Читать книгу Insomnios de la memoria - Emilio Fernández Cordón - Страница 8
Volar
ОглавлениеCuando desperté, agradecí a Dios estar vivo. Es lo primero que recuerdo. A pesar de que, más tarde, deseé mil veces haber muerto en el accidente.
Lo segundo que guardo en la memoria, es que me cubría una especie de barro líquido y maloliente. Comprendí que, de no ser por ese fango hediondo, jamás habría sobrevivido.
Había sido despedido del aparato al romperse el fuselaje y las llamas, al sobrepasarme, apenas habían entibiado el légamo que me envolvía. Esa mojadura –casi sólida– me había salvado el pellejo.
Demoré en llegar a los candentes restos de la avioneta. Era un horrible matadero. Solo yo respiraba. Los demás pasajeros, y la tripulación, doce desdichados, ya no habitaban este mundo. Lo habían abandonado en medio de atroces sufrimientos, calcinándose, fundiéndose con hierros, vidrios y espanto.
Estudié el terreno del impacto. Montañas y montañas nos cercaban como buitres colosales en siniestra espera. Refugié mi dolor bajo una roca enorme cuyo extremo fungía de techo. Mientras pensaba en las posibilidades de auxilio, y si los pilotos habrían alertado que uno de los motores humeaba en pleno vuelo, se largó a llover.
Dos horas después, el lugar imitaba una laguna oscura en vías de pudrición. Regresé a la pequeña nave. Palpé la cubierta. Ya no quemaba. Me introduje en el desastre y busqué los cuerpos. Lo que quedaba de ellos luego de la muerte ardiente. No sé cómo hice, pero lo logré. Gritando pena, a puro aullido, en ese retorcido Infierno de metal y cenizas, con manoslágrimas, extraje, en partes, pedazos, lo que el fuego había dejado.
Del estropicio, saqué un afilado trozo de chapa y cavé. El suelo bajo la roca continuaba seco. Los enterré contiguos. A Boadicea, mi amada esposa, y a Adriano, nuestro breve hijo de un año. Y recé un padrenuestro.
Exhausto y ansioso por fumar, miraba el cielo sin nubes cuando, tras un leve mareo, caí desvanecido...
Cuando desperté, agradecí a Dios estar vivo. Es lo primero que recuerdo. A pesar de que, más tarde, deseé mil veces haber muerto en el accidente.
Lo segundo que guardo en la memoria, es que me cubría una especie de barro líquido y maloliente. Comprendí que, de no ser por ese fango hediondo, jamás habría sobrevivido. Había sido despedido del aparato al romperse el fuselaje y las llamas, al sobrepasarme, apenas habían entibiado el légamo que me envolvía. Esa mojadura –casi sólida– me había salvado el pellejo.
Demoré en llegar a los candentes restos de la avioneta. Era un horrible matadero. Solo yo respiraba. Los demás pasajeros, y la tripulación, doce desdichados, ya no habitaban este mundo. Lo habían abandonado en medio de atroces sufrimientos, calcinándose, fundiéndose con hierros, vidrios y espanto.
Estudié el terreno del impacto. Montañas y montañas nos cercaban como buitres colosales en siniestra espera. Refugié mi dolor bajo una roca enorme cuyo extremo fungía de techo. Mientras pensaba en las posibilidades de auxilio, y si los pilotos habrían alertado que uno de los motores humeaba en pleno vuelo, se largó a llover.
Dos horas después, el lugar imitaba una laguna oscura en vías de pudrición. Regresé a la pequeña nave. Palpé la cubierta. Ya no quemaba. Me introduje en el desastre y busqué los cuerpos. Lo que quedaba de ellos luego de la muerte ardiente. No sé cómo hice, pero lo logré. Gritando pena, a puro aullido, en ese retorcido Infierno de metal y cenizas, con manoslágrimas, extraje, en partes, pedazos, lo que el fuego había dejado.
Cuando coloqué el dispositivo incendiario en uno de los motores de la aeronave, no imaginé que viviría. El plan era que muriéramos los tres. Nuestro amor no tenía salida. Nunca quisimos contarle. Hubiera muerto de todos modos.
Del estropicio, saqué un afilado trozo de chapa y cavé. El suelo bajo la roca continuaba seco. Los enterré contiguos. A Boadicea, mi secreta e indispensable amante, y a Adriano, su esposo y mi mejor amigo. Y recé un padrenuestro.
Exhausto y ansioso por fumar, miraba el cielo sin nubes cuando, tras un leve mareo, caí desvanecido...
Cuando desperté, agradecí a Dios estar vivo. Es lo primero que recuerdo. A pesar de que, más tarde, deseé mil veces haber muerto en el accidente.
