Читать книгу La huerta de La Paloma - Eduardo Valencia Hernán - Страница 10
ОглавлениеGOLPE DE ESTADO Y REVOLUCIÓN
Melilla, protectorado de Marruecos, la tarde del viernes del ١٧ de julio de ١٩٣٦
Todo son rumores hasta que, por fin, llegan noticias desde Marruecos y Canarias. En el protectorado, el Ejército regular se ha sublevado en su práctica totalidad. Los generales Romerales y Morato, fieles a la República, han fracasado en el intento de conservar el orden establecido y peligran sus propias vidas. Todo es confuso y comienza a subir la adrenalina en el Ministerio de la Guerra. El golpe comienza a tener forma.
—¡Oiga, Madrid, Madrid! / ¡Al habla el sargento Rodríguez desde el centro de comunicaciones de Tetuán! / Confirmo, repito, confirmo que se han sublevado el Tercio y los Regulares. Toda la oficialidad está desaparecida y nos encontramos totalmente rodeados por las fuerzas sublevadas… Paso a la escucha.
Las comunicaciones con África se van deteriorando conforme va avanzando la tarde, creando un estado de ansiedad ante la falta de información real y veraz. La sala del ministerio donde se encuentra el general Pozas, inspector general de la Guardia Civil, se encuentra en silencio absoluto intentando asimilar las noticias que van llegando. Por fin, el general toma la iniciativa y ordena despejar la habitación, quedando solo los más altos responsables. El sudor frío comienza a ser palpable en unos rostros perplejos y descompuestos ante la nueva situación.
—Oiga, ¡Tetuán!, al habla el general Pozas. ¿Me oye bien?
—Sí, mi general.
—Escúcheme bien, sargento, por ningún motivo obedezca órdenes que no sean transmitidas por su capitán de servicio y por escrito. Ese es su deber.
—Pero ¿y si me presionan por la fuerza, mi general? Creo que el oficial al mando está con ellos y hace un buen rato que no lo veo.
—Usted cumpla con su obligación como lo haría cualquier soldado. Le deseo mucha suerte y sepa que estaremos en contacto permanente. No corte la línea de comunicación. Seguiremos en contacto.
—...
Tras un corto silencio, la respuesta de confirmación desde Tetuán se recibe entrecortada y difusa. El sargento sabe que está solo a mucha distancia de Madrid, que su vida y la de su familia corren peligro y que las próximas horas van a ser decisivas.
Pozas ha salido extenuado de la habitación dirigiéndose a su despacho particular. Tiene intención de escribir una orden de estricto cumplimiento dirigida a todas las guarniciones de la Guardia Civil destacadas en el protectorado, a sabiendas de que la práctica totalidad de la oficialidad se ha pasado al bando golpista. Se siente cansado, necesita dormir, pero España lo necesita. Es preciso saber la situación en Melilla por si existe la posibilidad de coartar la extensión de la rebelión a la península. Todavía hay esperanza, la Escuadra Naval mandada por el Gobierno les cortará el camino, seguro que lo hará. Finalmente, el cansancio resuelve lo inevitable. Su excelencia duerme profundamente en su despacho. Solo por un rato.
En las calles de la capital el nuevo día va abriéndose camino. Un tórrido sábado veraniego que se refleja en la soledad de las grandes avenidas. Todo está tranquilo, hace calor. Las organizaciones sindicales y sus grupos armados, que son muchos, siguen expectantes en una vigilancia intensiva. Saben que pronto se producirá el estallido y se ha de estar preparado. Los militantes socialistas y anarquistas que deambulan por la capital van bien armados y pertrechados dentro de sus coches, que recorren las calles a gran velocidad.
En el otro bando, los grupos de extrema derecha, los falangistas, están también al acecho y van bien armados. Tienen cierta ventaja, pues más de uno ya sabe cuándo será la fecha y la hora de la sublevación en Madrid. Solo se trata de controlar la impaciencia. Escasea la munición y las armas son obsoletas, aunque todos confían en que cuando se haya dado la orden puedan abastecerse desde el propio Cuartel de la Montaña, núcleo militar de la conspiración.
Bien entrada la tarde, el Congreso de los Diputados comienza a ser un hervidero de periodistas ansiosos por saber que está pasando. Prácticamente todos los diarios de gran tirada, El Socialista, El Sol, El Mundo Obrero, La Voz, La Libertad, están representados por los sabuesos de la información. Nada se consigue de momento; todo son especulaciones. Por fin, el diputado socialista Indalecio Prieto rompe el silencio informativo.
