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Toribio, Valentín y Gonzalo

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Mientras cocinaba la tarta de berenjenas que devoré minutos después, me preguntó el nombre del bar en el que había trabajado la noche anterior. «Kenshou», le respondí, y pude ver cómo resonó aquel nombre en alguna esquina delicada de su corazón, pues, al reproducir esas sílabas, el mar turquesa de sus ojos brilló más de lo usual.

Me dijo que no recordaba el significado de cada tatuaje; pero –al igual que en otras ocasiones– mi siempre insaciable curiosa insistencia refrescó su tramposa memoria.

«Wish you were here», era el mensaje que rellenaba el sobre que llevaba tatuado en su pierna derecha y que llamó poderosamente mi atención. La carta interior correspondiente a ese sobre se encontraba precisamente donde debía estar: en su interior.

Me pregunto qué criterio usará la cigüeña cada vez que pasa por algún vientre. Es que a veces no la comprendo. Me temo que no hay que comprenderla, más bien usar el repelente correspondiente o estar dispuestos a sus sorpresivas visitas.

Supongo que habrá comprado al por mayor los cientos de signos de pregunta que acompañaron los días que le siguieron al regalo que dejó aquella ave inoportuna en el vientre de su compañera.

Sancho no llevaba zapatos, pero en sus zapatos es donde debía posicionarme para empatizar con el veredicto final. Pues relata que, si bien su entusiasmo por ser papá era enorme, lo acontecido finalmente no acompañó su ilusión.

Y de ninguna manera voy a abrir un debate acerca del aborto, de la vida y de las decisiones.

Veo a cada individuo como a un libro, con su epígrafe y sus mil capítulos, a quien me dedico únicamente y respetuosamente a leer. Pues no se me ha asignado la labor de crítica. A decir verdad y hasta donde yo sé, a nadie se le ha encomendado la tarea de hacer juicio de valores.

A esta altura del relato, ya deben saber la canción que tarareaba en mi cabeza. No sé si sucedió en Abril; pero la tristeza de mi amigo era profunda como relata la letra de la profunda canción de Baglietto.

Me pregunto si Pink Floyd será consciente de que cada vez que suena su canción en la radio son millones los corazones que recuerdan a alguien. Pues yo ya tenía a quien dedicarle ese estribillo; pero no cabe ninguna duda de que Kenshou se cruzará en los pasillos de mi conciencia cada vez que la oiga.

Un momento. Olvidé decirles que Kenshou fue el nombre que Sancho eligió para su hijo que no nació y «presencia» el significado que revela el motivo de su elección.

Al viento sopló y encomendó todos los sentimientos que escribió en aquella carta. Asumo entonces que es en la brisa donde lo mantendrá a su amado pequeño Kenshou, anhelado y arrebatada ilusión, siempre presente.

. . .

Tenía 19 años recién cumplidos cuando aquella misma ave inoportuna golpeó a mi vientre. Quizás el casting previo de selección de padres no sucede como yo imaginaba. Apenas algunas náuseas, vómitos y mareos acompañaron los pocos meses que duró este repentino embarazo precoz. Pues recién alcanzados los tres meses, algo parecido al mar rojo me despertó por la madrugada.

Me pregunto si estaba planeado pasar por emociones tan fuertes en tan poco tiempo y con tan poca edad. Pues mi vida en ese momento parecía una montaña rusa. La pérdida espontánea de aquel bebé desencadenó la ruptura con mi pareja y la expulsión de la escuela en la que trabajaba.

Los padres de aquella institución no se demoraron en hacer un piquete para conseguir mi pronta reincorporación, pues mi vida personal era personal, tal como lo indica la palabra.

Toribio viajó fuera del país, y supongo que su cobarde escape sanó los golpes de su fuerte temperamento.

Valentín apareció en aquel preciso instante en que todo resultaba armoniosamente planeado para malcriarme el cuerpo y el alma. Llevaba rasurada su cabeza, cómo olvidarla. Pues mi entretenimiento favorito consistía en acariciar su cabello para sentir en mis manos el cosquilleo de un césped recién cortado.

Valentín era valiente como su nombre, libre como el viento que lo trajo hasta la calle de mi casa de verano y osado como el beso que me robó ese inolvidable enero.

Efímero pero real.

Enamorarnos fue fácil; desenamorarnos, difícil.

Valentín, ¿te acordás de los besos que te di la primera vez que te vi?

¿El baile que te invité?

¿Y las siete cartas de San Valentín?

¿La estúpida pelea y la margarita que usaste para pedirme perdón?

¿Aquel stand up que vi sentada en tu regazo?

