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El encierraclientes

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“Al Dr. Manuel Alejo Croce

Presidente Editorial Multilibros S.A.

Avda. Corrientes 348 — 2º Piso

Ciudad de Buenos Aires

S_____________/____________D

Manu, mi querido amigo, mi cadáver no existe, jamás podrán encontrarlo.

No sé cuándo verás estas líneas ni en qué circunstancias. Pero quiero que sepás la verdad. No creás nada de lo que dicen. O dirán.

Tal vez, tampoco a mí.

Nunca te hablé de mi auténtico trabajo. No podía hacerlo. Ahora sí. Porque todo ha cambiado.

Ha cambiado mi vida. Y ha cambiado mi muerte.

A pesar de que nuestra relación, epistolar en gran parte, fue rica y bienhechora, y de que constante has estado en mi memoria, dejé de escribirte por una decisión de especial prudencia. Cuando terminés este mamotreto, entenderás.

Sin embargo, mi corazón suspiró alegrías al leer tus preocupadas palabras. Hace bastante, contraté una casilla —en el Correo Central de la ciudad— con la característica de que se conservara allí la correspondencia a mi nombre, cualquiera fuese la dirección anotada en el sobre, y por tiempo indeterminado. De tanto en vez, bajo a revisar. Fue así como di con tu carta de hace unos meses. Y, bendito sea el azar, me enteré de que cumpliste tu sueño de ser editor. Un destino que, sin duda, llevabas impreso en los genes.

No puedo acertar tu edad actual. Sos menor que yo. ¿Cuántos años? ¿Tuviste hijos, tal vez nietos y bisnietos? ¿Aman ellos los libros —y las mujeres— como vos? ¿Cómo siguió tu vida, querido Manu? Contáme en la próxima.

Agradezco, mucho, tus cálidos deseos de que el asunto fuera un error. Me decís que te hallabas en Francia cuando te llegó la noticia de mi fallecimiento. Estoy vivo, amigo mío, y lo estaré largo tiempo.

Hubo un accidente, sí. Iba a Chile por negocios, el avión tuvo un fatal desperfecto y se incendió al aterrizar. No hubo supervivientes. Mis datos figuraban en la nómina de vuelo. Pero, excepto el susto, no sufrí daños. Sin testigos, salí de la destrozada nave y retorné a casa por otros medios.

Recuerdo, con placer, aquellos años de la adolescencia y nuestra amistad inoxidable, los picnics y paseos por el Parque, los cafés en las confiterías de la Avenida San Martín, los libros, revistas y amiguitas compartidas. Los primeros bailes. Los primeros besos. Luego, la vida. Vos viajabas por la cara del planeta y escribías jugosas crónicas sobre estallidos y revoluciones. Yo seguía tu carrera desde mi empleo público. Igual supimos mantener contacto postal y contarnos las experiencias. Igual logramos salir incólumes —en lo físico, digo— de los años de plomo y espanto que desangraron la patria.

Estoy feliz porque sigás apegado a los libros. Ya sabrás el motivo.

A continuación, te confieso algunos inconfesables…

Hace casi cincuenta años, por estos mendocinos lares, ocurrió un hecho extraño —extraño es la palabra—. Un hombre proveniente de Estambul y de Tunuyán, que decía descender de Salomón y María, de Isaac y Rebeca, de Jacobo y Raquel, fue detenido por un extraño —extraño es la palabra— delito. Solía encerrar clientes en su librería. Una y otra vez. Hasta siete veces siete.

La policía de entonces, ante las siete veces siete denuncias, lo puso entre rejas. Y lo acusó de secuestro pernicioso. Decían que exigía que los ingenuos cautivos le compraran al menos un libro para concederles libertad. Aunque criticable, un sistema de ventas efectivo y original.

Interrogado, se supo que varios tantos sordo. Ochenta y tantos por ciento del oído izquierdo. Noventa y tantos del derecho. Y también poeta. Cien por cien.

“Que no se había dado cuenta ninguna de las siete veces siete”, arguyó. Porque, además, distraído probado. Doscientos por ciento.

