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Capítulo VI El pasado Aurelia quedó impactada por la pregunta de su hijo. Intentaba desenredar la madeja de palabras que se arremolinaban en su cabeza. Eleos merecía saber sobre su pasado. No era justo que viviera en penumbras, pero la voz estaba atrapada en su garganta. Hizo algunos movimientos con su boca, no lograban salir las palabras.

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—Quiero saber qué pasó con mi padre y por qué me apartaste de ti —planteó de nuevo.

Los ojos de Aurelia estaban puestos en los de su hijo. Clamaban sinceridad.

—Te diré la verdad. Te la diré por partes. No quiero abrumarte con todo de una vez —dijo con voz engolada.

—De acuerdo. Te escucho. —Eleos se acomodó en su silla.

La mujer dio un sorbo a su té y habló entre sollozos:

—Te contaré toda la historia. Cada vez que la recuerdo se me aprieta el corazón. —Estaba a punto de romper en llanto, pero guardó la calma.

Aurelia partió relatándole que hacía muchos años, la antigua Tierra estaba en absoluto desconcierto. Ella era solo una niña. No obstante, estaba consciente de lo que ocurría. El cambio climático era irreversible. Avanzaba a pasos agigantados y había aumentado las temperaturas hasta provocar una plétora de desastres naturales en las naciones. Era pan de cada día ver en los noticiarios inundaciones, nevazones, huracanes, muerte y hambruna.

El nivel del mar había hecho emigrar a la población costera del planeta hacia terrenos elevados. Los parajes más bellos estaban bajo el agua. En el ártico, los glaciares eran solo un recuerdo, convertidos en simples láminas de hielo.

Algunas personas inescrupulosas experimentaban con poderosos virus y microorganismos para venderlos en el mercado negro, y desarrollar armamento biológico para enfrentar el caos desatado.

No había oportunidades laborales, la población estaba en la miseria. Terremotos y volcanes hacían gala de su poder destructivo, mientras la delincuencia estaba desbocada. Los líderes políticos y religiosos perdían credibilidad. La humanidad estaba al borde del colapso.

La escasez de agua produjo la pérdida de millones de toneladas de alimentos, cultivados alrededor del mundo. La humanidad se moría de hambre y sed, aunque las grandes personalidades contaban con reservas irrisorias de agua. Nadie hacía algo al respecto, no existía un punto de inflexión. El mundo era un globo a punto de estallar.

Los años se sucedieron. Aurelia se convirtió en adolescente y luego en mujer. No obstante, todo se mantuvo sin cambios de fondo, hasta que se produjo una guerra por el agua, la Gran Guerra.

Fue una lucha por el derecho de los recursos hídricos. Por un lado estaban las naciones más poderosas, disputándose aquella legitimidad; por el otro, los millones de civiles que defendían la justicia y el derecho de vivir. Sin embargo, apareció una tercera parte, una tercera facción perniciosa.

Se trató del segmento más oneroso de todos, protegía su propia jurisprudencia sobre el agua y defendía la guerra. En secreto, entregaba recursos a los gobiernos y los grupos civiles para que el conflicto se extendiera el mayor tiempo posible. Difundía farsas, creaba polémicas y enfrentaba al pueblo consigo mismo.

Tramaba algo entre las sombras.

El propósito era, a través del engaño, desgastar las confianzas recíprocas entre los Estados y el pueblo. Una estrategia del tira y afloja. En algún momento ambos grupos estarían deshechos, cansados de batallar entre sí, esperando que algún bando cediera a favor del otro. Ahí entraría el nuevo poder, para hacerse con el control absoluto.

Así nació la androcracia. Así se parió ese orden facineroso, en medio de la podredumbre más grande que haya presenciado la humanidad. A pesar de eso, tenía un as bajo la manga para dar el golpe de gracia.

Durante años, los grupos adherentes a la androcracia invirtieron millones en el perfeccionamiento de tecnología militar e inteligencia artificial. Realizaron escabrosos experimentos en humanos a muchos kilómetros bajo tierra, en completo anonimato. En cuanto la guerra estuvo en su punto más álgido, liberaron ese poder para doblegar las voluntades de la población.

De esta forma, la androcracia se impuso por la fuerza, con promesas de un futuro mejor. Aquellos que no la aceptaron, pagaron con sus vidas. La androcracia no perdió el tiempo. Estableció sus propias normas en su nuevo mundo, la nueva Omniterra.

Eleos escuchaba con atención. Sus ojos estaban abiertos como dos platos. Durante su educación y formación profesional habían omitido varios de los detalles que su madre le revelaba. Estaba cautivado por la narración. Al mismo tiempo, se enorgullecía de la valentía de Aurelia. Hablar de esa forma era penalizado, la etiquetarían de disidente minus androcracia.

Eleos volvió en sí y continuó escuchando el relato.

En medio de la Gran Guerra, Aurelia emigró de casa en busca de nuevas oportunidades. Tardó un par de años en establecerse. Viajó por varias neopolis, pero la suerte no la acompañaba. Hasta que un día conoció a un galante joven, su nombre era Olimpio olp0017021.

El muchacho se había marchado de su antiguo hogar por motivos personales. La libertad le sentaba de maravilla. Conoció el mundo con su bolsa de viaje y un par de bocadillos al día, pero llegó un momento en que los hidrobonos brillaron por su ausencia. Con el tiempo, encontró un trabajo digno para ganarse la vida.

En uno de esos viajes, Aurelia conoció a Olimpio en un café-bar. La mujer estaba sentada charlando con el barista, preguntándole si conocía algún lugar donde pudiera trabajar. Olimpio, de manera furtiva, se acercó por detrás y se sentó en un taburete cerca de ella. Pidió un vaso con ambrosía líquida al mesero. Poco a poco, se fue integrando a la conversación, hasta que al final solo él y ella intercambiaban palabras.

Olimpio era educado, respetuoso y amable. De aspecto atlético, cabello castaño y ojos verdes, remataba la galantería con su marcada estatura y presencia. Era un encanto de joven.

Aurelia y Olimpio comenzaron a tener frecuentes citas en el bar. Luego de un par de meses, se veían a diario. Cada uno sentía ese deseo de estar y compartir con el otro. Se complementaban y hacían de sus tardes una aventura, revelando divertidas anécdotas y pormenores sobre sus vidas.

Se convirtieron en una pareja, y Olimpio invitó a la muchacha para que lo acompañara al lugar donde laboraba. Una vez allí, los recibió un hombre de cara colorada, a quien se le notaba que llevaba una buena vida. “En un par de años, se convertirá en un sujeto obeso”, pensó Aurelia en ese momento. Era afable, sin considerar su posición económica. Entrevistó a Aurelia en su despacho y le dio el trabajo de criada a petición de Olimpio. Ella no cabía de felicidad, sonrió y saltó como una niña. Agradeció durante largo rato la oportunidad que le proporcionaba aquel hombre. Podría comenzar una nueva vida, quizá proyectarse con su novio y tal vez formar una familia. Planificó su futuro en unos minutos y se distrajo del presente, hasta que su nuevo amo chasqueó los dedos frente a su cara con semblante risueño.

Aurelia firmó los documentos de contrato y reiteró las gracias a su empleador.

Era un hombre alegre y poderoso. Un sub rex.

Un hombre llamado Brutus.

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