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Con la música a otra parte
ОглавлениеHan transcurrido más de treinta años desde aquellos misteriosos episodios y, como supongo que los protagonistas ya no habitan el planeta, decidí contar esta historia.
Acabo de escribir “supongo que los protagonistas ya no habitan el planeta”, pero debo expresar, ya mismo, que, con cierta frecuencia, suele inquietarme la duda de si alguna vez lo hicieron.
Todo comenzó cuando cursaba las primeras páginas universitarias. La tradición familiar mandaba, y yo obedecía. Intentaron convencerme de que el sentido de mi vida era “ser alguien” en la sociedad. Aunque, lo que en realidad deseaba era recorrer el universo, o tan siquiera el país, guitarra al hombro.
Me apasionaba la música, en especial la que conocíamos como rock–nacional. Que, a la sazón, convertida en plaga incontenible, decenas de grupos reproducían en garajes y boliches, y algunas radios multiplicaban a máximo volumen por este sumiso sur de América. Contagiado, ansiaba difundir la enfermedad, personalmente, por los suelos que los hados pusieran bajo mis mocasines.
Una noche, dejé una nota a mis viejos y me fui de casa. Llevaba unos pocos ahorros, el producido de la venta –urgente— de mi añorada motocicleta, cajas de cigarrillos negros, mi guitarra y una mochila repleta de aventuras por desvirgar. Como creía en el azar, había seleccionado a ojos cerrados, e índice sobre, un lunar en el mapa: Villa Las Luces, en la provincia de. Una vez en la estación del ferrocarril –todavía existían—, adquirí el boleto que me trasladaría a ese sitio que, ingenuo, imaginé lleno de luz.
Tras cinco horas en tren, el guarda tocó sobresalto en mi brazo adormilado y, soltando inmortales palabras, dijo: “¡Joven. Joven. Despierte. Ha llegado a su destino!”. Jamás volví a ver a ese hombre. Pero, sin dudas, era un sabio. O un profeta. En el presente, seguro, alguna ermita perpetúa su nombre.
Bajé y miré hacia el caserío. Si ese era mi destino, era una porquería. La Villa, el pueblo, quedaba en mitad de la nada, en su exacto centro geográfico. Unos mil habitantes, escuela, iglesia, cementerio, cuatro bares–pulperías y una manada de policías. Lo demás: arena, piedritas y yuyos marchitos. Una especie de oasis seco en el apogeo del desierto. Promedio anual de lluvia: nunca. Mientras caminaba, especulé que mi primera canción se titularía “Polvo–rock”.
Al llegar, los residentes, los tal vez siete que había en la calle principal, la que transitaba, me miraron como si vieran a Alonso Quijano pasear por el pueblo. Después supe, en verdad de inmediato, que no se fijaban en mí sino en lo que colgaba de mi espalda.
Un hombre de mediana edad y de abdomen asaz más que mediano, desprendiéndose de los curiosos, se cruzó en mi derrotero y saludó al hacer la venia con mano derecha en la sien del mismo lado. Aunque lucía –es un decir— boina blanca, camisa amarilla, overol azul y alpargatas negras, se presentó como el sargento Costilla, a cargo del Destacamento Policial de Villa Las Luces. Saludé, enuncié mi nombre y apellido, pregunté por un hotel.
El representante de la Ley y el Orden, con un gesto de molestia que descifré como “Eso es secundario”, dijo, con su voz: “Lo que lleva en la espalda, esa funda, ¿tiene adentro una guitarra?”. Emulándolo, dije que “Sí” con la cabeza y, mientras un gordo murmullo se alzaba como una humareda desaprobatoria desde el sector de los fisgones, agregué, con mi voz: “¿Por qué lo pregunta?”. Para mi asombro, el sargento retrocedió medio metro e hizo el ademán de sacar un arma de la cintura. A mi vez, reculé un tanto y, cuando me disponía a correr, el tipo, quizá desilusionado al no hallar nada más que un lápiz en el bolsillo del overol, pero apuntándome con él, respondió, con contenida furia y tono de amenaza no contenida: “¡Porque en este pueblo está absolutamente prohibida la música, por eso! ¡Y, por lo tanto, está prohibido escuchar música, oír música, tocar música! ¡Por eso!”.
Presumo que trastabillé ante semejante declaración, y sospecho que me aferré del aire para no caer de bruces traseras sobre la tierra que pavimentaba la calle. Abrí la boca para dejar salir el grito de protesta que vomitaban mis entrañas, pero, el muy... energúmeno, no me lo permitió. Puso una mano, izquierda creo, sí, izquierda, porque con la otra aún blandía el lápiz, a centímetros de mis labios para hacerme callar, relojeó a los figurantes buscando consentimiento y, cuando lo obtuvo, largó un: “Así que ya sabe, che. Ni se le ocurra tocar esa guitarra porque si no me va a obligar a que se la decomise. ¿Está claro?”. No era una pregunta, era una orden. Afirmé un “Sí” con los ojos —todavía tenía la boca abierta—, repentino el rostro de halcón se volvió paloma y oí un condescendiente: “Bueno, nos vamos entendiendo. Pase, el hotel queda en la otra esquina”, y se hizo a un costado, cediéndome la ruta.
