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Capítulo Siete

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Megan notó que Cal se tensaba, y por un momento se le encogió el corazón, pero él se recuperó rápidamente del shock, porque lo notó sonreír contra su boca antes de que tomara las riendas. Sus labios se fundieron con los de ella, y la besó de un modo tan sensual, que Megan sintió un cosquilleo delicioso entre las piernas.

El temor aún estaba ahí, adormecido en las profundidades de su conciencia, pero el beso de Cal la arrastró como la marea, y paladeó la dulzura de algo que creía perdido.

Al cabo, sin embargo, y demasiado pronto a juicio de ella, Cal puso fin al beso.

–No estamos solos –murmuró en su oído.

Megan miró hacia delante y se encontró a Harris vuelto en su asiento, mirándolos con una sonrisa divertida.

–¡Que me aspen! –dijo guiñándoles un ojo–. Ya sabía yo que antes o después acabaríais «entendiéndoos». Solo ha hecho falta una tormenta, una rueda atascada en el barro y una manada de búfalos.

–Vista al frente, viejo granuja –le dijo Cal con una sonrisa socarrona.

Cal la ayudó a volver a su asiento antes de hacer él otro tanto, y cuando estuvo sentado de nuevo a su lado le pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia sí.

El corazón a Megan le latía con fuerza mientras pensaba en el arriesgado paso que acababa de dar. ¿Significaba aquello que estaba recuperándose, o sería simplemente que se había dejado llevar por la emoción del momento?

Estaba ansiosa por volver a estar bien. Quería vivir sin miedo a las relaciones íntimas, poder volver a hacer el amor, e incluso tal vez casarse y tener hijos; eso era lo que siempre había querido.

Por primera vez vislumbraba un brillo de esperanza. Había luchado contra la atracción que sentía por Cal desde que lo había conocido, pero ya no había razón para seguir luchando. Su fortaleza la hacía sentirse segura, y aquel beso le había dejado una sensación maravillosa. Sin embargo, no estaba segura de que debiese arriesgarse más, sobre todo sabiendo como sabía la razón por la que Cal había ido allí. ¿Podía fiarse de que no intentaría manipularla o que no usaría su vulnerabilidad en su contra? La noche anterior se había portado muy bien con ella, pero no estaba segura de que pudiera confiar en él, ni de que ella no se dejaría llevar demasiado.

Durante el trayecto de regreso, Cal, calado hasta los huesos, estaba deseando llegar para darse una ducha caliente, ponerse ropa seca, cenar… y quizá algo más.

Megan iba acurrucada a su lado, y el contacto entre sus cuerpos era la única fuente de calor en medio de la incesante lluvia. Cuando le apretó suavemente el hombro con la mano, ella lo miró y le sonrió. Lo que había hecho había sido increíble, bajarse del vehículo a pesar del peligro para ayudarle con la rueda. ¿Cuántas personas en la misma situación habrían dado una muestra así de valor?

Y el beso, sin duda, había requerido también mucho valor. Después de la reacción de pánico que había tenido la noche anterior, aquel beso lo había pillado desprevenido. Hubiera sido cual hubiera sido su intención, a nadie le amargaba un dulce, desde luego, pero no sabía muy bien qué esperar en adelante.

Era evidente que Megan quería algo, pero no iba a presionarla. «Sé paciente», se dijo a sí mismo. Dejaría que tomase las riendas y la seguiría. Al fin y al cabo, ¿no había sido su intención seducirla desde un principio? Si eso era lo que Megan tenía en mente, estaba haciendo justo lo que esperaba que hiciera. Tal vez así conseguiría, tal y como había pensado, que se abriese y le contase la verdad sobre el dinero robado.

Todavía estaba lloviendo cuando llegaron. Gideon paró el vehículo delante del edificio principal. Harris pasó dentro, probablemente para entrar en calor en el bar con un vaso de whisky; y Cal y Megan se dirigieron a su bungalow.

Ya dentro, Cal se sacó un chelín del bolsillo y le dijo:

–¿Echamos a cara o cruz quién se ducha primero?

Mirándolo a los ojos, Megan le quitó la moneda de la mano.

–Es una ducha muy amplia –le dijo.

Cal captó el mensaje enseguida, aunque a Megan le temblaban los dedos cuando dejó la moneda sobre la mesita de la entrada.

Tenían la ropa llena de barro, así que pensaron que lo mejor sería quitársela dentro de la ducha, para que se enjuagara un poco. Megan abrió el grifo de la ducha, entró y empezó a desabrocharse la blusa con dedos temblorosos.

