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En el telediario de la noche hay una imagen de las Torres. Al principio no me doy cuenta de que son las Torres. Es una explanada de cemento, son unas puertas de vidrio que reflejan luces azules de coches patrulla. Son policías de uniforme y armas demasiado visibles y grandes como para ser usadas. Son armas para ser vistas, que parecen reclamadas por la arquitectura y por las cámaras.

Es una escena muda, que miro desde la mesa donde trabajo. Desde la noticia del primer ahorcado, tengo siempre la tele puesta, sin volumen. Vivo levantando la cabeza a cada rato con la esperanza de volver a ver un toro de Osborne, la noticia de otro ahorcado. Corrijo un trabajo, levanto la cabeza, veo a un futbolista o a un político moviendo los labios ante un micrófono y vuelvo la vista a los papeles, a la decepción y la derrota. Pero hoy, esa imagen de policías armados frente a las Torres enciende algo parecido a la esperanza.

El apartamento tiene un dormitorio, un baño, un salón y una cocina. Es un noveno. Cuando me mudé aquí, esa altura me hacía sentirme extraña. Me asomaba a la ventana y me dejaba anular por esa perspectiva cenital, inhumana, tan distinta de la mi antiguo balcón, minúsculo, de Malasaña; era un segundo piso, era una altura de vecinos, de tírame las llaves, de reconocer a la gente que pasaba por debajo.

Me mudé sola, aquí, antes de que viniera Gustavo. Me quedaba por las noches en la ventana del salón desde la que se veían las obras de las Torres: las enormes grúas como animales prehistóricos envueltos en niebla, en luces amarillas proyectadas por focos descomunales, bélicos, antiaéreos.

La silueta de las torres en construcción era una indeterminación entre un proyecto y una ruina. Parecía que hubieran estado allí desde hace milenios, que fueran los restos de una civilización extinta y llena de misterios e injusticias, de esclavitud y sacrificios. Las recuerdo casi siempre borradas por la niebla, con una nube permanentemente abrazada a sus cimas, convirtiéndolas en un relato sin progreso, como si la verticalidad detenida equivaliera a una horizontalidad sin límites, sin marcas, un desierto poblado de espejismos.

Al principio, cuando Gustavo se mudó a este apartamento, nos defendíamos de la extrañeza de estar viviendo juntos a través de la ironía. Éramos conscientes de todo lo que hacíamos, de la manera en que cada uno de nuestros actos era parte de un modo de vida en el que no queríamos entrar sin dejar una muestra de distancia. Hacíamos la cena y comentábamos el hecho social de ser una pareja adulta “normal” preparando la cena. Nos veíamos encajar en el sistema, y el truco de vernos desde fuera, y de hacer bromas al respecto, nos aliviaba de algo que seguía estando en el silencio, en el ruido del microondas al girar. Cuando decíamos “normal” nos referíamos a los matrimonios heterosexuales, a las familias como las que salen en la televisión.

Jugábamos a no considerarnos una pareja, a parodiar la vida de pareja. Había algo triste en ese juego que Gustavo prolongaba demasiado, siempre un poco más de lo que admitía la broma, como cuando se explica un chiste varias veces y mantienes la sonrisa por compromiso, para no estropear la risa de los demás.

Zapatero estaba entonces siempre en la televisión. Recuerdo todavía la sonrisa boba de Zapatero, su forma de no creerse que era el Presidente. Sigo asociando esa desagradable sonrisa de Zapatero con mi propia sonrisa ante aquellos juegos estériles con Gustavo, el gesto congelado, la consciencia de los músculos de las comisuras de los labios, tensos.

Yo llegaba de trabajar y comíamos juntos, frente al televisor. La Bolsa de Wall Street había caído veinte puntos. Lehman Brothers estaba en quiebra. Las hipotecas subprime se habían extendido como un virus por todos los bancos del mundo. Pérdidas millonarias. Cifras que no tenían significado, que pertenecían a otro idioma, a otro mundo, que superaban el concepto de “dinero”.

