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Capítulo Cinco

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El ardor del beso de Cal sacudió a Megan, y la invadió una sensación tan intensa, tan abrumadora, que no habría sabido decir si era placentera o no. El pulso se le disparó al tiempo que el pánico se apoderó de ella, y llevada por aquel miedo sin sentido, empezó a golpear a Cal con los puños, angustiada.

Los labios de él se despegaron de los suyos, y la asió por los hombros para apartarla. Su rostro reflejaba desconcierto, pero le habló con calma.

–Megan, no pasa nada. Nadie va a hacerte daño.

La serenidad en su voz la ayudó a frenar aquel ataque de ansiedad. Se obligó a respirar. No había ningún peligro, se dijo con firmeza, hundiendo el rostro entre las manos. El único peligro estaba en su mente. El pánico fue menguando, pero aún estaba temblando.

–Perdóname, Megan; no debería haberme dejado llevar.

Cuando logró reunir el valor suficiente para levantar la cabeza y mirarlo a los ojos, Megan hizo un esfuerzo para hablar.

–Estoy… estoy bien. Pero no vuelvas a hacerlo, por favor –le susurró.

Cal exhaló un largo suspiro y se puso de pie.

–Relájate; voy a traerte algo de beber.

Fue adentro y al cabo de un rato regresó con un botellín de agua. Megan tomó unos cuantos sorbos espaciados, se concentró en el olor de la hierba mojada y el chirrido de los grillos, y poco a poco los latidos de su corazón se fueron calmando.

–¿Mejor? –le preguntó Cal.

Ella asintió.

–Un poco. Supongo que no estás acostumbrado a que una mujer reaccione así cuando la besas, pero no pienso pedirte disculpas. Te has pasado de la raya. ¿En qué estabas pensando?

Cal soltó una risa que sonó forzada.

–No voy a intentar siquiera responder a esa pregunta. ¿Puedo hacer algo más por ti?

–No, gracias; creo que lo que necesito es estar un rato a solas para acabar de calmarme.

–Comprendo. Iré a hacerle compañía a Harris en el bar. Tú no te irás a ninguna parte, ¿verdad?

–Solo a la cama –el ataque de ansiedad la había dejado exhausta. Apenas tenía fuerzas para hablar–. Llévate la llave; con un poco de suerte puede que ya esté dormida cuando llegues.

–De acuerdo. Descansa, mañana tenemos un largo día por delante. Olvidémonos de lo que ha pasado y divirtámonos –Cal se dio la vuelta para marcharse, pero giró la cabeza y añadió–: No volverá a pasar, Megan, tienes mi palabra. No volveré a asustarte de ese modo. Y tienes razón en que no me debes ninguna disculpa; soy yo quien debe disculparse: siento mucho haberte alterado de ese modo.

Incapaz de articular una respuesta, Megan apartó la mirada y oyó cómo se alejaban sus pasos. Ya estaba más calmada, pero el beso de Cal le había desatado un torbellino. Era un hombre atractivo, pero nunca se había imaginado en un contexto íntimo con él. Siempre se había mostrado frío y desdeñoso con ella.

Sin embargo, no lo habría descrito como frío cuando había tomado posesión de sus labios. Con el último hombre que la había besado, el médico del campo de refugiados, no había sentido nada. Con Cal, en cambio, había experimentado una sobrecarga sensorial tan fuerte que la había aterrado. ¿Qué podía significar aquello? ¿Estaba superando el trauma, o estaba empeorando? ¿Qué pasaría si dejase que la besara de nuevo?

Temblorosa, se rodeó la cintura con los brazos. De momento, al menos, había pocas probabilidades de que eso ocurriera; Cal le había prometido que no volvería a hacerlo. Y ella, si sabía lo que le convenía, se aseguraría de que cumpliese esa promesa.

En cualquier caso, esa noche había descubierto algo: Cal no era el problema, sino ella, se dijo, y se levantó y entró en el bungalow.

* * *

Cal no estaba de ánimos para sentarse en el bar con Harris, y al final acabó paseando a la luz de la luna con un enjambre de pensamientos dándole vueltas en la cabeza.

No había entrado en sus planes besar a Megan esa noche, pero había ocurrido y, aunque el beso solo había durado unos segundos, su apetito no había hecho sino aumentar. De hecho, ni siquiera después del modo en que había reaccionado Megan lo había abandonado el deseo de llevársela a la cama y darle tanto placer que acabase desapareciendo el terror que la había asaltado.

Sin embargo, la reacción frenética de Megan le había abierto los ojos. No solo estaba agotada por el tiempo que había pasado trabajando en los campos de refugiados de Darfur. Y no estaba simplemente traumatizada por las cosas que había visto allí. No, le había ocurrido algo a ella.

