Читать книгу 28 Rulemanes - Dolores Campos - Страница 5

Introducción

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Me pregunto si todos se trasladarán a su niñez cuando ven cajas de cartón… A mí me recuerdan las naves espaciales y aviones que, sin que tuviese que pagar, me llevaban a atravesar todos los océanos que quisiera, hasta que el llamado de atención de mamá me advertía que no las estropeara, pues aquellos cartones pronto acabarían siendo maletas pesadas encargadas de transportar cada objeto que decoraba mi casa.

Las cajas siempre fueron sagradas en mi familia; no específicamente por ser objetos preciados para mi imaginación lúdica, sino porque eran sólo dos los años que nos manteníamos quietos en un lugar. Por lo tanto, embalar a cada rato explicaba la obsesión de mamá con estos equipajes.

¿Habrán captado las cámaras de seguridad de algún supermercado a los miembros de mi familia escapando después de un furtivo atraco de cajas? ¿Aún dudan de quién heredé el vandalismo?

Cada paquete llevaba su inicial: el mío, la letra h minúscula, pues la H mayúscula le correspondía a mamá… Y en ese preciso instante –el de las iniciales– dábamos comienzo al eterno debate.

No sé a ustedes, pero a mí me parece sumamente estúpido repetir un nombre en la familia. Nunca le encontré el sentido a tener que apodarme distinto para que no fuésemos dos en responder al llamado de «Helena». La discusión terminaba en «llamate como quieras». Elegí varios sobrenombres que después nadie recordaba, así que me tocó entusiasmarme con la idea de Helena y afianzarme en ella. Alguien tiene que ceder.

Las cajas que mamá marcaba con rojo remitían a la noción de «frágiles». Tal vez, llevar ese rótulo yo misma me hubiese facilitado evitar varios golpes. Ahora que lo pienso, todos deberíamos hacer un curso avanzado de embalaje que nos enseñe la sofisticada técnica de envolver objetos delicados. Quizás así algunos lograrían empatizar con el prójimo y comprender la clase de trato que se le debe, ya que no somos más que frágiles cristales: unos fáciles de romper, otros más resistentes. Pero, sea cual fuese el material, todos merecemos el mismo cuidadoso trato, no vaya a ser cosa que, sin querer, se rompa algo muy preciado. Creo, en fin, que para tomar mayor conciencia el curso debería abordar las secuelas de un cristal roto, que no recupera su forma y le quedan marcas irremediables.

Es probable que así la tasa de corazones rotos disminuya.

Papá era el encargado de traer la novedad que auguraba la próxima aventura, y junto con eso mi oportunidad de poner en cero y en modo «audaz» el cronómetro coronario para asegurarme de que el nuevo destino se recibiese con vitalidad. Hubiese sido una picardía encarar el desafío cansada del repetitivo cambio, así que me envolvía en mi capullo, lista para enfrentar la mudanza –mi transmutación– y acabar planeando estilo mariposa en mi nueva órbita.

Me divertía fabular con la idea del camión fugándose con todas nuestras cosas. Quizá desde ese entonces lo material comenzaba a perder valor y a ocupar un lugar innecesario en mi vida.

Más de una vez supliqué viajar con el camionero encargado de hacer la mudanza, porque necesitaba entrevistarlo para comprobar qué tan disparatadas eran las ocurrencias que empezaban a gestarse en mi cabeza. Pues, si todo cabía en un camión y ese vehículo era capaz de llegar hasta el otro lado del mundo, qué tan ridículo podía ser comprarme uno, llevar mi cucheta –sin mi hermana–, mis peluches, una heladera para conservar el flan con dulce de leche, y conocer todos los lugares a los que no me llevaría el trabajo de papá.

Pero «listo el pollo, pelada la gallina», decía el conductor mientras arrancaba el motor, y yo me ilusionaba pensando que tal vez la próxima saciaba las ganas de mi premonición.

El presupuesto no alcanzó para el camión; pero una mochila bastó para resolver la sospecha. Mis síntomas eran genuinos; seguir la intuición me regaló el sentimiento más absoluto, pleno y constante. Pues esa era la única idea de mis viajes: sentir.

En general, al alba del día siguiente partíamos nosotros. Estratégicamente, lograba posicionarme al lado de la ventana, si es que alguna ley inventada por mi hermano mayor no lo impedía.

Todavía no sonaba Drexler, si no «ya está en el aire girando mi moneda, y que sea lo que sea» hubiese sido el hit de cada traslado. El paisaje en movimiento fue el favorito de mis retinas desde ese entonces hasta el día de la fecha. ¿Acaso algún oftalmólogo habrá descubierto todos los tesoros guardados en mis pupilas?