Lo dejaron libre. Era inimputable. De cualquier mal.

A la semana de su excarcelación, desapareció.

Pero no “Lo había tragado la tierra”, como alarmaron las planas. Su esfumación resultó ser corolario de un complot muy particular.

Siete de sus víctimas de privación ilegítima de la libertad, conspiraron y confabularon hasta que ejecutaron una inaudita venganza. Un oscurecer, cuando la noche empezaba a desnudarse sobre la ciudad, lo esperaron a la salida. Le propinaron propina con una culata en la cabeza, lo metieron en un auto y.

Los tipos —había encerrado a varones en exclusiva—, lo llevaron a una cabaña en Potrerillos. No cualquier cabaña, sino una que habían enrejado de pies a techo y colmado de libros. Que escarmentara. Que penara como ellos. Pero no por largos minutos, sino más. Y allí lo dejaron, preso entre libros y a agua. Porque ni siquiera pan.

Consumido un mes, cuando quizás era demasiado tarde, la policía entró a la cerril construcción. Para estupor de los esbirros del Orden, para asombro de bomberos y médicos auxiliares de por si acaso, Dalmiro Flichman estaba vivito y sonriendo. Lucía rozagante y —no siendo precisamente un fulano acostumbrado a regalar— regalaba macanudo semblante y buen humor. Preguntado por la prensa, se limitó a responder, con apretada ironía: “No solo de agua vive un hombre”.

Flichman, habituado a la palabra “piedad”, decidió no hacer cargos contra sus captores y el tema cayó, manso, en la amnesia periodística, hasta extinguirse.

Al mes, los jefes me dieron el caso. Querían saber todo, pero, en lo básico, aspiraban a dilucidar dos intríngulis: a) Cómo había sobrevivido —y de modo tan espléndido— sin sustento, un mes íntegro y, b) Por qué razón no había acusado a los autores de su clausura y tampoco exigido retribución monetaria, siendo que apenas tenía ingresos. Algo olía mal en Mendoza y debía averiguar la causa.

Fui a la seccional que había llevado la investigación. Me facilitaron los antecedentes de Dalmiro Flichman y el sumario. Supe así que no había sido muy difícil dar con la cabaña puesto que pertenecía a un familiar de los conjurados. Y que el librero tenía medio centenar de inviernos en su alma, y el prontuario de un bebé de tetas. Con omisión de la de encerrar clientes, no constaba allí ninguna infracción legal. A menos que consideráramos que casarse cuatro veces —con pertinentes divorcios entre— y haber vivido en concubinato con tres damas —de a una por chance, claro—, lo fuere.

Leí sus libros, indagué entrevistas, notas publicadas, currículo social y profesional y, discreto, entre sus conocidos más frecuentados. Me anoticié de que usaba florido pañuelo a rajacuello, de que era buen hombre y mejor amigo, brillante poeta, gran bebedor, cocinero envidiable, pésimo jugador de billar, neófito en deportes, mediocre narrador de chistes judíos y colosal fumador. Flichman comenzaba a caerme bien. Un solitario detalle me espinó: amaba el folclore. Los argentinos tenemos muchos defectos, pero ese era imperdonable. Sin tal, quizás hasta hubiera merecido mi simpatía.

Saciado de información, ya preparado para conocerlo, fui a la librería. No estaban. Él ni la librería. Tampoco había libros, muebles, carteles, folletos o avisos oportunos. Nada. Nada más que un local vacío. En el bar de enfrente, relataron que Flichman había pagado su última semana de cafés con una enciclopedia incompleta. Y que se había despedido con la promesa de un futuro poema dedicado al personal del menudo rincón. No, ni por qué ni adónde.

Mis jefes, indignados por lo que barruntaban una artimaña de Flichman destinada a ridiculizarlos, triplicaron viáticos, proporcionaron ayuda científica y experta, me libraron de otros casos y solicitaron lo encontrase sin reparar en medios ni gastos. Sin eufemismos: lo ordenaron so pena de voluntaria renuncia involuntaria al servicio. Y chau, jubilación.

