Читать книгу 28 Rulemanes - Dolores Campos - Страница 7
Gabo, Sole y Beto
Оглавление¿Recuerdan el cuento de los tres cerditos? Si entre mis hermanos hubiésemos querido representarlo, Beto hubiese sido quien construía su casa con fósforos, pues siempre le gustó jugar con fuego. Soledad hubiese sido la precavida y trabajadora que construía con ladrillos la suya, pues su responsabilidad siempre la destacó. Yo hubiese sido quien improvisaba con la naturaleza usando paja, pues la diversión siempre me distrajo y las cosas a último momento dejé. Gabriel, el mayor, hubiese sido el lobo, encargado de darnos una lección, pues sus particulares demostraciones de afecto venían disfrazadas de particulares aprendizajes.
Los tres tomaron literal la moraleja de aquella fábula y construyeron su casa de ladrillos. Algunos se burlan sosteniendo que a mí me contaron mal la historia o que no presté atención por andar comiendo porquerías como los cerditos. Me temo que me han subestimado. He prestado más atención de lo que son capaces de observar.
¿Acaso la enseñanza de este relato no ha sido específicamente el esfuerzo y la solidaridad?
La casa que el lobo no logra destruir es la que llevó más trabajo y dedicación construir y, a pesar de sus diferencias, entre los tres se solidarizan y ayudan para sobrevivir. Quizá mi casa no sea la convencional; pero he trabajado duro con mis sueños para llevarla a cuestas.
La he pensado a prueba de lobos; tiene su candado para bandidos; es cien por ciento resistente al agua, es decir que está preparada para las tormentas tropicales, aludes y caídas en cascadas. También me he tomado el tiempo de elegir el color más flúor, pues de esta manera puedo identificarla fácilmente a grandes distancias.
Decidí no blindarla, sabrán entenderme, pues –según mi percepción– la solidaridad ha de ser la moraleja principal y ya he perdido la cuenta de los viajeros que mi casa han atravesado y que en la suya me han hospedado para ayudarme a sobrevivir hasta hacer cumbre.
Para los curiosos, conservo sus banderas como testigo, sus sonrisas en fotografías, sus historias en escritos y su recuerdo en mi corazón.
Desde que la construí, ningún lobo ha logrado derribarla. Es más fuerte de lo que aparenta, pues la sostienen mis pies, la gobiernan mis deseos, la edifican mis ideas, la levantan mis planes, la sustenta el amor, la llevan mis convicciones y la mueve mi alma.
¿Se dice «indestructible»?
Cuando mi hermano Gabriel estudiaba Ingeniería, solía enterarme de la cantidad de materiales intervenidos que podían doblarse y regresar luego a su forma original. Algunos, sumamente fuertes, podían hasta llegar a romperse. Y como los nombres de los materiales que me daba no los conocía, me ejemplificaba con el roble que se había caído en casa, luego de la eléctrica tormenta que hubo y que acabó tirándolo.
Supongo que por la misma razón tomó como ejemplo a los juncos para informarme sobre los materiales más fáciles de flexionar o quebrar.
Cuando rompí mi rodilla en aquella discoteca de Centroamérica, intentando demostrar mis nulos dotes de bailarina de ballet, recordé inevitablemente aquellos elementos que se rompían durante las clases de ingeniería. Y me pregunté cómo me hubiese gustado que aquellos alumnos de universidad me denominaran. Dejando la falsa humildad de lado, nunca me consideré un junco, por el contrario, siempre me vi representada por un fuerte roble al que costaba varias tormentas poder derribarlo.
Después de amigarme con lo inevitable de aquel accidente, acepté la idea de renunciar a la playa por un tiempo. Honestamente, la rodilla encarnó mi primer quiebre emocional durante la soledad viajera, pues debía tomar de mis ahorros una suma importante de dinero para el tratamiento y era indispensable regañar mi inmadura irresponsabilidad por no tener un seguro que me cubriese y evitase que comiera arroz por lo que quedaba del año.
Una vez superada la ira, la mesa de roble que decoraba la sala de mi casa me demostró que un árbol caído puede transformarse en cosas extraordinarias. Abandoné la pornografía emocional que pervertía mi fuerza interior y tomé las muletas que antes rechazaba; les coloqué un inspirador girasol que me entusiasmaba a perseguir el sol de México, que tenía planeado –antes del accidente– visitar en quince días, y empecé a ejercitarme para no perder esa oportunidad.
Supongo que mi cuerpo de roble no quería acabar siendo silla para los demás, más bien deseaba acabar transformándose en una fuerte rueda de aquellas antiguas carretas, para transportar mis sueños de un lugar a otro, sin importar el tiempo que exigiesen las largas distancias.