Comíamos y cenábamos viendo la tele. En las seis horas entre el telediario de las tres y el de las nueve podían haber pasado muchas cosas. Caía la Bolsa de Londres, la de París, la de Madrid. Veíamos imágenes de ejecutivos y pantallas con números. Se llenaba el telediario de cifras, de índices, de porcentajes.

Firmé un Change.org pidiendo que no se aprobara la Ley de Emergencia Presupuestaria que reducía un 30% el sueldo de los profesores de la Educación Pública.

Era la época de las comidas rápidas frente a la tele, con una abundancia de datos incomprensibles, imposibles de asimilar. Era la manifestación de un mundo desconocido, que había estado siempre ahí, oculto, y que ahora mostraba su lenguaje extraño, urgente, que producía miles de mensajes que no podíamos interpretar. Todavía no tenía nada que ver con nosotros: eran cosas que afectaban a inversores, a banqueros. Era como si comentáramos el argumento de una serie que todo el mundo estaba viendo y de la que cada uno tenía su opinión, su propia teoría torpemente armada sobre un argumento incompleto, plagado de elipsis. Todo el mundo la comentaba, en Facebook, en Twitter, en la Sala de Profesores.

Me fijo en los uniformes de los policías, que no miran a la cámara: sus boinas, sus chalecos antibalas. El deseo de que algo pase, de que algo haya pasado, está en esa seriedad, en el peso y el calibre de las balas que no pueden verse dentro de los cargadores. Alargo el brazo, cojo el mando a distancia para subir el volumen y, en ese momento, el plano se abre y se muestra claramente la imagen completa de las Torres. Escucho al presentador decir “la torre PricewaterhouseCoopers”. Dice “amenaza de bomba” mientras su fachada de vidrio llena de cielo y de nubes ocupa el televisor. Me levanto y miro por la ventana. Veo las Torres al otro lado de la M-30. Cepsa, PricewaterhouseCoopers, Bankia, Fertiberia, Volkswagen, OHL, Villar Mir.

Pienso en todas las decisiones, en todos los delitos cometidos en esos despachos, en las inhumanas cifras de dinero que, ahí dentro, han sido robadas, expoliadas, desviadas. Pienso en la ingenuidad de haber pensado en la posibilidad de que la policía estuviera ahí para detener, investigar, registrar en busca de pruebas y culpables. Pienso en el sintagma “servicio público”, en el lema “defender a la población”, en la idea de “justicia”. Están ahí, dentro de mí, forman parte de mi nombre. Son errores de interpretación asumidos en la infancia, que siempre han de ser desmentidos, una y otra vez. Ese es su poder. Que todas y cada una de las veces hay que volver a empezar, señalar el error, explicar el desajuste entre lo escrito y la realidad.

Vuelvo a mirar al televisor. Ahí es donde aprendí “justicia”, “democracia”. En la imagen editada y ordenada del telediario me explican que la policía no está ahí para detener a nadie de dentro de la torre. Dicen “terroristas”, dicen “amenaza”. Miro por la ventana: las torres reales, las cuatro torres, el último rayo de sol reflejándose en una fila de ventanas de la primera torre. Es un incendio extraño, que veo todos los atardeceres. El sol haciendo arder la torre solamente para mí, regalándome un telediario sin palabras ni explicaciones. La voz del presentador no habla de muertos. Solo dice “amenaza”, “desalojo”, “mundo de las finanzas”, “efecto en la Bolsa”.

Cuando Gustavo se vino a vivir aquí, las torres estaban recién terminadas: ya no había grúas, ni focos. A veces, cuando había niebla, yo seguía viéndolas como una ruina. Veía, superpuesta sobre la poderosa imagen que entregaban, la ruina que serán en el futuro, envuelta en niebla, con los contornos dentados e irregulares de los pisos altos desmoronados. A veces pensaba en la Torre de Babel, de Brueghel el Viejo. Me imaginaba ahí dentro, recorriendo pasillos, cruzándome con gente que hablaba en idiomas incomprensibles y señalaban hacia arriba, intentando hacerse entender mediante gestos absurdos.

