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DIOS Y MI MADRE

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A los 27 años, el 26 de noviembre de 1899 Don Orione publica este artículo pedagógico, expresión profunda de su dedicación pastoral por los jóvenes.

¡... Dios y mi madre! Estas dos ideas fundamentales constituyen la luz, la guía de los jóvenes que van por el buen camino.

Pero todo joven sale un día del ámbito familiar y entra en la sociedad. En esa circunstancia difícil se encontrará con personas que hablan un lenguaje totalmente opuesto al que solía escuchar en su casa o en el colegio cristiano donde se educó; personas que desprecian todo lo que su madre y el sacerdote le han enseñado a valorar. Estas personas, con sus máximas, sus ejemplos, su influencia, su desprecio, son lo que suele llamarse “el mundo”.

En ese momento cada uno tiene que hacer una opción. O superar el respeto humano, mis queridos jóvenes, y seguir a Jesús el primer amigo de la infancia, que nos indica el camino de la cruz; o sofocar la voz de la conciencia y optar por el camino del mundo.

Hay muchísimos que optan por el segundo grupo. ¿Por qué? Porque Jesucristo impone una ley de humildad y mortificación, y promete una felicidad a largo plazo, mientras que el mundo promete libertad sin límites y felicidad inmediata.

Si ustedes siguen el mundo tendrán una gran libertad de opinión, sin preocuparse mayormente por su alma. Tendrán una vida libre, sin la incomodidad que suponen los deberes religiosos. Tendrán amplia libertad para sus gustos; ya que mientras Jesucristo nos dice que el que peca comete el mal [cf. 1 Jn 3, 4], el mundo nos asegura que aún haciendo lo que el evangelio llama pecado podemos ser honestos y caminar con la frente alta.

Esto es lo que el mundo promete. Pero, ¿son verdaderas estas promesas de felicidad y libertad? ¡Absolutamente no, hijos míos, de ninguna manera!

Miren, ¡yo he conocido tantos jóvenes! Eran buenos y me querían, y yo también los amaba en el Señor, y eran felices. Pero de pronto se levantó como un viento abrasador y varios se alejaron, ¡pobres hijos míos! se perdieron entre la gente en busca de una felicidad turbia, muy distinta. Y cada tanto alguno, desilusionado y arrepentido, se acuerda de los tiempos felices y me escribe... y son cartas que conmueven y hacen llorar, ¡mis queridos pobres muchachos!

Es verdad que en un primer momento el joven que se entrega a sus pasiones tiene la sensación de respirar más libremente. Ya no siente la obligación de los mandamientos de Dios y los preceptos de la Iglesia, y ello le parece una gran conquista. Como el potro que rompe la cuerda y sale al galope, pisoteando plantas y flores. Pero después, ¿qué pasa? Se cae en una esclavitud peor que la anterior. Jesucristo es un Padre, pero el mundo es un tirano y nos trata como tal.

De ahí que el joven que creía haber conquistado su independencia, rebelándose contra la fe de sus padres, no tardará en caer en manos de compañeros perversos que lo dominarán; y tendrá que pensar como ellos, ir donde van ellos, gastar como gastan ellos... Maldecirá su yugo, pero tendrá que cargarlo.

¡Vaya libertad, la que ha conquistado!

Mis queridos jóvenes, ¡Dios los libre de la libertad y la felicidad que este mundo malvado les promete!

¡En el lecho de muerte, es donde tendrían que ver cómo mantiene sus promesas!

Recuerdo la muerte de un joven que hubiera podido llegar a ser un excelente escritor, pero sólo se dedicó a escribir cosas blasfemas y a ofender las buenas costumbres.

Al acercarse su prematuro fin, sintió la necesidad de la antigua fe y decía:

“De mis sencillos padres, Dios antiguo Dios de mi madre, en quien yo siendo niño,inocente, creí!”

Con todo, pobre, no tuvo la fuerza suficiente como para romper con el mundo. Y, ¿qué pasó? Escuchen lo que escribió un amigo en el prefacio a sus poesías: “La profunda desesperación de esa alma era indescriptible: Su agonía fue terrible, desgarradora”.

Murió en la desesperación.

¿Para qué sirve, entonces, hijos míos, abandonar a Jesucristo y seguir al mundo?

Un profeta de nuestro tiempo

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