¿El reencuentro en aquel motel?

Supongo que si recordás todo esto, también recordarás aquel desencuentro.

Lo recuerdo todo, querido Valentín. Tanto que aún quiero responder esos treinta y tres llamados que dejaste en mi contestadora y las lágrimas que me caían superando ese número por afano.

Supongo que la vuelta sorpresa de Toribio aquella madrugada no estaba planeada para mi ingenuo y estúpido corazón ni para mi enamorado Valentín. Me he pasado una eternidad preguntándome por qué regresé al infierno de sus golpes y no me quedé descansando en el cielo de tus besos. ¿Por qué no contesté el teléfono? Quizá lo que tenías para decirme hubiese modificado mi tonta creencia de que Toribio cambiaría.

Pero Toribio tenía unos cuantos años mal acostumbrando el amor; años engañando y manipulando mis sentidos; años disminuyendo mi valor… Y vos, Valentín, vos y tu sonrisa le ganaban a un siglo entero.

Quisiera no haberme demorado tanto en sanar, porque necesitaba estar entera para amar. Asumo que perderte fue parte de la letra chica y el trato que firmé con aquella empresa conocida por su famoso eslogan «empezar de cero».

Cruzarte en aquel bar fue hermoso. Ya no rasurabas tanto tu pelo. Estabas más flaco. Dijiste que me veía hermosa. Supongo que querías animar a mis kilos de más. Me preguntaste si ya todo andaba bien. Recordé el papel que llevaba guardado en mi billetera: «Gonzalo, el cielo te recibe, te ama mucho, Mamá».

Gonzalo. Ese fue el nombre que elegí para mi hijo que no nació y esa fue la carta que le escribí para soltarlo al cielo. Gonzalo me explicó suave y fugazmente que la vida siempre puede sorprenderme, perderme y recuperarme.

«Luchador». Ese fue el significado que motivó mi elección. Pues «lucha» es la palabra que acompañó todo lo sucedido desde que Gonzalo llegó hasta las réplicas del terremoto que dejó cuando partió.

Luché con dignidad contra la previa y posterior condena social; luché para obtener el alta de la enfermedad que me mantenía internada en los tortuosos brazos de Toribio; luché para sanar el dolor que alejó a mi Valentín, mi gran efímero amor, y luché para entenderte inoportuno, invisible y fugaz Gonzalo.

«Sí, ya todo está bien», le respondí.

Supongo que nos merecíamos esos orgasmos de besos y abrazos que refrescaron aquel amor de verano que mi proceso de sanación no permitió. Supongo que el silencio que permaneció en aquel carro de vuelta a nuestras respectivas realidades se debía a que ninguno de los dos se arrepentía de la infidelidad que acabábamos de cometer. Pues yo no arrancaría esos besos y sé que vos tampoco. Quizá la única infidelidad de la que sí estábamos arrepentidos era la que estábamos cometiendo con nosotros mismos.

Como te dije, y ya sin suponer, sé que nos merecíamos aquel reencuentro.

Me pregunto si te habré contagiado las lágrimas que me caían mientras me hacías el amor, pues pude ver cómo aguantabas el nudo que se movía en tu garganta. Resulta extraño entender que aun así nos volvimos a dejar partir. Supongo que, si de elegir se trataba, elegimos la comodidad de nuestra fingida felicidad, que tiempo después detonaría, como era de esperarse.

Recordar tu boca y la adrenalina de tus versos en mi cama activó mi bomba de decisiones. El segundero del curso de mi vida comenzó a correr. Mi futuro se sintió amenazado por aquella munición que dejaste entre el terreno de mi cuerpo. Cada pisada que hacía era letal. Ya no tenía escapatoria.

Cumpliste 30 y llamé desde California para saludarte.

Reíste irónicamente diciendo que lamentabas aquel explosivo que dejaste en mí la última vez que nos vimos. Pero, a decir verdad, aquel dulce proyectil detonó en el momento preciso, pues tu artillería venció a aquel terrorista que estaba torciendo mi rumbo.

Prometí cruzarte en Europa y presentarte a Centinela Salvador.

Por último, te pusiste serio y me dijiste: «Te lo merecés, Helena». Conozco tu voz cuando estás por emocionarte así que, para no ponernos sentimentales, te interrumpí diciendo que claro, que me merecía finalmente un semental como tanto había soñado.

Reíste aún más y sólo espero que aquella carcajada te haya permitido oír cuando te dije que te quería.

Fuiste mi fusil. Y nadie vuelve igual de la guerra.

Te quiero, Valentín.

28 Rulemanes

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