Era la época en que los domingos teníamos resaca, todavía. Nos pasábamos la tarde en el sofá. Veíamos películas de catástrofes. Una enorme roca aparece en el cielo, en dirección a la Tierra. Se hacen cálculos. Hay rostros de preocupación. Hay planos en que se ve la Tierra desde el espacio, desde la perspectiva de la Gran Roca que navega, ciega, inhumana, silenciosa y amenazante, envuelta en fuego. Esa Gran Roca, sin pensamiento ni conciencia, el puro azar del universo que, de repente, aparece como un punto, como una serie de datos, en un observatorio. Teníamos una resaca lánguida y agradable. Hacíamos el amor en el sofá, de forma perezosa, mientras la Roca avanzaba en la tele.

Las ciudades amenazadas por el cometa son prósperas. Hay niños sanos en los parques, y democracia, y centros comerciales; hay familias que tienen los problemas que, en las películas, siempre tienen las familias. Son gente como nosotros, con sus divorcios y sus trabajos y sus hijos adolescentes, ariscos y egoístas. La Gran Roca no conoce nada de eso. La Gran Roca solamente avanza, sin que nada ni nadie la guíe.

Veíamos el telediario mientras comíamos. Nos mostraban imágenes de Estados Unidos. Gente que no podía pagar sus hipotecas, que habían ido subiendo hasta que la cifra superaba el umbral de lo humano: gente en paro, gente sin dinero que perdía sus casas, que se iba quedando descolgada. Bancos en quiebra. Grandes rascacielos, edificios de cristal y de acero y ejecutivos vestidos de ejecutivos.

Gustavo tenía que dejar su piso compartido en Malasaña y se vino al mío. Yo le dije que se viniera. Y él dijo: “Vale”. Fue la época de la dispersión, de los amigos casándose, teniendo hijos. La época en que ya nunca ensayábamos ni tocábamos.

Firmé un Change.org pidiendo que se anulara el Real Decreto de Libertad de Formación y Empleo Juvenil que permitía que se prolongara de forma indefinida el trabajo sin salario, a cambio de formación.

Al principio de la película, unos pequeños fragmentos del cometa caen en las ciudades, derriban rascacielos, los dejan envueltos en llamas, en humo. Nos gustaba ver cómo ardía todo, siempre en los primeros minutos del metraje. Si alguno estaba en la cocina, o en el baño, nos gritábamos: “corre, ven, que va a caer la primera roca”. Veíamos cómo caían sobre San Francisco, sobre Nueva York; nos fascinaban las explosiones.

Comíamos viendo el telediario. Gustavo comía, yo hablaba sin parar. Le explicaba qué era la Burbuja. Le contaba el cuento de la Burbuja. Cómo todo el mundo había ganado dinero inventando una historia en la que las casas eran muy caras, pero no pasaba nada porque los préstamos eran muy baratos y eran para todos. Y tenía que explicarle quiénes fueron Ronald Reagan y Margaret Thatcher y José María Aznar, y lo que significaba la desregulación. Y tenía que contarle que en ese cuento los malos eran los enemigos de la Patria y de la Libertad que intentaban regular esas burbujas, impedir que los bancos hicieran esa magia. Y que los buenos eran los bancos porque daban dinero a todo el mundo, y lo de menos eran las comisiones y las bonificaciones que ganaban cada vez que sonaba la campanita mágica por la que un nuevo millón de dólares se creaba de la nada. Y lo de menos eran los yates y las islas privadas que se compraban con el dinero de esas comisiones y esas bonificaciones, que era el único dinero de verdad. Porque la campanita mágica creaba deuda, solamente deuda, y no dinero. Pero las comisiones y los bonos, los yates y los Ferraris y las islas llenas de palmeras sí eran de verdad. Y yo le tenía que explicar todo esto a Gustavo, que estaba en pijama, que escribía con desgana guiones sobre adolescentes enamorados, que lo sabía todo sobre el arte y sobre la literatura y sobre el cine y sobre la música, pero que no sabía nada del dinero, que pensaba que el dinero era algo natural, como las nubes y la hierba que fumaba.