No te he contado, mi querido Manu, que por esa época —Gardel aún vivía— revistaba en la SIAE, Secretaría de Investigaciones de Asuntos Extraños. Pesquisábamos cada suceso, cada fenómeno “raro” que acaeciera. Con fines desconocidos. Al menos por mí. Pasábamos por ser una negra —más allá del gris— oficina de ignotas funciones, dirigida por anónimos funcionarios que respondían a un inexistente organismo oficial de dudosa ubicación, ubicado en una de las trastiendas del edificio de Turismo. Pero, en lo formal, no te mentí. Era un verdadero “empleado público”.

Te aclaro, antes de que lo presumas, que la oficina ni mi empleo tuvieron en absoluto relación política ni ideológica con los gobiernos de turno. Nuestras funciones eran tan ocultas e ignoradas que jamás nadie las conoció. Además, cuando el feroz genocidio sangró esta tierra, ya no pertenecía a la Secretaría y estaba inmerso en otro tema y en otro tiempo y lugar. Ya te enterarás.

Los años se deshojaron, cada uno en pos del anterior —inútiles—, hasta sumar diez. Pero, a la semana de cumplirse esa década de improductiva búsqueda, di con el paradero de Dalmiro Flichman. La pista que me llevó a su hogar fue, de veras, una corazonada de casualidad. No puedo decir como en las novelas: “Cuando ya me había olvidado de Flichman...”, porque nunca me olvidé de él. Pero sí que había desistido de encontrarlo. Algún accidente no denunciado, algún naufragio aéreo o marítimo con muchas víctimas no identificadas, algún incendio colectivo, algún terremoto e inclusive algún tsunami. En fin, que apostaba que, por alguno de esos “algunes”, ya no lo vería. Perdí la apuesta.

Sabés, Manu, que, de tanto en tanto, tomaba unos días de vacaciones para imaginar que descansaba y que, por lo general, elegía sitios bastante tranquilos. Bueno, fui un fin de semana montaña arriba, a un pueblito llamado Villa Las Luces. Escaso de habitantes y de comunicaciones. Unas tres horas en auto.

A pie, daba una vuelta por el agreste paraje cuando, en el atrio de la iglesia, descubrí una exigua reunión de vecinos. Curioso, ¿qué tratarían?, me acerqué y resultó ser una feria de platos. Los pueblerinos exponían sus frescas obras culinarias y un jurado, tras probaditas varias, daba el fallo in situ. Al entrometer mis oídos en las voces, advertí que eran quejas. El ganador no se había presentado e interpretaban la cuestión como una falta gravísima por lo que, luego de deliberar, se revolvió anular el veredicto y otorgar el premio al segundo concursante seleccionado. Una señora muy aseñorada, riendo muelas impolutas —y postizas—, pasó al frente y, entre aplausos, recibió la distinción.

Cuando el grupo se dispersaba y comentaba el acontecimiento, oí el nombre del falluto inasistente: Oscar Poe. Y el corazón, por muy poco, no se me desparramó en pleno atrio. Cerré la boca. Busqué, y hallé ahí nomás, una placita con cinco bancos y me senté a la sombra de un aguaribay. No podía ser otro. Flichman era fanático de Edgar Allan y de Wilde. Suponía que había cambiado el nombre y suponía que debía ser un cambio literario, pero jamás supuse que estaría tan cerca de la ciudad. Claro que en ese pueblo... ¿Quién lo encontraría? Y, más aún, cuando lo vi en persona... ¿Quién lo identificaría?

Pregunté al cura —después supe que se llamaba Tranquilino Rodríguez— la dirección del tal Poe. Respondió que el señor de mi interés no había ido a comulgar ni por error y que no asistía a misa ni para Semana Santa. No hacía falta que aclarara, Flichman era ateo de nacimiento. Sin embargo, sí me indicó adónde encontrarlo. Era muy lógico, qué imbécil. Me reproché no haberlo deducido y evitar mostrarme ante el ensotanado. El bar de la Villa quedaba, si atravesaba la microscópica plaza, a dos cuadras.

