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Primera parte. Adoración de la tierra

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Introducción

(Lento. Più mosso. Tempo I)

Durante su estancia en las islas Galápagos Charles Darwin se dedicó a estudiar con detenimiento las conductas de los pinzones. Entre otras cosas, el naturalista inglés observó que cuando varios grupos de pinzones competían por la misma fuente de alimentación, eventualmente alguno comenzaba a desarrollar un pico diferente para poder comer otra cosa. Bueno, para la música popular argentina Sofía Viola es un salto evolutivo: el pinzón con pico nuevo.

Augurios primaverales

(Tempo giusto)

“Mi mamá me dejaba llorando con la música al palo en la cuna”, dice Sofía sobre su infancia en Lanús, una localidad del sur del Gran Buenos Aires. “Ella es melómana y bailarina de ritmos latinos, así que desde chiquita escuchaba Ismael Rivera, Héctor Lavoe, Celia Cruz, Billie Holiday, La Lupe, Oscar D’León, Tita Merello, Dexter Gordon, Little Richard, Pérez Prado… Mi papá siempre tocó la trompeta, así que recuerdo que todas las mañanas me despertaba con su sonido y lo acompañaba en su rutina de estudio. Después me hizo estudiar ese instrumento y otros, me metió en el conservatorio… siempre insistiendo con que estudie música. Pero no pude recibir la teoría y me salí con la mía: yo quería cantar. Una vez que mantuve firmeza con la voz, me indicó que toque la guitarra y que componga tangos. Siempre me acompañó con su crítica filosa, que valoro y respeto. Me guió desde su humildad de sabio consejero y dejó que yo haga la mía. Ellos me criaron con mucha libertad, conciencia y amor. Supieron ponerme los límites y yo supe sacarlos.”

Juego del rapto

(Presto)

Año 2000. Mientras la Argentina se dirigía hacia su propio iceberg, un programa tomaba la trasnoche de la televisión pública como si fuera la orquesta del Titanic. Se llamaba Medios locos y, aunque su tono era celebratorio, no sacaba los ojos del maelström: acompañado por una banda estable, el legendario periodista Adolfo Castelo intervenía los titulares de los diarios para hacer su propia comedia del naufragio. A veces los visitaba una niña de once años que, según anunciaba el programa, era “La supuesta hija de Perón”. Cantaba una cumbia, improvisaba un monólogo y se metía al público en el bolsillo. Para la mayoría era una perfecta –y adorable– desconocida. Unos pocos iniciados la reconocieron. Era Sofía Viola, la sobrina del fundador del Parakultural: la usina contracultural donde se incubaron las expresiones más radicales del teatro y la música popular de la primavera democrática, a mediados de los ochenta.

Rondas primaverales

(Tranquillo. Sostenuto e pesante. Vivo. Tranquillo)

“Para cantar tango vas a tener que enamorarte y vas a tener que emborracharte”, aleccionaba el Pollo Viola a su hija, “y después vas a tener que desenamorarte y vomitar”. Sofía siguió al pie de la letra las enseñanzas de su padre y, cuando tenía dieciséis años, quedó prendada de un cuarentón que era el propietario de una célebre cueva porteña de cómics. “Lo escuchaba todos los jueves a las dos de la mañana en un segmento que hacía en Rock&Pop”, recuerda Sofía. “Me acuerdo de que le había encargado una remera de Flash Gordon y llamaba al programa para saber si había llegado. ¡Le llegué a preguntar si quería juntarse a tomar un café!” Alimentada con el combustible del amor no correspondido, se lanzó a recorrer la noche de Temperley y desembarcó en Ludoviko: el Teatro Bar donde alumbró a Curda, el payaso mala onda y tanguero que durante dos años le otorgó sus primeras millas de vuelo en la bohemia. “Un día sentí la necesidad de hacerme cargo de lo que estaba diciendo –explica Sofía–, porque las canciones estaban diciendo cosas y ya no las podía decir un payaso”. Entonces se tatuó un pajarito con un verso de Violeta Parra (“Arriba quemando el sol”) y, cuando finalmente cumplió la mayoría de edad, se presentó con su propio nombre y anunció el comienzo de su viaje. “La primera vez que salí de Argentina fue con los del Teatro Bar: actores, malabaristas, payasos y músicos en busca del pan cerca del mar”, recuerda. “A (las playas uruguayas de) Cabo Polonio fuimos a parar. Andábamos como gitanos con tiendas de trapo. En esos días tocábamos todo el tiempo y eso me curtió bastante: la voz toda rasposa y gritona sin ninguna clase de sutileza. En síntesis, los viajes me sumaron plumas, calle y pan.”