Era la época en que siempre estaba en la tele Zapatero, y Zapatero decía que los bancos españoles eran fuertes y que todo era sólido, y que España iba bien, y que podíamos estar tranquilos.

Zapatero tenía una sonrisa de niño idiota, la sonrisa del empollón chivato y cobarde. Zapatero tenía la sonrisa nerviosa del niño bueno que no sabe que sus padres se están muriendo; que sabe que se están muriendo pero mantiene una sonrisa congelada porque no sabe cómo ser el hijo de unos padres que realmente se están muriendo, porque él solo sabe ser el niño que llega a casa con buenas notas y espera que le pasen la mano por el pelo.

La buena gente gritaba, salía de las cafeterías y miraba al cielo donde el meteorito se hacía enorme; y corrían por una calle que se llenaba de fuego y de coches que saltaban por los aires convertidos en proyectiles. Nos reíamos viendo las explosiones. Queríamos que cayeran en nuestra calle. Queríamos asomarnos a la ventana y ver cómo caían bolas de fuego sobre las Torres recién construidas.

Veo pequeños resplandores que parecen extenderse por los vidrios de las Torres. El telediario ya está hablando de fútbol, pero yo sigo en la ventana hasta que veo desaparecer el reflejo del último rayo de sol y la ilusión del incendio se desvanece. Miro las Torres con la intensidad de la infancia, con la fuerza con que los niños miran las cosas esperando que pase lo que ellos desean. Me concentro en la imagen de las Torres ardiendo, hundiéndose, estallando. Las veo convertirse en barro, en cieno.

“La aurora de Nueva York tiene / cuatro columnas de cieno / y un huracán de negras palomas / que chapotean las aguas podridas”. Les leo ese poema a mis alumnos, cuando explico el crack del 29. Les hablo de los versos de Lorca, escucho mi voz hablándoles de la dureza del capitalismo, de la inhumanidad vertical de los rascacielos y de Wall Street, que impresionaron al poeta. “A veces las monedas en enjambres furiosos / taladran y devoran abandonados niños”. Desde mi ventana, miro esas cuatro columnas con su disfraz de vidrio. Nos reflejan a nosotros: el cielo, estos apartamentos, nuestras miradas; todo está ahí, recogido, reproducido, invertido.

Una alumna me preguntó una vez: “Pero, si son columnas, entonces, ¿qué sostienen? Las columnas sostienen cosas.”

Me asombraba de mí misma, las primeras veces que di clase. Me veía dando clase, delante de los adolescentes, como si fuera una película. Me costaba reconocerme en este lado del pupitre. Me veía en las caras de algunas de las chicas de la última fila: chicas oscuras, góticas, malhumoradas, fingiendo aburrimiento.

Llegaba a casa agotada y llena de las caras de mis alumnos. No podía dejar de verlas. Tampoco podía dejar de escuchar mi voz. Permanecía en mi cabeza durante mucho tiempo, mi voz de profesora, como si fuera una película, como si estuviera viendo a una actriz. Una actriz que interpreta el papel de una profesora entregada y feliz.

Firmé un Change.org pidiendo la liberación de una chica encarcelada por hacer chistes sobre Carrero Blanco.

A Gustavo le encantaba explicarme todos los trucos del guión. Tenía que haber una secuencia de explosiones siempre antes del minuto diez. A todo el mundo le gusta ver cómo el mundo se va a la mierda. Es una manera de engancharnos. Así ha de ser el principio. Un pequeño aviso, un apocalipsis de bolsillo para que el espectador tenga su ración de destrucción, para que el gran apocalipsis pueda exorcizarse, a través de los protagonistas, que no pueden morir, salvo si es en noble sacrificio, nunca por accidente. Nos tapábamos con una manta, en invierno, nos dormíamos entre anuncios y explosiones, en el agradable sopor resacoso del domingo.

