Читать книгу Insomnios de la memoria - Emilio Fernández Cordón - Страница 6

Gracias

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Rulfo Vázquez —sí, su madre admiraba al genial escritor mexicano— era abogado, pero no ejercía. Practicaba oficio más justiciero. Estafador inmobiliario y bursátil. Tráfico y falsificación de moneda extranjera. Simulación de herencias y testamentos. Estafador y cuarentón. Bien relacionado en los cielos empresarios y sociales, se había encamotado hasta la billetera de una damita de quizá veintiocho. Trajinaba diez años de casado. También, entonces, estafador de afectos.

Ese viernes, pretextó a su esposa una importante reunión de negocios. Cenó con Emma, su chica amante, en un exclusivo boliche. Más tarde, caricias con champán en el depto que había alquilado en el centro para esa clase de. Enseguida, la construcción sexual del amor. Hasta que don Sol bostezó el amanecer.

La alcanzó al domicilio. Tomó grande café en un ídem y hojeó el diario. Regresó. Guardó el BMW en la cochera. Se dio una ducha rápida. Puso, suave, la cabeza en la almohada en el esmero de no inquietar a Lilí. Suspiró. Perfecto. Si no fuera porque tenía a Emma metida en los bolsillos del corazón. Si no fuera porque le gustaría vivir con ella. Aunque más no fuese un tiempito. Si no fuera porque sonaba el celular. ¿Quién carajo, a esta hora, y en sábado?

El Pipi. Un amigo confidente. Ministro de Seguridad. El Pipi, un amigazo. Que Emma había muerto. Que el cadáver había sido encontrado en el living de la vivienda de ella. Hacía minutos. Que a un vecino le extrañó ver la puerta abierta y se asomó. Que Emma en la morgue.

Palideció los latidos. Saltó de la cama. Se encerró en el baño. Confesó que habían comido juntos y. La había transportado a su casa, visto entrar y cerrar. Que gracias. Que lo tuviera al tanto. Cortó. Abrió de nuevo la ducha. Lloró como jamás.

Lilí, su santísima esposa, vio que desayunaba whisky. ¿A esta hora?, pensó. Pero, ni mu. Le puso un tazón de café entre las manos. Se fue de compras. Antes, le frotó un beso en la entrecejada frente. La ignoró. Su esperma le ocupaba la mente. En la autopsia le darían “el piedra libre”. Ahora se hacían análisis de adeene en la provincia. Le saldría una fortuna. Si es que podría untar. Si no, un escándalo memorable. Casi tanto como Emma.

Otra vez el celular. Otra vez el Pipi. Que omitió un importante. Que Emma se había abierto las venas con un trozo de vidrio. Botella de vino. De vino fino. Que investigaban huellas digitales, por cumplir. Pero, suicidio clavado. Sin embargo, había un detalle que... “¿Tomaste mucho anoche? Porque el forense dijo que Emma no había tenido relaciones sexuales en, por lo menos, cuarenta y ocho horas”.

Salvado. Minga de adeene. Pero... ¿Emma suicidada después de amarlo? ¿Emma sin rastro del íntimo ejercicio? ¿Cómo podría ser? Se comunicó con una amiga médica. Confiaba en ella. Sabía mucho. Y era muy linda. Quedaron para la tarde. Tenía que dormir.

Raquel. Café descafeinado en la sonrisa. Sacarina en la cara. Golosinas light en el cuerpo. Dijo: “Existen espermicidas poderosos, pero, incluso usándolos, se puede extraer adeene de los espermatozoides muertos”. Rulfo le explicó que un amigo escritor le había pedido asesoramiento acerca de cómo podían borrarse los vestigios de semen en una vagina. Raquel rió como si no le creyera ni medio y respondió que muy simple, con lavar. Lavar bien, de arrastre, meticulosamente. En el bidé, largo tiempo y con jabón neutro. O bien, con una pera de goma, varias veces. Meditó un instante. Preguntó: “¿Eso podría hacerlo un hombre? Digamos, ¿en una mujer inconsciente... o muerta?”. Raquel respingó. “Supongo que sí. Pero, ¿por qué un hombre? ¿por qué muerta?”, inquirió. Rulfo encogió los hombros. “Solo una idea que me vino”, soltó. Y chistó al mozo.

