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IV Se abre una nueva flor en el valle del Señor

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Marzolini me cuenta que se puso colorado como un tomate, y yo le creo porque cuando se me da la gana lo hago ruborizar con cualquier palabrota. Aprovecha que en ese momento sale del templo un grupo de fieles rezagados y se deja arrear a la calle. Camina rápido media cuadra y escucha unos fuertes taconeos que lo persiguen.

Le agarran un brazo y lo frenan con violencia, con un apretón que le deja moretones que tardarán semanas en desvanecerse. La mujer del atrio, con la cara transformada, dura y feroz, le dice:

—Aunque sea decí si estás satisfecho. Contento, ¿no? ¿La estás pasando lindo?

Marzolini –y le creo porque es un caballero respetuoso pero galante– le dice que no tiene el gusto de conocerla, pero es más feliz que antes porque ahora ha descubierto una nueva flor en el valle del Señor.

Ella se rió pero no como me río yo cuando me permito alguna osadía y él me reprime con un gracejo digno de un rajá. Alguna vez le conté a una amiga el tipo de respuestas que él me propina cuando me paso de la raya y ella me preguntó si yo era ingenua o idiota, porque según ella lo que él se proponía con sus frases galantes era seguir avanzando, y yo con mi risa neurótica y echándome atrás despavorida había terminado aplastada contra la puerta que podría habérseme abierto al paraíso terrenal. Pero después de conocer esta historia con la mujer del atrio confirmo que hago muy bien en refrenarme de inmediato, porque esta mujer se rió y retrucó con un nuevo avance y Marzolini se le fue de las manos. La mujer le dijo una cochinada tipo que esa flor estaba disponible para que él la cortase y la llevara en la solapa junto al corazón, o para que se la encajara en la cremallera junto a algún otro lindo órgano vital.

Marzolini se puso paranoico por el recuerdo de una vieja aventura siniestra que le hizo padecer una malvada devoradora de hombres (se me cayó el alma a los pies cuando supe que había estado con una mujer así, pero bueno, hay que escuchar cómo se desencadenó la historia; muchas veces yo me lo imaginé con ella, con desprecio y rencor, puede ser incluso que con un regodeo enfermizo, pero nunca realmente como una cosa erótica, sino siempre triste, un desencanto, para él y para ella, y para mí también), decía que Marzolini pensó que esta mujer del atrio podía ser otra diabla similar a la malvada devoradora, y seca y seriamente le dijo que le agradecía pero que las flores eran hermosas luciéndose en el jardín y que él no tenía la costumbre de cercenarlas. La saludó sin más y empezó a caminar firme, con la plena intención de hacer cualquier cosa para escapar si volvía a oír el retumbar de los pesados botines con plataformas que la del atrio calzaba sobre zoquetes deportivos. En último caso podía salir corriendo sin importarle si despertaba un escándalo entre los fieles que se estaban desperdigando por el barrio. O le gritaba que dejara de molestar, o enfilaba para la casa de su hermana que vive ahí a la vuelta, aunque mejor que esa mujer no localizara ningún sitio que tuviera que ver con él. Llegó a la esquina, giró, y en la otra esquina se volvió y comprobó que nadie lo seguía.