Flichman no me conocía, entré sin precauciones. Los domingos solían vueltear por el pueblo algunos turistas, así que nadie se fijó en mí. Tampoco él. Pero... ¿Era él? ¿Ese hombre era Flichman?

A hurtadillas, eché una ojeada —tal vez la millonésima— a la fotografía que portaba en el interior de mi gabán. El hombre en mi bolsillo, semejaba el padre del Flichman que se hallaba a tres metros bebiendo ginebra. Este, que había sido un hombre salido de carnes, se veía delgado como un deportista flaco. Su cabello tupido y blanco como una brocha de cal blanca, era ahora castaño oscuro y su larga barba nívea se había evaporado. Su tez, amarillenta y venada, relucía fresca como la de una manzana silvestre. No solo no había envejecido en los años transcurridos. Parecía un fulano de... ¡De unos cuarenta y algo!

¿Qué cuernos había sucedido con Flichman?

Imitándolo, pedí una ginebra, desplegué el diarucho regional que llevaba, me dediqué a estudiarlo. El tipo no había notado mi presencia. El tipo estaba por completo ausente del bar. El tipo hablaba bajito con una silla vacía a su costado. ¡El tipo estaba chiflado!

En su recorrido, mis ojos toparon con un atado de sus religiosos negros —la única religión que él practicaba— y una caja de fósforos. Decidí moverme. Me levanté, me detuve junto, le pedí fuego y exhibí uno de mis rubios como excusa. Tardó en regresar. Pasó sus manos por el pelo con frenesí, despeinándolo. Pero el cabello tornó de inmediato a su emplazamiento original. Repetí la solicitud, con voz un tono más alto, acababa de recordar que el sujeto carecía de audición normal. Me miró de botas a calva embrionaria. Me miró con morosa calma. Por fin:

—Sírvase —dijo, como si recitara un extendido discurso y, cansado, señaló la caja de fósforos.

—Gracias, señor —hablé de nuevo. Tomé la caja. Abrí. Saqué un fósforo. Raspé su cabeza en el áspero trasero de cartón. Encendí. Devolví. Fui a mi silla. Y, al pitar, desocupé la copa.

Cuando me atreví a mirar, Flichman, con pasos de muchacho, salía del local. Su copa, vacía, aún vibraba.

Lo seguí con el disimulo posible en un poblado de doscientos residentes y, donde a esa hora, plena siesta, hasta las moscas dormían. Unas quince cuadras más tarde, ya lejos del “casco céntrico” ingresó a una cabaña, que más que cabaña parecía un hotel en forma de. Vivienda amplia como un palacio la suya. Dominaba, por lo menos, media manzana de las citadinas.

En cuanto puse pie en el porche, la puerta se abrió. También su voz:

—Así que me encontró nomás —afirmó y: —Pase, pase —invitó.

—¿Cómo se dio cuenta de que...? —respondí, pregunté, al entrar.

Tardó en contestar, me señaló un confortable sillón–hamaca, fue al bargueño, sacó un porrón de cerámica bien folclórico y sirvió dos vasotes de ginebra. Hasta el borde. Me alcanzó uno y se sentó enfrente, en otro sillón–hamaca, no tan confortable. De amable nomás, me había cedido el suyo. Bebimos en silencio. Prendí un cigarrillo. Tragué humo, y aguardé.

—Por eso —dijo de pronto—. Porque ella lo vio ocultar el encendedor antes de pedirme fuego...

Y, mordiéndose, selló sus labios con engrudo de saliva, penando porque el pensamiento le hubiera escapado entre los dientes. Lo dejé pasar. No quería incomodarlo. No pregunté quién era “Ella”. Pero le envié una mirada serena, comprensiva casi.

—Quiero decir —siguió, como si no se hubiera interrumpido—, porque lo vi ocultar el encendedor antes de pedirme fuego. Comprendí que era un ardid. ¿Por qué se valdría usted de un ardid para dirigírseme, a menos que supiera quién soy?