Cuando, tras reconocerle el favor, le miró el irse, lamentó sentirse de velorio. Pidió un whisky. En el mismo bar. Bebió pausado. Especuló en tanto fumaba. No podía poner un pelo en la morgue ni en la oficina fiscal. No quería molestar al Pipi en sábado. Pero usaría las influencias que la plata le otorgaba. Marcó el número de un diario. Pronunció dos nombres. El del periodista de Policiales que estaba en el caso Emma, y el suyo. Con el segundo whisky, y el cuarto cigarrillo, el tipo llegó.

Pretextó no beber cuando trabajaba, pero aceptó una picadita y un café doble. Rulfo le sirvió unos cuantos dólares envueltos en servilletas de papel. El cronista escondió, recuperó la respiración, dijo: “¿Qué quiere saber?”.

El dictamen de la cana era suicidio. No habían hallado notas. Pero, como la chica vivía sola, y hacía terapia, se quedaron con eso.

Tembló. El psicólogo, o la, sabría de él. Pero no podían delatar. ¿O sí? Otro whisky. Otro llamado. Respiró. El analista —compañero de póquer— expresó que: “El secreto profesional los amparaba. Salvo orden judicial, se les impedía hablar”. Bien. Basta de alcohol. A casa.

Hizo lo que pudo por simular buen ánimo. Pero no lo logró. Lilí se dio cuenta. Lo miró con sus ojazos selváticos. Verdes. Marrones. Negros. Lo miró de ese modo. Mintió un: “Temas de corruptos que quieren más, pero lo voy a arreglar”. Le dio un beso. En la mejilla. Fue a la ducha. Lloró como un perro llorón. Se desplomó. En la cama. En su lado de la cama.

A las seis de la mañana, llamó al periodista. Indagó si había fotografías de Emma difunta. Quería verlas.

Ocho en punto. Esta vez, sendos tostados y cafés. El mismo sitio. El del diario le mostró. Los cortes en las venas eran muy groseros. Demasiado profundos. Por más loca que estuviera... Advirtió algo extraño: ¿Emma se había cambiado de ropa para suicidarse? Cuando se vieron, usaba un exótico vestido rojo que él le había comprado. Pero, cadáver, lucía yin y remera. El asunto olía mal. A cloaca. Quiso saber quién había hallado el cuerpo y si había hecho declaraciones. “No tengo acceso a esa información”, esquivó el hombre. “Trate”, ordenó. Le entregó un sobre de verde contenido. Se quedó con una foto.

Era mediodía de domingo, pero se tiró el lance. Raquel lo atendió. Amable. Gentil. Hermosa. Le enseñó las venas abiertas de Emma. Diagnosticó que los tajos eran innecesariamente hondos, por más que hubiera utilizado un vidrio de botella. Muy raros en una muchacha. Como si alguien —con fuerza— la hubiese ayudado a autoeliminarse. Le agradeció. Le rogó que guardara reserva de lo que había visto. Lo miró, ofendida. Pidió perdón. Se fue rápido.

Telefoneó el de Policiales. Que había sido tal cual. Un vecino distinguió la puerta entreabierta. Dio unos pasos, golpeó palmas. Y se sorprendió. Dos veces. Una, de ver tanta sangre en el piso. La segunda, al descubrir a la sin vida en un sofá. Salió a la carrera. Discó el 911. No hay más. Ni siquiera el nombre del coso.

