Читать книгу Seducción en África - Deseos del pasado - Peligroso chantaje - Elizabeth Lane - Страница 10
Capítulo Seis
ОглавлениеEl Land Rover descendía por la serpenteante carretera de tierra que bajaba hasta la caldera del cráter del extinto volcán Ngorongoro. Al descubrir que era allí donde iban, se había entusiasmado como una niña a la que llevaran al circo.
–Toma, mira a ver si ves algún animal –le dijo Cal a Megan, tendiéndole los prismáticos.
Megan los tomó y buscó por el paisaje que se extendía carretera abajo.
–De momento lo único que veo es la hierba y la maleza. ¡Esperad, creo que veo algo! –dijo señalando un grupo de manchas oscuras en la distancia, a su derecha.
Harris asintió.
–Búfalos. Tienen bastante mal genio. Podemos acercarnos con el vehículo, pero no sería buena idea hacerlo a pie. Yo aprendí la lección hace un tiempo. ¿Veis esto? –dijo señalándose el brazo amputado–: un búfalo enorme. Estuvo a punto de matarme.
Cal miró a Megan con una ceja enarcada, y ella le respondió con un guiño y una sonrisa.
Megan tomó la cámara, pero no se atrevía a levantarla para tomar una foto porque temía que los búfalos cargasen contra ellos. Harris había dicho que tenían muy mal genio, pero aquellos parecían acostumbrados a los vehículos. Cuando pasaron a unos cincuenta metros de la manada, los búfalos apenas levantaron la cabeza para mirarlos. Entre ellos había varias garzas blancas, que no parecían temerlos, buscando insectos entre la hierba.
–Se les ve muy tranquilos, ¿no? –le dijo Megan a Cal–. ¡Y mira, allí hay una cría, y allí hay otra!
–Razón de más para andarnos con ojo –respondió él–. Son animales con un fuerte sentido del grupo, ferozmente protectores.
–Deberíamos ver más crías –dijo Harris–. Ahora que han empezado las lluvias tienen más hierba para alimentarse y reproducirse.
Megan miró hacia delante y vio un grupo de elegantes gacelas Thomson pastando. Las franjas negras de su piel relucían con el sol de la mañana.
De pronto algo las asustó. Las cabezas y las colas se levantaron como resortes, y las gacelas echaron a correr, saltando como si fueran criaturas aladas.
Gideon miró a Harris, que asintió.
–Un león, tal vez. Ve más despacio.
¡Un león! A Megan el corazón le dio un vuelco. Llevaba dos años en África, pero en los sitios donde había trabajado quedaban pocos animales salvajes.
El Land Rover estaba abierto por los lados, dejándolos expuestos al ataque de cualquier animal. Harris llevaba un rifle colgado de la carrocería, junto a su asiento, pero no parecía preocuparle no tenerlo a mano.
Megan miró a Cal, que debió notar su ansiedad y le puso una mano en la espalda. Ella se sentó más cerca de él. No era que Cal fuese a poder él solo con un león, pero al menos se sentía un poco más segura.
El Land Rover tomó una curva, y de pronto vieron a dos leonas tumbadas en la hierba, a solo un tiro de piedra de ellos. Gideon frenó despacio. La de mayor tamaño estudió al vehículo y a ellos con ojos tranquilos, y abrieron las fauces con un bostezo que dejó al descubierto unos colmillos largos como dedos.
–Madre e hija, diría yo –susurró Harris–. Mirad, la madre parece que está preñada, y seguramente la hija se quedará con ella para ayudarle a criar a los cachorros. Adelante, señorita, haga una foto; están posando para usted.
A Megan le temblaban las manos cuando enfocó a las leonas y apretó el botón de la cámara. El clic sonó con fuerza en el silencio reinante, pero las leonas apenas se inmutaron. Gideon estaba a punto de continuar cuando Harris le puso una mano en el brazo.
–Espera –le susurró–. Aquí viene el padre.
La hierba se movió, y Megan se quedó sin aliento cuando vieron aparecer al león. Con porte majestuoso y sin prisa, parecía más interesado en las hembras que en el Land Rover y en ellos, insignificantes humanos. No tenía necesidad alguna de demostrar quién era el rey.
