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Capítulo III El incidente —¡Bienvenidos!

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Brutus se presentó con elegancia ante sus huéspedes para saludarlos con alegría. Era un hombre alto, corpulento, de facciones redondeadas, cabello cano, y cara regordeta y rojiza. Su anciana faz proyectaba una sonrisa bonachona. Estaba rasurado a la perfección y llevaba grandes patillas a los costados del rostro. Vestía un traje de seda azul oscuro que reflejaba la luz matutina. Frente a su abultado abdomen, intentaba acomodar un elegante reloj de bolsillo, el cual pendía de una brillante leontina. El conjunto estaba hecho a la medida para su voluminosa contextura. Se notaba el exquisito gusto que tenía por la moda masculina de antaño. Además, emanaba una fragancia que impregnaba todo a su alrededor. Irradiaba una frescura y prestancia propias de los altos mandos de la androcracia.

Eleos descendió del celer. Brutus fue hacia él para darle un fuerte apretón de manos, seguido de un estrecho abrazo. El joven se sentía un poco incómodo. El sub rex estaba, por así decirlo, invadiendo su espacio personal, pero no era un anónimo cualquiera; todo lo contrario, Brutus era un viejo conocido.

El prominente abdomen del anfitrión, sumado a su empalagosa fragancia, provocaban desasosiego en el joven inspector. Con discreción, se despegó de lo que le parecía un abrazo eterno.

—¿Qué tal el viaje, querido Eleos? —El adinerado hombre lucía lleno de dicha.

—Excelente. Fue tan rápido que ni se sintió.

—¡Brillante! Entremos ahora. Aquí hace un frío que cala hasta los huesos.

El sub rex y sus huéspedes se encaminaron hacia la mansión. Eleos se disgustó mucho al percatarse de que Brutus ni siquiera dirigió un saludo o una mirada a Tom. Una falta de respeto para alguien que ostentaba tanto poder y riquezas. Miró por el rabillo del ojo a su compañero, quien le devolvió un guiño para señalarle que todo estaba bien.

Entraron al recibidor con timidez. “No ha habido muchos cambios por aquí”, pensó Eleos de inmediato. El piso estaba impecablemente limpio. Había un sinnúmero de cuadros en las paredes y arte griego por doquier, parecía un museo de arte antiguo. El joven miró hacia arriba y vio la planta superior de la mansión iluminada como un casino. A su alrededor, la servidumbre se movía de forma incesante.

Frente a ellos se extendía una alfombra roja que llegaba hasta la escalera central. Los peldaños se bifurcaban para conducir a las habitaciones del segundo piso. En el centro, un reloj de péndulo marcaba la hora al compás de su tictac. Del techo colgaban grandes arañas de cristal y en los ventanales se desplegaban largas cortinas aterciopeladas.

—Eleos, supongo que querrás algo para beber o comer.

—Muchas gracias, Brutus, pero antes que todo quiero ir a la escena del incidente.

—Siempre tan profesional. Eres un hombre admirable.

Eleos recibió el cumplido con un asentimiento de cabeza. No dejaba de impresionarse por el dominio de la palabra en los poderosos. Llamó a Tom para que lo acompañase y los tres se dirigieron a la escena del suceso, la cocina.

La estancia estaba temperada de forma plácida. Las ollas bullían y el horno al rojo cocinaba las preparaciones hechas por los empleados. Se sentía en el ambiente un desagradable olor a comida quemada. En medio de la cocina había una enorme mesa de roble atiborrada de frutas, verduras, carnes y utensilios para cortar, pinchar y machacar.

Al fondo, una persona permanecía sentada sobre una silla. Estaba quieta, como si durmiera al calor del fuego de la chimenea. El corazón de Eleos se desbocó. No podía distinguir quién era, solo se recortaba su silueta contra la luz del fuego. Le sudaron las manos y caminó con lentitud hacia la chimenea.

Sin duda era la víctima, no estaba durmiendo como quería creer Eleos; estaba muerta. Su pecho se oprimió. Conocía a esa persona por fotografías, conocía a ese cocinero. Su nombre era Moros, Moros mrs212112.

Estaba en una extraña pose, con la cabeza extendida hacia atrás y el cuello estirado, cubierto con un pañuelo. Su boca se hallaba abierta y la lengua yacía fláccida sobre el mentón. Tenía los ojos en blanco y estaba pálido, paradójicamente pálido, considerando el calor que hacía. Sus manos caían por ambos lados de la silla, mientras las piernas se encontraban estiradas y entreabiertas. Vestía un traje blanco, cubierto con manchas de alimentos.