El hotel, seis habitaciones en planta baja —todo el poblado subsistía en planta baja—, más que hotel era escasamente un albergue no transitorio, pero se veía limpio y tranquilo. Bueno, en ese lugar, y sin música, la supervivencia entera sería, era evidente, muy tranquila. Tenía, no obstante, un inesperado encanto: Trilce. Trilce la chica a cargo del establecimiento. Trilce que indicaba que alguien, cuanto menos sus padres, había leído a Vallejo en esa aldea si no de Dios, olvidada de pentagramas y semicorcheas. Trilce, con mi edad, la de aquel momento, refulgía en ese silente sumidero cual una gota en un erial, es decir, como una gota en un erial.
Trilce, recibiéndome con una sonrisa de Luna en la cara y un kilo de azúcar en la voz, quiso saber mi nombre, vio el estuche pegado a mi espalda como una desmesurada joroba extraterrestre, guiándome enamorándome seduciéndome hasta la habitación más cercana al baño, el solo baño, del hotel. Trilce, enfiestándome la circunstancia y la vida íntegra, mostrándome la cama, abriéndola para que viera la perfumada pureza de las sábanas, señalándome el ropero, la silla y la ventana que daba al patio trasero. Trilce, indicándome que allí, al final del patio trasero, a escasos siete metros, se hallaba su cuarto.
Apenas una ducha rápida para quitarme la transpiración, nunca el polvo. Nunca el polvo en los días que padecí en ese averno sin armonías. Eso le pregunté a la linda mientras sorbía lento, bajo el café de sus ojos, el café dispuesto por sus manos de café con leche: “¿Por qué la prohibición de la música?”.
Juró que no lo sabía. Que “el asunto” había ocurrido antes de que la trajera la cigüeña. Que había crecido y se había desarrollado –y con qué formas— sin oír en su corta vidita un solo acorde. Que no había, en el pueblo o sus alrededores, artefactos que irradiaran música. Que las radios y televisores debían enmudecer ante el minúsculo amago de canciones o melodías.
Igual respuesta obtuve en cada sitio que indagué. Nadie, ninguno, ninguna, hombre, mujer, niño, niña, jubilados, jubiladas, empleados, vagos, jóvenes y no tanto, nativo o foráneo, cartero, bibliotecaria, cura, monjas, nadie, ninguno, ninguna, sabía de “el asunto”. O no quería saber. Ni contar. Pero “el asunto” ya me tenía putrefacto a las pocas horas de recorrer casas, ranchos, huertas y corrales. Iba a descular el enigma aunque me fuera la existencia en ello.
Con la guitarra en el ropero, fui a cenar al único comedor, no daba para restaurante, que vi en mis caminatas. Puchero del mediodía, y gracias que quedaba. Y con soda, “Gaseosas no, señor”. A resultas, mejor que el vino de la casa que pedí otro día que, como vinagre para las ensaladas, contentas las lechugas. Nadie, de los otros comensales, unos tres como máximo, me dirigió un “¡Buenas Noches!” ni tampoco palabra suelta. O atada. Se pasaron, el completo puchero con soda, observándome como si fuera Lucifer sorbiendo el tuétano de un caracú.
De regreso, Mirta, es decir, Trilce, compadeciéndose de mi situación de ermitaño errante, me invitó con un cafecito a siete metros de la ventana de mi habitación. En la suya.
Cuando el Sol se ponía las pilas y yo volvía, muy ufano, surcando las sombras claras a través del patio, un palo en la nuca me mató la libidinosa risita de golpe, de un golpe. Con la conciencia desbarrancada, y el inconsciente en cueros, logré, diminutamente, percibir que era aupado por media docena de brazos, tal vez más, y transportado un largo trecho. Luego, fui arrojado, estrellado con harta brusquedad, contra el piso que debió ser de roca imbatible porque, a pesar de los años, aún me duele el recuerdo. Acto seguido, fui pateado y pateado y pateado sin misericordia alguna por media docena de pies, tal vez más, durante dos o tres siglos hasta que dejé de sentir dolor, hasta que dejé de sentir.
Me reavivó un perro que, sediento, lamía baba de mi boca y sangre de mi cara. El Sol estaba ya en su cenit y, en lo alto, distinguí el rondar de una patota de chimangos que, defraudados, se alejaron en cuanto vieron que me movía. Me apoyé en el choco para levantarme y, sufriendo como un murciélago apaleado, a durísimas penas, en dos horas, conseguí recorrer las tres cuadras que separaban el hotel del descampado de la artera paliza.
