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VIII Hagiografía

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En la cita siguiente –de riguroso sport Gran Gatsby– logro que se despache: ninguna de las dos hermanas practicantes católicas apostólicas romanas puede ser Margarita Flaçon, a menos que hubieran mentido el nombre. Se llaman Florencia y Rita; Flor la hermosa, Rita la más hermosa. Cada domingo charlan un rato en el atrio y junto a las verjas de la iglesia. Él tuvo el mal tino, por timidez, de decirles la primera vez que iba para el otro lado, así que se separaban enseguida, hasta el domingo en que él les pregunta si quieren que las acompañe porque tiene ganas de pasear, y ellas dicen que de acuerdo, pero astutamente enfilan para la costanera.

—¿Cómo es la hermosa y cómo la otra? —pregunto, apenas puedo deshacer y tragarme el terrón de barro seco atascado en la glotis.

Contesta que la hermosa es hermosa y la otra es hermosa y feliz. (Apenas dice esto adivino que la cosa me desvelará varias noches seguidas. Yo siempre busco presentarme feliz y aprendí a fingir, pero no sé si logro ser convincente. Mi amigo filósofo de bar dice que finjo bien, que soy la exacta réplica de la santa mártir que sonríe extasiada encima de la hoguera. Como creo que, a su manera, también él es un santo, le digo que sus demostraciones de felicidad, es decir sus bromas pesadas y su cinismo, son como el chiste de su tocayo Lorenzo, quien en su martirio pidió que lo dieran vuelta en la parrilla porque de ese lado ya estaba cocinado –y él, que no pierde ocasión para jorobarme con su erudición, corrige la sentencia citándola en latín y en una más precisa traducción: Assum est, inqüit, versa et manduca: denme vuelta, que de este lado ya estoy a punto–. Y después me retruca que sí, que yo soy esa santa sonriendo en la pira, pero mirando de soslayo a las multitudes que asisten a la quema, y guiñándoles un ojo. Le retruco que si él pide que lo den vuelta en la parrilla a viva voz es para que lo oigan en las tribunas y lo registren los historiadores. Él me dice que si se mira bien yo aprovecho que las llamas ya han quemado mis túnicas, pollerines y bombachudos para retorcer mis carnes doradas en un cadereo que también simula alborozo. Yo le digo que si pidió que lo dieran vuelta es porque ahora que lo ponen de espalda a las brasas puede mostrar el espectáculo de sus poderes, aunque estén achicharrados y disminuidos de tamaño, o precisamente por eso ahora puede por fin ostentarlos suponiendo que los espectadores darán por descontado que se debe al fuego la reducción de los mismos a un porotito. Él me dice que finjo bien, pero que el fuego quema y se me empieza a notar una cierta sensibilidad nerviosa. Yo le digo que él da vuelta la cara para que no se note que ya se arrepintió de la bravuconada, porque ahora quema del otro lado, le quema por todas partes. Él me dice que sin embargo de golpe resplandezco, que en el tramo final soy –o todos me ven– realmente feliz; ya estoy en el Paraíso y si estoy fingiendo no se nota para nada. Y con esa salida benevolente me desarma y me gana la partida).

Domingo a domingo se repiten los encuentros y los paseos después de la misa matutina. Las hermanas mosquitas muertas enseguida entran en confianza y se enlazan cada una a un flanco de Marzolini. Ellas son más petizas que él y de lejos me los figuro como un panadero con dos canastos colgándoles de los brazos.

Siempre sucede que en un cierto momento de la caminata ellas se sorprenden de lo tarde que se ha hecho y se apresuran a llamar a un taxi. Corren y trepan al auto rápidamente, apenas despidiéndose de Marzolini, de manera que él empieza a sospechar que las mosquitas oculten algún misterio que se descubriría si lo dejaran acompañarlas hasta su casa. Incluso cuando los sorprende una repentina lluvia durante el paseo buscan y suben atropelladamente a un taxi sin querer compartirlo. Algo esconden. Visten bien, son chicas que tienen esmerada educación, pero quizás vivan en un rancho, o en un cabaret, o quizás haya alguien esperándolas en la puerta con un látigo en la mano, algo hay.