Lo segundo que guardo en la memoria, es que me cubría una especie de barro líquido y maloliente. Comprendí que, de no ser por ese fango hediondo, jamás habría sobrevivido. Había sido despedido del aparato al romperse el fuselaje y las llamas, al sobrepasarme, apenas habían entibiado el légamo que me envolvía. Esa mojadura –casi sólida– me había salvado el pellejo.
Demoré en llegar a los candentes restos de la avioneta. Era un horrible matadero. Solo yo respiraba. Los demás pasajeros, y el tripulante, tres desdichados, ya no habitaban este mundo. Lo habían abandonado en medio de atroces sufrimientos, calcinándose, fundiéndose con hierros, vidrios y espanto.
Estudié el terreno del impacto. Montañas y montañas nos cercaban como buitres colosales en siniestra espera. Refugié mi dolor bajo una roca enorme cuyo extremo fungía de techo. Mientras pensaba en las posibilidades de auxilio, y si el piloto habría alertado que el motor humeaba en pleno vuelo, se largó a llover.
Dos horas después, el lugar imitaba una laguna oscura en vías de pudrición. Regresé a la pequeña nave. Palpé la cubierta. Ya no quemaba. Me introduje en el desastre y busqué los cuerpos. Lo que quedaba de ellos luego de la muerte ardiente. No sé cómo hice, pero lo logré. Gritando rabia, a puro aullido, en ese retorcido Infierno de metal y cenizas, con mis manosfuria, extraje, en partes, pedazos, lo que el fuego había dejado.
Quería repartir el botín luego de escapar del banco, en cuanto llegamos al tugurio donde nos ocultábamos. Y esconderme varios meses en algún pueblo ignoto. Pero me dejé convencer. Insistieron. Ella insistió. Era mejor huir juntos. Contrataríamos un avión minúsculo, imperceptible, y en una hora estaríamos lejos, libres en el exterior. Allí distribuiríamos el dinero. O lo disfrutaríamos entre los tres. A qué separarnos, había agregado. Sabía que la amaba, seguro que sabía. Por eso insistió. Ahora, los billetes eran polvo irreconocible y, ellos, un matrimonio vuelto despojos de carne negra.
Del estropicio, saqué un afilado trozo de chapa y cavé. El suelo bajo la roca continuaba seco. Los enterré contiguos. A Boadicea y Adriano, mis cómplices, compañeros de dos años de correrías. Y recé un padrenuestro.
Exhausto y ansioso por fumar, miraba el cielo sin nubes cuando, tras un leve mareo, caí desvanecido...
Cuando desperté, agradecí a Dios estar vivo. Es lo primero que recuerdo.
Lo segundo que guardo en la memoria, es que me cubría una gruesa frazada y cables y tubos me conectaban a máquinas extrañas.
Comprendí que, de no ser por esa parafernalia cibernética, jamás habría sobrevivido.
Demoré en reconciliarme con la realidad. Alguien hablaba en las antípodas de mi visión. Intenté alzar la cabeza, pero un tropel de púas me atacó el pecho. Rendido, me conformé con escuchar. No solo hablaban. Hablaban de mí.
—Fiebre, delirios, alucinaciones —informaba una voz masculina—. Aún no sale del shock. Ha estado en trance desde que lo trajeron.
—¿Algo más, doctor? —preguntó una voz de mujer dulce.
—Es arquitecto, treinta y tres años, soltero y, según sus familiares, siempre fue muy sano. Lo único que mencionaron fue su terror fóbico a viajar en avión. Se desmayó en plena calle y lo atropelló un colectivo. Hace dos semanas —terminó. Y sentí cerrarse una puerta.
Los pasos, claramente femeninos, se avecinaron. Vi un rostro poco menos que perfecto sobre un cuerpo mucho más que perfecto. Leí el adhesivo en la chaqueta verde: “Psiquiatría”. El rostro sonreía caramelos por los labios. Me sonreía. Una caricia de seda dejó consuelo en mi frente. Cuando mis ojos tocaron mermelada en los suyos, la voz me derritió:
—¡Buenos días! ¿Cómo se siente?
Creí que llevaba un siglo sin pronunciar. Las palabras retardaban su asomar. Por fin, a los tres, o cuatro, minutos, pude arrojarlas:
—Bien. Gracias. Pero no recuerdo nada. No sé por qué estoy aquí. Ni qué es aquí —dije, con arena del tiempo en la boca.
—Es normal. Ya se le pasará. Ahora, descanse... —se detuvo, averiguó en la historia clínica sobre la cama—. Descanse, Adriano. Mañana vamos a conversar y espero que me diga qué hacía, el día en que lo encontraron, con un pasaje de avión en la mano.
Se iba cuando, con gran esfuerzo, comenté:
—Me lleva ventaja, doctora. Sabe mi nombre, pero no sé el suyo.
—Boadicea —dijo.