Megan consiguió hacer unas cuantas fotos más antes de que se pusieran en marcha de nuevo, dejando a los leones en paz. Harris se volvió y les dijo con una sonrisa traviesa:
–¡Eso sí que es vivir bien! Las hembras crían a los cachorros y también se ocupan de procurar el sustento. Y el viejo león no tiene que hacer nada más que luchar por mantener su territorio y hacer el amor.
–¡Ah!, ¡mirad! –exclamó Megan señalando–. ¡Allí hay cebras! ¿Y qué es eso que hay allí, cerca de la carretera, esos animales oscuros?
–Jabalíes –dijo Harris–. Toda una familia. Remueven la tierra con el hocico en busca de comida.
–¡Y hay crías! –Megan los enfocó con la cámara y les hizo una foto–. ¡Qué pequeñitos!, ¡son una monada! –miró a Cal–. ¿Cómo es que tú no estás haciendo fotos?
Cal le regaló esa sonrisa de galán de Hollywood y respondió:
–Ya tengo un montón de fotos de otros viajes; prefiero verte disfrutar a ti.
Lo que le había dicho era la verdad. Ver a Megan mientras recorrían el cráter era como estar con una niña pequeña en Disneylandia. Estaba tan entusiasmada que cada minuto a su lado era emocionante.
Una vez más volvió a recordar a la antigua Megan, la deslumbrante reina de hielo con la que se había casado Nick –el peinado y el maquillaje perfecto y ropa de diseño– y se preguntó cuál era la verdadera.
Pararon a almorzar en un área vallada de descanso que había en una elevación del terreno, con mesas de picnic y una vista panorámica de la pradera a sus pies.
–Todavía no puedo creerme que no saltase sobre nosotros uno de esos leones –dijo Megan tras tomar un sorbo de su botella de agua–. ¿Qué harías si ocurriera algo así, Harris?
–Dispararía al aire para intentar asustarlo. Me metería en un buen lío si disparase a un animal; como le he explicado antes esta es una zona protegida. Lo mejor que uno puede hacer es intentar leer su lenguaje corporal. Si parecen inquietos, hay que guardar las distancias. Esos leones que hemos visto antes estaban muy tranquilos; si los hubiese visto en tensión le habría dicho a Gideon que diese un rodeo para evitar pasar cerca de ellos.
–¿Y te ha pasado alguna vez que algún animal haya cargado contra el vehículo?
–Solo una vez, un rinoceronte blanco en Tarangire. Hizo una abolladura de todos los demonios en la puerta y me aplastó el brazo –dijo Harris señalándose el brazo amputado.
Megan le lanzó una mirada divertida a Cal, y los dos sonrieron.
La brisa que soplaba era más algo más fresca. Harris miró hacia el borde del cráter, en la distancia, donde unos nubarrones negros se cernían sobre el horizonte.
–Deberíamos volver ya –dijo–, pero como tenemos tiempo de sobra tomaremos una carretera distinta; podríamos ver algo nuevo.
El cielo se estaba oscureciendo porque las nubes, que se movían muy deprisa, ocultaban el sol. Gideon había tomado una carretera secundaria que cruzaba una pradera salpicada de matorrales. Una manada de cebras y otra de ñus pastaban en la distancia.
–Por aquí es por donde vi a ese rinoceronte blanco –dijo Harris–. Si sigue por aquí a lo mejor tenemos suerte y lo vemos; mantened los ojos abiertos.
Apenas había dicho eso cuando se desató la tormenta. Los truenos retumbaban en el horizonte mientras la manta de lluvia convertía la carretera de tierra en un barrizal.
Gideon maldijo entre dientes, pero Harris no se alteró en lo más mínimo.
–¿Qué es un poco de lluvia? –dijo con buen humor.
El techo de lona los resguardaba del aguacero, pero la lluvia entraba por los lados igualmente, empujada por el viento; y Megan estaba ya empapada.