Como no había cobertura no podía utilizar el teléfono móvil, pero en la recepción había unos cuantos ordenadores algo anticuados pero funcionales con conexión a Internet para el uso de los huéspedes. Se sentó en uno de los que estaban desocupados, accedió a su cuenta de correo electrónico y revisó los mensajes que había recibido. Luego se puso a escribirle un mensaje al director de personal de la Fundación J-COR solicitándole una copia de los informes de evaluación psicológica de Megan y su historial médico de los últimos dos años.

Se suponía que esos documentos eran confidenciales, pero como presidente de la fundación tenía el poder para pasar por encima de las reglas.

Había ido a África para hacer justicia por el robo del dinero y la muerte de Nick, pero no había contado con aquellas complicaciones ni con la inesperada fragilidad mental de Megan, ni con que él sentiría de pronto el impulso de ayudarla, de rescatarla. Ni mucho menos había contado con que se implicaría emocionalmente como se estaba implicando.

Algo despertó a Cal. Abrió los ojos y se incorporó. Cuando los sentidos empezaron a despejársele, oyó unos gemidos ahogados y movimientos bruscos que provenían del sofá.

Apartó las sábanas, encendió la lámpara de la mesilla de noche y se bajó de la cama. Cuando llegó junto a Megan, vio que se le habían enredado por completo las sábanas y que en medio de sus pesadillas se movía de un lado a otro, intentando liberarse.

–Megan… –la llamó suavemente–. Megan, despierta, estás soñando.

Visiblemente atormentada, ella siguió moviéndose y farfullando. Con cuidado, le desenredó la sábana de las piernas. Aquello pareció calmarla un poco, porque dejó de revolverse, aunque su expresión seguía siendo tensa y asustada. Cal alargó la mano y le apartó un mechón de la frente, que estaba perlada de sudor.

–No pasa nada –murmuró–. Estás a salvo. Estoy aquí, contigo.

Megan abrió los ojos y lo miró aturdida.

–¿Cal?

–Estabas soñando.

Megan sollozaba, nerviosa, y Cal recordó que cuando le había entrado el ataque de ansiedad en el hotel había dejado que la abrazara, y eso parecía haberla ayudado. Sin embargo, cuando la había besado se había puesto frenética, así que decidió que sería mejor no tocarla sin su permiso.

–¿Quieres que te abrace?

Megan vaciló, pero luego asintió, y la rodeó suavemente con sus brazos, apretándola contra su pecho. Ella se aferró a él como una niña asustada.

«Megan, Megan, ¿qué te asustó de esa manera? ¿Qué puedo hacer para ayudarte?».

Hacía algo de frío en la habitación, y al mirar el reloj vio que aún era demasiado temprano para levantarse.

–Deja que te lleve a la cama conmigo –le dijo–. Te doy mi palabra de que no voy a intentar nada. Allí estarás más cómoda y te sentirás más tranquila conmigo a tu lado. ¿Te parece?

Como ella no dijo que sí pero tampoco que no, la alzó en volandas, y ella se agarró a sus hombros. La depositó con suavidad sobre el colchón, la tapó, rodeó la cama para acostarse él también y apagó la luz. Aunque Megan estaba acurrucada lejos de él, notó por el movimiento de la sábana que aún estaba temblando.

–¿Estás bien? –le preguntó.

–Se me pasará.

–Cuéntame que estabas soñando.

¿Estaría presionándola demasiado? No estaba seguro de que Megan fuera a contestarle, pero después de inspirar temblorosa, finalmente habló.

–Había una chica que solía ayudarme cuando estaba en Darfur. No tenía más que quince años; era una chica muy guapa. Una noche salió del campo para estar a solas con un chico del que estaba enamorada. Fui tras ellos porque era peligroso estar fuera del recinto, por los yanyauid, pero cuando llegué era demasiado tarde.

–¿Los mataron?

–Mataron al chico. A ella la… la violaron. Nunca la encontraron.

–Y tú lo presenciaste todo.

–No pude hacer nada.

–Lo siento muchísimo, Megan, debió ser horrible.

Sin pensarlo, le pasó un brazo por los hombros y pensó que ella se apartaría, pero aquel gesto pareció calmarla y se acurrucó contra él.

–Duérmete –le dijo en un susurro–. Ya no tendrás más pesadillas; estoy aquí, a tu lado.

Megan suspiró, y poco después su respiración se hizo más suave y acompasada. Se había dormido.

Cal pensó horrorizado en lo que acababa de relatarle. Sentía una admiración tremenda por los voluntarios que trabajaban en los campos de refugiados. Era una labor que exigía valor, compasión, y la fortaleza necesaria para mirar a la muerte a la cara. Nunca hubiera creído que Megan tuviera esa fortaleza, pero era evidente que el tiempo que había pasado en Darfur le había pasado factura.