Los primeros días en Quintana Roo costaron arduas gotas de sudor, ya que el clima no colaboraba con mis lentas «rengadas» en muletas. Pero, verán, trajo sus ventajas: enternecí a unas amables cordobesas que me llevaron en su escarabajo a recorrer la isla entera de Cozumel. ¿Acaso ellas imaginarán que cumplieron el rol del caballo para ayudarme con el traslado de mi lenta carreta en aquella etapa?
Creo que le hubiese servido de ejemplo a Gabo para defender su tesis.
En casi todas las familias, cada integrante representa a un personaje determinado. En particular, yo he sido, según la opinión de los integrantes de la mía, la rebelde sin causa; y con causa, obviamente, según la mía.
Ellos tres acompañaron con gracia aquellos gloriosos años de crecimiento. La convivencia ha sido de lo más gratificante, sin contar la guitarra que atravesó la cabeza de Gabo, la ropa de Sole en el lago, y los días en prisión de Beto.
Me pregunto si Soledad, Gabriel y Beto supieron desde que me conocieron por primera vez que mis ojos color madera determinarían mi particular personalidad distintiva entre ellos. Pues en mi casa predominaban los ojos claros y llegué desentonando aquel común denominador desde el mismísimo principio.
De seguro, el bandido de Beto sabía que había encontrado en mí a la cómplice perfecta para todos sus delitos.
Aún recuerdo cómo me esperaba a la salida de mi sala de jardín de infantes para escoltar mi recreo, pues sabía que necesitaría de su ayuda para atravesar el eterno sendero hacia mi tobogán favorito, donde esperaban ansiosos los malhechores de primaria, listos para burlarse de mi acento sudaca y empujarme sin pudor. Quizá si mi padre no nos hubiese enseñado a guardar los puños en el bolsillo ante algún altercado, no hubiésemos demorado tanto en resolver la estúpida enemistad de fronteras.
Con Beto formamos un gran equipo. El tráfico de vegetales comenzaba puntual y sin excepción cada mediodía en el comedor de la escuela. Se inmolaba mi superhéroe favorito escondiendo la comida sana dentro de sus bolsillos para que nadie me obligara a tragarla.
No resultó tan tediosa aquella tarde de castigo. La aduana nos descubrió cuando una zanahoria «indisimuladamente» resbaló de su escondite. Sólo escuchamos palabrerío en acento francés y el doble castigo se determinó cuando el impulsivo de Beto lanzó con la cuchara un brócoli misil en la espalda de quien nos había regañado. Supongo que quería hacerme reír.
Beto, bandido, siempre seré testigo de tus delitos y pagaré tu fianza. Sólo hazme reír.
Asumo que Gabriel nació con la pesadumbre que conlleva la responsabilidad del hermano mayor, por eso siempre aguantó las carcajadas de nuestros creativos homicidios domésticos.
Debe haber sido la primera vez que Gabo desafiaba los consejos de papá cuando decidió emplear la fuerza para defenderme de Toribio. Pues, más allá de que no tenía bolsillos para guardar la ira incontrolable que gobernaba sus puños, recordó que otro de los consejos de papá había exigido defendernos obligatoriamente a capa y espada entre nosotros. Intuyo que este último mandamiento fue el que atravesó los pómulos de Toribio, salvándome de aquella noche de terror.
No sólo se comportaba como el Ángel Gabriel frente a mis padres. Demostró serlo también conmigo, con su pequeña Helenita –como a Soledad le encantaba apodarme, recitándolo sin ritmo–, cada vez que mis distintas opiniones alzaban la voz abriendo el debate de cada almuerzo y arruinando alguna cena en paz.
Sole fue el aceite de mi cuerpo constituido noventa y nueve por ciento por agua. Mi homogénea solitaria. Pues ella era una.
Careció de papilas gustativas para la moda; pero aquel segundo puesto que obtuve en el desfile de primavera se lo debo al sombrero que madrugó preparando cuando lloré recordando el disfraz que andaba necesitando.
Rellenó la gorra deportiva de mamá con papeles de colores, dándoles identidad de girasoles y mariposas. El efecto sorpresa que atrapó la ternura del jurado no se debió a ningún efecto 3D, sino a dos antenas de abeja que sobresalían por delante, y al abejorro por detrás.
Sole, me hubiese gustado tener esa gorra ganadora en aquel doloroso marzo en que nuestra tercera mosquetera decidió viajar a la Luna. Quizá ganar el segundo puesto hubiese distraído el dolor que caía en maremoto por tus ojos; quizás el puesto en el podio te hubiese levantado de aquella posición fetal que te mantuvo pegada al suelo de ese entierro; quizás hubiese reemplazado esa agonía con mi misma alegría por el triunfo de aquel primaveral día.
Me pregunto si al resto del mundo se le ha hecho tan fácil cumplir la ley primera... Pues a nosotros, ni aunque se atrevan, nos podrían devorar los de afuera.