Читать книгу El fin justifica los miedos - Emilio Mellado Cáceres - Страница 11
Capítulo IV La madre La boca de Eleos se secó, la sentía pastosa y le pesaba la lengua. Atribuía su reacción a la falta de sueño, pero sabía que no era así. Se estaba engañando sin necesidad.
ОглавлениеNo veía a su madre desde hacía muchísimos años. La constante ausencia había enfriado la relación entre ambos. El ambiente estaba tenso, aunque el hielo había sido roto por el saludo de ella.
—Madre… por lo visto aún trabajas aquí.
En su mente, se arrepintió de la torpeza de sus palabras. Estaba en pleno conocimiento de que ella había trabajado gran parte de su vida en aquella mansión. “Madre… por lo visto aún trabajas aquí”, era algo ridículamente lógico. La mujer estaba de pie frente a él con su uniforme de servicio. Le regaló una delicada sonrisa.
—Leo, lo tuyo nunca han sido las palabras —respondió con cortesía.
—Lo siento… es que yo… es que… me da gusto verte.
—Lo mismo digo, hijo mío. Me llena de alegría verte convertido en todo un hombre. Yo…
La frase quedó inacabada al ser interrumpida por un mar de lágrimas. Eleos se acercó a consolarla con un abrazo. Resultaba evidente que estaba incómodo, pero era su madre, la persona que le había dado la vida, Aurelia arl0215012.
Aurelia era una mujer de mediana edad, baja de estatura, delgada y de piel pálida. Sus ojos eran claros como un cielo despejado. Su rostro era afable, de pómulos redondeados y brillosos, y labios delgados, como si se tratase de una línea dibujada en su cara. Su cabello era oscuro y sedoso, aunque asomaban algunos manchones grises propios de la edad. Sus manos eran frágiles y artríticas. Ostentaba una actitud pasiva y reflexiva, tal como su hijo.
El llanto de la madre se volvió un sollozo y después sonrisa. Tomó la cabeza de Eleos entre sus manos y le dio un beso en la frente. El joven quedó enternecido con aquel gesto.
—Sé que tenemos muchas cosas pendientes, hijo, pero no es demasiado tarde para resolverlas.
—Yo… yo… yo no sé qué decir… solo déjame pensar las cosas. He tenido mucho que digerir en estos años.
—Te entiendo. Yo más que nadie te comprendo, pero el destino te trajo aquí por algún motivo.
—No creo en el destino. Somos forjadores de nuestro devenir, somos electores entre el bien y el mal. No creo que exista fuerza sobrenatural alguna que nos haga actuar de tal o cual modo. Eso nos distingue de las máquinas.
Eleos se percató de la dureza de sus palabras. Los ojos de su madre se llenaban de lágrimas una vez más.
—Lo siento, no quise decir eso. Es que he dormido mal.
Intentó desviar el tema de conversación para no enfrascarse en una nueva escena de llanto. Sospechaba que Aurelia había derramado suficientes lágrimas. Quizá era tiempo de revertir eso, o al menos de intentarlo.
—Leo, ¿me acompañarías con una taza de té? —preguntó Aurelia con timidez.
—Gracias, pero prefiero el café bien cargado. Me espera un largo día de interrogatorios con Tom.
—Perfecto. Prepararé las cosas en la cocina de empleados.
—Te veo allí dentro de unos minutos, primero tengo que reportarme con Brutus. A todo esto, ¿dónde se encontrará? —Miró a su alrededor.
—Debe estar en su despacho, hijo. Segunda planta. Subiendo las escaleras, giras a la derecha y en la sexta puerta encontrarás su estudio.
Aurelia se alejó con paso trémulo. Eleos estaba dejando atrás ciertos rencores del pasado, aunque todavía quedaban muchas preguntas sin respuesta. Quizá, como dijera su madre, el destino lo había llevado a esa mansión para resolver aquellas interrogantes.
Volvió en sí y se giró hacia la cocina. En el dintel de la entrada estaba Tom, con ambas manos detrás de la espalda. El joven caminó hacia el andrómata, y él le puso una mano sobre el hombro.
—¡Qué satisfecho estoy! Hoy diste un gran paso, Leo. Aunque sea de un modo figurativo, ya sabes a qué me refiero.
—Sí. Ni yo sé cómo pude. Había algo en su mirada… cierto magnetismo… como si quisiera atar los cabos de nuestra relación moribunda.
—Un paso a la vez.
