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Capítulo Dos

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Cal miró el chubasquero de plástico barato y la cara cansada bajo la capucha y notó una repentina tirantez en el pecho. Sí, era Megan, pero no la Megan a la que recordaba.

–Hola, Cal –lo saludó–. Veo que no has cambiado mucho.

–Tú sí –contestó él–. ¿Podríamos ponernos a cubierto de la lluvia?

Ella le señaló hacia atrás con el pulgar, en dirección al bungalow.

–Puedo ofrecerte un café, pero no mucho más. No he tenido tiempo de ir de compras.

–En realidad, tengo un taxi esperando fuera –respondió él–. Iba a invitarte a cenar conmigo en mi hotel.

Ella le miró con unos ojos como platos. Parecía nerviosa, pensó. Claro que tenía mucho que ocultar.

–Es muy amable por tu parte, pero no hay nadie más aquí; tengo que quedarme y…

Cal le puso una mano en el hombro, y ella se estremeció como un cervatillo, pero no se apartó.

–No pasa nada, he hablado con el doctor Musa por teléfono. No le importa que te tomes un par de horas libres. De hecho, me ha dicho que no te vendría mal una buena cena. Me ha dicho que iba a mandar a su sirviente para que se quede al cargo mientras estés fuera.

–Bueno –titubeó ella–, entonces iré un momento a lavarme un poco y a cambiarme. Ahora ya no me lleva tanto tiempo –añadió con una risa forzada.

–Bien, voy a abrir para que pueda entrar el taxi.

Minutos después, mientras esperaba en el porche del bungalow, llegó Benjamin, el joven sirviente del doctor Musa, y justo en ese momento salió Megan, vestida con una blusa blanca, unos pantalones color caqui y una cazadora gris oscura.

Saludó a Benjamin con una sonrisa y le dio algunas indicaciones antes de volverse hacia él para decirle que ya podían irse.

Cal se levantó un lado de la gabardina para guarecer a Megan de la lluvia mientras subía al coche.

–¿Cuándo has llegado? –le preguntó ella cuando el taxi se puso en marcha.

–Hace un par de horas. Fui al hotel a dejar las maletas, me aseé un poco, llamé al doctor Musa y fui a buscarte.

–¿Y a qué has venido? ¿Ha ocurrido algo?

Él se rio con ironía.

–No que yo sepa. Podría decir que estoy de paso, pero dudo que me creyeses, ¿me equivoco?

Había escepticismo en los ojos pardos de Megan.

–No, no te creería –una media sonrisa asomó a sus carnosos labios, que parecían estar pidiendo un beso.

Aunque nunca le había caído bien, siempre le había parecido muy atractiva.

–Te conozco bien, Cal, si has venido en busca de respuestas, haberte ahorrado el viaje. No tengo la menor idea de dónde puede estar ese dinero. Supongo que Nick se lo gastaría, y supongo que por haber estado casada con él, eso me hace culpable a mí también, pero si crees que lo tengo debajo del colchón, o que lo tengo en una cuenta bancaria en Dubái, lo siento, pero te equivocas.

Típico de ella ser tan directa. En eso al menos no había cambiado, pensó Cal.

–¿Por qué no dejamos aparcado ese tema por el momento? Me interesa más saber por qué te fuiste, y qué has estado haciendo estos dos años.

–Ya lo imagino –un brillo le relumbró en los ojos a Megan antes de que apartara la vista–. Bueno, por el precio de un buen filete, supongo que se me ocurrirá alguna historia que contarte, entretenida cuanto menos.

–Sé que no me decepcionarás –dijo Cal en un tono lo más neutral posible.

Tenía que estudiar con detenimiento a aquella nueva Megan antes de trazar un plan de ataque. Aunque tras sus palabras se adivinaba a la mujer de hierro de antaño, parecía tan frágil que tenía la sensación de que a la más mínima presión se derrumbaría.

Sabía que la habían enviado allí para que descansara y se restableciera. Los documentos que le había entregado el detective no explicaban por qué, pero el doctor Musa le había expresado su preocupación por su salud y su estado mental cuando habían hablado por teléfono.

Sin saber por qué, se acordó en ese momento del perfume que Megan solía llevar. Tenía un nombre francés que no conseguía recordar, pero siempre lo había excitado. Parecía que ya no llevaba perfume, pero tenerla tan cerca dentro del taxi estaba teniendo en él el mismo efecto.