Entre el telediario de las tres y el de las nueve podían haber pasado muchas cosas. Las Agencias de Calificación cayeron sobre Europa: España, Italia, Grecia, Irlanda. Presas fáciles, los miembros débiles de la manada del Euro. Veíamos las calles de Grecia convertidas en campos de batalla. Las brigadas rojas y negras lanzando piedras a los antidisturbios. Los cócteles molotov, los pasamontañas, los cascos de moto, los escudos fabricados con cubos de basura.

Yo veía todo eso y le hablaba a Gustavo de Génova, de Berlín, de Barcelona. Le decía que yo había estado allí. No sé si lo decía con orgullo o con vergüenza. Tenía vergüenza de haber estado, de cómo era yo entonces, hace veinte, veinticinco años. También tenía vergüenza de estar en este piso, de ser una profesora que vive con un hombre, de estar en un sofá y no estar con ellos, en las calles.

Antes, cuando yo sabía hacer un cóctel molotov, cuando llevaba botas reforzadas, a eso lo llamábamos “aburguesarse”, lo llamábamos “morir”. El verbo “aburguesarse” solamente se usa ya con ironía. Suponía que habría amigos míos en Grecia. Amigos que ya no recordaba, a los que no quería recordar. No le hablaba a Gustavo de todo eso. Le decía “era joven”, le decía “odiaba el Sistema”, le decía “era una idiota rabiosa y egoísta”. Gustavo me miraba y se reía. Me daba un beso en la mejilla, como si entendiera mi vergüenza. Pero veía las barricadas en llamas y algo en mi estómago ardía también, y me levantaba, y me llevaba los restos de la cena a la cocina, y fregaba los platos con rabia, con gestos rápidos, violentos, inadecuados.

Escucho el ruido de un helicóptero. Abro la ventana, saco la cabeza, la muevo buscando el origen del sonido inconfundible de las aspas. Es la música del peligro, del acontecimiento. Aparece de golpe por encima de mi edificio, en dirección a las Torres. Se escuchan sirenas. Compongo con todos esos elementos un relato de guerra, de urgencia. Siento que es una llamada a filas. Nunca he estado en una guerra. Nunca he combatido, más allá de la lucha callejera, de las piedras y el cóctel molotov, y de eso hace demasiado. Pero siento esa llamada. Dejo la ventana. Cojo el mando de la tele, paso por todas las cadenas: concursos, deportes, series, películas, anuncios. Espero encontrar en la tele el sentido de lo que estoy viendo por la ventana. Solo si los helicópteros y las sirenas y las Torres y los policías aparecen ahí dentro, unidos por la voz de un presentador, tendrán significado esos elementos. Pero no hay nada, y cada uno de ellos se desvanece en la insignificancia: un helicóptero de tráfico, una sirena con un infarto camino del hospital, las Torres intactas, emitiendo su zumbido de vidrio, sosteniendo qué.

Busco en internet, en diarios digitales. Pienso en censura. Eliminar la posibilidad de una revolución escamoteando la imagen, borrándola de la imaginación. Entro en Facebook. En Twitter. Nadie dice nada. No hay alarma, ni sospecha. Solo el ruido de siempre, las noticias virales. Los memes. Todo está en silencio. Mi televisor. Mi casa. Está en silencio la calle. La imagino llena de antorchas, de multitudes camino de las Torres. Barricadas. Imagino el sonido del fuego de las Torres ardiendo, una luz que iluminaría todas las ventanas, la ciudad entera, como un poema definitivo y sagrado. El ruido de las aspas sigue rodeando todo este silencio, todos estos apartamentos abrazados a sí mismos, con las ventanas cerradas, tapadas con cortinas, con persianas.

Factbook. El libro de los hechos

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