El joven apartó la vista. Quería llorar, se le hizo un nudo en la garganta. Tom percibió la angustia de su colaborador.

—De acuerdo, Brutus. ¿La escena sigue intacta como se lo pedí?

—Sí. Desde que te llamé la cocina ha estado desocupada.

—Muy bien. Ahora necesito hacer mi trabajo. Le voy a rogar que nos deje solos a Tom y a mí. —Se encogió de hombros—. Lo siento, pero es nuestra forma de ejercer la profesión.

Brutus comprendió y se retiró sin decir palabra alguna.

—Tom, por favor. Un examen preliminar del occiso.

—De acuerdo, Leo.

Tom se acercó con cuidado al cadáver del cocinero. Estaba muy cerca del fuego, pero no sentía su calor. Tomó la muñeca de Moros y comenzó la observación.

—Análisis listo. Hora de muerte aproximada: veintidós treinta horas del pasado día. Causa de muerte: asfixia mecánica por estrangulamiento —respondió con agilidad el andrómata.

El análisis corroboraba lo que conjeturaba el investigador. Dos signos eran claros: ojos en blanco y lengua afuera. Se aproximó al cadáver y retiró con prudencia el pañuelo del cuello. Su carne estaba fría como un témpano y el rigor mortis estaba en pleno desarrollo. Bajo la prenda había profundas marcas de manos, dejando un rastro amoratado en la piel del cuello. Sin duda habían estrangulado al pobre hombre.

Se acercó aún más a la cara de Moros y percibió un leve aroma a comida avinagrada. Sobre la comisura de su boca descubrió un pequeño rastro de lo que parecía ser crema de tomates seca.

—Quiero un examen de sangre y del rastro de comida, Tom.

—A la orden.

Del dedo índice de la mano de Tom surgió una pequeña aguja, la cual clavó en el cuerpo de Moros para extraer una pequeña dosis de sangre.

—Tipo de sangre A+. Sin signos de consumo de sustancias tóxicas durante los últimos siete días. Hemograma sin alteraciones, niveles normales en los parámetros evaluados.

Luego, Tom procedió a extraer los restos de comida en la boca de Moros para su estudio.

—Análisis de comida listo. Preparación casera de crema de tomates. La muestra proveída contiene: cebolla, ajo, sal, agua…

—Con eso basta. Solo quería saber si era crema de tomates o no —rio levemente Eleos.

—¿Deseas un rastreo de ADN en la zona?

—No creo que eso ayude mucho. Es una cocina, aquí trabaja bastante gente. Haz un análisis solo del cadáver por si encontramos algo fuera de lo común.

De los ojos de Tom, aparecieron dos haces de luz verde que analizaron rastros de ADN en el cuerpo de Moros. Los destellos subían y bajaban, estudiando todo a su paso.

—No hay rastros de ADN de terceros, Leo.

—Me lo esperaba. El criminal no iba a ser tan idiota para dejar repartido por todos lados algún material para incriminarlo.

—También aproveché de hacer un registro de huellas digitales. Las cotejaré luego con las identidades de los empleados. ¿Deseas algo más, Leo?

—Con eso basta por ahora. Nuestro siguiente paso será interrogar al personal de la mansión. Será una ardua labor, son bastantes empleados, pero todos son sospechosos, sin excepción.

Eleos pidió a Tom que apartara la comida del fuego, el hedor a quemado era insoportable. Solicitó a su compañero que descargara una cámara de criogenización portátil que llevaba en su equipaje. Conservarían el cadáver de Moros por si surgía alguna otra prueba que hacer; dentro del vacío congelado, el cuerpo no sufriría putrefacción.

Pusieron con cuidado los rígidos restos del cocinero en la cámara portátil y la transportaron al recibidor. Estaba sellada y podía disimularse fácilmente con alguna proyección ambiental, de forma que nadie se enteraría de que allí había un muerto; más bien parecía una cápsula espacial para adornar interiores.

El joven investigador, a pesar de la pena que sentía por el fallecido, en su interior se alegraba de que no hubiera sido otra persona la víctima, se alegraba de que no hubiera sido…

—Hola, Leo —dijo una voz femenina a sus espaldas.

Eleos quedó petrificado al escucharla; percibió que era más vieja, pero dulce.

Se dio la vuelta con parsimonia para ver a aquella mujer. Le temblaba el cuerpo entero y se sentía nervioso, ansioso, aunque al mismo tiempo la calma se hacía presente al saber que el cuerpo que estaba en la cámara no era el de…

—Aurelia… —Eleos articuló con un hilo de voz.

El fin justifica los miedos

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