Me puse de pie y recorrí la minúscula sala, como si, de súbito, algo me molestara. Era demasiado diminuta para tan enorme morada. Y, sugestivo, no había libros, nomás unos pocos cuadros ramplones, desagradables.

—Es perspicaz —opinó Flichman—. Acaba de captar —agregó, y fue hasta el bargueño. Pero no ofreció más bebida como pensé, accionó algo detrás del mueble y, sin sonido, la pared norte de la habitación se plegó y dejó al descubierto un extenso salón tapizado de libros. Muchísimos libros, miles quizá. De cabo a rabo y hasta el techo, situado a unos seis metros.

—Veinticinco mil —garantizó ufano—. Son mi “reserva”. Pero no la única, hay seis ambientes más en este nivel.

Estupefacto, admirado, atiné a llenar mi vaso y caminar por el amplio salón. Tomó el porrón y, con maneras caballerosas y mudas señas, instó a que lo siguiera. Y, al decir, informó: “Es el segundo ser humano que penetra estos ámbitos. El primero fui yo, por supuesto”.

En el tercero de los sótanos —había cuatro—, Flichman había hecho una bibliotecaria salvedad. Uno de los muros estaba cubierto de finísimos y añejos tintos que dormían su esperanza de gargueros. Unos ochenta jamones de cerdo pendían del techo como ahorcados apetecibles. De una alacena, extrajo hormas de queso de cabra y pan casero. Llevó la diestra a la cintura, peló un facón tremendo y se puso tajadas a la obra. Me concedió el honor de elegir el tinto. O los —a mí, acostumbrado a “los pingüinos de la casa” de las fondas—. Eran las tres de la tarde.

A las seis pasaditas, tirado en la amplia cama del cuarto de huéspedes, me despertó el olor a tostadas.

Pero no eran tostadas, una bandeja repleta de arrolladitos caseros —Made in Flichman— rellenos de higos, nueces y miel, refulgía sobre la mesa. Una gran jarra con café les hacía humeante sombra.

El librero anticuario cocinaba de maravillas. Figuraba en su expediente. Eso lo había delatado en el atrio. Se lo dije. Y maldijo, y esparció migas húmedas. No había podido resistir la tentación de participar de ese concurso, luego se arrepintió y no fue. Pero nunca adivinó tamaña consecuencia.

Mientras, echados en sendas reposeras de caña y lona, desde el jardín trasero veíamos la melancolía del crepúsculo hacerse noche, liberamos las palabras —fumadas, ginebrinas— que fueron el comienzo de nuestra amistad.

Que todavía persiste y, sospecho, continuará por tiempo indefinido.

Me quedé unos días en casa de Flichman. Él lo propuso: “Si como dice, ahora que me encontró, no tiene nada que hacer en la ciudad, quédese acá un tiempito, hay lugar y me vendrá bien charlar, hace años que no hablo de ciertas cosas. Nunca hablé de ciertas cosas”.

Acepté encantadísimo.

Con los días, y con las noches, nos contamos los respectivos transcurrires. Alumbré así, por fin, su secreto. Sus.

—Pregunte lo que quiera —ofreció, con los ojos nocturnos crucificados en la Cruz del Sur.

Como me habituaría después, debía esperar —siempre— amanecer sorpresas por la boca de ese individuo. Sin pensar, automático, dije:

—¿Con quién hablaba en el bar? No vi a nadie con usted.

—Pregunte lo que quiera, menos eso —corrigió brusco, de sopetón. Y murmuró un ininteligible como “Cada uno con sus fantasmas” o parecido, no podría asegurarlo. No insistí. Jamás. Pero, la pausa permitió disponer mi mente. “Está bien. Sigamos”, planteé. Y, al ver que cabeceaba un “Sí”, lo hice.

Traté de exponer mis interrogantes en orden cronológico. Y de tal modo fui satisfecho.

Había salido con vida de aquel encierro en la cabaña, no de milagro sino por una insólita ocurrencia. A los quince días de beber agua, famélico —había sido hombre de buen comer mucho—, manoteó un libro cualquiera de los que amurallaban su prisión, masticó unas cuantas páginas y las tragó. No le supieron mal, de manera que embuchó otras varias, las bajó con sorbos y se recostó. Al abrir los ojos, horas más tarde, se sentía en óptima forma, descansado, vital.

