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Contemplo “el otro lado”, es decir, la tierra, los edificios iluminados tras ese pedazo de mar. He venido aquí a pensar. Eso me he dicho, creo, cuando estaba en mi habitación, mirando hacia esta última playa, este último trozo de tierra antes del estrecho de mar donde termina La Manga. He caminado desde el hotel hasta aquí, convenciéndome que este era sin duda el lugar ideal para pensar, para aclarar ideas. Así es El Proceso, o así debería serlo. Siete días para reuniones, exámenes físicos y psíquicos y siete días para pensar, recapacitar, no sé, todos esos verbos en los que nunca he creído, que siempre que he escuchado saliendo de la boca de otras personas me han parecido teatrales, parte de una comedia en la que la gente considera su vida como un tablero de ajedrez donde, antes de cada movimiento, hay que considerar todas las cadenas de posibles resultados que puede arrojar. Nadie piensa nunca nada. Las cosas se hacen, son hechas. Las cosas nos hacen. Lo que quiero decir es que desde mi balcón he visto este punto, que tiene algo magnético, simbólico, y he decidido que tenía que estar aquí, que este era el lugar donde quería estar, donde podría reflexionar sobre El Proceso, sobre mi vida. Pero, en realidad, lo que estaba eligiendo, lo que estaba decidiendo, por debajo de esa imagen patética y convencional que me entregué a mí mismo hace un rato, era dónde iba a fumarme un porro; qué lugar, de los que tenía a mano, era el más apropiado para fumar algo de la enorme cantidad de marihuana que he traído (marihuana antigua, cogollos, y no esas pastillas de farmacia post-legalización) y que excede muy generosamente una previsión de siete días. Y lo que estaba eligiendo desde mi balcón era un escenario en el que sabía que estaría yo, y que estaría ese paisaje, y el mar, y todo el rollo simbólico de una tierra que termina en el mar y que luego reaparece un poco más allá, donde hay vida, donde hay luces. Y, en realidad, lo que quería era estar aquí, pero colocado, es decir, anulando esa distancia desde la que todo el tiempo me veo y me juzgo como un personaje lamentable y predecible, resultado de un montón de ficciones fílmicas o literarias. Lo que estaba viendo desde arriba, desde mi balcón, eran las posibilidades de grandeza, de mística, de falsa trascendencia con que la marihuana, gracias a Dios, suele recubrir mis neuronas en momentos como este, en espacios como este. Quiero decir, que necesitaba estar dos veces. Una vez físicamente, con los pies en esta orilla. Y otra vez fumado, para estar realmente aquí, y no viéndome estar aquí.

Visto desde aquí abajo, el hotel se muestra mucho más decrépito de lo que me había parecido cuando lo vi por primera vez desde el otro lado, el que da a la carretera. La pintura de esta fachada está más dañada, llena de grietas y desconchones. Quedan también algunas cintas amarillas con que la policía precintó el edificio después del terremoto. Bailan agitadas por el viento, parece que quieren hablar, que quieren significar algo. Hay algunos balcones sin barandilla ni balaustrada, sin protección alguna, solo una base al aire, como unas estupendas plataformas de suicidio. Si hubiera sentido del humor en esta empresa, nos habrían colocado en esas habitaciones cuyos balcones ofrecen continuamente la visión del abismo. Nos olvidaríamos de El Proceso, seguro. Podríamos vivir para siempre en esas habitaciones, desayunar a diario en esas plataformas hacia el vacío, dormir cada noche con la puerta del balcón abierta, viendo esos maravillosos y precarios trampolines.

Y hay gaviotas, que hablan el mismo lenguaje incomprensible y silencioso de las cintas amarillas, que también parecen sujetas por un hilo, como cometas voladas por niños invisibles, por fantasmas de niños que permanecen aquí, en un verano eterno y paralelo. En un mundo en el que podría haber estado yo, también, con Rosa, en unas vacaciones, con un par de hijos como ellos, con sombrillas y toallas y palas y cubos y castillos de arena con olor a crema solar.

Y hay viento, claro, y hay un mar encrespado de olas pequeñas y rabiosas, que chocan entre ellas, que no se ponen de acuerdo en el sentido de todo lo que está pasando, que parecen no entender tampoco el lenguaje del viento, de las cintas amarillas, de las gaviotas. Y está la tierra al otro lado de ese caos de crestas blancas y furiosas. Edificios pequeños y callados, como si pertenecieran a otro tiempo, a la dimensión oscura de un espejo del que mi imagen se ha borrado.

