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Ana y Boris

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«Queríamos pedirte que traigas manga larga para tapar los tatuajes, ya que no es la imagen que queremos que des como docente de esta institución», explicaron autoridades de la escuela para la que trabajé.

Inhalé, exhalé y quien me conoce hubiera sabido anticipar la burda contestación con gracia que se aproximaba detrás de aquella sonrisa con sarcasmo... Esa sonrisa que dibuja mi rostro cuando algo inesperadamente disparatado irrumpe en mis oídos. «No hay problema; supongo, entonces, que usted llevará peluca de ahora en más» –le pregunté sin quitarle la mirada de encima y sin dejar de sonreír dulcemente–.

Miró confundida, así que retomé mi respuesta.

«Claro, entiendo que ese color que usted lleva en su cabello no es el natural: ha sido intervenido, usted lo ha pintado, bueno, su tatuador, digo... su peluquero. Imagínese a los niños pidiéndoles a sus madres teñirse el pelo como el potro Rodrigo. Qué pena que mis compañeras también deban quitarse los aros, pues supongo que no querrá que el día de mañana algún alumno elija ponerse un expansor porque tomó el ejemplo de sus maestras jardineras que llevaban argollas y perlas. Finjamos, dale, finjamos hasta que crezcan y se topen con alguien que les cultive preconceptos. Quizá con su instalación de software aprendan rápidamente a llamarme “tumbera”».

Suspiró. Asumo que quería abofetearme; no la culpo, suelo ser arrogante. Llevé musculosa el resto de aquel año lectivo. No importaron los dos grados bajo cero que el invierno alcanzó a traer.

Reconocerme en los dibujos de mis alumnos era fácil, pues jamás olvidaban marcar los tatuajes que decoraban a mi gusto y piacere mi propiedad, mi cuerpo, mi piel. Admito que dejar pegada en la ventana de su oficina una de estas obras de arte fue algo polémico; pero disfruté regalarle ese golpe de realidad. A decir verdad, quienes le obsequiaron la verdad sin manipular, sin esconder y sin prejuicios fueron mis alumnos.

¿Sabían que hay personas que tienen la mágica capacidad de escanear nuestros antecedentes penales, el barrio al que pertenecemos y hasta nuestra actividad sexual con dos simples miradas? Una que va de abajo hacia arriba y otra de arriba hacia abajo.

Supongo que el padre de un ex novio tenía precisamente ese «don», pues la primera vez que me vio predijo que yo no era el tipo de chica indicado para su hijo. Ese señor estaba en lo cierto: yo era demasiado libre para estar preguntándole al hijo cuándo podía tatuarme; demasiado puta para disminuir la profundidad de mi escote, y demasiado sociable como para que él –y no yo– eligiese a mis amigas.

Me pregunto si Cande ha considerado cambiar de doctor, porque hace tiempo ya que oigo hablar de su enfermedad. ¡Un momento! Espero que los rumores de su cáncer de piel no tengan que ver con que ella hace con su cuerpo lo que le da su regalada gana. Pues en ese caso, la enfermedad, lamentablemente, la tienen ellos. El diagnóstico es: síndrome de prejuzgar. Se trata de una enfermedad crónica y contagiosa. Hasta el momento no existe vacuna preventiva. Espero que pronto encuentren la cura.

Me pregunto también si esos mismos tatuajes que amenazaron mi continuidad en aquella institución fueron los que atravesaron las invisibles supuestas barreras del autismo de mi auténtico Boris. Hasta ese momento, mi madre aseguraba que ningún cacerolazo podía superar mis antiguos berrinches de adolescente. Pero, válgame Dios, Boris sí que sabía hacerse escuchar. Pues sus cacerolazos conseguían su cometido: la masa naranja los lunes y la verde el resto de la semana.

Un estratega sin límites. Un astuto ingobernable.