—Un paso a la vez. —El investigador tenía los ojos bien abiertos.
—Conozco parte de tu historia pasada, compañero. Permíteme decir que Roma no se construyó en un día. Cada humano padece un sufrimiento distinto. Tú tienes el tuyo, y tu madre, el suyo. Conversando se resuelven los dilemas. Ahora anda, desahógate. Llora. Ríe.
—Aprecio cada una de tus palabras, Tom. —Eleos intentaba ocultar las emociones que se agolpaban en su ser en tan corto tiempo—. Cambiando de tema. Los interrogatorios preliminares al personal de servicio…
—Correrán por mi cuenta. Descuida, haré las gestiones para que Brutus dé el aviso. Ve con cuidado y disfruta el café —interrumpió con amabilidad.
—Gracias.
Eleos se dirigió al servicio sanitario de la primera planta, donde se miró un instante en el espejo. Tenía grandes ojeras debajo de los ojos, a ese ritmo terminaría pareciendo un mapache si no era capaz de controlar su insomnio. Se enjuagó la cara con agua, la tenía roja como un tomate. No estaba seguro si era por los nervios, la vergüenza o por el calor que había en la cocina. Respiró hondo y se ordenó el cabello. Pronto resolvería con su madre algunas dudas que lo aquejaban desde niño, nada saldría mal.
A paso firme, caminó hasta la cocina de los empleados, mientras veía que Tom ordenaba una mesa y una silla en el comedor para iniciar su interrogatorio.
De pronto, la voz de Brutus se escuchó por los altavoces de la mansión:
—Atención a todo el personal de servicio. El andrómata Tom y su compañero, el inspector privado Eleos, están investigando el homicidio del cocinero Moros. Por lo tanto, se cita a todos para que acudan al salón del comedor a un interrogatorio de rutina. Descuiden, no tienen nada que temer, si no tienen nada que ocultar. Muchas gracias por su atención.
Al subir las escaleras se encontró de frente con el sub rex. Le comentó sobre los hallazgos y que Tom procedería con los interrogatorios. Brutus estaba seguro de que pronto encontrarían al culpable. En un par de días, el incidente dejaría de circular en la prensa. No le gustaba que se ventilara su nombre, menos por asuntos como un homicidio.
De forma cortés, Eleos le explicó al sub rex que iría a saludar a su madre. Brutus comprendía las circunstancias, aunque su expresión decía otra cosa. Le recalcó que estaba en la mansión para resolver un crimen, y que su madre se encontraba en horas de servicio, pero aseguró que les daría un tiempo para que conversaran.
El joven pensó en la voluble benevolencia de Brutus, y en la forma de cambiar su amabilidad por severidad. A pesar de eso, no le dio importancia y fue a ver a su madre.
En el camino vio de lejos a un solitario niño de apariencia escuálida, mirada perdida, tez blanquecina y cabello castaño. Calculó que debía tener alrededor de siete u ocho años. Jugaba con unos artículos tecnológicos que la gente llamaba “juguetes inteligentes”, estaba abstraído en su actividad. Eleos se preguntó de quién sería hijo.
—Hola. —Movió una mano.
El niño dio por respuesta una mirada fría acompañada de silencio.
—¿Cómo te llamas, pequeño?
De nuevo, silencio.
—Qué bonitos juguetes. Supongo que tendrás alguno favorito.
Más silencio.
El muchacho volvió a su juego, ignorando las preguntas de Eleos. El inspector no quiso molestarlo más y siguió su camino. Llegó a la cocina de la segunda planta y tocó la puerta suavemente con los nudillos.
—Pase. —La delgada voz de Aurelia se escuchó desde el interior.
El detective atravesó el umbral hacia una pequeña cocina. Allí estaba esperándolo su madre con dos tazas llenas de líquido oscuro que despedían vapor.
—Nada como un buen café para continuar una mañana de trabajo. —La mujer le señaló un asiento.
—Gracias. —Eleos se sentó, mientras tomaba la taza entre sus manos.
Hubo un silencio incómodo, interrumpido solo por el crepitar del fuego en la chimenea y los intermitentes sorbos a las bebidas calientes. Eleos miraba a su alrededor. Sabía lo que quería preguntar, pero estaba atrapado en su garganta como un trozo de comida mal masticado. En un arrebato de valentía, habló de forma tajante:
—Quiero saber qué pasó con mi padre y por qué me apartaste de ti.