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Lo primero que tendría que decir, para ser sincero, si es que esto va a ser mi alma, un retrato o una arqueología de mi alma, es que todo va a ser falso. Por ejemplo, nunca he tenido una pistola en la mano y, sin embargo, hay un pensamiento que me ha acompañado durante toda mi vida: tengo una pistola en la mano y me vuelo la cabeza.

No sé si a esto se le puede llamar recuerdo. Es más bien un impulso eléctrico. No lo pienso, no lo recuerdo. Es una imagen, un automatismo somático, un pestañeo. Me ha acompañado desde siempre, y esto seguramente también es mentira. Pero ahora me parece verdad. No era un pensamiento suicida, creo, pese a que esto parezca una negación idiota, dadas las circunstancias actuales. Era un impulso que aparecía de repente y que no se desarrollaba. No era un plan de suicidio. Podría haberme suicidado de mil formas sin tener una pistola, y nunca pensé en ninguna de ellas, nunca tuve la imagen de mí ahorcado, o con las venas abiertas, o lleno de pastillas. Nunca. A veces lo provocaba el recuerdo de algo ridículo que había hecho o dicho hace muchos años, tantos que era realmente irracional pensar que todavía pudiera afectarme de alguna manera. Por ejemplo, pensar en mí mismo en el colegio, discutiendo con un profesor: yo, lleno de ira, diciendo un montón de cosas sobre justicia e injusticia, sintiéndome mirado y admirado por el resto de mis compañeros de clase, rojo de vergüenza de hablar en público, ruborizado de rebeldía, ardiendo en el orgullo de la inteligencia de mi argumentación. Recordar eso veinte años después, mientras cruzaba una calle o esperaba el autobús e, inmediatamente, aparecer la imagen, o no la imagen, más bien el gesto mental, abortado, presentido, de llevarme una pistola a la sien y disparar. Sin sangre, sin salpicaduras gore. Solo ese gesto (mi mano con una pistola indistinta, abstracta, sin peso ni textura) y el disparo sobre la sien. Otras veces era el futuro. Pensar en el futuro, pensar en lo que me quedaba por vivir. Simplemente eso: una proyección de mí mismo. Yo, dentro de diez años, afeitándome. Estar afeitándome y pensar en repetir esos mismos gestos dentro de diez, de veinte años. Y entonces el gesto, el relámpago: la pistola, la sien, el estallido. E insistir en negar que era un pensamiento suicida, justo aquí, mientras escribo esto, es lo más ridículo que pueda pensarse, como para levantar una pistola y pegarse un tiro. Pero es la verdad, creo. Era un segundo, y nada más. No estaba deprimido, ni me afectaba esa imagen, ni consideraba otros modos de poner fin a mi vida. No quería morir, ni matarme. De eso estoy casi seguro. Era una reacción contra mis recuerdos, contra mi conciencia, contra esa voz que no para nunca, ahí dentro. Por eso el disparo imaginario es en la cabeza, y por eso no es concreto, sangriento. Creo que era una metáfora visual de un odio a mí mismo. Una metáfora visceral y fílmica que mi cerebro me entregaba sin habérsela pedido. Era una parte de mí diciéndome: “qué asco das, Gustavo, qué asco das”. Y nada más, y luego continuaba caminando tranquilamente, o seguía afeitándome teniendo especial cuidado en cuadrar bien las patillas a la misma altura y, si me hubieran preguntado, podría haber respondido, sin titubear, que era feliz, y no hubiera sido una mentira especialmente escandalosa.

Tampoco sé si quiero que esto se guarde, que permanezca. En realidad, no creo que vaya a funcionar. No creo que nadie de los que estamos aquí pensemos seriamente que esto de la criogénesis vaya a salir bien, que vayamos a despertar dentro de cien o doscientos años para ponernos a leer estos documentos que nos obligan a escribir como parte imprescindible del Proceso.