Fue así como, el hombre que, por primordial vocación, literariamente devoraba libros, empezó literalmente a comerlos por salvación, a alimentarse de ellos. Tres torá, media biblia, dos Calí, un Tudela, un Ramponi y cuarto, y media docena de policiales negros le preservaron la vida en aquella ocasión.

Ya te comenté, Manu, que no fue un milagro sino una insólita ocurrencia. El milagro estalló después de esa, poco menos que loca —desesperada—, idea. El milagro fue un desmesurado resultado de su libresca nutrición.

A las cuarenta y ocho horas de deglutir las primeras páginas, principió, paulatino, a recuperar la escucha extraviada hacía un lustro. A desplazarse más erguido. A sentirse de manera estupenda, ya en su cuerpo, ya en su razonar. Por eso no había denunciado a los malditos que lo encerraron, ni pedido resarcimiento. Porque le habían regalado la oportunidad de descubrir el remedio de cualquier mal orgánico o psíquico, una especie de genuina fuente de la juventud: engullir libros.

En libertad, el gusto se le volvió vicio. Y ya no pudo desertar.

La mañana en que desayunó con algunas canas menos, tomó la determinación.

Viajó a Buenos Aires y vendió, a precio vil y urgente, una preciosa colección de joyas bibliográficas que guardaba para los penosos años de retiro por vejez anciana, logró así apiñar una pequeña fortuna. Empaquetó los seis mil libros que le quedaban y las tres camisas, dos pantalones y cuatro calzoncillos que poseía. Cerró la librería. Devolvió el departamento de una pieza que rentaba, hizo mutis por los bares, cafés, cabarés y prostíbulos que trotaba y partió en un camioncito fletado.

Variado a Oscar Poe, cabello teñido de oscuro, sin barba ni bigote y hábitos callados, se instaló en Villa Las Luces. Y, a medida que manducaba libros y rejuvenecía, construyó con sus manos —y las de varios obreros— la gigante cabaña en la que residía. Y los muebles. Y los sótanos.

—Alguna otra duda, Lautaro —dijo una tarde, cuando intentábamos pescar truchas en el arroyo. Intentábamos nada más. El vinito blanco ambarino, enfriado en el agua de deshielo, y el jamón crudo, incitaban a hablar. El día comenzaba a apagarse sobre las cumbres y, se sabe, es bueno hablar durante el ocaso.

Timba, timba y libros antiguos. De eso había vivido, tales habían sido sus recursos económicos. Todavía lo eran. Con calculada frecuencia, viajaba a Buenos Aires y elegidas provincias, compraba y vendía libros exóticos, practicaba martingalas infalibles en los casinos y casas de juego, clandestinas u oficiales. Y regresaba a la Villa con provisiones dinerarias como para tres o cuatro meses. Jugaba póquer y chinchón con vecinos selectos o gentes finsemaneras. Además, algunas muy pocas veces, buscaba oro en las montañesas inmediaciones con relativo éxito, pero éxito al fin. Sus deleites, aparte de los libros, eran frugales salvo los postres. Allí no medía gastos ni dulces.

—¿Le queda algo atragantado en el buche? —quiso saber, un momento en que amañanábamos acostados en el pastito del fondo, bajo los pinos, entre ginebras.

Unos cien mil libros en los recintos de la cabaña y en los sótanos. Alrededor de esa cantidad, acumulados durante años —para leer, para vender, para comer—. Por sí mismo, y gente contratada que recorría las librerías del país comprándolos. Gente instruida por él. Y, además, adquiría por catálogos, informes y publicaciones concernientes.

—Haga la última y ya no pregunte más —intimó en los finales de una cena de truchas a la parrilla y arrolladitos de higos, nueces y miel. Dejó el tintillo, e hizo volar el corcho del champán francés allende las tinieblas alunadas.