Y todas esas voces y esos lenguajes extranjeros están hablando siempre de la culpa y de la vergüenza. Y esas voces eran las que me hacían y me hacen encerrarme en la escafandra de la marihuana y la contemplación vacía. Y en el bajo de uno de los edificios hay un decrépito cartel de algo que debió de ser un bar, en el que todavía se puede leer SURFING y, para mí, surfing no significa lo que para la mayoría de la gente, porque también lo asocio con las drogas. No con su dimensión social, de la que he escrito antes, sino con la verdadera esencia autista, que era lo que de verdad me atraía de ellas. Y, sin duda, lo del surfing sería un perfecto ejemplo, si quiero que esto sirva para que quien lo lea pueda entenderme o saber cómo era yo antes. Mucho antes de que empezaran a pasar las cosas que me han traído aquí. Antes de la serie, antes de Factbook, antes de las visiones.

Sería en los noventa cuando inventé el surfing, que no es el deporte acuático, claro. Era el año 90 o 91, no me acuerdo, pero seguro fue mi primer año, cuando llegué a Madrid para estudiar Comunicación Audiovisual porque yo era un genio y todo el mundo sabía que yo iba a hacer grandes películas, porque en esa época todos los genios queríamos ser directores de cine, aunque odiábamos el cine español; y el cine español no existía y solamente existía Kubrick, y los hermanos Coen, y la nouvelle vague también, según con quién hablaras, y ese año tuve dos compañeros de piso que no eran amigos míos, porque los conocí a través de un anuncio que pusieron para buscar una tercera persona que completara el piso de tres dormitorios en el que ellos ya llevaban juntos bastante tiempo, y uno estudiaba Farmacia y el otro Económicas, y eran como dos o tres años mayores que yo, pero a mí me parecían treinta o cuarenta años más viejos, me recordaban a mi padre, a Ávila, y se pasaban todo el día estudiando, en sesiones maratonianas de estudio ordenado, con unas mesas impecables llenas de apuntes igualmente impecables sobre los que solo los colores transparentes y fosforescentes de sus subrayadores actuaban, destacando tres niveles de importancia, de jerarquía memorística. Y esos colores eran los mismos que usaban para el cuadrante con las tareas de limpieza, y las que me tocaban a mí estaban subrayadas de color rosa, el rosa era el color de Gustavo que los lunes tenía que limpiar el salón y los martes la cocina y los miércoles el baño. Y ese fue el año, decía, que inventé el surfing, que luego puse de moda entre algunos de mis compañeros de Comunicación Audiovisual, porque ese curso, esos nueve meses que compartí piso con el farmacéutico y el economista que no tenían camisetas estampadas con grupos de música, sino camisas limpias y planchadas o polos limpios y planchados, que combinaban con sus pantalones vaqueros Levi´s o Pepe´s y con sus zapatos náuticos o castellanos, ese año pasé mucho tiempo encerrado en mi habitación y creo que no ha habido año de mi vida que haya fumado más marihuana. Y lo del surfing lo descubrí o lo inventé por pura soledad o pura casualidad solitaria, y porque no soportaba la presencia ni las conversaciones de esos dos compañeros de piso que parecían mirarme siempre como si me conocieran perfectamente. Me miraban con simpatía y con sonrisas abiertas y decían frases en que falsa y condescendientemente me envidiaban por el carácter creativo de mis estudios, y se interesaban por mí, por mis proyectos, y yo me negaba a hablar con ellos. Y creo que yo entonces pensaba que me negaba a hablar con ellos porque “no me entenderían”, o porque “no merecía la pena hablarles de mis proyectos a quienes no han visto ninguna película de Antonioni”, y eran unas razones muy parecidas a las que usaba para no hablar con mis padres, con los que yo me mostraba disciplinadamente monosilábico; pero si no hablaba con aquellos compañeros de piso que tenían muy claro el objetivo para el que estudiaban, el sentido de todos aquellos datos que memorizaban en sus ordenadas