Trilce maullando, llorando, abrazando, sosteniendo, desvistiendo, acostando. Trilce lavando, acariciando, sobando, curando, vendando, calmando. Trilce introduciendo gotas de caldo por lo que habían sido mis labios, y gotas de agua, y gotas de amor. Trilce.
Los rayos del día después, y las palomas de todos los días, me despertaron al unísono. Despegué los ojos, y vi la puerta abierta del ropero. Y la ausencia de mi guitarra. ¡Los malparidos, no satisfechos con molerme a patadas, también habían sustraído la guitarra!
Me vestí muy rápido, en unos cincuenta minutos, y caminé deprisa hacia la recepción. En media hora, estuve frente a la más diestra enfermera de la Tierra. Enfermerita. Me preparó un reconfortante café y, luego, como ya me sentía a la perfección, le pedí que fuera a buscar al sargento Costilla. Yo no llegaría ni a la vereda.
Costilla entró como Trilce por su casa y saludó más cordial. Esta vez, vestía el uniforme. Una lástima, el overol le quedaba mejor. Se mostró muy sorprendido por la pinta de gato atropellado por una aplanadora que ostentaba y le conté del ataque del que había sido víctima y del robo de la guitarra. También le informé que me había comunicado con mi señor padre, Juez de Cámara en mi provincia. Arrugó el ceño de manera muy policial y, ofendido, como si le hubiera insultado la madre, dijo: “Quédese tranquilo, yo me hago cargo”. Y se fue como si le urgieran los intestinos. Sin darme ocasión de que le añadiera que mi señor padre, por esos días, asistía a un congreso de juristas en Chile.
No he dicho, lo hago ahora, que el hotel se llamaba, quizá, si existe, todavía se llame: “Espergesia”. Había que reconocerlo, alguien había leído a Vallejo. Fumaba un negro. Pitaba nomás, porque no lo saboreada, el humo escapaba por los agujeros que las patadas habían cavado en las inmediaciones de mis pulmones. Repito, fumaba, aún sentado, miraba hacia donde minutos antes había estado Costilla cuando, el recién mencionado, e ido, o sea Costilla, reingresó. Bufaba calor por el lobby, bueno, vestíbulo, del hotel. Bufaba y sonreía, en simultáneo, hacia mí y hacia lo que traía aferrado.
En su mano derecha esgrimía el cadáver de mi guitarra. El cadáver calcinado, despanzurrado y supurante de mi guitarra. Los malditos la habían machacado a martillazos y, no satisfechos con el guitarricidio, la habían fusilado en llamas. Veloz, cubrí el cuerpo con el mantel más próximo, para apartar de mis ojos el negro esqueleto del amado instrumento que me había acompañado durante años. Y enardecido, con la voz encrespada de ira, le grité al infeliz que todavía sonreía: “¡¿De qué se ríe, animal?!”.
El tipo renovó el ademán de buscar un arma en su cadera, esta vez la llevaba, pero se contuvo, quizá pensó en mi padre el juez. Apretó los dientes y tragó saliva autoritaria, hurtó un cigarrillo de los que habían quedado sobre la mesa desmantelada, le dio chispa y explicó que los restos de mi compañera habían sido descubiertos, semienterrados, en un baldío. Que había actuado con diligencia y que ya tenía un par de sospechosos en perspectiva. Que no podía detenerlos sin pruebas, pero que intentaría hacerles pagar el precio del bien destruido. Le pregunté si los cosos esos eran los mismos que me habían agredido y respondió que no sabía, que tal vez, pero que, si no confesaban y no habiendo testigos... Y salió sin agradecer el cigarrillo.
Más tarde, sintiéndome algo mejor, le pedí a Trilce que me acompañara al cementerio, quería dar cristiana sepultura a lo que quedaba de mi guitarra. Le rogué que llevara el sudario–mantel —con su contenido— hasta mi cuarto y colocara los penosos restos en la funda que los ladrones, muy considerados, habían dejado en el piso del ropero. Luego, con la funda–ataúd en brazos, nos dirigimos al camposanto.
Elegimos un sitio libre contiguo a las tumbas más frescas, el más cercano a la tela de gallinero vencida, caída, que hacía de portón. Le tocó cavar a la pobre Trilce, yo apenas si pude sentarme a verla. Cuando la profundidad me pareció apropiada, deposité en ella el forro con su corazón de guitarra muerta y arrojé unos puñados de tierra sobre. La observé tapar. Y juntos rezamos un padrenuestro. Nos retirábamos, y para hacerlo avanzábamos, entre túmulos crucificados, por el sector más añejo de esa pequeña necrópolis emplazada en medio de médanos de escoria y espanto, cuando me di de ojos estaqueados con una inaudita y colectiva extinción.
Íbamos por ese laberinto de enterramientos remotos y casi sin querer, de soslayo, me fijaba en las fechas —borrosas de postrimerías— inscriptas en las lápidas, cuando choqué con aquel portento. Había más de veinte tumbas –después comprobé que, exactamente, treinta y tres— con gente fallecida el mismo día: 03–07–1945. ¿Qué pasó ese día? ¿Qué terrible fenómeno acabó con los suspiros de tantas personas en una sola jornada? ¿Qué sucedió en Villa las Luces ese tres de julio de mil novecientos cuarenta y cinco?