Cal, que estaba quitándose el cinturón, lo dejó encima del lavabo junto a su reloj y su cartera y fue con ella.

–Deja que te ayude –le dijo.

La oyó aspirar por la boca cuando le rozó uno de los senos con los nudillos. Tenía que ir despacio, se recordó. Megan estaba intentando poner de su parte, y lo último que quería era asustarla y que volviera a encerrarse en su caparazón.

Sus ojos pardos lo miraron nerviosos cuando acabó de desabrocharle la blusa y quedó al descubierto el sujetador, negro y de encaje. Cal reprimió un gemido cuando su miembro se levantó.

Se moría por acabar de quitarle la ropa, llevarla a la cama y hundirse en su interior, pero dejarse llevar por las prisas podía arruinarlo todo. Si quería hacerla suya, tenía que ser paciente y dejar que ella marcase el ritmo. Eso si era capaz de controlarse.

Cal tenía la camisa a medio desabrochar. Repitiéndose que no tenía por qué estar nerviosa, Megan le desabrochó el resto de los botones, hasta la cinturilla de los pantalones. Había estado casada cinco años; la desnudez y el sexo no eran nada nuevo para ella. Además, deseaba aquello, lo necesitaba. ¿Por qué entonces el corazón le martilleaba contra las costillas de aquella manera?

El chorro de la alcachofa arrastró el barro de la ropa, tiñendo de marrón el agua que caía al plato de la ducha antes de que se fuera por el desagüe. A Megan le recorrió un escalofrío de excitación cuando Cal le bajó la blusa por los hombros, la deslizó por sus brazos y la arrojó fuera de la ducha.

–Mírame, Megan –le dijo con esa voz aterciopelada, tomándola por la barbilla con el pulgar.

En sus ojos, que siempre le habían parecido fríos, ardían las llamas del deseo. Megan le puso una mano en la mejilla.

–Bésame, Cal –susurró.

Cal inclinó la cabeza y le rozó suavemente los labios. Aquel leve contacto hizo que una ráfaga de calor la invadiera, haciéndola aún más consciente de hasta qué punto lo necesitaba. Cuando los labios de Cal tomaron los suyos respondió al beso, y él la atrajo hacia sí. Su boca abandonó la de ella unos instantes para desviarse hacia la mejilla, el lóbulo de la oreja, el cuello… y después volvió a asaltar sus labios.

Cal le quitó el sujetador y lo arrojó al suelo, y luego hizo lo mismo con sus pantalones y las braguitas. Finalmente estaba desnuda en sus brazos. Se sentía algo avergonzada porque estaba muy delgada, pero a él no pareció importarle.

Cal tomó una pastilla de jabón, la frotó entre sus manos para hacer espuma y comenzó a enjabonarla, empezando por los hombros y bajando por la espalda. La tensión fue abandonando su cuerpo, y exhaló un suspiro. Cerró los ojos, y casi ronroneó de placer cuando las palmas de las grandes manos de Cal se cerraron sobre sus nalgas. La atrajo hacia él, apretando sus caderas contra las de él y, a través de los pantalones mojados de Cal, Megan notó su miembro erecto.

Un recuerdo difuso cruzó por su mente, avivando los rescoldos que dormían en su interior. Megan se forzó a bloquear el miedo. Quería que Cal le hiciese el amor, quería creer que podía curarse, lo deseaba.

Cal volvió a inclinar la cabeza para tomar sus labios y la besó con ternura y sensualidad.

–Quiero acariciarte todo el cuerpo –le susurró, girándola para colocarla de espaldas a él.

Sus manos jabonosas se deslizaron por los senos, acariciándolos, sopesándolos, frotándole los pezones con los pulgares hasta arrancarle un gemido de la garganta.

–Eres tan preciosa…

Una de las manos de Cal permaneció en su pecho, pero la otra se deslizó hacia su vientre y acarició el triángulo de vello entre sus muslos. Megan quería sentir el calor líquido que le provocarían sus dedos al adentrarse entre sus pliegues, pero cuando se movieron un escalofrío la recorrió, y cuando empezó a tensarse supo que estaba perdiendo la batalla contra sus miedos.

Quizá estaban yendo demasiado deprisa, pensó. Tal vez si fueran más despacio… Se volvió hacia él.

–Tú también necesitas enjabonarte –le dijo forzando una sonrisa–. Deja que te lave la espalda.

Ignorando la expresión ligeramente perpleja de Cal, lo hizo girarse, le quitó la camisa y la arrojó fuera de la ducha.

