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Maggie y Samuel

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Maggie era el nombre de su sobrina. Viciosa y adicta a aquellas particulares flores que persiguen el sol. Me pregunto si tendré ADN de girasol, pues seguir a la estrella dorada es mi único propósito en esta vida.

Su reunión fue interrumpida por un llamado urgente. Se trataba de un incendio que se propagaba a la velocidad de la luz. Manejó hasta la escena. Recordó la cantidad de veces que disfrutó el color de las llamas decorando su chimenea y entibiando su julio invierno.

No era julio y no era invierno. Era octubre y primavera. Esta chimenea era inabarcable, rodeada de casas en punto máximo de ebullición. ¿Acaso alguno de esos bomberos estaría debutando por primera vez en su trabajo? ¡Pues válgame Dios qué estreno!

No me lo dijo, pero no lo culpo si en la tediosa sensación de tener la única responsabilidad se le habrá cruzado en la cabeza abdicar. Entre las voces que aturdían el caos de ese infierno, decidió marcharse. Supongo que es caluroso como yo, y ese sitio superaba los cincuenta grados. Cerró la puerta, se acomodó en su mecedora y, tranquilo como bien relata la historia y como me explica que correspondía dirigirse a ella, la invocó.

¿Prestaron atención al comienzo del relato? Pues yo no ando dando detalles pavos. El nombre de su sobrina iba a cobrar un rol importantísimo en esta historia.

El retrato de Maggie en su escritorio le devolvió la calma. No recuerda cuáles fueron exactamente sus plegarias, aunque yo estoy segura de que sí, pero debe haber sido una íntima conversación. Instigué un poco y mi insaciable curiosa insistencia refrescó un poco su tramposa memoria.

Le preguntó si desde su invisible y desconocido paradero podría ayudarlo. Pensó que quizás en ese universo paralelo había entablado algún tipo de relación con Zeus, Neptuno o Poseidón y podría tomar prestado un manantial de agua.

«¿Me escuchás?», dijo rememorando las preguntas que desesperado alzó al cielo.

Apenas unos segundos después de terminar el pedido de auxilio, llamaron varias veces a su puerta. Quitó su hipnotizada mirada de la fotografía y guardó en su bolsillo el pequeño girasol que acompañaba el retrato.

Redirigiéndose al sitio en peligro de extinción, esbozó una triste sonrisa al recordar los ojos morochos que inesperadamente habían abandonado la Tierra para «embajar» en el cielo. El sonido de los aplausos animó sus oídos y estabilizó su entrecortada respiración.

Sin que me lo aclare, entiendo que en su pueblo ya todos conocían la historia de su inolvidable Maggie y su sana obsesión por lo girasoles, pues emocionado narra que, mientras caminaba despacio hacia la escena, cada habitante volteaba a mirarlo queriéndole delatar el indudable milagro que acababa de ocurrir.

Hicieron espacio para que pudiera adentrarse. Pedro se abrió hacia la derecha y Jaime hacia la izquierda, dejándolo a él en el centro, absorto por lo que estaba viendo. El color del suelo había adoptado un tinte negro y gris de las cenizas; pero en aquella inmensidad inabarcable que había sido arrebatada por el fuego, donde ni la época ni el clima lo hubieran permitido, un único girasol decoraba verde y fuerte el centro del campo, respondiendo la pregunta que le hizo.

Sin duda y sin hablar, le susurró a su mirada: «Sí, te escucho». Dejando para siempre allí la sucursal del cielo.

. . .

Entró un mail en la pantalla de la computadora de mamá. Curiosa y entrometida –como ella me describe–, lo abrí. No entendí la relación que los unía, pues se dirigían el uno al otro con sumo cariño. Y tampoco sabía que Samuel, el remitente de ese mail, se convertiría en mi cómplice.

Como si tuviese sangre de Sherlock Holmes en mis venas, le escribí un mail con el fin de averiguar su identidad secreta. Entendamos que Sherlock hubiese sido más cauteloso, pues mi ansiedad no anduvo con rodeos e instigué casi amenazando.

Para alivio mío, mi mamá no engañaba a mi papá con Samuel.

Se presentó dulcemente y, como si pudiese adivinar las veces que borró y reescribió, leí –sintiendo el tartamudeo de su teclado– que él era quien desafortunadamente había provocado el accidente de Maggie, mi prima.