Trilce no tenía ni la menor idea. Tampoco la mayor. Nadie nunca había aludido a esa muerte plural. ¿Un pavoroso accidente? ¿Un incendio, tal vez? ¿Un terremoto? ¿Qué, por Dios, mató a aquella —poco menos que— muchedumbre a mediados del Siglo XX? Como en el cementerio no había encargado ni cuidador, solo difuntos volviéndose polvo perdurable en el polvo de la naturaleza, fuimos a ver al Delegado Municipal.
El hombre, cuyas facciones de cerdo faenado aún podría dibujar sin una verruga de error, pero cuyo nombre –como tantos cientos de vivencias— borró el tiempo con su infalible goma en mi cerebro, se encogió de hombros y dijo ignorar la causa de tantas defunciones juntas, que por esos días se domiciliaba en la Capital de la provincia, que el puesto se lo habían otorgado unos militares amigos de su padre y desde su mudanza, a mediados de los sesenta, nadie en la Villa le había mentado tal fúnebre sucedido. Que tal vez la señora de la Biblioteca Pública...
La Biblioteca Pública de Villa Las Luces, o sea el living del hogar de doña Isolina Nuncia Mendoza de Córdoba –ese nombre sí, no sé por qué, quizá por lo que tiene de provinciano—, poseía unos trescientos libros en muy mal estado y tres biblias protestantes donadas por algún turista anónimo. Y ningún diario antiguo. Ni actual. Nadie la había prevenido de que podrían ser útiles alguna vez. Los diarios llegaban cada día en tren y al día siguiente nutrían fogatas o envolvían huevos o, simplemente, basura. Y tampoco doña Isolina Nuncia tenía noción de esos muertos comunitarios. Que tal vez el señor párroco...
El cura Tranquilino Rodríguez nos recibió en la puerta de su vivienda, a un costado de la iglesia. Fue muy amable, pero negó saber detalles acerca del tendal de sepulturas con idéntica data en el boleto de viaje. Ni en las confesiones de los residentes de la Villa se mencionó, jamás, algo al respecto.
Sin embargo, había una diferencia con los otros interrogados, el clérigo sí tenía noticia del tema. A poco de llegar al pueblo, luego de despedir —para siempre— a un lugareño, había deambulado entre las tumbas y advertido la paquidérmica coincidencia de las fechas. Hacía unos quince años de eso. Cuando preguntó, tan solo obtuvo palabras vagas, imprecisas, elusivas. Más tarde, un feligrés ya finado, le había pedido —con mucho respeto— que olvidara la cuestión, que eran cosas del pasado de las que, mientras más desconociera, mejor. Que ahí eran muy creyentes de Dios y veneraban la obra del Papa y sus subalternos, que le aconsejaba que se ocupara de materias religiosas. En exclusiva.
Estaba, estábamos, en el hotel y hasta el pescuezo de misterios, cuando entró el doctor Bautista Verger y pidió un cafecito. Trilce, en tanto preparaba el brebaje, me susurró que el fulano era el único médico en la Villa desde que ella nació, por lo menos. Que tal vez... La mujercita anunció que el café era invitación de la casa y aproveché para presentarme e inquirir si sabía del fúnebre pastel que nos tenía sobre brasas y muy ampollados. El médico, como si la pregunta lo hubiera apestado de tisis instantánea, tosió siete veces de espeluzno, se quemó con el líquido oscuro, volcó el pocillo sobre el mostrador, miró hacia todos lados —incluso hacia arriba— y, murmurando disgusto por las manchas de líquido oscuro en la barriga, sacó una birome del bolsillo superior de la blanca chaqueta que exhibía, extrajo un recetario que publicitaba un laboratorio en la portada, desprendió la primera hoja, garabateó unas palabras en ella, la dobló unas veinte veces, dejó el cuadradito resultante bajo el platito, cabeceó un gracias por el café y huyó como si se fuera.
Alelados, nos miramos y miramos el papel receta que, desplegado, brillaba sobre la madera como una estrella fugaz desplegada. Trilce lo tomó y nos guarecimos a leer en la pequeña cocina donde engendraba deliciosos sándwiches de salame o de jamón crudo caseros en pan ídem. También de mortadela, más económicos, claro.
Bautista Verger si algo tenía de médico era, sin discusiones, la letra. Tardamos varios minutos en descifrar los jeroglíficos. Que nos esperaba en su consultorio, decía. A la siesta. Buena idea, convine, a esa hora ni las lagartijas se atrevían a dejarse ver por las harinosas calles de la Villa. Si hasta los árboles se tendían a descansar un buen rato.