—¡Señores!, la guarnición de Melilla se ha sublevado. Solo les puedo decir que la situación en la península está controlada, pero las comunicaciones con el protectorado y con Canarias resultan dificultosas. De momento no hay nada más.
—¡Pero! ¿Se sabe quién o quiénes son los cabecillas de todo esto?
—No hay confirmación oficial, pero todos los indicios indican que el general Franco está detrás de todo esto.
En efecto, un comunicado dirigido desde Melilla por el coronel Solans al general Franco, comandante militar de Canarias, y captado por el SIM (servicio de información militar), corrobora lo ya expuesto por el veterano político. La respuesta del general golpista es inmediata:
«Gloria al heroico Ejército de África. España, sobre todo. Recibid un saludo entusiasta de estas guarniciones que se unen a vosotros y demás compañeros en la península en estos momentos históricos. Fe ciega en el triunfo ¡Viva España con honor!». El estado de shock dentro del Gobierno es manifiesto. Una de las primeras decisiones del gabinete ministerial es la de censurar al máximo cualquier información que pueda alterar la paz ciudadana, pero ya es demasiado tarde. Casares Quiroga, presidente del Consejo de Ministros, consulta con todo el mundo, pero es incapaz de tomar una decisión que pueda clarificar a la población y a su propio equipo de gobierno cuales son los pasos que seguir.
—¡Señores! —llama la atención a todos los presentes en su despacho—. Tenemos que acelerar el nombramiento del general Núñez de Prado como nuevo inspector general de Marruecos antes de que la situación sea incontrolable y enviarlo a su destino a la mayor brevedad.
Efectivamente, el general es convocado en la misma tarde y, tras recibir los poderes gubernamentales de su nombramiento, saldrá esa misma noche a un destino incierto del cual no volverá, al menos vivo. Casares considera que, antes de viajar a Marruecos, el general debe aclarar la situación en Zaragoza.
Está claro que, ante tal indecisión, el pueblo comienza a prepararse para lo peor, y los sindicatos aceleran sus movimientos. No hay tiempo que perder. Todo está en manos de los comunistas, la UGT, la CNT y la FAI. Solo falta el armamento que el Gobierno se niega a distribuir por miedo a perder el control definitivo del poder y del Estado de derecho. La República, tras cinco años de dura pelea contra las facciones involucionistas, se tambalea. Todo está en manos del destino.
Casares está nervioso, se encierra por unos momentos en su despacho y empieza a ojear la carta que hace unos días recibió del general Franco en su exilio canario. Una nota cargada de quejas y desagravios, pero que leída ahora de nuevo más detenidamente va cargada de intenciones reaccionarias y con un sentido muy determinado:
«Las recientes disposiciones que reintegran al Ejército a los jefes y oficiales sentenciados en Cataluña y la más moderna de destinos, antes de antigüedad y hoy dejados al arbitrio ministerial, que desde el movimiento militar de junio del 17 no se había alterado, así como los recientes relevos, han despertado la inquietud de la gran mayoría del Ejército».17
El presidente del Consejo abre su pitillera, eso lo tranquiliza. En ese instante llama a la puerta el general Núñez de Prado.
—¡Pase, Núñez! —comenta Casares—. ¿Alguna novedad?
—Se confirma lo del general Franco.
—Precisamente estaba ojeando la carta que le comenté. Valiente cabrón nos ha salido este gallego. Bueno, siéntese y empecemos a arreglar todo este guirigay. Presiento que las próximas horas van a ser muy largas. Vamos a centrarnos en la evolución, tanto en Cataluña como en Aragón.
—Señor, en Cataluña la situación está más controlada que en Zaragoza. No creo que Llano de la Encomienda esté con los golpistas, al menos eso es lo que nos ha comunicado Pozas, confirmándome que la Guardia Civil allí no crearía problemas.
—¿Y en Zaragoza? —pregunta Casares.
—Cabanellas me preocupa. No es de fiar. Está muy esquivo, como si esperase ganar tiempo. Creo que deberíamos actuar rápido antes de que la situación sea irreversible.
Tras unos instantes de reflexión…
—¿Estaría usted dispuesto —pregunta Casares— a presentarse allí y en caso necesario tomar el mando de la situación?
—Señor, un militar está para cumplir órdenes.
—Bien, no esperaba menos de usted. Déjeme pensarlo y pronto le comunicaré mi decisión.
Ninguno de los dos podía adivinar el futuro. Casares no hubiera tomado esa decisión si supiera que enviaba al general a una muerte segura. En efecto, Núñez de Prado nunca volverá de Zaragoza, al menos vivo. No tendrá ocasión de tomar posesión de su destino en África.