Las llegadas a las casas nuevas eran todo un misterio y me encantaba que así fuese, pues amaba imaginarlas; además, significaba que en su vacío interior me sentiría en el medio de una montaña, sin nada, escuchando mi propio eco, descubriendo todas sus esquinas.

Adopté una rutina para que el sentimiento de hogar no se demorase. Elegía un lugar de la nueva casa y allí desarrollaba una y otra vez la misma actividad. De esta manera, aquel rincón elegido –para las mateadas por ejemplo– construía cariño y algo del apego del que yo carecía.

Mamá no se encargaba de organizar juntadas forzadas con los niños del barrio, porque sabía que media hora de recorrido era lo que me bastaba para traerle alguna nueva mala influencia, que se convertiría en mi Watson, Robin o Little John.

El primer día de clases era un tanto caótico; era fastidioso lidiar con mis berrinches cuando tocaban colegios con corbata o cuando el guardapolvo no era exactamente del blanco que me agradaba. Reemplacemos «un tanto caótico» por «el mismísimo infierno», entendiendo que los generadores de ese infierno eran los nervios: ser la nueva no es fácil –es muy difícil de hecho–, hasta que cruzás esa mirada cómplice que te señala un asiento disponible a su derecha, apaciguando el ejército de mariposas que te revolucionan el cuerpo entero.

Me pregunto si en mi currículum podré agregar que he sido catadora de escuelas.

Con el pasar de los días, los espacios que estaban vacantes en mí comenzaban a ocuparse. Casi siempre, el lugar de mejor amiga era arrebatado por alguien del sexo masculino. Siempre me sentí más cómoda con la simpleza varonil. El puesto de novio llegó recién en el Sur y el primero en no prestarle atención al rótulo de «frágil» tuvo implicancia en la costa.

Mis hermanos tuvieron la misma crianza, pero desensillaron en un único lugar: su Buenos Aires querido. Ellos, cuando hablan de mis falencias, hacen hincapié en mi desarraigo y desapego. ¿Será que no le han prestado atención a la soga que llevo amarrada al cielo? ¿Acaso el apego a la luna y al sol –ese que no precisa inmovilidad– no cuenta?

Pues tal vez su omnipresencia mundial cuente como ventaja.

En ese caso, soy una tramposa; y me temo que me ha entusiasmado demasiado la dinámica de mi vida en viaje. Es una sensación realmente poderosa que hace latir el corazón a dos mil kilómetros por hora; que te petrifica la sonrisa y te mantiene volando por el aire; que te hace sentir un fuego en el cuerpo; que te hace vibrar cada partícula y bailar las células, correr la sangre… Y que te hace querer congelar momentos de por vida o tan sólo desear tener la gran habilidad de evocarlos con la precisión necesaria que te permita revivir exactamente lo que sucedió y sentir la misma excitación, la misma adrenalina, el mismo amor, la misma magia...

Lo llamo: vivir.

Solía ser Helena, diseñadora, maestra y una infatigable remadora en contramarea. Sí, cansaba la contrariedad, pero más me cansaba no fluir al vapor de mi propio río.

Mi nombre sigue siendo el mismo, pues no reniego de la elección de papá y mamá; pero los adjetivos y sustantivos que acompañan la descripción viajera de mi alma han decidido echarse a volar. Finalmente, he logrado diseñar el vestido de mi vida.

Tiene alas enormes, luce los colores del cielo, brilla en la oscuridad como la luna y las estrellas, se mueve como pez en el agua, habla todos los idiomas, es sofisticado para cualquier ocasión, apto para el frío y el calor, soporta cualquier tormenta, no aprieta, es liviano como una pluma, lleva la estampa de mi alma y tiene un único objetivo: recorrer el mundo entero.

Veintiocho rulemanes han acompañado y facilitado mi movimiento, mi marcha y mi emigración a la vida… El rulemán es un elemento mecánico que sirve de apoyo y facilita el desplazamiento constante, y son 28 los que han abierto el telón de mi camino, que se desarrolló con gran intensidad y pujanza, y con dolorosos, felices y coloridos encuentros y desencuentros, que se convirtieron en hitos inesperados en el destino de mi vida.

Este libro lo ofrezco como novela para proteger a mis rulemanes de posibles problemas legales. He omitido detalles para complacer a los personajes que no desean ser identificados y para garantizar que la apertura de mi lugar sagrado continúe siendo sólo mía. Está basado en hechos reales e inspirado en mi experiencia personal.

28 Rulemanes

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