Tenía una espalda magníficamente esculpida, ancha, bronceada y musculosa. Megan se deleitó con el tacto de su piel, deslizando sus manos jabonosas desde los hombros hacia abajo. Poco a poco su temor fue disminuyendo. Si iban a hacerlo, se dijo, lo único que tenía que hacer era relajarse y dejar que la naturaleza hiciese el resto.

Megan alargó las manos hacia la cinturilla de sus pantalones, pero vaciló. Cal se rio, se bajó la cremallera y luego los pantalones junto con los calzoncillos para arrojarlos fuera de la ducha con el resto de la ropa.

–No pares ahora –le dijo–. Estoy disfrutando con esto.

Haciendo caso omiso al nerviosismo que sentía, Megan le enjabonó los prietos glúteos. Tenía un cuerpo perfecto, sin un gramo de grasa y perfectamente proporcionado. Cualquier mujer estaría encantada de irse a la cama con él. Sus manos acariciaron cada contorno, y pronto notó que la respiración de Cal se volvía entrecortada por la excitación.

A ella se le había disparado el pulso, pero no estaba segura de si era de deseo, o por aquel terror incomprensible que sentía desde aquella trágica noche en Darfur.

Cal se aclaró la garganta.

–Creo que ya tengo la espalda más que limpia. Si quieres lavarme el resto del cuerpo, soy todo tuyo. Sino, no tienes más que decírmelo, cerraré el grifo, e iré a por unas toallas. Estoy deseando secarte.

Megan bajó la vista a sus manos. El corazón le dio un vuelco al imaginar la erección de Cal entre sus manos, brillante como mármol húmedo. Sabía lo que Cal quería, y ella también lo deseaba, pero aquel terror sin nombre estaba volviendo a alzarse en su interior, paralizándola.

–Megan, ¿qué ocurre? –inquirió él, mirándola preocupado, antes de cerrar el grifo.

Ella había empezado a temblar. Se rodeó el cuerpo con los brazos. Llorar tal vez podría ayudarla, pero no había derramado una sola lágrima desde aquella espantosa noche.

–Lo siento –dijo con un nudo en la garganta–. Pensé que podía hacer esto, Cal, pero no puedo. Hay algo dentro de mí que no está bien, algo que no puedo controlar –bajó la vista al desagüe, deseando poder desaparecer por él, como el agua.

–Te enfriarás si seguimos aquí dentro –dijo Cal.

Salió de la ducha y tomó uno de los dos albornoces blancos que había colgados detrás de la puerta. Su dulzura enmascaró su comprensible frustración cuando se lo echó sobre los hombros. Megan metió los brazos en las mangas y anudó el cinturón. Poco a poco los latidos de su corazón iban calmándose, y para cuando se obligó a mirarlo, él ya se había puesto el otro albornoz.

–Esperaba que esto no pasase –murmuró Megan–, pero debería haber imaginado que pasaría. Me siento como una tonta.

–Agradezco tu sinceridad –le dijo él–. No querría hacer el amor con una mujer que no estuviese disfrutando.

–¿Ni siquiera si ella quisiese disfrutar? –inquirió Megan–. ¿Crees que quiero estar así, que me entre pavor cuando intento tener relaciones íntimas? Lo único que quiero es volver a ser una mujer normal. Por eso decidí intentarlo. Pero no ha funcionado. Ni siquiera contigo.

«Ni siquiera contigo…». Ya era demasiado tarde; aquellas palabras habían abandonado sus labios. El sutil cambio en la expresión de Cal le dijo lo que había interpretado al oírlas. No era simplemente un hombre más para ella; era un hombre que significaba algo.

A pesar de la tensión entre ellos por el suicidio de Nick y el robo del dinero, había cosas que admiraba de él, como su fuerza, su determinación… y eso le había hecho abrigar esperanzas de que pudiese aligerar parte de su carga y ayudarla a recuperarse.

–Ven, vamos a sentarnos.

Cal le puso una mano en la espalda y la condujo fuera del baño, hasta el sofá. Cuando se sentaron, él desdobló una manta que había sobre el respaldo y los tapó a ambos. Megan subió los pies al sofá y se acurrucó junto a él, apoyando la cabeza en su hombro.

–Hoy has estado increíble en el cráter –le dijo Cal–. Y lo digo en serio.

–Alguien tenía que ayudar.

Cal le pasó un brazo por los hombros, solo como un gesto amistoso, con la intención de reconfortarla.