Juego de las tribus rivales

(Molto allegro)

Durante generaciones y generaciones los músicos argentinos de rock, tango, jazz, cumbia y folclore pusieron sus distancias. Más allá de algunos intentos, no lograron abonar un mapa en común: ese territorio mestizo que, en países vecinos como Uruguay o Brasil, propició el Tropicalismo o el Candombe–beat. Autores como Pablo Dacal o Lisandro Aristimuño advirtieron esa necesidad y, a comienzos del nuevo milenio, comenzaron a hacer sus ensayos para reorganizar la música del Río de la Plata. Si bien cada uno proponía una estética diferente tenían en común la reverencia por el formato –la canción– y también un origen: eran músicos iluminados por el rock que, desencantados con el rumbo del género, se habían desterrado por voluntad propia. Así, mientras Sofía Viola surcaba el viaje iniciático donde iba a incubar su primer repertorio, los Cancionistas del Río de la Plata también se lanzaron a explorar: encontraron los folklores, el jazz, la canción latinoamericana, el tango, la chanson y la música académica. Lo metabolizaron todo. Ya no para cantar los avatares de otras décadas o seguir el pulso del mercado adolescente. Descubrieron que, si querían vivir su propio tiempo, tenían que encontrar su propia canción.

Cortejo del sabio

Después de una temporada en Uruguay Sofía Viola puso proa hacia San Marcos Sierra, un pueblo que, entre las montañas y los ríos cordobeses, construyó su propio mito hippie. Durante su segunda noche allí se subió al escenario de La Panchería y, entre el público, descubrió a José Luis D’Amato, uno de los pilares periodísticos de revistas fundacionales del rock argentino como el Expreso Imaginario. “Demostraba un interés sobrenatural, sin dudas era muy buen espectador”, dice Sofía. “Le dediqué una canción y, cuando terminé de tocar, me acerqué a su mesa. Me preguntó de dónde había salido y le comenté que mi tío era Omar Viola, del Parakultural, a lo cual respondió con alegría porque lo conocía de la Escuela de Mimo. La cosa siguió porque me invitó a conocer su rancho ecológico, así que al otro día lo busqué y me encontré con una reunión de jóvenes y adultos compartiendo un almuerzo, carcajadas y vino. El viejo me hizo cantar y así fui ganando mi beca de hija adoptiva. Primero acampamos en su fondo, después me dio una habitación y refugio eterno.” A fines de ese mismo año D’Amato le propuso grabar su primer disco en su casa ecológica: corrieron la mesa, instalaron un estudio portátil y, al cabo de cinco días, ya tenían listas las canciones de Parmi. Un debut que, si bien estaba grabado con energía solar y en un entorno bucólico, aún era un disco urbano. Amateur –en el mejor sentido de la palabra– y, aunque predominaran los instrumentos acústicos y no hubiera ni un tema remotamente parecido a los Sex Pistols, sonaba más punk que buena parte de la escena punk porteña. “Si no era por José yo no hacía nada”, confiesa. “Fue el puntapié inicial para una nueva etapa de mi vida. Sumado a toda la sabiduría que me transmitió, todo aquello dio lugar a una nueva visión acerca del mundo.”

Adoración de la tierra

(Lento)

Con Parmi bajo el brazo Sofía armó nuevamente su mochila y partió rumbo al norte: Villazón, Oruro, Cochabamba, Copacabana, la Isla del Sol, Cuzco, Machu Picchu. El viaje arquetípico de la iniciación latinoamericanista que, en sus manos, fue un manantial de inspiración: Sofía tomó notas, bailó, aprendió rudimentos del quechua, bebió, trabajó para una ONG en el Valle Sagrado de los Incas, abrazó a la Pachamama y celebró tanto casamientos como velorios. En esa exploración compuso, entre otras canciones, “El vals de la muerte”. “Nació el primer día que tuve un charangón en las manos”, dice. “Me inspiró el sonido, la letra empezó a salir sola. Nunca había pensado cómo sería mi muerte, pero la imaginé mientras sonaba el vals: me gusta que, si no nos creman, nos coman los gusanos. Por más doloroso que sea para los vivos, está muy bien que se celebre el nacimiento, el crecimiento y la muerte. Festejemos: un día más, un día menos en la vida.”

Danza de la tierra

(Prestissimo)

Como Robert Johnson, Sofía Viola volvió modificada de su periplo. Sus nuevas canciones podían articular todo sin pensar: música andina (yaraví, huayno, cueca) y rock argentino, hot jazz y ranchera, tango y cumbia, vals criollo y vallenato. También humor y autogestión, conciencia planetaria y equilibrio. Munanakunanchej en el Camino Kurmi, la fotografía movida de aquel viaje, era una prueba contundente. Desde el grito de “Aceves Mejía” hasta la plegaria secreta de “Muna munanqui”, pasando por “No me des merca” y “Caca en la cabeza” –su alegato contra la colonización gastronómica–, la voz caudalosa parecía unir, como la Cordillera de los Andes, el altiplano con el Caribe y los algodonales del Mississippi. Todo sin costuras. Absolutamente metabolizado en su mirada: como la epifanía de Neo en el clímax de Matrix.

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