Durante los paseos charlan de cosas nada íntimas, de las noticias que trajo el diario local donde Marzolini les ha dicho que trabaja como empleado administrativo, de sociopolítica menuda, de la degradación de la moral pública, la inseguridad, la inflación, cosas así, las cosas que sufrimos la gente común que no subsiste chupando la teta del Estado. Marzolini les cuenta que vive solo, que se ocupa de su casa, que no tiene televisión y le gusta leer y escuchar discos en viejos combinados. La hermosa refiere que está estudiando gerencia de empresas, y la más hermosa que se recibió de escribana pero todavía no ejerce porque se tiene que ocupar de la casa y de la mamá, que es un poco mayor y tiene sus berrinches.

En verdad (me cuenta, poniendo cara de Gatsby enamorado) son paseos que parecen una extensión mística de la iglesia en la naturaleza del cielo y de la laguna y los árboles y pájaros de la costanera. A él se le ocurre una imagen que a ellas les encantó y sobre la que volverán cada domingo. Él les dijo que había soñado (mentira, seguro que lo estuvo pergeñando meticulosamente) que vivían en el campo, que los domingos él iba a la iglesia, y ahí se encontraba con ellas, y que después regresaban juntos a sus chacras. Salían de la iglesia y caminando dejaban atrás el pueblo, entraban en la campiña y atravesaban un bosque, una playa, una selva... A ellas les gusta siempre volver a esa fantasía. Señalan una nube grandota en el horizonte:

—Tenemos que subir al Everest.

Pasa una barquita por la laguna:

—Ahí llega la nave a bordo de la cual tenemos que cruzar el océano.

Hace frío y garúa:

—Estamos en la estepa rusa.

Y yo no me aguanto:

—Hasta que te dicen: Ahí viene un taxi. Chau chau, y quien te ha visto no se acuerda.

Me mira con cara de no apreciar mis ironías y sigue, que el domingo pasado estaban paseando por la costanera y una de las mosquitas larga:

—Ahí va una procesión de barcas llevando a la Virgen de Caacupé.

Y fue entonces, me dice Marzolini, cuando se acordó de la historia de la Niña Santa del cementerio.

—¿Sabés de qué hablo, no? ¿Conocés la historia de la Niña Santa?

Me dejé sacudir por los espasmos:

—Me estaba durmiendo... ¿La santa de qué?

—La santa del panteón, la que hace milagros. En la época en que escribía cartas para nadie, antes de que apareciera esa mujer que me salvó la vida...

—Que a vos también te debe la vida, porque estaba cianótica, azul, con el cordón umbilical anudado en el cogote, el cordón del que le colgaban un marido, dos hijos y una suegra. (El chiste no le gusta, larga una risita distraída y sigue:)

—En esa época en que yo andaba desesperado, invisible para todos, fui una vez al cementerio y vi ese panteón enrejado para que la gente no se meta, pero por los barrotes los promesantes echan de todo, exvotos, vestidos de novia, muletas, y miles de papelitos pidiendo gracias. La cosa me deslumbró. Empecé a escribir a los muertos. Y la primera cartita fue la que eché ahí dentro de ese mausoleo. ¿Conocés la historia de la Niña Santa?

—No es santa. No está reconocida por la Santa Madre Iglesia y por lo tanto es solo un motivo de superstición. Dios quiera que yo sepa resistir a esa credulidad de ignorantes. Ya te dije más de una vez que no vayas para ese lado que no me gusta. Hasta prefiero la historia de Dido, la emperatriz venusina que se arrancó las antenas cuando decidiste volver a la Tierra. No me hagas enojar.

—Te pregunté si conocías su historia. Nunca pude contártela y tuve que recurrir a viejas prácticas para que alguien pudiera escucharme. Mejor que ni hablemos.

—Sí, mejor no hablemos, porque la verdad es que mucho no me interesa.

El Gran Gatsby se enoja. Se levanta y sin el mínimo charme escupe:

—Ya es tarde. Mañana madrugo. Te abro el garaje.

Araca corazón callate un poco

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