Читать книгу Nieves en La Habana - Eduardo J. Pérez Ríos - Страница 10
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Apenas media hora después de haber salido de La Flor de Cuévano, recibí en el despacho de Gómez-Letras la llamada de un importante ejecutivo de la editorial que publica en México las novelas de la escritora Patricia Adler. Era poco antes de la una de la tarde de un día común entre semana, así que mi vecino de despacho no se encontraba en la oficina para contestar:
—¿Señor Owen? —preguntaron al otro lado del auricular.
—Ajá. El mismo.
—¿Ulises Nicanor Owen?
—Prefiero que me llamen solamente Owen. ¿Puedo saber quién llama?
—Por supuesto que puede, ahora que lo pregunta. Me llamo Heberto Tintaverde, aunque mi nombre no es importante por el momento señor “Solamente Owen” —dijo la voz haciendo énfasis en mi apellido con un tono serio que quise interpretar como sarcasmo.
—Solo debe usted saber que soy abogado —continuó el hombre— y represento los intereses legales de la editorial de la señorita Patricia Adler. Estoy seguro de que un hombre culto como usted ha escuchado hablar de ella… o tal vez también de mí. Se podría decir que soy un personaje conocido en ciertos círculos.
—Justo me voy enterando de la desaparición de la señorita Adler por las noticias en el periódico —respondí. —Un misterio digno de una novela negra de la vida real, ¿no lo cree así?
—Ajá. Tal vez tenga usted razón.
—Sin embargo, usted entenderá que el corporativo que represento no escatimará en gastos para resolver este enigma a la brevedad posible, señor Owen. Verá usted, Patricia Adler es nuestra mente creadora más prolífica y rentable.
—Ajá. Estoy seguro de que la literatura barata de aeropuerto es la que mejor se vende en estos días, pero… ¿qué diablos tengo que ver yo en esto? —pregunté a Tintaverde. ¿Por qué no simple llama a la policía? ¿O a la Interpol? —continué mi reclamo.
—La despistada policía mexicana ya ha dejado claro en el pasado que no puede hacer nada en este tipo de casos, señor Owen. Resolver misterios no es su fuerte. E involucrar a las agencias internacionales está fuera de la discusión. Queremos que este asunto se maneje discretamente. Queremos que sea usted quien averigüe qué le ha pasado a la señorita Adler —hubo un breve silencio en la línea antes de que me atreviera a responder.
—¿Yo? ¡Vaya! Me halagan de verdad, usted y su editorial… pero creo que se han equivocado de persona, señor Tintaverde. ¿Por qué habrían de encomendarme a mí una tarea semejante? Solo soy un periodista… escritor a lo mucho... y estoy retirado… y nunca fui lo bastante bueno… para nada. Mucho menos para resolver enigmas policiacos.
—Bueno… “los misterios siempre lo encuentran a uno”, ¿no cree usted, señor Owen? Recuerdo haber leído esa cita en algún lado —interrumpió el abogado.
—No soy un detective, señor Tintaverde —respondí haciendo énfasis en su apellido con un tono despectivo para devolverle su sarcasmo inicial. ¿Y si acaso un crimen se ha cometido? ¿Qué podría hacer yo al respecto?
—Lo sé, señor Owen. Y mi organización también lo sabe. Pero es usted escritor también. ¿No es así? Usted mismo lo acaba de afirmar. Esta historia podría terminar siendo buen negocio para usted también.
—Soy un escritor retirado —aclaré. Ahora se podría decir que soy como cualquier otro jubilado que vive de sus “rentas”. Aunque en mi caso en lugar de rentas, gracias a ustedes abogados, les llamo solo “migajas” o “regalías”.
—Digamos entonces que tiene usted la experiencia, la curiosidad y, sobre todo, las credenciales y recomendaciones necesarias para llevar a cabo este trabajo.
—¿Recomendaciones? ¿De qué diablos está hablando? ¿Cómo dice que consiguió mi número, Tintaverde? ¿Le ha estado usted preguntando a alguien sobre mí? ¡Conteste!
—Taibo Jacques, señor Owen. Agradézcale usted a Taibo Jacques.
“Taibo Jacques”, había respondido Heberto Tintaverde antes de colgar el teléfono. ¡Ese nombre maldito que jamás me dejará volver a estar en paz con mi conciencia!