Había oído hablar de los yanyauid, mercenarios a sueldo del gobierno de Sudán, cuya misión era masacrar a la población negra. Conocidos como los jinetes del diablo porque iban a caballo o en camello, atacaban a los civiles inocentes y los asesinaban, les robaban y violaban a las mujeres.

Ahora que la mayor parte del trabajo sucio estaba hecho, los grupos de yanyauid se habían convertido en bandidos, y habían llegado incluso a robar los camiones de las Naciones Unidas que transportaban víveres y suministros a los campos de refugiados. Los refugiados tenían pocas cosas de valor que pudiesen robarles, pero si los yanyauid se encontraban con una mujer indefensa…

Megan había demostrado un valor tremendo al salir en busca de los dos chicos en mitad de la noche. Gracias a Dios que al menos había logrado regresar al campo de refugiados sana y salva. Quizá ahora que le había hablado de lo que había ocurrido pudiese empezar a reponerse.

Sin despertarse, Megan se movió para cambiar de postura. Cal observó su elegante perfil, recortado contra la almohada. La mimada reina de hielo a la que había conocido en San Francisco se estaba diluyendo en sus recuerdos.

Y cada vez le costaba más identificar en ella a la esposa florero, fría y acostumbrada a vivir por todo lo alto, que había llevado a su mejor amigo a suicidarse.

Él mismo había visto los cheques, las generosas donaciones de los actos benéficos de los que se encargaba Megan y que nunca habían llegado a la cuenta bancaria de la fundación. La firma que había visto en esos cheques era la de ella, pero ese dinero había sido desviado a una cuenta conjunta en otro banco, una cuenta a nombre suyo y de Nick. Los extractos informáticos iban al ordenador que tenían en casa, registrados a nombre de Megan, y para cuando se había descubierto el robo, aquella cuenta conjunta estaba casi sin un centavo.

¿Cómo podía no creer que había estado implicada en el robo? ¿Habría algo más que no supiera? Quería creer que Nick era inocente, o en el peor de los casos que había hecho aquello solo para complacer a su esposa, que siempre quería más.

Sin embargo, la mujer que yacía junto a él no parecía la clase de mujer capaz de manipular a su marido para hacerle robar. Sobre todo cuando el dinero en cuestión era dinero destinado a los refugiados a los que llevaba atendiendo ya dos años.

¿Habría provocado en ella un cambio la muerte de Nick, haciendo que se arrepintiera de su proceder en el pasado? ¿O tal vez siempre había estado equivocado con respecto a ella?

* * *

Megan se despertó sola en la cama. El bungalow aún estaba a oscuras, pero se oía el agua de la ducha, y por debajo de la puerta del cuarto de baño se veía luz.

Se incorporó y encendió la lámpara de la mesilla de noche. Entonces recordó que había tenido una pesadilla y cómo Cal la había calmado y la había llevado a la cama con él. Y no había tenido más pesadillas en toda la noche; increíble pero cierto.

Justo cuando estaba bajándose de la cama salió Cal del baño ya afeitado, peinado y vestido.

–Buenos días, dormilona –la saludó con una sonrisa–. Estaba a punto de despertarte.

–¿Qué hora es? –inquirió Megan con un bostezo.

–Las cinco y media. Harris quiere que nos pongamos en marcha a las seis, así que venga, ve a ducharte y a vestirte. Luego iremos a desayunar.

–¿Adónde vamos a ir hoy?

–Ya lo verás; es una sorpresa.

–¿Por qué insistís Harris y tú en tratarme como si tuviera cinco años? –protestó mientras entraba en el baño, y oyó a Cal reírse mientras cerraba la puerta.

Media hora después ya habían desayunado, y Gideon los esperaba fuera, al volante del Land Rover.

–¡Damas a bordo! –dijo Harris con mucho teatro, y le guiñó un ojo antes de sentarse junto a Gideon–. Si me lo permite, señorita Megan, le diré que está radiante esta mañana. ¿Lista para su sorpresa de hoy?

–¡Adelante con ella!

Megan saludó a Gideon y, al volverse para poner su mochila en la caja de la camioneta, tras el asiento, vio lo que parecía un pequeño bloque de cemento roto.

–¿Para qué es esto? –le preguntó a Harris con sorna, levantándolo–. ¿Para tirárselo a algún león que se ponga agresivo y nos persiga?

Harris se rio.

–No, lo utilizo como cuña para bloquear las ruedas del vehículo. Créame, si se pincha una rueda o se tiene que aparcar en una pendiente es mejor no tener que ir a buscar una roca. Puede uno encontrarse con una sorpresa desagradable oculta en esa hierba tan alta.

–Bueno, basta de cháchara y vámonos –dijo Cal, y subió atrás con Megan.

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