Todavía no sé exactamente en qué consiste eso que llaman El Proceso. Solo sé que dura siete días, y que hoy es el primero, y que nada es como me lo había imaginado. En realidad, me estoy dando cuenta de que no había imaginado nada de cómo sería todo esto y, sin embargo, lo que me he encontrado supone una especie de corrección o de incoherencia sobre esa supuesta ausencia de imágenes preconcebidas con que llegué, lo cual desmiente dicha ausencia. La primera extrañeza ha sido esa sensación de desdoble, como si avanzara al mismo tiempo por dos realidades superpuestas. Entrar en un hotel, caminar hacia la recepción, dar mi nombre, recibir una carpeta y unas llaves, recorrer los pasillos hasta la habitación, valorar críticamente la decoración del hotel, juzgar la comodidad de la cama hundiendo los dedos en el colchón, abrir el balcón, admirar las vistas, intentar ser consciente del cambio de lugar, asimilar ese espacio en el que mi cuerpo se encuentra ahora. Todo eso de una forma automática, como si hubiera un alma estándar que se activara en estas situaciones turísticas o de tránsito. Pero también, al mismo tiempo, como un reverso grotesco, entrar en un hotel abandonado, caminar hacia la recepción dentro de un silencio demasiado denso y húmedo, dar mi nombre mientras me resisto a mirar a los ojos de la recepcionista, intentar no sentirme juzgado por su sonrisa profesional. Recorrer los pasillos preguntándome si estaré solo, si será este un servicio individualizado o, tras esas puertas, habrá más gente como yo. Abrir el balcón, mirar esa marisma lodosa que antes fue cristalina laguna salada, buscar posibles grietas o daños del terremoto, contemplar luego el mar cerrado, gris, poseído por el color del invierno. Darme cuenta de que el balcón se orienta hacia el final de La Manga, hacia donde se acaba la tierra, justo hacia ese punto en que la tierra desaparece para emerger, tras un breve hiato de mar, un poco más adelante. Pensar en el posible carácter simbólico de eso, preguntarme si es una casualidad o hay alguien genial en esta organización que ha planeado cuidadosamente la elección de este hotel abandonado, que ha decidido que esta vista que ofrecen los balcones hacia esa secuencia “breve espacio de tierra / mar / reaparición de la tierra” debe penetrar en mi pensamiento, hacerme creer en El Proceso, introducir de una forma sutil y paisajística el relato de lo que va a suceder aquí.

Hay dos camas en la habitación. Cada una con su mesilla. Hay también un escritorio en la pared opuesta a la de las camas. Sobre él estaba este ordenador portátil en el que escribo. Encima del escritorio hay un espejo. Dentro del espejo hay una imagen de mí mismo, sentado delante de un ordenador portátil. Si mantengo la mirada en esos ojos enfrentados, aparece la típica sensación de que esa imagen es ajena a mí, y de que el espacio reflejado allí es el de una habitación distinta, que pertenece a otro tiempo, o a otro espacio de una profundidad insondable. Casi nunca me mantengo firme en esa contemplación. Aparto la vista del espejo en cuanto empiezo a dudar, cuando, pese a saber que es contrario a la razón y que se trata de una ley de refracción física de lo más elemental, la sensación de que ese del otro lado no soy yo empieza a ser más fuerte que cualquiera de los razonamientos que podrían anularla. Muchas veces a lo largo de mi vida he jugado con esa sensación, como juega un niño con una película de terror, manteniendo la vista justo hasta donde sabe que puede aguantar, anticipando desde el principio el sabor del terror que va a experimentar. Alguna vez, estando muy drogado, he ido más allá de los límites en ese juego. Y he visto cosas que olvidaba al día siguiente, aplastadas por la resaca, y que quedaban allí, olvidadas al otro lado, haciéndolo más denso.

En la carpeta que me entregaron en Recepción hay unos folios impresos, tienen un marco con el membrete de la empresa, y en ellos se especifica el horario del desayuno, la comida y la cena. Hay también unas instrucciones para usar este ordenador, en las que se explica todo lo relativo a este documento que tenemos que escribir a modo de “recuerdo o biografía personal en caso de amnesia tras el proceso de reanimación”. En ese documento me hablan de usted. También se habla de “reuniones de los miembros, obligatorias para completar el proceso”, de donde deduzco que no estoy solo en el hotel. Esto produce unos nervios infantiles en mí, como de primer día de clase, una inquietud social que juzgo ridícula, sin que ese juicio sirva en absoluto para reducirla. También hace surgir la curiosidad por saber qué otras personas estarán ahora dentro de unas habitaciones que supongo idénticas a la mía. Me doy cuenta de que, como con las habitaciones, también a esas personas las imagino idénticas a mí. Pienso en un hotel lleno de yoes, de Gustavos, y me acuerdo de Cómo ser John Malkovich, una película que me gustó en algún momento de mi pasado que ahora me parece absurdo y lejano. No recuerdo el argumento de aquella película. Solamente me quedan imágenes: la idea de un edificio de oficinas lleno de gente con el mismo rostro. Podría decir lo mismo de mi pasado, de la película de mi memoria. Tampoco hay argumento. Solo espacios, habitaciones, ciudades; y un rostro siempre igual, a pesar de los años y los cambios: un rostro-pronombre, algo intercambiable, el sustituto de algo que no está y, sin embargo, es lo único que es.