Para que entendiera sus comportamientos, me contaron que a mi pequeño Boris no le agradaban los cambios, lo estresaban. Él detestaba las alteraciones humanas, y por eso prefería aferrarse a un tractor rojo que sólo se movía cuando él lo movía y que, si lo dejaba sobre la mesa, ahí se quedaba.

Entendí que los constantes movimientos del ser humano, provocados por nuestras típicas fluctuaciones emocionales, incomodaban a la cabellera rubia más linda que yo había conocido. Entendí que por eso prefería quedarse en su mundo abstracto, donde los objetos no variaban sin su supervisión. Entendí la razón por la cual mis inmóviles e imborrables tatuajes atraparon a segunda vista su atención y me involucraron en su mundo. Y digo «segunda» porque no fue el primero, sino el segundo, el día en que confirmó que los dibujos de mi piel se quedarían tiesos.

Las hamacas se convirtieron para él en una invitación a mi mundo, y la cama elástica –nuestra costumbre de las vacaciones de invierno– fue para mí el pasaporte de entrada al mundo de él. Supongo que a los dos nos encantaba elevar el cuerpo.

Cambiar de perfume en octubre ocasionó nuestra primera pelea. Apenas me olió, me privó de su dulce saludo. Retomé mi aroma a jazmín. Ya no era únicamente Eva quien me recordaba por el olor de esa flor. Aquel jarrón que decoraba la mesa de la pizzería italiana en Guatemala podría haber tenido jazmines en lugar de hortensias, y quizás así hubiese compartido simbólicamente aquella solitaria cena con Boris.

Me encargué cada mañana de guardarle su lugar en el perchero de las mochilas. Sabía que aquel gesto le cambiaría su comienzo del día. Y él se encargó de guardarme un lugar en su corazón. Aunque probablemente Boris no lo sabía, hubo algo suyo que cambió el resto de mi vida. Su madre me hizo saber que cada noche, antes de dormir, rezaban nombrando a todos sus seres queridos, y él jamás se olvidaba de pedir por mí.

Me enfurecía cada vez que etiquetaban su esencia con la básica y rápida denominación de «autista»: yo hubiese podido describir 365 particularidades maravillosas que aprendí de Boris aquel año. Después de todo, él era mucho más que aquel diagnóstico. Después de todo, yo era mucho más que aquella chica que quedó embarazada. Quizá fue entonces cuando empecé a rechazar las etiquetas en mi vida; fue él quien me enseñó a eliminar los preconceptos para generar mis propias sinopsis. Y no fui yo quien excavó, sino que fue él quien indagó en lo profundo de mi esencia para sacar lo mejor de mí.

Aún recuerdo su dulce «Lena» conquistando cada pasillo de mis oídos.

Era lunes y, mientras saludaba a todo el equipo de docentes que tanto conocía por ser ex alumna de la institución, marcaba mi llegada en horario al trabajo. Intenté actuar normalmente; pero Ana se arrimó y me preguntó si todo andaba bien… Yo había sido su Matilda durante toda la primaria, y era fácil para ella descubrir la acuarela inusual de mis pupilas aquella mañana. Era fácil descubrir el listón rojo que me faltaba.

«Lo perdí» –le contesté con la misma voz entrecortada de aquel 12 de agosto en el que vino a abrazarme en el funeral de Maggie–. Respondió con el mismo abrazo que me dio cuando me premiaron con el diploma de mayor esfuerzo de mi clase, y, con la ternura de abuela que la caracterizaba sólo conmigo –con el resto se comportaba más bien como Tronchatoro–, me dijo casi amenazándome: «Mi Helenita, ahora hacé el mayor esfuerzo. Buscá tu listón. Completate».

Sin responder, salí de la sala de profesores en dirección a mi clase, esperando como nunca antes la llegada de Boris al jardín, pues ansiaba sumergirme en su mundo, donde nadie cambiaba, nada dolía y todo seguía intacto como lo habíamos dejado el viernes anterior.

Supongo que mi pequeño rubietón se había convertido en mi listón rojo. Me completaba.

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