A las quince en punto de la canícula, nos disponíamos a salir cuando el canario del timbre nos aturdió con sus trinos. ¿Quién? Y en plena siesta. Trilce fue a ver y no, no era una lagartija en busca de umbrío amparo, sí tal vez una víbora. Costilla, otra vez de civil. Irritados por la intromisión, y sin remedio, lo hicimos pasar. Pero no le ofrecimos sentarse. Lo hizo. Quería saber qué hurgábamos por ahí. Qué era lo que preguntábamos. Alguien le había ido con el chisme y nos pareció necio, y temerario, mentir. Así que le dijimos. Le dije. Que en ese pueblo de chiflados, no solo no se podía oír ni tocar música, lo que ya era una demencia incurable, sino que había más de dos docenas de espichados en un mismo día de los que nadie sabía nada.
Inevitable, invariable, reiteró el gesto de llevarse las manos a la cintura en pos de la pistola. También el de fastidio por no hallarla. Se irguió y vociferó: “¡Usted no tiene arreglo, che! No le bastó con la paliza, no le bastó con la guitarra y ahora quiere meter la nariz en lo que de ninguna manera le importa. ¡Deje a los muertos en paz o si no...! ¡O si no!...”, y mostrándonos la espalda del overol se fue difamando a mi madre en voz no muy baja, como si la hubiera conocido.
Por fortuna, Verger y su consultorio no vivían en la calle principal sino en una de sus paralelas, por lo que pudimos salir por la puerta trasera del hotel y evitar cualquier espionaje. Como previmos, ni un alma, ya humana ya reptil, observó nuestro desplazar. Golpeamos y el médico nos hizo pasar enseguida. Don Bautista, así le decía Trilce, tendría unos sesenta años, pero uno le daría nada más que setenta. La vida, en ese oasis inmundo, era dura aun para los de oficios lucrativos. O la soltería, quién sabe. Mi amiga había comentado que el médico era un gran mujeriego, pero, con el drama de que no había fémina disponible en toda la Villa, ni solteras ni viudas que le llevaran el apunte y menos todavía prostitutas acreditadas, los fines de semana viajaba a la Capital de higiénicas visitas, y en ello había dilapidado los ingresos de años de práctica profesional.
Siguiendo la farsa, como si alguien nos viera, nos condujo al consultorio –la casa de junto— por un pasaje interno, con gesto mecánico se colocó el estetoscopio, se sentó sobre la desvencijada camilla y, sin molestarle que estuviésemos parados, Bautista Verger despachó su oculto.
No creí un ápice de su relato. En cuanto comenzó a hablar, me empapó un baldazo de escepticismo y una enorme capa de suspicacia me aprisionó como una mortaja de lana. ¡Cómo creer semejante disparate! Y, para colmo, de segunda mano. Porque se lo habían contado. En circunstancias muy precarias, de exigua y difícil verosimilitud. En un acto casi de extremaunción, de última revelación, de expiación, con un aliento terminal, como una confesión de culpa previo al descenso a los abismos candentes. Por supuesto, enseguida el declarante había muerto. No podíamos confrontar la versión del médico. Únicamente aceptar su palabra. Su endeble –vesánica— palabra. Y aceptar, también, que quien le contó la de veras increíble patraña no deliraba, ni alucinaba sino que estaba en sus cabales y en incuestionable uso de razón. ¡Cómo creer semejante disparate!
Le dimos las gracias por confiarnos su fábula y, por más buena persona de trayectoria honrada y antecedentes intachables –si se omiten los lúbricos, claro— que fuera el Bautista ese, salimos a la calle con pena y defraudados. La Villa habría recobrado su ritmo habitual, dos o tres moradores deambulaban por ahí, así que dimos un corto rodeo antes de volver al Espergesia.
Esa noche, en el cuarto de Trilce, saciados por instantes, mientras saboreábamos una deliciosa grapa autóctona –esa muchacha sabía cómo quererme—, hicimos un exhaustivo repaso de los desvaríos narrativos no de Verger, resolvimos absolverlo, sino de su fuente.
Según los dichos in extremis, y poco menos que póstumos, de aquel desdichado, los sucesos serían:
El primero de julio del año del señor de mil novecientos cuarenta y cinco, a las seis y veintitrés de la tarde, en dos rumbosos ómnibus, la “Orquesta Sinfónica Alemana El Danubio Mágico”, compuesta por cincuenta y ocho intérpretes y dos directores, llegó a Villa Las Luces. En ese lejano instante, el pueblo contaba –si es que contaba bien— con unos doscientos habitantes. El arribo de sesenta personas, juraría, causó un auténtico escándalo. ¡Sesenta personas! Y de un solo envión. Tiene que haber sido un acontecimiento formidable.
