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Cómo curaba Cristo 5

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Este mundo es un vasto lazareto, pero Cristo vino para sanar a los enfermos y proclamar liberación a los cautivos de Satanás. Él era en sí mismo la salud y la fortaleza. Impartía vida a los enfermos, a los afligidos, a los poseídos de los demonios. No rechazaba a ninguno que viniese para recibir su poder sanador. Sabía que quienes le pedían ayuda habían atraído la enferme­dad sobre sí mismos; sin embargo no se negaba a sanarlos. Y cuando la virtud de Cristo penetraba en estas pobres almas, quedaban convencidas de pecado, y muchos eran sanados de su enfermedad espiritual tanto como de sus dolencias físicas. El evangelio todavía posee el mismo poder, y ¿por qué no ha­bríamos de presenciar hoy los mismos resultados?

Cristo siente los males de todo sufriente. Cuando los ma­los espíritus desgarran un cuerpo humano, Cristo siente la maldición. Cuando la fiebre consume la corriente vital, él siente la agonía. Y está tan deseoso de sanar a los enfermos ahora como cuando estaba personalmente en la Tierra. Los siervos de Cristo son sus representantes, los conductos por los cuales ha de obrar. Él desea ejercer a través de ellos su poder curativo.

En las formas de curar del Salvador hay lecciones para sus discípulos. Una vez ungió con barro los ojos de un ciego y le ordenó: “Ve a lavarte en el estanque de Siloé... Fue entonces, y se lavó, y regresó viendo” (Juan 9:7). La curación sólo podía ser producida por el poder del gran Sanador; sin embargo, él hizo uso de los simples agentes naturales. Aunque no apoyó la medicación con drogas, aprobó el uso de remedios sencillos y naturales.

A muchos de los afligidos que eran sanados, Cristo les dijo: “No peques más, para que no te venga alguna cosa peor” (Juan 5:14). Así enseñó que la enfermedad es el resultado de violar las leyes de Dios, tanto naturales como espirituales. La gran miseria que impera en este mundo no existiría si los hombres viviesen en armonía con el plan del Creador...

Estas lecciones son para nosotros. Hay condiciones que de­ben observar todos los que quieran preservar la salud. Todos deben aprender cuáles son esas condiciones. Al Señor no le agrada que se ignoren sus leyes, naturales o espirituales. Hemos de colaborar con Dios para devolver la salud al cuerpo tanto como al alma.

Y debemos enseñar a otros a preservar y recobrar la salud. Para los enfermos debemos usar los remedios que Dios ha pro­visto en la naturaleza y debemos señalarles al único Ser que puede sanar. Nuestra obra consiste en presentar a los enfermos y dolientes a Cristo en los brazos de nuestra fe. Debemos en­señarles a creer en el gran Sanador. Debemos echar mano de su promesa y orar por la manifestación de su poder. La restau­ración es la misma esencia del evangelio, y el Salvador quiere que invitemos a los enfermos, a los desahuciados y a los afligidos a echar mano de su fortaleza.

El poder del amor estaba en todas las curaciones de Cristo, y sólo participando de ese amor por medio de la fe podemos ser instrumentos para su obra. Si dejamos de ponernos en co­nexión divina con Cristo, la corriente de energía vivificante no puede fluir en ricos raudales de nosotros a la gente. Hubo luga­res donde el Salvador mismo no pudo hacer muchos prodigios por causa de la incredulidad. Así también ahora la incredulidad separa a la iglesia de su Auxiliador divino. Ella está aferrada débilmente a las realidades eternas. Por su falta de fe, Dios queda chasqueado y despojado de su gloria.

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