Y la noche en que me cuenta que acaba de llamar el loco por la Flaçon, a Marzolini se le ocurre que esta mujer del atrio pueda ser la Margarita en cuestión. El loco puede haberlo visto aquel domingo de Pascua, vio cómo se besaron y cómo después ella corría como una loca, trastabillando sobre sus plataformas de plomo, para llegar junto a él y casi romperle un brazo. Después el tipo pudo haberlo rastreado y ahora no le pierde pisada, eso dice Marzolini, que tiene la firme impresión de que hace semanas que lo vienen siguiendo. (Y ahí la historia empieza a inquietarme; me parece que podemos caer en algo feo, en algún percance con gente que no tiene nada que ver con él, con gente y con situaciones que una vez definió muy bien un amigo filósofo de bar a quien le conté unas aventuras en las que mi muñeco tuvo que vérselas con unos agentes de la KGB que supieron que de Venus lo acababan de devolver a la Tierra, y otra peor, cuando sin comerla ni beberla se encontró en medio de políticos corruptos y sicarios, historias así que me dejaban tres días con taquicardia, y que para descargar mi alma referí a ese amigo que llamo filósofo de bar, que es un tipo interesante, buen tipo pero con toda la lacra del machismo feo y de quien se siente fracasado en la vida, sarcástico y cínico sobre todo con las historias de amor, por eso nunca le cuento nada de Marzolini, pero ese día le largué lo que parecía una novela policial negra en las que no había ningún personaje con mínima conciencia ética, y el tanguero amigo filósofo de bar después de escuchar la historia y mis lamentos acerca de que una persona tierna y cariñosa tuviera que sufrir el ataque de todos esos canallas, dijo, aprovechando la ocasión para pegarme con un palo: “La historia arrastra a todos, no solo a quienes la dirigen y empujan, o la quieren dirigir y empujar, sino también a quienes se apartan o se quieren apartar de su curso, y perderse lejos de la corriente humana, como una que yo conozco, metiéndose en los prados para acariciar los pistilos de las flores y correr hasta la cumbre de una colina para largarse a cantar como la novicia rebelde”. El asunto es que cuando Marzolini me cuenta que lo han estado siguiendo yo no me puedo retener y lo distraigo de cualquier manera hasta devolverlo a su sospecha de que la mujer del atrio sea la Flaçon del loco).

Puede ser, sí, dice, el tipo la vio besarme, vio que me perseguía por la calle, que yo la abandonaba. Capaz que él se le acercó y ella supongo que lo habrá mandado a pasear, y de un día para el otro, así como yo dejé de verla aunque tomé la costumbre de ir a esa iglesia todos los domingos, él dejó de verla y se volvió loco. Y capaz que un día me descubrió por la calle y ahí me siguió, rastreó dónde trabajo y el número de teléfono de mi casa. (Me dice, mientras yo no puedo dejar de mirarlo con resquemor y se me atraganta una pregunta que recién me acordaré –si me animo– a desembuchar dentro de unas diez páginas. Porque a veces me obliga a apuntarle incongruencias: que si el loco por la Flaçon lo vio en la iglesia con la enérgica del atrio es o porque ya lo venía siguiendo de antes a él, a Marzolini digo, o es porque la seguía a ella, a la Flaçon, y de cualquier manera, ¿por qué el tipo la dejó escapar? Y él zafa siempre bien:)

—Porque ella se le escapa siempre, porque él no se anima a acercársele, o porque, celoso, habrá preferido seguirme a mí, qué sé yo; la próxima vez que se comunique conmigo le doy tu dirección y así le podrás preguntar a él personalmente... Siempre tengo que terminar contestando preguntas estúpidas, nunca puedo decir lo que quiero, nunca me dejaste contar la historia de la Niña Santa y me obligaste a... mejor no hablo.

—¿Qué te picó, ahora? Hablá nomás, si el único que habla siempre es el señor...

—No, querida, yo hablo pero para decir lo que usted quiere... La historia de la Niña Santa no pude...

—Y dale con eso.

—Sí, nunca te la pude contar y me quedó el trauma.

—Trauma, mirá vos, si la que estoy tirada en el diván soy yo.

—Pero el que habla siempre soy yo, y si no me dejás contar algo que quiero no te vas a curar nunca.

—Dejá de decir macanas y seguí con la Flaçon. O mejor, por hoy terminamos y me voy a mi casa, porque para problemas, para problemas estoy yo.

Se traga la bilis, frunce la boca como culito de gallina y se levanta de sopetón.

—Sí, mejor, por hoy terminemos; yo también estoy cansado.

Y se ajetrea hacia el garaje para que saque la bicicleta y me vaya. Visto desde atrás parece una geisha, correteando con pasitos cortos mientras le revolotea el kimono de seda artificial.

Araca corazón callate un poco

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