Sobre una de las camas hay una foto aérea de La Manga del Mar Menor (de cuando el Mar Menor era un mar, con agua y no con lodo). Mientras la miro, pienso que esto, este sitio, La Manga del Mar Menor, se parece a mi nombre. Quiero decir, a una G mayúscula. Esa forma, esa letra, es la que dibujaba de pequeño en los libros de texto, repitiéndola como un idiota en busca de la firma perfecta, la rúbrica que me identificaría para siempre. No sé si hoy los niños siguen haciendo eso. Nosotros lo hacíamos; no sé qué edad, qué curso era el de las firmas. Cuarto o quinto de EGB, nueve o diez años. Esa seriedad de los niños ante las palabras para siempre; esa asociación indeleble y trascendental entre un nombre que está empezando a ser asumido y un garabato que se reviste de eternidad: la firma, la identidad, para siempre. Y la repetía, porque había que domar la mano para que el trazo saliera solo, automático, sin vacilación, idéntico siempre a sí mismo; era ella, la firma, la identidad convertida en garabato de tinta, la que movía mi mano infantil y la hacía llenar páginas y páginas. Cualquier hueco de esos libros quedaba lleno de ges mayúsculas, enormes o pequeñas, torcidas o rectas, a las que seguían el resto de letras, a veces dentro del hueco que dejaba, como pequeños barcos dentro de eso que aquí llaman el Mar Menor: la u, la s, la t, la a, la v, la o, todas flotando dentro de ese espacio casi cerrado, ese pequeño vacío o mar menor de la G (que es como una O que se arrepiente, que tiene miedo a la eternidad del círculo y se detiene de golpe, dejando ver, tras un breve espacio de mar, la tierra al otro lado). Pequeñas y desordenadas, ahí dentro, ingrávidas, como una sopa de letras; era ingenioso, como todos los niños creen serlo, y mi firma era la mejor, original y creativa. Miraba las firmas de mis amigos y me parecían birrias, obviedades carentes de originalidad y de genio. Yo era un genio, por supuesto.

El más garabateado era el libro de Historia: los Reyes Católicos, ese cuadro con los dos rostros mirando hacia algún punto que no existía, hacia el margen del libro, lleno de mis rúbricas, como si Ellos miraran mi firma, y dieran su regia aprobación a mi Destino. El maestro hablaba con sincero orgullo vecinal de Isabel la Católica: “nació aquí al lado, a 70 kilómetros de Ávila, en Madrigal de las Altas Torres”, y yo soñaba, como todos los niños, con mi firma y mi destino, tan grande como el de Isabel, fundando un país, un mundo, reinando. Todos los niños son reyes. Hay una fábrica de coronas de cartón, produciendo millones de ellas, repartiéndolas por todos los Burger King del planeta; hay una incesante coronación en masa de niños que creen merecer esa corona. Hay una maldad intrínseca en esas coronaciones condescendientes y orquestadas, en esa inflación de reyes sin reino, de niños que reinan solamente sobre el cerrado mundo de su infancia y de las caricias de sus madres esclavas. En Ávila no había Burger King cuando yo era niño. Creo que la primera vez que vi uno fue en Madrid. Pero no hacía falta esa corona. También yo había sido nombrado rey de mi casa, de mi mundo. Me veo ahora como un rey destronado y a punto de marchar al exilio, con la esperanza de que algún día la monarquía vuelva a implantarse en su país y pueda entonces ejercer un retorno victorioso. Me veo, escribiendo estas líneas, como un niño que practica su firma para la eternidad, probando una y otra vez, buscando el gesto de la mano o del teclado que pueda dibujarme tal y como soy, con un trazo firme, como si estuviera siendo mirado por los Reyes Católicos. Pero escribir esto, recordar, hacer el esfuerzo de pensar que esa imagen de un niño garabateando trazos en un libro es algo que tiene que ver conmigo son las típicas acciones que provocan que mi brazo imaginario levante la pistola imaginaria. Y creo que ese gesto es el que más veces he practicado. Y que esa, y no la de los libros, es la verdadera firma que debería definirme.

Factbook. El libro de los hechos

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