Siempre y cuando el fin justificara los medios, no veía por qué no podía intentar seducirla mientras estuviese allí. Además, en la cama tal vez podría hacer que se le soltara la lengua, y si no, al menos, satisfaría aquel oscuro deseo largo tiempo reprimido.

Megan no había pasado mucho tiempo fuera de la clínica desde su llegada a Tanzania, y no conocía aún el hotel Hatari, construido en el siglo XIX y recientemente reformado. El inmenso vestíbulo estaba decorado en tonos crema y marrón, con sillones orejeros, sofás de cuero, y había un bar y un restaurante que ofrecía un menú de platos internacionales.

Cal le tomó por el codo y la condujo a la entrada del restaurante. Megan era de una estatura media, pero se sentía pequeña a su lado, que debía medir por lo menos un metro noventa, y era ancho de hombros y atlético.

No le sorprendía que la hubiese encontrado. Cuando se le metía algo en la cabeza, Cal Jeffords tenía la fiera determinación de un pitbull. Y había hecho un viaje demasiado largo como para marcharse sin conseguir algo que hiciese que hubiese merecido la pena.

Lo que le había dicho del dinero era la verdad, pero no la creía. Para él era culpable porque su firma figuraba en los cheques de las donaciones que había endosado y le había dado a Nick para que los depositara en el banco.

Cuando se sentaron a la mesa a la que los llevó el camarero, dejó que Cal pidiera, y escogió lo mismo para los dos: un solomillo de ternera con champiñones, verduras salteadas y una botella de merlot para acompañar.

Megan sintió su mirada sobre ella mientras el camarero les llenaba las copas y colocaba una cesta de pan recién horneado entre las velas encendidas.

–Come pan –le dijo Cal levantando su copa–. Hay que poner algo de carne en esos huesos flacos.

Megan arrancó un pedacito del pan y lo masticó en silencio.

–Sé que he perdido peso, pero resulta doloroso sentarse frente a un plato lleno de comida cuando la gente a tu alrededor se muere de hambre.

Cal entornó los ojos.

–¿A eso se debe todo este cambio de vida, a un sentimiento de culpa?

Ella se encogió de hombros.

–Durante el tiempo que estuve casada con Nick creía que lo tenía todo: una casa grande, coches, fiestas… –tomó un sorbo de vino–. Cuando todo se derrumbó y supe que el estilo de vida que llevábamos estaba quitándole el pan de la boca a mucha gente, sentí náuseas. De modo que sí, puedes llamarlo culpa. Llámalo como quieras. No me arrepiento de la decisión que tomé.

Cal se tensó, delatando una ira apenas contenida.

–¿La decisión de marcharte sin decirme nada?, ¿sin decirle nada a nadie?

–Sí –Megan lo miró a los ojos–. Nick dejó tras de sí un buen lío. Y si no me hubiese marchado, seguiría en San Francisco, recogiendo los platos rotos.

–¿Me lo vas a contar a mí, que he tenido que hacerme cargo?

–Yo tampoco habría podido hacer mucho para ayudar. La casa estaba hipotecada, cosa que no supe hasta que el banco me llamó después de la muerte de Nick. Les dije que se la quedaran. Y los coches estaban a nombre de Nick, no a mi nombre. Supongo que tu compañía se quedaría con ellos, junto con los muebles y las obras de arte. Yo empaqueté la mayor parte de mi ropa y mis zapatos y los doné a la beneficencia, y mis joyas las vendí para conseguir dinero para el viaje. Solo efectivo, porque sabía que los pagos que hiciese con mis tarjetas de crédito podrían ser rastreados.

–¿Rastreados por mí?

–Sí, pero también por los reporteros, que no dejaban de acosarme, y por la policía, que parecía creer que les daría respuestas distintas cuando me interrogaran por enésima vez.

–Si te hubieras quedado yo podría haber hecho que las cosas fueran más fáciles para los dos, Megan.

Ella sacudió la cabeza.

–Sabía que ni la policía, ni los medios, ni tú me dejaríais tranquila, y lo que había dicho era la verdad; no tenía nada más que decir. Tenía la esperanza de que pensarías que había muerto. Y en cierto modo así fue.