Me desconcertó mi genuina reacción. Fuera del caos que acontecía en mi casa por la enfermedad de Eva, los mails que intercambiaba con Samuel eran mi dosis de Rivotril. Pasaron los meses y quien no tenía rostro en mi cabeza y carecía de apodo en mi lenguaje, ya que sólo escribía su nombre frente a una computadora, se convirtió en mi mayor confidente. Él lo entendía todo. Era mi rutina favorita.

Le expliqué que partía a misionar y que me ausentaría un tiempo de nuestros carteos diarios.

Supongo que le avisé para que no me extrañara. Y supongo también que fui yo la que lo hacía, pues se me cruzaba por los pasillos de mi cabeza unas cuantas veces al día.

. . .

Los misioneros se fueron al típico recorrido y a mí me toco quedarme en la sede central. Tocaron a mi puerta avisando que alguien pedía por mí. Camino al sorpresivo encuentro, me pregunté si había acordado alguna reunión con un misionado y mi escueta memoria lo había archivado. Me sentí mal por andar tan dispersa.

Abrí la puerta y quien únicamente representaba una arroba estaba parada justo enfrente de mí. Con un ramo de girasoles, un libro y chocolates. No me pregunten cómo hice para adivinar su identidad, pues se lo debo a mi corazonada. Y sólo quienes creen en ese palpitar van a entenderme.

Rompí en llanto arrodillada en el suelo. Corrió a abrazarme. ¡Cuánto anhelé ese abrazo, Samuel! Mientras nos fundíamos en una eterna expresión de amor, repitió sollozando en mis oídos: «¡Perdón, Helena, perdón!».

Cuando logramos calmar la dramática escena, explicó que su trabajo había sido el responsable de acercarlo al pueblo donde yo me encontraba misionando. Aunque, a decir verdad, supongo que Maggie habrá tenido algo que ver desde la embajada del cielo.

Agradecí su «atrevimiento», pues así lo llamó él cuando me pidió disculpas por animarse a conocerme sin pacto previo. Se las rechacé. Fue el atrevimiento más desubicadamente hermoso que recibí.

Rondaba los 60 años. Yo le daba unos 25, porque no era para nada anticuado para responder mis preguntas en los mails. Hablamos sin parar. Me contó de su familia, sus hijas, sus alumnos de la facultad de Ciencias Económicas y el Cd del coro Kennedy que venía escuchando para calmar los nervios del espontáneo encuentro.

Agradecí también sus regalos. Los eligió como si me conociese de toda la vida y le pasó el trapo a cualquier novio que tuve.

Quizás haberle sujetado la mano mientras pedía perdón por el accidente que había provocado y encomendado a mi amada Maggie al cielo le devolvió la calma que no lo había dejado dormir hasta ese momento… La culpa suele venir disfrazada de horribles desvelos. Y mi querido Samuel se merecía dormir y no tenía derecho a no ser feliz.

Compartimos algunos de los chocolates. Los demás los guardé para saciar antojos de madrugadas. Pues en esa misión me encontraba gestando un niño sin saberlo.

Coloqué los girasoles en el jarrón más simple que encontré y los purifiqué en agua. Quizá la simpleza y el agua ayudaran a sanar aquella fugaz partida que había dejado una triste herida.

Era martes y cuarenta eran los grados que hacía en Hawái. Mientras regaba el suelo para que disminuyera el polvo del espacio en construcción, se acercó Iván, mi compañero de trabajo, y me dijo: «¿Por qué capítulo de tu vida vas? Verás, mientras yo regaba recapitulé mis 43 capítulos de cada año de vida y hasta lloré recordando a mi abuelito que falleció. Será que regar y el agua tiene efectos secundarios...».

Me dejó absorta, pues resulta que Samuel andaba atravesando mis entrañas: me preguntaba cómo se encontraría después de tanto tiempo y pensaba que quizá regar lo ayudaría a disminuir el polvo que dejó aquel accidente, limpiar las heridas que provocó, y así brotar lo nuevo que merecía florecer.

Después de todo, perseguir el sol era el legado de Maggie, y hacerlo, el honor más admirable que se le podría tributar.

28 Rulemanes

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