Un poco más adelante se toparon con otra manada de búfalos, más numerosa que la primera. Los rayos y los truenos debían haberlos asustado, porque estaban nerviosos, resoplando, como al borde de una estampida. Megan pensó en lo que había dicho Harris sobre leer el lenguaje corporal de los animales, y aquellos desde luego le transmitían una sensación de peligro muy real.
Gideon parecía estar de acuerdo con ella, porque había pisado el acelerador en un intento por alejarse de los ñus sin agitarlos más aún, y con el vehículo bamboleándose por la carretera embarrada Megan se encontró temblando no solo de frío, sino también de miedo.
Como si lo hubiese intuido, Cal la rodeó con el brazo y la atrajo hacia sí. Megan se apretó contra él, como quien se aferra a una roca para sentirse más seguro.
De pronto una silueta oscura y pequeña, un jabalí, atravesó corriendo la carretera. Gideon pisó el freno de inmediato, y evitaron chocar con él, pero el Land Rover derrapó en el barro y cuando se paró una de las ruedas traseras quedó atrapada en una zanja encharcada al borde de la carretera.
Gideon pisó el acelerador para intentar que el vehículo se moviera, pero la tierra estaba era tan resbaladiza que las ruedas no agarraban, y lo único que hacían era salpicar barro y agua a raudales.
Durante unos segundos nadie habló, pero Megan se imaginó qué debían estar pensando los otros: la lluvia podía durar horas, y empeoraría el estado de la carretera aún más. Y aunque pidieran ayuda por radio, dudaba que nadie pudiese llegar hasta ellos antes de que la tormenta amainase. Y si querían sacar el vehículo de aquella zanja, uno de ellos tendría que echarle valor a pesar de los búfalos y bajarse para empujar.
Como Gideon era quien mejor conocía el vehículo, lo lógico era que permaneciera al volante, y con un solo brazo Harris no podría empujarlo, con lo cual solo quedaba Cal, que al fin y al cabo era el más fuerte de los tres.
Los búfalos estaban observándolos muy quietos. Estarían a menos de cincuenta metros, una distancia que un animal como ese podría cubrir fácilmente en un abrir y cerrar de ojos.
Harris levantó el rifle del soporte de la puerta, donde iba sujeto.
–Yo te cubriré –le dijo a Cal–. Si se acercan dispararé al aire para intentar asustarlos.
–¿Y por qué no lo haces ya? –inquirió Megan.
–Es arriesgado –respondió Harris–. Podría ponerlos más agresivos. Lo mejor es intentar no agitarlos aún más.
–¿Puedo hacer algo para ayudar?
–Rezar –contestó el guía. Miró a Cal–. Mantén la cabeza gacha y quédate cerca del vehículo. ¿Listo?
–Listo.
Cal fue a la caja del Land Rover, donde iban sus mochilas, y pasó por encima de la puerta abatible para bajarse del vehículo. Megan contuvo el aliento. Solo podía ver la cabeza y los hombros de Cal.
–¡Dale! –le gritó este a Gideon, empujando el Land Rover.
El conductor pisó el acelerador, pero las ruedas apenas se movieron un par de centímetros, escupiendo barro, antes de que la rueda trasera volviese a hundirse en la zanja.
Cal maldijo entre dientes.
–¿Y si probaras a dar marcha atrás? –preguntó.
–Ya lo he intentado antes; nada –dijo Gideon.
–He visto que en la caja de la camioneta hay una pala –comentó Cal–. ¿Y si intentamos cavar a lo largo, para hacer un surco por el que pueda salir la rueda que se ha atascado?
–Mejor no intentarlo –contestó Harris. No estaba mirándolo a él, sino a la manada de búfalos–. Demasiado movimiento podría ponerlos nerviosos.
Con los rayos de la tormenta, que restallaban en el cielo como látigos, los búfalos estaban cada vez más agitados, resoplando, moviendo la cabeza y piafando. El más grande de la manada, que tenía unos cuernos curvados enormes, se había puesto al frente.
–¡Intentémoslo otra vez! –le gritó Cal a Gideon–. ¡Dale!