sesiones (de cuatro a nueve, de once a dos), era porque yo sabía que no podía defender ninguno de mis proyectos. Y no me refiero solamente a proyectos concretos como un cortometraje, un guión, un videoclip, o cualquier otro de los trabajos que hacíamos en la Facultad. Lo que quiero decir es que, aunque yo pensaba que no los soportaba a ellos, su seguridad, su convencionalismo, etc., en realidad, lo que no soportaba, era a mí mismo. Y seguramente por aquella época ya tenía las visiones de la pistola y la sien. Porque yo creo que las pocas veces en que me vi obligado, por cortesía, a intentar explicar algún proyecto, o a explicar qué estaba haciendo en esa Facultad, en Madrid, en la vida en general, no podía soportar mis propias palabras. Con ellos no podía dejar frases a mitad, ni hacer el name droping que usaba para comunicarme con otras personas que, nada más empezar mi frase, o nada más escuchar el nombre de Godard, o el de Fellini, ya asentían, y sonreían, y empezaban ellos una frase que dejaban a medias porque yo había escuchado el nombre de Kurosawa o el de Truffaut, y yo asentía, y eso era todo. No, con ellos tenía que explicar todo desde el principio hasta el final, y ellos me miraban con atención, me escuchaban, porque eran buena gente a la que yo despreciaba con toda mi alma drogada y, ante ese silencio atento y sólido como un muro, yo sentía cómo mis palabras rebotaban, estúpidas y pretenciosas y, sobre todo, absurdas, infantiles, insustanciales, y creo que por eso los odiaba y los despreciaba y, por eso, cuando me encerraba en mi cuarto, aparecía fugazmente la imagen de una pistola en mi mano, levantándose hacia mi sien, y me hacía un porro, y me ponía en los auriculares un disco de Nirvana, por ejemplo, o de Soundgarden, y así fue como empezó lo del surfing, que básicamente consistía en que me encerraba en mi habitación y empezaba a fumar porros y a escuchar música hasta que entraba en ese estado de ánimo en el que yo ya no era yo, en el que las cosas ya no eran cosas. Y me pasaba toda la noche en mi habitación construyendo aquellas maquetas de ciudades, maquetas hechas de cartón y pegamento y pintura que reproducían calles de Madrid o calles de Manhattan, y casas sin techo dentro de las que había habitaciones en miniatura y personas en miniatura que me pasaba horas recortando y pintando y yo pensaba que eso era “trabajo” y por supuesto que no me sentía culpable por la cantidad de horas tiradas a la basura de esas maquetas, porque con ellas luego podía hacer vídeos, cortometrajes, fragmentos que grababa con mi cámara de vídeo y que luego montaba con la música que había estado escuchando mientras las hacía. Aunque el surfing no era exactamente eso; eso era solo el calentamiento, el instante previo, porque el verdadero surfing empezaba después, cuando me cansaba de las miniaturas, cuando, con los dedos completamente cubiertos de pegamento y los ojos enrojecidos y la cabeza vacía, abierta, me tumbaba en mi cama y me ponía una película y me hacía otro porro, y veía las imágenes de la película en otra dimensión, como si la acción se desarrollara en una de mis maquetas, como si cada escena fuera independiente de la anterior, cargada de un significado que solamente yo podía entender en su plenitud, hasta que miraba por la ventaba y veía que estaba amaneciendo, y entonces me hacía otro porro y salía a la calle y me metía en algún bar a tomarme un café y una tostada, y veía a todas esas personas que acababan de levantarse y se enfrentaban a un día de trabajo, de trabajo real, tedioso e irrevocable y, bueno, ahí empezaba realmente el surfing, cuando estaba ya fuera, en la calle, pero eran necesarias todas esas horas en mi habitación para alcanzar el estado de conciencia, o de inconsciencia, adecuado. Y entonces miraba las caras de cada una de las personas que estaban desayunando en el bar en el que me había metido, los miraba mucho tiempo, fijamente, y podía sentir a cada uno de ellos como seres únicos e