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Viento sur, ese que nace del río

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Intensa, así podría describirse la vida de Lisandro Aristimuño Lehner desde que llegó a Buenos Aires detrás de un amor –porque también es una historia de amor–, a finales de 2001 en plena crisis política y económica, con apenas 23 años. “Cuando yo llegué Fernando de la Rúa se estaba yendo en helicóptero de la Casa de Gobierno, así que imaginate cómo estaba todo en Buenos Aires.”

Pero antes de la intensidad que le impondría la vida revuelta de la Capital, Aristimuño creció en medio de la tranquilidad bucólica de Viedma –capital de la provincia de Río Negro, en la Patagonia– combinada con el sopor mismo de un lugar que no le ofrecía nada. “Viedma es un lugar que tiene río y tiene mar, tiene las dos cosas, ahí desemboca el Río Negro que es el río que viene del norte y justo se junta con el mar. Así que hay una energía muy poderosa, porque se junta el agua dulce con el agua salada, eso me parece una característica fuerte. Pero es una ciudad bastante desierta en cuanto a la cosa artística. Es una ciudad esencialmente administrativa: se trabaja mucho a la mañana y después a la tarde siempre hace la siesta, como un reglamento. La vida nocturna casi no existe.”

Lisandro creció viendo trabajar a sus padres; papá, director de teatro, músico y arquitecto, y mamá, actriz. Entre sus primeros recuerdos musicales se encuentra una discoteca enorme de casetes de música latinoamericana y música ambiental que su padre usaba para musicalizar las obras que dirigía. Violeta Parra, Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Peter Gabriel, Philip Glass, Rubén Blades, Rubén Rada y Eduardo Mateo, entre tantos. “Toda esa música le fascinaba a mi viejo y yo también me hice fan de todo eso. Me acuerdo de estar en el living, con la música sonando fuerte, y casi nadie hablaba pero bailábamos o cantábamos. O de mi vieja cantando mientras cocinaba, y yo escuchándola desde mi pieza, o sea que la música también se tomaba toda la casa.”

Después llegó el deseo de tocar, y aprendió solo o casi, aprendió de la mano del rock argentino, o como allá lo llaman: el rock nacional. A los quince años Lisandro integró Marca Registrada, una banda de versiones, y unos años más tarde, con La Bisogna recorrió todos los casinos de la Patagonia interpretando canciones de Virus, Los Abuelos de la Nada y Soda Stereo, entre otros. “Esa fue mi escuela. Como soy autodidacta, sacar canciones de otro me sirvió para aprender a tocar la guitarra, a cantar y a armar un grupo. O sea, tener que sacar los mismos sonidos de la guitarra, de la batería y cantar en el registro de Cerati, Moura o Miguel Abuelo, te da una técnica bastante amplia. Yo siempre lo recuerdo con mucho cariño, porque a mis quince años arranqué cantando todo eso y empecé a entender cómo hacían estos genios para ensamblar todo. Ahí arranco mi oficio y mi manera de entender que la música también puede ser un trabajo.”

A la vez que Lisandro cantaba a Luis Alberto Spinetta o a Charly García, también empezaba a escribir sus propias canciones como un recurso emocional. “Las primeras canciones que escribí fue porque estaba enamorado, pensado que estaba haciendo cartas de amor; sabía que era un plus, me parecía linda forma de transmitir un mensaje desde el corazón hacia algo o alguien que amaba y ahí arranqué, esa fue la primera forma de poder transmitirle amor a alguien.” Quien recibía esas primerísimas cartas sonoras que escribía el joven Aristimuño es Luz, su esposa y madre de Azul, la hija de ambos. Junto a Lisandro, Luz es la responsable de esta historia de amor. Ella fue el motivo principal por el cual abandonó Viedma para siempre y ella fue la que lo animó a grabar esas canciones que acumulaba en sus cuadernos. “Yo nunca pensé en grabar un disco. Hacía canciones porque me ayudaban a expresarme y a poder sacar las cosas de adentro. Mejor dicho, la música me servía para poder expresar cosas que en lo cotidiano no podía sacar afuera, entonces nunca tuve la idea de armar un disco. Luego llegué a Buenos Aires porque mi mujer se vino a estudiar a Capital y yo la extrañaba mucho y quería estar al lado de ella. No me gustaba para nada Buenos Aires, pero me vine por amor y de repente empezó a surgir esto. Fue más una ocurrencia de mi mujer que mía, estábamos muy cortos de plata y empecé a estudiar para ser maestro jardinero, quería trabajar en los jardines de infantes para poder vivir de la música y generar dinero para subsistir. Pero mi mujer me decía: «¿Por qué no intentás grabar algo para vos? Mirá todas las canciones que tenés?» Entonces agarró todos los cuadernos y empezamos a elegir el repertorio. Para mí, eso era un sueño muy lejano y mi mujer me incentivó mucho para que eso se concretara.”