El conductor pisó el acelerador y Cal empujó con toda la fuerza que pudo, pero no había manera.
–Necesitamos algo para que se apoye la rueda atascada –dijo Cal jadeante–. No sé, tal vez una piedra que podamos meter en la zanja.
¡Una piedra! Megan se acordó del trozo de cemento que había visto en la caja del Land Rover. Podría servir, pero Cal no podría meterlo debajo de la rueda mientras empujaba. Necesitaría a alguien que lo hiciera, y podría hacerlo ella.
Los búfalos se estaban agrupando tras el líder de la manada, pero Megan se obligó a apartar la vista de ellos y a concentrarse en lo que iba a hacer. Harris y Gideon estaban pendientes de la manada y no la vieron pasar a la caja, pero Cal sí.
–¿Qué diablos estás haciendo? –le espetó frunciendo el ceño.
Megan levantó el trozo de cemento.
–Toma, sujeta esto –le dijo pasándoselo.
Cal lo tomó, pero cuando la vio pasar una pierna por encima de la puerta abatible para bajar al suelo con él, la increpó:
–¡Por el amor de Dios, Megan, quédate donde estás!
–Necesitas que te ayude alguien –le contestó ella, ya en el suelo.
Le quitó de las manos el trozo de cemento, se arrodilló, con la lluvia chorreándole por el pelo y la ropa, y lo puso contra la rueda atascada, intentando no pensar en los búfalos.
–Dile a Gideon que vuelva a intentarlo.
–Está bien, pero ten cuidado; la rueda podría resbalarse hacia atrás y aplastarte la mano. Y si uno de esos búfalos carga contra nosotros, métete debajo del vehículo, ¿de acuerdo? Ahí estarás segura.
Megan asintió.
–¿Lista? –le preguntó Cal, poniéndose en posición de empujar.
–Lista.
–¡Dale otra vez, Gideon!
Gideon volvió a pisar el acelerador y Cal empujó con todas sus fuerzas. La rueda atascada se movió unos centímetros, lo justo para que Megan pudiera empujar el trozo de cemento por debajo de ella.
¿Bastaría con eso?, se preguntó echándose hacia atrás. Parecía que estaba funcionando, porque la rueda se movió un poco más hacia delante.
–¡Vamos, un poco más! –masculló Cal sin dejar de empujar.
Megan se puso a su lado y empujó también. Centímetro a centímetro, el Land Rover avanzó, y fue tomando velocidad poco a poco a medida que salían del barro.
–¡Sí, señor, lo conseguimos! –exclamó Harris riéndose.
Cal levantó a Megan y la aupó por encima de la puerta abatible antes de subir detrás de ella. Megan, ya sentada en la caja del Land Rover, se volvió para mirar a los búfalos mientras se alejaban. El líder de la manada había empezado a correr hacia ellos, pero al ver que se iban se paró, resopló, y sacudió la cabeza.
Cal, que estaba cubierto de barro desde el pelo hasta las botas, como probablemente lo estaba ella, la asió por los hombros y la miró preocupado.
–¿Estás bien?
Megan le sonrió.
–Nunca había estado mejor. ¡Lo logramos!
–¡Megan, estás loca! ¡Podrías haberte matado!
La atrajo hacia sí, estrechándola con fuerza contra su pecho, y por un momento Megan se olvidó por completo de Harris y de Gideon. La adrenalina le corría por las venas, y se sentía como la heroína de una película de acción.
–¡No sé si eres una inconsciente, o la chica más guapa y valiente que he conocido! –exclamó Cal entre risas mientras la abrazaba.
Entre sus brazos, Megan se sentía segura, y su risa era como una droga. De pronto sintió un impulso inexplicable: quería que la besase, que la besase de verdad.
Sin embargo, después de cómo había reaccionado la última vez, estaba segura de que Cal no volvería a hacerlo ni en sueños. Por eso, si quería un beso de él, solo había una cosa que podía hacer, se dijo, y dejándose llevar por la euforia del momento le pasó una brazo por el cuello y tiró de él hacia sí para apretar sus labios contra los de él.