imprescindibles; creo que solamente cuando hacía surfing podía llegar a sentir algo de amor, de comprensión por la gente, a la que, por otra parte, el resto del tiempo despreciaba o ignoraba a partes iguales. Y me tomaba mi café y salía a pasear, y me subía en autobuses al azar, y seguía mirando a la gente, y mis ojos no eran ya mis ojos, porque todas las imágenes que llegaban a mi cerebro lo hacían como si fueran las de una película, una obra maestra en la que se resumía el sentido de la vida y del tiempo y de la muerte, y me bajaba de los autobuses y buscaba algún parque y me hacía otro porro y me tomaba una cocacola y caminaba siguiendo las imágenes, dejándome llevar por las imágenes y por las olas de ebriedad y la falta de sueño, porque el verdadero surfing requería horas o días, podía estar así dos o tres días, sin saber qué hora era, durmiendo a lo mejor un par de horas en mi casa, o en un banco de un parque, de día, o de noche, hasta que llegaba ese punto mágico en el que sentía que me había convertido en un fantasma: ese punto en el que veía pasar a la gente y ya no sabía si iban o venían del trabajo, si estaban desayunando o cenando. Y, seguramente, cuando alguna vez expliqué el surfing, siempre a interlocutores lo suficientemente desconectados de la realidad como yo lo estaba, les hablaría en esa terminología poética y abstracta que tantas veces usaba y que también es un continuo foco de vergüenza. Y les diría, seguramente, que llegaba un punto en que entrabas, como un surfero, en La Gran Ola; una de esas en cuyo tubo te metes, sin saber dónde o cuándo vas a salir; les diría cosas como que esa ola es el instante en que el tiempo se abría como un continuo infinito, limpio por fin de las rutinas, de la dualidad conceptual, del día y la noche, de la hora de la comida o de la cena. Les diría que gracias al surfing se cumplía la utopía surrealista, y les contaría entusiasmado cómo desaparecía “la falsa dualidad realidad/sueño”, porque dormía o me despertaba y fumaba otro porro y seguía caminando y, en el punto bueno, el de la gran ola, tampoco sabía si estaba soñando o estaba despierto, porque todo era un continuo infinito y ya no había ni lunes, ni martes, ni fines de semana, ni nada que detuviera el avance imparable y perfecto de esa corriente que me llevaba como en un trávelin incesante que pasaba sobre las cabezas de toda esa gente que vivía atrapada en su propio sueño, en la gran mentira del tiempo dividido, fragmentado, organizado. Les diría cosas como esas, seguramente, les hablaría también de que, entonces, yo pasaba como un fantasma en una tabla, como un Silver Surfer terrestre y espacial al mismo tiempo, y nadie podía verme. Y recuerdo, creo recordar, porque no es fácil, porque puede ser una mentira que contara, puede ser un sueño, que alguna vez estuve tan seguro de ser un fantasma, de haber accedido a un punto de espiritualidad o temporalidad tan radical, que intenté atravesar una pared, o toqué el brazo de alguien, convencido de que estábamos en planos temporales diferentes y que, por lo tanto, mi mano atravesaría incorpóreamente su brazo; y ese era el objetivo del surfing, alcanzar ese punto, coger esa ola que aparecía sólo tras muchas horas seguidas de intoxicación continuada y desconexión de la realidad; y esa ola te llevaba a un territorio sin límites, de una libertad que asustaba porque llegaba un momento en que querías bajarte y ya no podías, y te seguía llevando, pero no hacia la costa, sino mar adentro, y por supuesto que había palpitaciones y sudores fríos y mareos y ataques de pánico y ansiedad, hasta que en unos de esos momentos en que pasaba por casa para dormir un poco, no dormía un poco, sino mucho, y me despertaba doce o quince horas después, ya sobrio, y así terminaba todo, con una gran resaca, con una sensación de decepción, como quien vuelve a casa después de un largo viaje y se va dando cuenta, en cada paso, en cada mirada, de que todo está tal y como lo dejó, y nada ha cambiado.