El camarero regresó en ese momento con los platos de ambos. El solomillo estaba increíblemente tierno, pero la ansiedad le había quitado a Megan el apetito. Tomó algunos bocados, mirando de tanto en tanto a Cal, como un ratón que mordisquea nervioso el trozo de queso en una trampa.

Cal había envejecido de un modo sutil en esos dos años. Las facciones se le habían endurecido ligeramente, y su cabello rubio oscuro mostraba ya algunas canas. Era evidente que a él también le habían dolido la traición y el suicidio de Nick y, como ella, estaba lidiando con el dolor a su manera.

–Me estaba preguntando… cuando te presentaste como voluntaria en Zimbabue, en la clínica para enfermos de SIDA, si el director del proyecto sabía quién eras.

–No, era africano, y Zimbabue está muy lejos de San Francisco. En mi pasaporte seguía teniendo mi apellido de soltera, y estaban muy necesitados de una enfermera como para hacer demasiadas preguntas.

–¿Y cuando te enviaron a otros destinos?

–Una vez entré en la lista permanente de voluntarios, prácticamente podía ir donde quisiera. Al principio no me atrevía a permanecer en un sitio mucho tiempo, así que me moví mucho de un sitio a otro. Luego me fui dando cuenta de que parecía que no tenía por qué preocuparme.

–¿Y cuando estuviste en Darfur? ¿Qué ocurrió allí?

Aquella pregunta la sacudió por dentro. Un vago recuerdo se le revolvió en el interior, silencioso y frío como una serpiente, pero lo reprimió.

–Estuviste allí once meses –insistió él–, y te enviaron aquí para que te repusieras; algo debió de pasar.

Megan se encogió de hombros y bajó la vista al mantel para disimular el malestar que le provocaba aquel tema.

–No es nada; solo necesito descansar, eso es todo. Estaré lista para volver dentro de un par de semanas.

–No es eso lo que dijo el doctor Musa. Me dijo que tienes ataques de ansiedad, y que no quieres hablar de lo que pasó.

Megan, que ya no podía aguantar más, estalló de pura indignación.

–No tenía derecho a decirte nada de eso, y tú no tenías derecho a preguntarle.

–La fundación que dirijo es la que paga su salario, y eso me da todo el derecho a preguntar –los ojos grises de Cal se clavaron en ella–. El doctor Musa cree que tienes estrés postraumático. Fuera lo que fuera lo que te pasó, Megan, no vas a volver allí hasta que seas capaz de enfrentarte a ello, así que para empezar podrías contármelo.

Estaba presionándola demasiado, acorralándola. La ansiedad estaba apoderándose de ella. Presintiendo lo que estaba a punto de ocurrir, se obligó a soltar el tenedor, que cayó ruidosamente sobre el plato.

–No lo recuerdo –le espetó con voz desgarrada–. Es igual, solo necesito algo de tiempo para reponerme. Y ahora, si no te importa, tengo que volver a la clínica.

La voz se le quebró al pronunciar esas últimas palabras, y al ver que estaba perdiendo el control sobre sí misma se levantó, dejó la servilleta en la mesa, tomó su bolso y salió a toda prisa del restaurante.

Tenía que haber un lavabo de señoras cerca, donde pudiera estar a solas hasta que el corazón dejara de latirle como un loco. La experiencia le había enseñado a reconocer los síntomas cuando estaba a punto de tener un ataque de ansiedad. Sin embargo, excepto atiborrarse a tranquilizantes, poco control tenía sobre el terror irracional que estaba apoderándose de ella.

Al llegar al vestíbulo miró a su alrededor, en busca de un cartel que indicase dónde estaban los lavabos. Miró hacia la recepción, pero el recepcionista estaba ocupado. «Es igual», se dijo, podía encontrarlo sola. ¿Pero dónde estaba?, se preguntó impaciente, con los latidos resonándole en los oídos. ¿Dónde? ¿Dónde?

Cal, que no se esperaba esa reacción, se había quedado inmóvil por un momento, patidifuso, pero luego se levantó y fue tras ella. No había llegado muy lejos; la encontró en el vestíbulo, mirando en una y otra dirección con los ojos muy abiertos, como un animal acorralado.

Sin decir nada, la asió por los hombros y la hizo volverse hacia él. Megan se resistió, pero solo a duras penas. Estaba temblando.