Pronto las autoridades, ciudadanos, gentes cultas, analfabetas, vecinos, puesteros y paisanos, los individuos e individuas que se enteraron en definitiva, acudieron en masa, en masa de doscientos espíritus, a pispear, averiguar, chusmear, recibir. En el Espergesia no cabían ni de perfil, así que a alojarse en los generosos ómnibus, pero... Pero... ¿Qué hacen en este páramo? ¿Qué en Argentina? ¿Qué en un paraje perdido en el atlas del desierto gaucho? De gira, que andaban de gira por Sudamérica. Y si no existía un ámbito donde exponer su música y su talento. Gratis. A los que gustaran.
En el pueblo no habían visto jamás una orquesta, ni siquiera de dos miembros. Se dispuso que sí. Que se quedaran. Que darían con un ambiente adecuado. Y que ya les traerían comida, que con la ardua travesía tendrían hambre. Y don Isabelino Timoteo de Rosas, Delegado Municipal en esa época, ordenó confiscatoriamente que se faenaran los cuarenta chivos y las doce gallinas más rápido secuestradas y se asaran súbito para los ilustres bienvenidos.
Ahítos, repipones, los sesenta componentes se tiraron a dormir después de la comilona. En los susodichos transportes. Hasta el siguiente mediodía. Los reanimó don Isabelino T. de Rosas. Tenían el sitio. El galpón de Anunciato Fioravanti. Había que quitarle el olor a ajo, y ya.
En el atardecer del dos de julio del año del señor de mil novecientos cuarenta y cinco, a las veinte y veinticinco horas, el salón —donde se seleccionaba y embalaba ajo—, de Anunciato Fioravanti, no lo suficiente bien aireado, hervía con la multitudinaria asistencia de ciento ocho presencias y ningún vampiro. El resto del pueblo tenía mejores cosas que hacer.
Como entremés fue servido el canto de “Los Hermanitos Podda”, mitad cueca, mitad flamenco, mitad tango, mitad vals. Cuartos de mitad en la precisión. Y, como telonero de ya nomás empieza, la romántica voz local de Piñón Pintos, tonadero en ocasiones —como esa— y boxeador los feriados y fiestas de pelear.
Por fin, luego de que afables voluntarias rociaran lavandinas y alcanfor desodorante a diestra y siniestra, la “Orquesta Sinfónica Alemana El Danubio Mágico” inició su mise en scène surgiendo en aborigen fila por uno de los flancos del escenario, construido con cajones repletos de ajos listos para su expendio. Demoró unos minutos la instalación de atriles y partituras y, cuando estuvieron dispuestos, uno de los directores flameó su batuta por el ajado éter y se largó la esperada función de música clásica.
Media hora después del primer acorde, un hálito de encantamiento —denso como una niebla y tan invisible como Dios— se había apoderado de los espectadores, los ceñía, ahogaba, impregnaba. Como si la música estuviese embrujada, estaban atónitos, pasmados en sus asientos y callados como piedras sin voz. Estupefactos en cuerpos y almas no atinaban sino a oír y oír, fascinados, los armónicos sonidos que emitían instrumentos e intérpretes. De pronto, uno en el público, se levantó y comenzó a aplaudir con tal frenesí que semejaba haber perdido la cordura. De inmediato, el resto de la concurrencia lo imitó y, a continuación, un huracán de aplausos repicó en el salón una y otra vez, y otra, sin cesar, sin detenerse, sin pausa alguna, ininterrumpidamente. Y mientras el auditorio, de pie, aplaudía y aplaudía hechizado por completo, el director, guardó su varita mágica, accionó un novedoso y germano aparato de radio –novedoso en el 1945 criollo, por su menudo tamaño— conectado a los parlantes y disimulado bajo su atril mayor. Nadie lo advirtió. Los habientes continuaron oyendo un programa de música clásica como si fuera real, en vivo. Y aplaudiendo a rabiar.
Al segundo, los artistas abandonaron sus posiciones en planificado ardid. Algunos revisaron las ropas de los pobladores, apoderándose de dineros y joyas. Otros, el grupo más numeroso, partió a saquear y desvalijar las viviendas vacías más próximas y, al final, una caterva de menor cuantía se dedicó a toquetear, desvestir y violar a las damas oyentes que más les atraían. En tanto, el resto de los en verdad hipnotizados asistentes proseguía impertérrito con su batir de palmas. Tan impasibles como si estuviesen aletargados en vertical. O no estuviesen.
Cuando las frías estrellas del invierno del tres de julio de aquel año brillaban su plenitud de luciérnagas cósmicas, el boticario don Bernabé Lehmann, un fulano que no apreciaba las orquestas alemanas, maliciándolas de nazis en la clandestinidad, y por lo mismo ausente en el concierto, extrañado de la no vuelta de su esposa Mariela Vistalba, fue hasta el galpón de los ajos. A investigar la demora. Era la una de la madrugada.