No fue al entierro. Esperó una infinita semana. Tenía llave, por supuesto. Ingresó rápido. Portaba guantes. Prendió la luz. Pasaba la medianoche. El sofá había sido cubierto con una sábana. El piso no. Lo habían lavado. Husmeó, revisó cada rincón, placard, cajón. Cocina, baño y dormitorio. Todo en orden. Nada sospechoso. Emma era aficionada a los licorcitos. Llenó una copa. Inmundo. Decidió volcarlo en la pileta de la cocina. Lo hizo. Divisó el tacho de la basura. Lo alzó. Revolvió. Deshechos normales y restos podridos. Un corcho de botella de vino. Unos papelitos rotos en el fondo. Depositó el tacho en su sitio. Hurtó la bolsa de nailon con los residuos.

Fue a su departamento del centro. Olía a Emma. Desplegó periódicos viejos sobre la mesa. Vació la bolsa. Retiró el corcho. Separó lo nauseabundo. Lo metió en otra bolsa. Buscó los papelitos. Había algo escrito. Parecía una carta. Un mensaje. Armó, con asco y paciencia, el rompecabezas. Se le rompió la cabeza. Los nervios fueron con la basura. El alma. No el alma, no. No tenía.

Destapó champán. No para festejar. Beber nomás. Prendió. Pitó. Volvió a leer. “¡Hija de puta! Vas a dejar de hacer daño. Te queda poco tiempo. ¡Muy poco!”. No había firma. Pero.

Pero sabía quién había redactado esa amenaza. De memoria. Los rasgos eran inconfundibles. De memoria. La letra de Lilí.

Quemó la misiva. Lilí era una asesina. Había que deshacerse de la única prueba. Bajó. Fue al bar más próximo. Subió con scotch y cigarrillos. Terminó la botella. Se desmayó en la silla.

Cuando volvió, llovía. Era de noche. Bajó. Fue al bar más próximo. Subió con scotch y cigarrillos. Cuando volvió, era de noche. Bajó. Fue al bar más próximo. Subió con scotch y cigarrillos.

Al cuarto día, de día, resucitó. Vomitó. Convocó al periodista. Almorzaron en La Peatonal. Devoró como si hiciera mucho que no. Él. También el otro.

Después del tiramisú, le dio un gordo sobre con plata del norte del mundo. Escupió: “Si le decís a alguien. Si le contás a tu perro nuestras conversaciones, te vas del país. O al cementerio”.

Mientras conducía hacia su casa, alumbró un detalle que lo enterneció. No lo había incriminado. No había querido. El lavaje vaginal había sido por eso. Y por ella, la relacionarían. Igual pronunció la palabra “Gracias”.

¿Habría estado aguardando por ahí cerca? La observó descender. Tocó timbre. Emma la hizo pasar. Tomaron vino. Charlaron. Le pegó con la botella. Le quitó el vestido rojo. La limpió por dentro como planeó. En el bidé o con la pera de goma que había previsto. Sabía que habrían hecho el amor. Luego. Luego. Luego. Luego, la vistió. Le tajeó las venas con un pedazo de botella. Sí. Se fue y dejó abierto. Pero, ¿habría sido capaz? ¿Ella Sola?

Refugió el BMW en el garaje. Se acomodó el cabello. Diría que en lo del Pipi, por una complicación. A... nadie. Buscó. Gritó el nombre. Ni siquiera el eco. En el dormitorio, el vestido rojo de Emma. Y, abrochada, una esquela. De inconfundible letra. “Imagino que adivinaste. No podía soportarlo. Me voy. No hay nada entre nosotros. Hace siglos. Que estés bien. Lilí”.

Se desesperó ante lo inesperado. Desesperado, pulsó el celular. Que no. El ministro había renunciado —informaron— y partido a París. No sabemos cuándo regresa. Si es que.

¡Pipi y la puta madre que te parió!

Se tiró. Murió unas cuantas horas. Cuando abrió los ojos, se adecentó. Fue al banco. También viajaría.

Sus cuentas se hallaban en cero. Lilí había pasado hacía un par de días...

Insomnios de la memoria

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