí misma o, mejor dicho, me escucho a mí misma hablando sola aquí, en este sofá. Es una imagen inevitable, una realidad que va preparando el terreno de su aparición. Puede que lo haga moviendo la cabeza.

Mi abuela hablaba sola, moviendo la cabeza, con una tela entre las manos, sentada en una mecedora, bajo la ventana. Ya entonces no veía la tele. Vivía en el mundo sin telediarios: vasto y silencioso, desierto e incomprensible. Solo cosía. De vez en cuando se asomaba por la ventana. Mi abuela hablando sola, en voz muy baja y concentrada. No podía escuchar lo que decía. Movía la cabeza y los labios y no apartaba casi nunca la vista de la tela, como si le hablara. En esa tela estaba su vida, su pasado, todos los fantasmas que la habían dejado sola y que ella cosía, puntada a puntada, para contarles todo lo que habían hecho mal.

Me veo a mí, con una tablet en lugar de la labor. Veo también fantasmas.

El presentador pronuncia “Fatbuk” unas veces, cuando introduce esa palabra como una parte más de la noticia, pero pronuncia “faktbuk”, con visible esfuerzo, como si fueran cuatro sílabas, cuando tiene que explicar su traducción al castellano y el juego de palabras establecido sobre “Facebook”. Explica que investigan si la pintada está relacionada con el asesinato, o si era previa y se trata de una coincidencia. Hay expertos en pintadas, expertos en química, expertos en el paso del tiempo sobre la pintura y sus reacciones.

Veo cómo entro en el género de la realidad consensuada, cómo la banda sonora del telediario me introduce en su acción. El inevitable placer de dejarse llevar por la narración conocida, la que nos sitúa con certeza en un lugar concreto: el placer con que somos convertidos en espectadores, como dejarse cuidar cuando estamos enfermos.

Imagino un telediario sin esa música épica y catastrófica que acompañe a los titulares: imágenes como de una película de autor, ese espesor de lo real, dominando con su carga de silencio.

Sé que hablaré sola porque cada vez me pasa más que me escucho a mí misma. Puedo pasar horas escuchándome: frases completas, como esta. A veces hasta las repito. Frases completas. “No sé si habría que encender ya la luz, será una luz inútil contra una luz que muere pero todavía vence.” A veces parecen poemas que me dictan. A veces son frases sin sentido, pura y vacía conversación de ascensor. “Está lloviendo.” “Parece que va a llover toda la noche.”

Así, con las comillas. A veces me hablo a mí misma entre comillas. Me escucho decir esas frases en silencio, mientras recorro el pasillo. Como si el lenguaje creciera dentro de mí. Como si la frase fuera un animal que crece aquí dentro, que existe, que reclama existencia, cuyo destino o instinto es salir de mi boca, mirar el espacio exterior fuera de mí, quedar cegado por la luz, recorrer con asombro estas paredes, y esconderse para morir debajo de la mesa. El polvo acumulado debajo de la mesa está hecho de esas frases muertas, de mi piel hecha añicos como un plato que se ha roto sin que nadie escuche el ruido de la fragmentación.

Firmé un Change.org pidiendo que no se aprobara la ley que dejaba sin cobertura sanitaria a cualquiera que no cotizara a la Seguridad Social.

El rostro del presentador esforzándose para leer el titular es un género en sí mismo, la carta de presentación de la realidad, la seguridad de ver cada noche esa misma cara y ese mismo tono de voz. Ese rostro nos hace país, nos une a todos los dispersos y los aislados: nos hace familia, es el gran padre silencioso que nos reúne para explicar la situación.

Las comillas se utilizan para citar a otros, para decir que las palabras que están ahí no son tuyas, para librarte de la responsabilidad de lo que esas palabras pueden hacer pensar a quien las lea. Yo me hablo a mí misma con comillas. No sé quién las pone. Comillas dentro de mi cabeza, como si hubiera alguien ahí dentro, diciendo “vale, estas palabras no son tuyas”.

Pienso en los metálicos intestinos del toro, pienso en el retorcido aparato digestivo y el sistema nervioso y en la imagen de mi cuerpo como la silueta del toro, sostenida por una ciudad mucho más grande por dentro que por fuera.

Pienso en un reportero dentro de la estructura de mi cuerpo, con el micrófono, diciendo frases que me llegan entrecomilladas.

Factbook. El libro de los hechos

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