El horror le magnetizó los ojos como la música a sus vecinos y amigos. El espectáculo era terrorífico. Decenas de personas aplaudían de pie con manos ulceradas, rajadas, literalmente consumidas, sangrantes hasta los huesos. Aplaudían a nadie. Y una docena de bellas mujeres desnudas, atiborradas de machucones y moretones, con las piernas abiertas al desastre, veían hacia el techo como si esperanzaran un piadoso cielo. Notó la radio, y la apagó. Fue ahí que los concurrentes comenzaron a sacudirse como si resucitaran. Los gritos de dolor colmaron el galpón de Anunciato Fioravanti, mucho más que el olor a ajo.
El boticario había llegado tarde. Es decir, preservó muchas vidas con su aparición, pero tarde para Ambrosio Mémoli y Benigno Luján, dos varones de treinta y cinco y cuarenta años respectivamente y una señora, doña Gerarda Messi, de cincuenta y nueve. Los tres habían expirado de sangría incontinente. El resto pudo ser salvado por don Bernabé y el pueblo todo que obró de practicante de primeros auxilios con lo que hubiera: vendas de sábanas, curitas de cintas algodonadas, gasas, torniquetes de piola y sogas, alcoholes, aguardientes, perfumes, agua fría y demás balsámicas medicinas de emergencia. Se hizo lo que se pudo, que fue bastante.
Como a las seis de la mañana, un escuadrón de villalucences se reunió entre ginebras y avemarías. Había que encontrar la maldita orquesta de brujos malignos y darle un escarmiento. No estarían muy lejos que digamos. Se complotaron y se organizaron. Una legión fue hacia el este en chatitas, camioncitos, caballos, bicicletas, sulkys, carretelas y corriendo. Otra legión fue hacia el oeste en chatitas, camioncitos, caballos, bicicletas, sulkys, carretelas y corriendo. Todos armados hasta la frente con palos, palas, hondas, cuchillos, facones y piedras. Hacia el este o el oeste porque no había otros rumbos para llegar o salir de la Villa. Salvo el tren, claro. Que lo hacía de norte a sur.
Los descubrió la partida del oeste. Eran las siete y diecisiete de la mañana del tres de julio. Los divisaron desde lejos. Los dos ómnibus dormían, al amparo de unos sauces marchitos, a unos cien metros del camino. El Sol ya jugaba piedralibres a esa hora. Un valiente, pico empuñado, fue y volvió, en cinco minutos. A ojos avizores, descansaban sus excesos, pacíficamente desprevenidos.
Se hablaron con las miradas. Y, sin más, se dedicaron a juntar ramas secas, palitos, leña y yuyos. En el más mudo de los silencios, acarrearon lo colectado y lo dispusieron alrededor de los vehículos. Alrededor y debajo. Un muchacho encendió el fósforo. La muda turba se alejó unos cuantos pasos. Desde esa estrecha distancia, contemplaron la gigante hoguera. Escucharon arder aullidos. Achicharrar lamentos. Y, un prolongado después, nada.
El olor a asado se propagó por médanos y secanos y llegó como bandada de jotes a Villa Las Luces. Bosco Agüero lo hizo a la media hora. Los vientos pestilentes fueron más veloces que su zaino. Narró los hechos y el fuego. Unos once propietarios de camionetas y furgones cargados con tachos cargados con agua fueron guiados por Agüero hasta el lugar de los hechos y el fuego.
Sesenta cuerpos, primero incendiados y luego mojados, fueron trepados a los rodados. Sesenta cadáveres fueron llevados al cementerio y enterrados sin velatorio, al atardecer. Sin rezos.
A mediodía, habían sido sepultados Ambrosio Mémoli, Benigno Luján y Gerarda Messi. Con rezos.
Como la cuenta no me daba, le pregunté al doctor. Respondió que los mártires locales habían sido inhumados en solitario. Los otros, los exmúsicos, de a dos por fosa. Para ahorrar esfuerzo. Y por odio. Entonces sí aprobé el inventario. Había visto treinta tres tumbas roídas por el acaecer sinfín.
Semidormidos, agotados de amor –y por la revisión del cuento de Verger—, amanecimos en brazos de caricias.
Con los mates del desayuno, mientras digeríamos la descripción del médico, empachados de suspicacias, no podíamos creer tremenda masacre de justicia por mano colectiva y tampoco la existencia de aquella maléfica y tenebrosa orquesta. Tomé una determinación. Tomamos.
Bautista Verger, de impoluta chaqueta y estetoscopio al cuello, yerbeado en ristre, en la puerta de su casa-consultorio, hablaba con un par de perros —en apariencia muy sanos— cuando le dimos los “¡Buenos días, doctor!”. Miró, vigilante, hacia los tres cardinales y nos hizo pasar.
Sin antesalas, buen disgusto para un médico, le disparé: “¿Tiene alguna prueba de lo que nos contó?”.
El hombre pateó los perros que habían ingresado con nosotros, asomó la estetoscopiada cabeza por el vano, cerró la puerta, dejó el jarrito desyerbeado en cualquier mueble y, al musitar, dijo: “Véanlo a Aranzazú Domínguez”. Y se fue, como quien se esconde, al interior de la vivienda–consultorio.