Asentí. Brindamos por la Literatura y los amigos que conlleva entre vida y palabras. Puse un hollywoodense suspenso, prendí un cigarrillo. Pité hondo y dije:

—Es un trato, estimado Flichman. Descubrió usted la fuente de la juventud. Ahora bien, ¿cuándo se detendrá ese tránsito hacia atrás? Y, claro, ¿cuánto durará?

—Son dos —respondió ojos en la Luna. Y enmudeció, como si midiera qué decir, qué tanto confiar en mí, qué. Como si pusiera su vida en mis manos. O en mi lengua. Luego, desquitándose, introdujo un británico suspenso que duró lo que tardó en llenar su pipa con tabaco irlandés, echarle un fósforo y soltar humo hacia el cielo de pinos.

—Por siempre —profirió, como si hablara del clima—. Durará siempre. A perpetuidad. Usted, estimado Lautaro, según oigo, no entendió por completo. No encontré la fuente de la juventud. Encontré la eternidad.

Me ahogué en la saliva de mi pensamiento. Tosí. Bebí de la botella hasta verle el poto. Vomité. Pedí disculpas. Fui hasta el baño de la cabaña. Volví con una damajuana de café negro. Y un par de vasos con ginebra.

El silencio podía masticarse como un arrolladito de Flichman. Mi mente crujía espasmos de rotas cadenas. Flichman sonreía por sus fosas nasales. Le mandé el vaso a mis tripas revueltas. Dejaron de hacer piquetes. En mi cerebro había una manifestación irreprimible. Vacié su vaso, el que había traído para. Insistí con un cigarrillo. Me quedé viendo la Luna como si fuera una mujer desnuda. Algo redonda, claro. Pero igual de bella. Me quedé viendo la noche. Me quedé viendo. Al rato, uno de media hora como mínimo, grité: “¡¡¡La puta que lo parió, Flichman!!!”. Hecho, me desmayé.

Al volver de vaya uno a saber qué inconsciencia, estaba en “mi” habitación. Vestido y con hedor a basura podrida. Pasé por la ducha dos veces, una vestido y otra sin ropas. Cuando aparecí en el sombreado porche, el mediodía rajaba la verde–piedra circunstancia. Busqué al anticuario, en vano. El tipo habría tenido algo que hacer en el pueblo. Me serví unos amargos con dos puñados de aspirinas y aguardé.

Volvió en su sulky. Sí, el muy ladino tenía un sulky con un bello matungo alazán carapinta al que, claro, había rebautizado “Marlowe” no había subido a un carruaje traccionado por caballos desde las calesitas de mi infancia, pero pronto aprendí a conducir a Marlowe como una bicicleta. Eso fue después—. En loable gesto, me extendió un manojo de yuyos secos. “Hágase un té con esto y adiós resaca”, dijo. “Mire que la bruja me cobró dos libros de religión, así que tómese el té nomás”, añadió, mientras bajaba un chivo pelado y desnudo y muerto, del sulky.

Obedecí. Santo, o brujo, remedio. Caminé hacia el fondo. Flichman, con un circense sombrero cowboy —odiaba el Sol, más de una vez le oí decir: “El Sol o yo”—, encendía el fuego para asar al pobre chivo que resultó ser una inefable chimichurreada delicia.

Más tarde, al disfrutar el exquisito helado casero hecho de frutas y ginebra, el hombre, que podría haber sido renombrado chef en la Costa Azul, y no librero cordillerano, disparó uno de sus inesperados, el más escalofriante:

—Lautaro, ¿le placería venirse a vivir aquí, conmigo? Me cae bien y tengo planes para usted... para nosotros…

Lo miré como se mira el futuro, con una mezcla de temor y dicha, con esa incierta certeza de lo porvenir no llegado. Lo miré como tratando de predecirme una vida por completo impensada, jamás vislumbrada. O soñada.

Pero Flichman no había acabado, había hecho un parate. Terminó:

—Si me dice que no, tendré que matarlo.

Hacen ya exactos treinta y siete años, dos meses, dos semanas, tres días, siete horas, diez minutos y un segundo, de aquella singular propuesta.

