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Las dos caras de la bipolaridad

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Nada tan abierto y generoso como una cruz; y sin embargo, nada más doloroso.

Nemer Ibn el Barud

Esta imagen poética de Nemer Ibn el Barud está siempre presente cuando pienso sobre la bipolaridad o cuando la bipolaridad piensa por mí. Es un bello y homeopático verso, y no menos verdadera su enseñanza.

Es un hecho que la bipolaridad existe, al punto que adonde quiera que vayamos encontramos personas bipolares con mayor o menor conciencia sobre su ir y venir afectivo. Algunos son típicamente oscilantes, de esos que remontan vuelo en la manía y se hunden, al tiempo, en la depresión; que parten y regresan, que suben y bajan casi sin tregua al modo de las usuales descripciones de libros y manuales. Otros tienen un tono alegre, activo y acelerado, son personas buscadoras de sensaciones y exploradoras del universo y, de tanto en tanto, los aplasta la melancolía. Pero hay algunos que esconden su bamboleo tras camuflajes corporales o conductas compulsivas, como la adicción, el juego o el sexo. Hay muchos otros que lo hacen tras síntomas que parecen distantes, tales como: déficit atencional, dislexia, hiperkinesis, epilepsia, adicciones, o bajo la cobertura de otras variadas manifestaciones psicosomáticas.

Todos éstos son los bipolares desgraciados, que sufren y viven atormentados por su padecer, que no pueden ser constantes en sus actividades, y cuyos vínculos afectivos van de golpe en golpe; aquellos que se sienten como una hoja en la tormenta y que pueden hacer suyas las palabras de Fernando Pessoa: “Y así soy, fútil y sensible, capaz de impulsos violentos y absorbentes, malos y buenos, nobles y viles, pero nunca de un sentimiento que subsista, nunca de una emoción que prolongue y entre hasta la sustancia del alma. Todo en mí es tendencia para ser a continuarse en otra cosa; una impaciencia del alma consigo misma, como un niño inoportuno; un desasosiego siempre creciente y siempre igual. Todo me interesa y nada me cautiva. Atiendo a todo siempre soñando…”.

Pero, también, es un hecho que la bipolaridad es un talento. Hay personas que han podido descubrir este don, que han aprendido a balancearse con proporción, que exploran los matices, que pueden integrar los opuestos, que tienen ritmo y movimiento pero no se dejan tragar por el apuro; creativos, imaginativos, intuitivos y realizadores, pensadores en imágenes, capaces de comprender como nadie a los otros, que se alegran y entristecen pero no se dejan absorber por sus afectos, que saben del valor de una relación y cuidan sus vínculos; personas que han sabido transformar su inestabilidad en un recurso, la polaridad irreconciliable en flexibilidad pausada. Éstos son los bipolares venturosos o dichosos que aman sin sufrir.

De manera que la bipolaridad tiene dos caras: la dicha y la desdicha. No se trata ahora de seguir sosteniendo la creencia de que un gen marca o un neurotransmisor determina. La dicha o la desdicha son el fruto de lo que hacemos con nuestra vida, o mejor dicho, de lo que dejamos de hacer en ella. La bipolaridad no nos acontece, nosotros le acontecemos a ella, y en sus luces y sombras es parte nuestra. Una parte, por momentos oscura, por momentos luminosa, que nos sacude o nos aquieta, pero nuestra. Un fragmento de nuestra intimidad, y que nos descarría cuando lo negamos o rechazamos.

De ahí nace la convicción de que el más seguro sendero para sanar la bipolaridad desdichada es integrarla como parte de nuestra propia vida y nuestro propio ser.

La bipolaridad como oportunidad

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