–Déjame –masculló–, estoy bien.

–No, no estás bien. Vamos.

Cal la llevó hasta una puerta por la que se salía a un patio interior. A cubierto de la cortina de agua que seguía cayendo, Cal la atrajo hacia sí y la rodeó con sus brazos. La notaba tensa, y podía sentir los fuertes latidos de su corazón contra su pecho y la ligera presión de sus senos.

Había dejado de resistirse, pero continuaba temblando. Tenía la respiración entrecortada, y sus manos se habían cerrado con fuerza sobre la tela de su camisa. Era evidente que estaba aterrada.

¿Qué podía haberle ocurrido? Había visitado los campos de refugiados de Sudán, un infierno donde decenas de miles de personas se hacinaban en tiendas de campaña sin suficiente comida, sin suficiente agua, y en unas condiciones muchas veces insalubres.

Las organizaciones no gubernamentales y las Naciones Unidas hacían lo que podían, pero había tanta necesidad… Y Megan había pasado allí once meses.

Pero había algo más, estaba seguro. Lo que la había asustado de aquella manera no podían ser las difíciles condiciones de vida en los campos de refugiados. No, debía haberle ocurrido algo a ella, algo que la había aterrado de tal modo que la más breve alusión la hacía estremecerse como una hoja.

Pero él había ido allí por el dinero robado, se recordó. Megan era culpable, y no podía dejarse llevar por la compasión. Sin embargo, en ese momento necesitaba que alguien la reconfortase, y tal vez sería una buena de manera ganarse su confianza.

–Está bien, no pasa nada –murmuró contra su sedoso cabello–. Aquí estás a salvo; conmigo estás a salvo.

Mientras le acariciaba la espalda a través de la cazadora, Cal, que no era un santo, notó que estaba excitándose. Tal vez fuera una reacción poco delicada dada la situación, pero no era algo que pudiese controlar.

Sus relaciones amorosas siempre eran superficiales y no duraban demasiado. Estaba volcado en J-COR y en la fundación; no tenía tiempo para nada serio. Prefería los romances apasionados en los que el sexo era el modo de solucionar cualquier discusión. Probablemente por eso su cuerpo había reaccionado así, instintivamente, excitándose para hacer olvidar a Megan sus preocupaciones con placer.

Sí, el deseo estaba ahí, prendiendo fuego a sus caderas, encendiendo el ansia de tomarla en volandas, llevarla a su habitación y besarla y acariciarla hasta hacer que gimiera de placer. Quizá eso fuera lo que necesitaba para recobrar las fuerzas y la confianza en sí misma: unas semanas de descanso, comer bien, y sexo.

Pero eso no iba a pasar esa noche; lo que necesitaba en ese momento era consuelo y apoyo, no a un tipo con un calentón encima.

Se dio una bofetada mentalmente y se echó un poco hacia atrás para darle espacio.

Megan ya parecía más calmada.

–¿Quieres hablar de ello? –le preguntó.

Ella suspiró y se apartó de él.

–Estoy bien. Perdona, me siento como una tonta.

–No tienes por qué; he visto esos campos. Han debido ser once meses de puro infierno para ti.

–Esa pobre gente sí que vive un infierno: no tienen dónde ir, ven a sus hijos morir de hambre y de enfermedad, y las mujeres…

–Megan, no puedes torturarte con eso.

–No puedo sacármelo de la cabeza. Y por eso pienso volver tan pronto como haya recobrado las fuerzas.

–Es una locura. Podría impedírtelo, ¿sabes?

–Si lo intentaras, encontraría otra manera de ir allí a ayudar –le espetó ella, mirándolo desafiante–. Vuelve al restaurante y termínate la cena –añadió–. Puedo tomar un matatu para volver a la clínica.

–¿Uno de esos pequeños autobuses que más que autobuses son chatarra? Acabarías teniendo que andar varios kilómetros sola, bajo la lluvia. Te llevaré yo.

La habría invitado a subir a su habitación para que se diera una ducha y que pasara la noche en la otra habitación, pero estaba seguro de que ella habría rehusado.

Sin embargo, se le estaba ocurriendo una idea. A primera hora del día siguiente haría unas cuantas llamadas. Tal vez fuera justo lo que necesitaba para que Megan se repusiese y para ganarse su confianza.

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