Por supuesto, nunca mencioné el surfing a aquellos compañeros de piso, de cuyos nombres no puedo acordarme. Pero sí que les hablé de eso a los compañeros más enrollados de Comunicación Audiovisual y, cuando digo enrollados, quiero decir, por supuesto, que fumaban porros, que pasaban de todo (sí, decíamos enrollados, decíamos pasar de todo), a los que encontraba siempre fuera de clase, en la cafetería de la Facultad, en los bares cerca de la Facultad, y a ellos les podía contar la mecánica del surfing y a ellos les podía hablar de Arrebato y nos íbamos a su casa a fumarnos unos porros y a ver Arrebato, y creo que esa era de las pocas películas españolas que veíamos, porque preferíamos a Jim Jarmush que a Vicente Aranda, por decir algo, y algunos de ellos se convirtieron en unos expertos del surfing y lo mejoraron mezclando setas con el hachís, buscando olas más altas y más largas, y fue con dos de ellos con los que compartí piso al año siguiente, dejando atrás al farmacéutico de Soria y al economista que no recuerdo de dónde era, y esa era mi forma de alejarme de la realidad todo lo que podía, igual que intentaba ir a Ávila lo menos posible, porque en Madrid podía vivir en esa burbuja de porros y de cine europeo y cine independiente americano y de música y de literatura y, si ahora alguien me pregunta qué pensaba yo en aquella época de algo que hubiera pasado o que estuviera pasando, si me preguntan quién era el Presidente del Gobierno, o algo así, yo tendría que decir que no lo sé, que no lo recuerdo, porque si alguien me dice que yo no estaba viviendo en España en aquellos años, podría creerle perfectamente, aunque Madrid era España a todas horas, yo vivía en otro sitio donde solo había música y cine y arte y fiestas, fiestas continuamente, en casas, en bares, en todas partes, fiestas donde todos nos conocíamos, donde todos tenían un grupo de rock, donde todos eran pintores y escultores y todos hacían cortometrajes, donde todos nosotros hacíamos muchas cosas que la mayoría no hacíamos en absoluto, porque solo eran proyectos que nos contábamos sin acabar las frases, nadie nunca acababa una frase, porque siempre se decía un nombre que lo resumía todo, y uno decía Devo, y asentíamos, y otro decía Genet, y asentíamos, y nos hacíamos un porro o nos metíamos una raya para celebrar nuestros futuros proyectos que, como las frases, tampoco era necesario terminar, porque bastaba con pensarlos y con hablar de ellos en frases también inacabadas, y había muchos genios en esas fiestas que tenían lugar en un país que era y no era España, que era España por encima de nuestras cabezas drogadas e inconscientes, que era España como una maqueta dentro de la que vivíamos sin saberlo. Y ya no era yo el único genio en esas fiestas porque todos éramos genios, y todavía no existía Internet, o no existía de verdad, quiero decir, que no existían todavía las redes sociales, es decir, que no existía Facebook, pero era como si todos habitáramos ya ese país sin territorio de Facebook, porque nuestras conversaciones eran como megustas, nuestras conversaciones no eran sino compartir cosas que habíamos visto, leído, escuchado, y nada existía de verdad, tampoco nosotros existíamos, o no existía yo, que al final siempre acababa encerrado en mi habitación para mi ritual del porro solitario y mis recortes y mis miniaturas en las que iba creando un mundo que tampoco existía pero que, al menos, me dejaba los dedos secos y cristalinos de pegamento, como si ese residuo sobre mi piel intentara decirme algo sobre la vida que llevaba, sobre lo que es real y lo que no, ese pegamento que nunca se veía en los vídeos que luego ponía a mis amigos, que los celebraban con su gangosa voz de fumados; aquellos vídeos hipnóticos de imágenes de las maquetas, de lentos y absurdos movimientos de stop motion que retrataban nada, es decir, que contaban mi historia de entonces, es decir, que eran un perfecto retrato de ese país que habitábamos, que yo habitaba, y que no era desde luego España, porque no tendría ningún sentido vivir en España, solo podía estar viviendo en un lugar internacional, vacío, y creo que por eso tuvo que nacer Internet y por eso tuvo que nacer Facebook, porque había demasiada gente como yo, que ya no vivía en ningún sitio, y Facebook fue nuestra tierra prometida, el lugar que todos estábamos esperando sin saberlo.

Y también este lugar, este hotel abandonado y clandestinamente ocupado por una empresa llamada ICE (Investigation on Cryogenesis and Eternity) podría muy bien llenar sus habitaciones con toda aquella gente, quiero decir que, en cierto modo, este lugar puede ser una consecuencia lógica de todo aquello, y que me gustaría pasar por los pasillos, despertar al resto de compañeros, preguntarles, ahora mismo, qué han escrito, qué están escribiendo, por qué están aquí. Me gustaría sacarlos de sus camas y proponerles un cambio de habitación: cada uno de nosotros en una de las habitaciones con balcón sin balaustrada. Cada uno de nosotros en su propio trampolín, contándonos nuestras vidas absurdas a gritos, de balcón a balcón, hasta que todo se derrumbe.

Factbook. El libro de los hechos

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