–Eres una mujer muy valiente, Megan, y fuerte. Solo ahora estoy empezando a darme cuenta de lo fuerte que eres. Pero hay algo que te aterra, que te paraliza. ¿Cuándo empezaste a tener estos ataques de ansiedad?

–¿Ya está intentando psicoanalizarme, doctor Freud? –le espetó ella, apartándose de él y poniendo los ojos en blanco.

–Solo intento comprender qué te pasa. Y si pudiera ayudarte… Ese incidente con el que tienes pesadillas, cuando fuiste tras la chica y el chico y aparecieron los yanyauid, ¿cuándo ocurrió?

–Hace cinco o seis meses.

–¿Y dónde estabas cuando lo presenciaste? Si tenías miedo de intentar ayudarles…

–No, sí que estaba intentando ayudarles. Llevaba una pistola conmigo, pero antes de que pudiera usarla alguien me agarró por detrás y me la quitó. No podía moverme, ni gritar. Solo podía observar aterrada –Megan sintió que se le revolvía el estómago–. No me pidas que siga hablando de eso, por favor. No quiero hablar de eso.

Cal exhaló un suspiro.

–Está bien, solo una pregunta más: ¿cómo conseguiste escapar?

Megan tragó saliva.

–No lo sé. Quizá los yanyauid me dejaron marchar porque era americana. O quizá llegó alguien del campo de refugiados y salieron huyendo. Lo siguiente que recuerdo es que me desperté en la enfermería.

–¿De verdad no sabes qué ocurrió?

–Probablemente perdí el conocimiento y alguien me encontró. Es la única explicación posible que tiene sentido –agitada, apartó la manta y se levantó del sofá–. No más preguntas, Cal –le reiteró–. No quiero hablar de eso –fue hasta el armario donde había colgado su ropa–. ¿No es casi la hora de la cena? Me muero de hambre, así que si me disculpas voy a vestirme –tomó un par de prendas sin siquiera mirarlas y se volvió hacia él bruscamente–. Y lo de la ducha no ha pasado; no quiero que volvamos a hablar de ello.

* * *

Cal miró a Megan, que estaba sentada frente a él, charlando animadamente con Harris mientras cenaban. Desde que le había preguntado por el incidente en Darfur apenas le había hablado. Era evidente que sus preguntas la habían incomodado, pero, precisamente por eso, con más razón, sentía que tenía que llegar al fondo de aquella cuestión, aunque de un modo más sutil, por supuesto.

En la ducha había estado impaciente por hacer el amor con ella, pero ya cuando estaba desvistiéndolo había tenido la sensación de que Megan estaba forzándose demasiado. De hecho, para cuando se había derrumbado y había admitido que no podía continuar, él ya estaba preparado para dar marcha atrás. Como le había dicho, acostarse con una mujer aterrorizada no era precisamente su idea de pasarlo bien.

«Ni siquiera contigo». Aquellas palabras angustiadas de Megan regresaron a su mente, palabras que le habían revelado que no era simplemente otro hombre para ella. Lo deseaba, y saber eso hizo que se reafirmase en su determinación de ayudarla a liberarse de su miedo.

Se acordó de que ese día aún no había revisado su correo electrónico. Después de la cena se excusaría e iría al vestíbulo a conectarse a Internet para hacerlo. Ya deberían haber contestado al correo en el que solicitaba el informe de Megan.

Para cuando terminaron el postre estaba empezando a impacientarse, y se sintió aliviado cuando Megan aceptó la invitación de Harris de tomar una copa en el bar. Con la promesa de que se reuniría con ellos después, se dirigió al vestíbulo. Los ordenadores estaban ocupados por un grupo de turistas, pero en cuanto uno quedó libre se sentó y se conectó a su cuenta de correo.

Allí estaba el archivo con el informe, como había esperado. Sin embargo, era bastante largo, y no iba a leerlo en un lugar público, con un montón de gente a su alrededor esperando su turno, así que lo guardó en una memoria y fue a recepción a pedir que se lo imprimieran.

Luego fue en busca de un lugar más privado donde pudiera leerlo. Cerca del restaurante había una pequeña biblioteca, así que entró allí, se sentó en unos de los gastados sillones de cuero, y empezó a leer.

Las primeras páginas eran un listado de las tareas que había realizado Megan como voluntaria, una evaluación de su trabajo. Tuvo que pasar varias hojas hasta llegar a lo que estaba buscando: su historial clínico, que incluía un informe del médico sobre el incidente de aquella noche en Darfur.

Mientras lo leía, su espanto fue en aumento. «Dios mío… Megan, Megan».

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