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Bolso

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Semanas atrás, debía trasladarme a Córdoba. Reservé pasaje. Compré ropas. Fui a la peluquería. Convencí a una vecina para que, en mi ausencia, regara plantas y alimentara a Syrah, mi canina y única compañía. Dos horas antes de partir, me dispuse a guardar en mi bolso prendas, libros, intimidades y algunos remedios. Pero no lo encontré.

Puse la vivienda patas arriba, revisé bajo camas y otros muebles. Vacié placares, cajones, el lavarropas, el horno de la cocina, bibliotecas, el neceser del baño, el microondas e, incluso, la cucha de la perra. En vano. El maldito bolso se había evaporado.

Desconcertado, bebí un trago del aguardiente catamarqueño y monjil que, en esporádicas ocasiones, me regala un vate amigo. Encendí un Camel. Y medité. Tanto, y de tal modo, que al mirar el reloj, supe que el avión había partido sin mí.

Amanecía cuando establecí que había dejado el bolso en otro sitio. Pero, ¿dónde? El mes anterior, al asistir a un congreso de mi profesión en Buenos Aires, había llevado el escurridizo bolso. ¿Lo habría olvidado en el hotel? Si era así, ¿cómo no me había dado cuenta? ¿Y qué sacos, pulóveres, camisas, pantalones, medias, slips y zapatos había usado desde que volví? En ese instante, la duda me rebanó –de siete tajos— la certidumbre espacio–tiempo. ¿Y si jamás había vuelto? ¿Y si aún permanecía allá? Y, si tenía razón, ¿de quién diablos se trataba mi yo?

Con el Sol en la aguja de las diez de la mañana, telefoneé al hotel. Efectivamente, yo no estaba en ese momento en la habitación, pero me alojaba allí. Me dejé un mensaje. Que me dijeran que necesitaba urgente el bolso. El conserje juró que lo haría.

La tarde siguiente, insistí. Confirmaron que me habían dado el mensaje. Yo había salido, pero había encomendado que me informaran que la única manera de recuperar el bolso era ir a buscarlo.

Insultando a Dios, a María Santísima y a mi pobre madre, volé a la Capital del país. En la recepción del hotel, asintieron. Yo había encargado que me dieran el bolso. Luego, había cancelado la cuenta y abandonado el lugar.

Un hombrecillo muy servicial fue hasta el depósito de equipajes y me trajo el susodicho, que se veía lleno e intacto. Le di unos pesos por su amabilidad. Y, ya más tranquilo, regresé. El próximo viaje tendría en qué transportar mis bártulos.

Insomnios de la memoria

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