Aranzazú Domínguez, comentó Trilce, era el hombre de más edad de Villa las Luces. Algunos le daban más de cien años. Otros, ocho o diez más. Vivía en la loma de la, a unos diez kilómetros del centro. Del centro del pueblo. ¿Qué hacer? ¿Y sin taxis?, rumiaba, cuando, por detrás de la morada-consultorio, por el polvoroso callejón, brotó Bautista Verger con un sulky magníficamente acondicionado y más confortable que cualquier Torino confortable de los setenta, de dos ruedas, claro. Arriba de un sulky magníficamente acondicionado y más confortable que cualquier Torino confortable de los setenta, de dos ruedas, claro. Alentando un: “¡Vamos!”.
Nunca olvidaré lo que nos contó el médico mientras piloteaba aquel vehículo de tracción a sangre y un solo caballo. Dijo que el matungo que nos remolcaba, al sulky y a nosotros, había tenido dos hermanos. Que cuando los arriaban hacia la Villa habían sufrido un accidente viéndose obligados a acampar a la intemperie. Que, la primera noche, el par de equinos había sido asesinado por un puma cebado. Que habían estado dos semanas sin ver a nadie hasta que los rescataron. Que en esos catorce días se habían alimentado de los cadáveres de los parientes consanguíneos del caballo. Que, en consecuencia, el animal había sido bautizado “Dos veces”. Aclaró: “Dos veces” porque tales eran las oportunidades en que se había salvado, una de que lo matara el puma y la otra de que se lo comieran ellos.
El puesto de Aranzazú Domínguez era un ruinoso rancho de adobe y cañas. Unos cincuenta chivos nos ladraron como perros guardianes en cuanto nos avistaron. El sitio hedía a peste del Infierno, de un Infierno de heces de chivos encorralados. Era tal la fetidez que, cuando encendí un cigarrillo para aliviarla, Trilce y Verger me pidieron sendos. Y ninguno de los dos había fumado en su vida. No hizo falta que llamáramos, Aranzazú Domínguez, alertado por los chivoscanes, emergió por la puerta sin puerta de aquella tapera. También fumaba.
Descendimos del carruaje y, a instancias del anfitrión, nos reunimos bajo un aguaribay que olía a pimienta recién molida, la única sombra en leguas a la redonda. Aranzazú Domínguez que, con el rostro apergaminado, casi momificado, honraba los rumores de sobrepasar el siglo de vida, saludó con mucha deferencia al médico tratándolo de “Amigo Compadre Doctor” y nos miró con indagadores signos de interrogación en sus ojos líquidos. Bautista, serio, fue hasta el sulky, a diez trancos, y volvió con cinco paquetes de yerba que entregó al matusalén, desgranando un: “Compadre amigo Aranzazu, por favor, hágame la gentileza de mostrarle las manos a estos jóvenes”. Raudas, nuestras pupilas, las de Trilce y las mías, se zambulleron en dirección de las manos del anciano.
Ahí caímos en que las tenía en los bolsillos del pantalón bombacha, también de hacía más de un siglo, que usaba. Pero no las sacó. Se limitó a evaluar la calva del médico y luego, con un leve movimiento de arrugas, el horizonte de arena que nos circundaba, como si de improviso se hubiera quedado sordo. Verger, que continuaba serio, dio un paso y retomó los paquetes de yerba cobijándolos entre sus brazos. Y, después de una tensa espiración, insistió: “Vamos, amigo mío. Es importante. Deje que vean”.
Aranzazú Domínguez, refunfuñando ininteligibles y procacidades que también, desembolsilló sus manos y, suave, retiró los paquetes de los brazos del médico. En la maniobra, advertimos que calzaba gruesos guantes de cuero de cabra —qué otros— en ambas extremidades. Una vez que colocó los paquetes de yerba entre sus piernas, asegurándolos, el añoso hombre extendió los brazos hacia nosotros y desvistió sus manos. Y vimos.
Regresamos sin decirnos. Tampoco “Dos veces” pronunció palabra. Ni un mínimo relincho. Cuando el médico nos dejó en la puerta del Espergesia, saludó un “Mucho gusto” que me sonó a un “Querías pruebas, ahí las tenés... ¡estúpido!” y, con una sonrisa inolvidable, partió azuzando al matungo.
Han pasado más de treinta años desde aquella sonrisa. He guardado el secreto hasta hoy. Un secreto insoportable.
Con mi esposa, dudamos si contar esta historia a Trilce, nuestra hija que cursa la Carrera de Música en la universidad. Seguramente pensará que estamos locos. Por eso decidí garabatear estas páginas, algún día me animaré a dárselas.
Durante décadas he lamentado no haber llevado aquel día una máquina fotográfica. Con una sola imagen hubiera bastado. Y Trilce, hermosa evidencia de que las pesadillas también son sueños, sabría que no fantaseamos. Que las manos de Aranzazú Domínguez no eran manos sino huesos. Puros huesos descarnados.