Regresé a la ciudad. Renuncié a mi puesto de “empleado público” a pesar de restar una miaja para jubilarme—, puse mi automóvil y casa en venta, me despedí de algunos amigos y —por separado— de dos furtivas amantes, mentí que viajaba a España, quizás a radicarme, que ya vería, que les escribiría. Más tarde, cargué ropas y textos, y retorné a Villa Las Luces.

Al siguiente día, empecé a comer libros.

Flichman es tres años mayor que yo, retrocedimos el almanaque de la vida y ahí nos estacionamos. Él en los treinta y siete, yo en treinta y cuatro. Ahí nos estacionamos. Ahí comenzamos la eternidad.

Compartimos el destiempo.

No el lírico —usó esa palabra en decenas de poemas—, sino el destiempo concreto, real.

Durante años he andado por la república, y países alrededores, comprando libros antiguos y practicando sus infalibles timberas técnicas. A veces, muy pocas, le gano al chinchón. Y no aprecia para nada mis pullas vindicatorias.

Juntos fundamos la Biblioteca de Villa Las Luces, en un local cedido por el Delegado Municipal. Mas, cuando pasen los años, tendremos que abandonarla en otras manos porque sospecharían de bibliotecarios inmutables. Tenemos ese dilema. Con el aletear del tiempo trasladarnos a otro pueblito aislado o, en modo progresivo, maquillarnos de envejecimiento.

Juntos pretendimos dar un Taller Literario en la Villa. Lo llamaríamos “El Adjetivo Asesino”. Pero desistimos antes de iniciar las clases. El único alumno que se inscribió fue el cura Tranquilino Rodríguez.

Juntos hemos escrito cuentos y novelas negras, rosas y verdes, algunos ensayos sobre Literatura y hasta aprendí a parir poesías —con tal maestro, cómo no—. El drama es que tanto escrito permanecerá inédito hasta que demos con un testaferro de confianza que se atreva a estampar su nombre al pie. Tal vez vos, querido Manu, podrías ocuparte del asunto, aconsejarnos o sugerirnos una solución. No podemos hacerlo nosotros. Flichman superó los ochenta y yo le piso las sandalias, pero todavía no cruzamos los cuarenta. Ni lo haremos. Nos hemos volatilizado del rostro del planeta.

Vivimos felices. Nos llevamos bien. Pocas veces discutimos. Puedo aseverar, sin vacilaciones, que nos hemos hecho buenos camaradas. Hermanos de sangre amiga. O de amiga sangre. Compartida.

Ah, y algo fundamental: ¡Disfrutamos de la vida sin prisa alguna!

Los libros nos han dado eternidad. Pero algo, que escuchamos por radio el otro día, nos inquieta. Quizá sea un rumor infundado. El locutor anunciaba que tras probar con escondido triunfo una peculiar instalación tecnológica para conexiones entre computadoras, militares de la Defensa de EEUU tendrían intenciones de divulgar su experimento con fines de uso civil. Hablaba de una red virtual que podría ampliar al infinito las comunicaciones mundiales. Tal notable invento llevaría, en un futuro muy lejano, a reemplazar cartas, diarios, cine, televisión e incluso libros.

Semanas pasadas, presentíamos con Flichman que, a dieciséis diecisiete años del Siglo 21, tal vez, los adelantos científicos nos complicarían la calma existencia. Y, ayer, nos preguntábamos: ¿Habrá libros eternamente?

Si bien ese es un grande problema, el actual no es menos esencial. Durante años hemos abrevado en féminas de ocasión, tanto en viajes de negocios como en turistas que visitaban el pueblo y hospedábamos con harto placer. Pero, enigmas del corazón, nos vinieron ansias de amor duradero. Hace meses, logramos que un par de muchachas se quedaran a vivir con nosotros. Hace meses, también, que tratamos de convencerlas –hasta ahora sin resultado— de que los libros constituyen un magnífico alimento.

Querido Manu, quedo a la espera de chismes de tu vida. Y comentarios.

Recibí mi estima y un abrazo gigante.

Lautaro”.

Insomnios de la memoria

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