En medio de ese proceso de selección apareció Tatu Estela, ingeniero de sonido y entonces novio de su hermana mayor, que le grabó esas primeras canciones que, a la postre, darían forma a su primer disco: Azules turquesas (2004).

El álbum debut de Aristimuño era y sigue siendo ingenioso. A mediados de la primera década del siglo XXI Buenos Aires fue testigo de una eclosión de una nueva cancionística rioplatense; jóvenes cantautores como Pablo Dacal, Tomi Lebrero, Alvy Singer, Pablo Grinjot, el mismo Aristimuño y algunos mayores, como Gabo Ferro o Ariel Minimal, abordaban desde diferentes ángulos al formato canción; el interés por las músicas populares y tradicionales había sido cultivado con la misma pasión que el rock and roll dando paso a un episodio transformador de la música argentina. Bajo la misma perspectiva de una novela de formación, Azules turquesas presentaba a un autor joven que migraba a la gran ciudad envuelto de querencias y nostalgias. El quid y la sorpresa del debut de Lisandro radicaban en su atrevida exploración de sonoridades tradicionales intervenidas con ambientes electrónicos, dando forma a pequeñas piezas de filigrana pop.

Hay un detalle sustancial en el germen de ese disco: en Buenos Aires, Aristimuño halló en la computadora una herramienta definitiva. “Es como si hubiera visto una nave espacial. Yo estaba acostumbrado a buscar un batero, un bajista y un tecladista y, de repente, cuando me di cuenta de que con una computadora más bien sencilla podía hacer una especie de maqueta, también empecé a entender que, de algún modo, podía ser el productor de mis propios discos.”

La trilogía fundacional del cancionero Aristimuño la completan Ese asunto de la ventana (2005) y 39º (2007). Ambos discos dan cuenta de la expansión del universo sonoro de Lisandro y de su crecimiento como escritor de canciones, a la vez que finalizan el relato primigenio de su autor y, también, su relación con Los Años Luz. Su creador analiza esa unidad conceptual desde un frente lírico: “Escribía lo que me estaba ocurriendo, la llegada de alguien de la Patagonia a la ciudad; con Azules turquesas quise definir un poco de dónde venía, porque es un disco muy de paisajes, luego con Ese asunto de la ventana me agarró una especie de fobia de la ciudad, me costaba mucho vivir acá, y después 39º habla de lo que significa vivir en una ciudad y cómo todo cambia repentinamente. Al día de hoy los escucho y es como agarrar algo que escribí como diario íntimo y que de repente se hicieron disco y se hicieron públicos.” Y también tiene una explicación desde lo sonoro: “En Viedma no tenía computadora; cuando me vine a Buenos Aires, mi primo Carli (Aristide) que es mi guitarrista, tenía computadora en su casa y ahí es donde yo encontré la manera de poder mezclar mi guitarra criolla que me traje de la Patagonia con la electrónica y la cosa de ciudad. Carli empezaba a usar programas para hacer música y él me medio enseñó cómo se podía programar una batería o un teclado, y se dio esa unión, como volviendo a lo que te decía antes: la mezcla del agua de Río Negro y el Atlántico.”

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