Mientras tanto, Casares Quiroga sigue con sus consultas. Es necesario tomar decisiones y quiere tener todas las opiniones disponibles.
—¡Que pase el general Riquelme!
Pasados unos segundos…
—Señor ministro, a sus órdenes.
—Siéntese, Riquelme… Es usted el único general de división que tengo cerca de mí. Dígame, ¿qué haría usted si el Cuartel de la Montaña se sublevara?
—Señor, la situación es complicada, pero, de todos modos, sería imprescindible que la tropa no se desplegara por Madrid y se recluyera en el cuartel. Allí son más inofensivos.
—Quiero comunicarle —responde Casares— que mi intención, en caso de rebelión, es de reducirla con los medios militares disponibles sin armar a la población, y menos a los sindicatos, pues no me fio de su poder en el momento de que tomaran la calle con las armas.
—En ese caso, solo queda movilizar a la Guardia Civil y a los guardias de asalto, aunque insisto en que no sería una solución descabellada armar a grupos de voluntarios dirigidos por oficiales leales a la República.
—A ver, Riquelme, ¿puede usted asegurarme la lealtad de toda la oficialidad aquí en Madrid? Piense muy bien la respuesta.
—Señor…
—Gracias, Riquelme. Entiendo su posición, pero yo debo tomar mis propias decisiones. En todo caso, espero que esto no llegue a más. Ordene que se hagan los preparativos para poner en estado de alerta a la Guardia Civil y a los de asalto y tenga mucho sigilo con los mandos. Sigo pensando que no las tenemos todas con nosotros.
Es media tarde del sábado 18 y la confusión informativa sigue en aumento. Los periodistas están ávidos de respuestas. Todo son bulos y especulaciones. Desde el Ministerio de la Gobernación no se confirma ni se desmiente nada. No se sabe a ciencia cierta si el general Mola, en Pamplona, se ha sublevado junto con los carlistas y falangistas. Tampoco se sabe nada del general Queipo de Llano en Sevilla. La espera se hace interminable.
Todo el mundo comienza a estar nervioso y alarmado. Los dimes y diretes recorren toda la ciudad dependiendo su inclinación de la filiación política de quienes lo divulgan. Se comenta que una parte del Ejército de África se ha sublevado pero que elementos leales al gobierno resisten todavía, y que la flota leal a la República se dirige a sofocar a los sediciosos.
La población sigue distante de los comunicados oficiales y se teme lo peor pese a las arengas gubernativas de calma total. Mientras tanto, un grupo de periodistas, deseosos de noticias frescas, espera en el Ministerio de la Gobernación la habitual conferencia del ministro. Sin embargo, esta vez son recibidos por el subsecretario de Gobernación.
—Señores —comenta el subsecretario—, la sublevación se limita al protectorado de Marruecos y dentro de poco se les anunciará el fin de esta situación. La calma en la península es total y no se prevé nada al respecto.
—¿Y qué pasa en Navarra y en Canarias? —comenta un periodista—. Corre el rumor de que Mola se ha sublevado en Pamplona con los carlistas.
—No sé nada de Navarra. ¡Todo eso es mentira! El general Mola es leal a la República y no hace mucho él mismo se ha puesto en contacto con el señor ministro. Y eso es todo, buenas tardes.
En la logia matritense están reunidos algunos militares de la UMRA. Han llegado noticias de que el general Queipo de Llano se ha sublevado en Sevilla, aunque los obreros luchan en las calles. Uno de ellos comenta que seguro se solucionará lo mismo que ocurrió con La Sanjurjada. Sin embargo, la impresión general es que la situación va empeorando. Barcelona, Zaragoza, Valencia, Oviedo, etc. De todas partes llegan noticias de conspiraciones en los cuarteles, aunque algunos se aferran a leves esperanzas.
—No os preocupéis tanto, opina uno de ellos. En Asturias estamos salvados con Aranda y, además, se comenta que un fuerte contingente de mineros se dirige hacia aquí. Asturias está segura.
—¡Oye! Y del Cuartel de la Montaña, ¿sabes algo?
—Que están acuartelados.
—¡Venga ya! —comenta otro—. Están sublevados. Lo mismo que ese Aranda. A saber, qué debe de estar tramando. Da la sensación de que el Gobierno no se entera de lo que pasa, incluso el coronel Serra, del Cuartel de la Montaña, se niega a entregar los cerrojos a un representante del Gobierno. Creo que al final habrá jaleo. Por otro lado, los barrenderos madrileños, ausentes de la realidad en que están inmersos, siguen con su cotidiano trabajo de limpiar las calles, que es para lo que les pagan.
17. Romero, Luis, Tres días de Julio, Barcelona: Ariel, 1967.